La historia del tango está unida a la de la literatura argentina. Escritores notables, algunos notabilísimos, de esa tierra admirada, ensamblada con tantos infortunios en su violenta historia, escribieron letras para tango, algo poco conocido por los lares del trópico, de la antillanía, de la latinoamericanidad musical. Ahora lo sabemos. De Borges, que odiaba al tango y prefería la milonga de los compadritos, a la música de Atahualpa Yupanqui y Alberto Cortez, de la poesía tanguera de María Elena Walsh a Palito Ortega, de José Gobello a Santos Discépolo se eleva una música argentina que rodó por el mundo a pierna suelta y versos al aire, y que parece que comienza, como en otras partes del mundo americano, a ceder sus cauces a compositores, músicos, intérpretes y textos que van modificando el gusto musical y su historia.
El médico y antropólogo alemán Roberto Lehman-Nitsche (1872-1938), llegado a Argentina en 1897 para hacerse cargo de la sección de antropología del Museo de la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, realizó trabajos de campo en procura de recopilar poemas y tradiciones populares enfocándose en los entonces llamados grupos subalternos de la población, como los indígenas y los delincuentes, en una denigratoria identificación de los pueblos originarios con la marginalidad criminal de la época, fruto de prejuicios lombrosianos y fisonomistas insuflados de darwinismo social.
Lehman-Nitsche en sus expediciones por el interior profundo de la Argentina, donde al parecer fue testigo silenciosamente cómplice de la matanza en 1924 de centenares de miembros de las etnias qom y moqoit en Napalpí, en el entonces territorio cacional del Chaco, reunió textos de contenido picaresco, de alto tenor sexual y hasta escatológico, presentados en su libro titulado en versión castellana Textos eróticos del Río de la Plata, publicado en Leipzig en 1923 bajo el pseudónimo de Víctor Borde.
Fue más o menos por entonces que, contrarrestando procacidades con delicadezas o al menos intentándolo, comenzaba el tango-canción. Un género detestado por Borges, pero también un despuntar estético que supo endulzar la canción ciudadana muchas veces con hondo lirismo y con toques modernistas, como Alfredo Le Pera en el «paratango» «El día que me quieras» reescribió el clásico poema de Amado Nervo del mismo título y Enrique Cadícamo intertextualizó los iniciales alejandrinos de la «Sonatina» de Rubén Darío en «La novia ausente».
Ciertamente los frutos fueron variados, porque en otras ocasiones el tango-canción solo almibaró el ritmo del dos por cuatro hasta lo cursi del pre-rubendariano y decimonónico romanticismo, mal adueñándose del auténtico sentimentalismo de los mejicanos Manuel Flores y Manuel Acuña del «Nocturno a Rosario», en páginas olvidables como para seguir sumando números al muestrario del libro de Enrique Espina Rawson: Los cien peores tangos.
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El tango-canción nació a juicio de estudiosos como José Gobello con la letra de «Mi noche triste» de Pascual Contursi,3 que intercaló lunfardismos acentuando una emoción poética auténtica, en nada declamatoria ni con forzadas contorsiones expresivas en el empleo de la jerga porteña. En 1917 lo cantó Carlos Gardel a dúo con el uruguayo José Razzano, y el Zorzal Criollo lo grabó en 1930 acompañado por los guitarristas Barbieri, Aguilar y Riverol.
En contra de la opinión de Borges, que en cambio estimaba y mucho la milonga rioplatense y sus compadritos versos octosilábicos en los que suele asomar un brillo de puñales de cuchilleros —un género en que incursionó él mismo más tarde al escribir entre otras memorables milongas la de «Jacinto Chiclana»—, aquel puntapié inicial de Contursi permitió y debe de haber impulsado a varios buenos poetas a interesarse por elevar el nivel de las letras tangueras, quitándoles el lastre inicial reo, delincuencial, prostibulario y misógino que solía caracterizarlas.
Lo lograron con la realización de auténticas piezas literarias, por ejemplo, Alfredo Le Pera, letrista predilecto de Gardel, o Enrique Cadícamo, para el lunfardólogo José Gobello, «sin duda el más completo y el más laborioso de los letristas de tango».4 Y antes y después Francisco García Jiménez, Carlos Muñoz de la Púa, Dante A. Linyera, Armando José Tagini, Francisco Alfredo Marino, Homero Expósito. Hasta llegar a los mayores poetas del tango como Cátulo Castillo,
Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi y Julián Centeya —su verdadero nombre era Amleto Enrico Vergiati— con su lunfardo a cada paso enarbolado espontáneamente en su verbo «con vuelto de estrella».
Y va lo anterior sin dejar de lado a un Héctor Pedro Blomberg, alto creador y viajero impenitente según da cuenta su poemario A la deriva, además de autor, entre otros éxitos, de un famoso tango, «La que murió en París» (1930), y del difundido vals criollo «La pulpera de Santa Lucía».
Por su parte, el uruguayo Fernán Silva Valdés resultó autor de la delicada letra de «Clavel del aire», el riojano Gabino Coria Peñaloza lo fue de «Caminito», ambos tangos con música de Juan de Dios Filiberto, y hasta un miembro fundador de la Academia Argentina de Letras, docente universitario de la Facultad de Filosofía y Letras y exinterventor de la Universidad Nacional de Buenos Aires, el doctor Carlos Obligado —poeta, crítico, ensayista, esmerado traductor en verso de los poetas románticos franceses así como del inglés Shelley y de «El cuervo » de Edgar Allan Poe—, escribió el tango «Macachín », cuyo primer verso dice: «Macachín, flor de los campos, ¿quién te trajo al arrabal?».
Dos exitosos directores de cine de diferentes generaciones, Luis César Amadori y Fernando Pino Solanas, incursionaron en las letras de tango y dejaron piezas maestras como «Madreselva» el primero, con música de Francisco Canaro, y «Vuelvo al sur» el segundo, musicalizado nada menos que por Astor Piazzolla.
Debemos aquí citar a dos mujeres: a Eladia Blázquez, apodada «Discépolo con polleras» por el vuelo y la profundidad de tono filosófico que volcó en composiciones como «El corazón al sur» o «Siempre se vuelve a Buenos Aires», y a la gran María Elena Walsh, elogiada en su primer libro por Juan Ramón Jiménez y autora del reminiscente tango «El 45».
Todo lo expresado —por cierto, con muchas omisiones— no epiloga en ninguna carencia actual. Por fortuna, las buenas letras han seguido renaciendo de las cenizas de otros ritmos con cantautores populares recientemente fallecidos como Cacho Castaña de «Café la humedad» y «Garganta con arena», y con Chico Novarro de «El último round». Y tampoco debe olvidarse que poetas de diferentes vertientes escribieron páginas de tango memorables, así Luis A. Navalesi, un antiguo integrante del grupo literario y político de izquierda El Pan Duro, es autor de «Rayuela», que grabó Lidia Borda, y otras tantas creaciones del género se debieron a su compañero y amigo común con nosotros Héctor Negro, llamado «El poeta del fútbol».
Renglón aparte merece la figura de Horacio Ferrer, uruguayo aporteñado, poeta, historiador del tango y alma fundadora de la Academia Nacional del Tango de la República Argentina, creada el 28 de junio de 1990 por decreto del Poder Ejecutivo Nacional número 1235. Varios de los poemas de Ferrer musicalizados por Astor Piazzolla revolucionaron el género y en su hora fueron objeto de controversias, insultos y agresiones. El más memorable de esos combates lo desató «Balada para un loco», composición estrenada en noviembre de 1969 en la voz de Amelita Baltar y recibida por muchos presentes con monedazos a la artista.
Empero, algo antes, en 1966, ya en tiempos de la irrupción de la llamada «nueva ola» en la Argentina, más que un cancionero una actitud de rebeldía que, en perspectiva, podría juzgarse no del todo bien encauzada por haber sido algo extranjerizante y tributaria de Elvis Presley, los Beatles y los Rolling Stones, el estudioso del tan go, letrista, traductor y miembro de número de la Academia Porteña del Lunfardo Ben Molar, seudónimo de Moisés Smolarchik Brenner, sumó artistas plásticos locales de prestigio internacional a escritores de la talla de Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato, Manuel Mujica Laínez, Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno, Conrado Nalé Roxlo, Ulises Petit de Murat, Florencio Escardó, Alberto Girri y César Tiempo, y músicos como Astor Piazzola, Enrique Pedro Delfino, Aníbal Troilo, Mariano Mores y Pedro de Angelis, en el disco 14 con el tango.
Aunque no lo escuchamos de voz de Ben Molar, a quien tuvimos el placer de tratar, sin duda tuvo él, al gestar ese memorable disco de larga duración, la intención de revitalizar el tango, sobre todo entre la juventud que bailaba ritmos norteamericanos como el twist y el rock and roll. Y aunque en el país las clases medias, atentas siempre a las novedades y cuyos comportamientos había estudiado el sociólogo Gino Germani, iban restringiendo sus consumos empobrecidas por la política económica liberal y devaluadora del dólar de la dictadura de Onganía en un país encerrado en las fronteras ideológicas impuesta desde el Norte, de algún modo las piruetas televisivas de los twisteros despertaban entre los adolescentes la ilusión de ser en algo partícipes locales del sueño americano, eso sí mirado con «la ñata contra el vidrio» como en el discepoliano tango «Cafetín de Buenos Aires». Cosa muy distinta ocurrió a finales de los setenta y en los ochenta cuando el despuntar del rock nacional, que abrevó en la realidad argentina y no se aisló de la tragedia de las desapariciones forzosas durante la dictadura de Videla, sus secuaces y continuadores. No en vano la censura y la persecución se ensañó con varios de los cultores del rock nacional.
De volver con nuestro relato a los sesenta, la anglofilia y yanquifilia de la «nueva ola» era notoria, aunque cantaran sus ídolos en castellano y aunque el tucumano Ramón Palito Ortega —quien, ya maduro, entre 1991 y 1995 sería gobernador de su provincia— popularizó aún veinteañero «Changuito cañero» y el santiagueño Leo Dan difundió entre sus seguidores «Santiago querido».
De hecho, el Liverpool de los Beatles y el Missisippi de Presley habían suplantado las nostalgias parisinas de los letristas de tangos de las primeras décadas del siglo XX, como el Escarpito de «Canaro en París», el Blomberg de «La que murió en París», el Cadícamo de «Anclao en París», los hermanos Expósito —Virgilio y Homero— de «Siempre en París», p iezas p ensadas a la medida de la ciudad de ensueños, conquistas de francesitas como Griseta,6 Viviane, Marión, Margot o Madame Ivonne, y sepulcro abierto del músico Eduardo Arolas, «el tigre del bandoneón», fallecido de tuberculosis a los 32 años en la Ciudad Luz y compositor, entre otros muchos tangos, del instrumental «El Marne», en a lusión a la v ictoria a liada de 1914 durante la Primera Guerra Mundial, útil para detener por un tiempo la ofensiva alemana en Francia.
Poesía y altos poetas para el folclore
Así como Lehman-Nitsche recopiló elementos populares sicalípticos, el folclorólogo, filólogo y escritor catamarqueño Juan Alfonso Carrizo (1895-1957) apuntó al rescate de la sabiduría y el ingenio de sectores humildes de distintas regiones del país, traducidos en general en coplas y romances que recogió en sus monumentales cancioneros de Catamarca, Salta, Jujuy, Tucumán y La Rioja; todo en una labor que, sumada a estudios académicos como el libro Antecedentes hispano-medievales de la poesía tradicional argentina, mereció el elogio de don Ramón Menéndez Pidal.
Sin embargo, desde tiempo antes se venía reivindicando lo telúrico contra lo extraño a nuestras tradiciones. La actitud no llama la atención en un Rafael Obligado, el «poeta nacional» autor del Santos Vega, perdedor de la payada con Juan sin Ropa, el diablo o el progreso capaz de arrasar con las raíces hispanocriollas: «Como en mágico espejismo, / al compás de ese concierto, / Mil ciudades del desierto / levantaba de sí mismo. / Y a la par que en el abismo / una edad se desmorona, / al conjuro, en la ancha zona, / derramábase la Europa, / que sin duda Juan sin Ropa / era la ciencia en persona».
Pero da más para pensar por contradictoria que resulta a primera vista esa toma de conciencia nacional en un Leopoldo Lugones, admirador y biógrafo de Sarmiento y del presidente Julio Argentino Roca, ambos entusiastas del progreso que en general se identificaba con lo foráneo, lo antiespañol y estaba imbuido del positivismo de Comte. No obstante, el modernista Lugones, íntimo amigo y colaborador de Darío, advirtió a los oyentes de sus conferencias pronunciadas en 1913 y volcadas en el libro El payador en 1916, la significación épica del poema Martín Fierro de José Hernández: «Producir un poema épico es, para todo pueblo, certificado eminente de aptitud vital; porque dicha creación expresa la vida heroica de su raza». En consecuencia, debía considerarse la dura existencia del montaraz gaucho de las pampas una epopeya de cuño homérico a exaltar. Claro está que la actitud lugoniana se inscribía en la reacción contra las corrientes inmigratorias, al cabo incultas y provenientes de zonas marginales de Europa; la inmigración promovida precisamente por las políticas poblacionales del genial Sarmiento y sus sucesores, apenas «zorros» como Roca en la presidencia de la República. Desencantado con la gringada que bajaba de los barcos, era la del aristocratizante Lugones la voz del patriciado romano que se decía hijo de los dioses frente a los bárbaros de allende las fronteras.
Como fuere, con marchas y contramarchas, aprecios y desprecios, la portuaria y europea ciudad de Buenos Aires, con sus aires de ser la París de Sudamérica, comenzó a tener noticias primero y a ir asimilando después ritmos del interior de la patria: la cueca cuyana, la zamba norteña, la vidalita y la cifra sureñas, la polca y el chamamé litoraleños.
El notable escritor y maestro de críticos Ricardo Rojas, candidato en su hora al Premio Nobel de Literatura, inspiró a Atahualpa Yupanqui, seudónimo que universalizó al bonaerense Héctor Roberto Chavero (1908-1992), para componer su pieza para guitarra «Lloran las ramas del viento», una vidala litúrgica.
También y en cierto modo actuando como un adelantado de la música y la poesía nativas, Atahualpa Yupanqui, quien en su juventud tuvo oportunidad de tratar a Deodoro Roca, artífice de la reforma universitaria de 1918, de tanta influencia en la América hispana y que luego al residir en París hizo amistad con Paul Eluard, Edith Piaf, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y con su compatriota Julio Cortázar, es hoy el mayor símbolo de la canción folclórica argentina con proyección universal.
En sus viajes por el interior del país compuso la letra y la música de la zamba «Luna tucumana», registrada el 23 de enero de 1949. Aparte de haberse popularizado ese tema y muchos otros suyos desde entonces, fue necesario que Edith Piaf le diera el espaldarazo en París para que se lo reconociera y admirara sin reticencias ni prejuicios en su suelo natal, donde en su momento sufrió persecuciones, cárcel y censura debido a su antigua militancia en el Partido Comunista con el que puso distancia luego. De esa época rebelde suya es por ejemplo la tonada «El arriero», excelente muestra de poesía social: «Las penas y las vaquitas / se van por la misma senda. / Las penas son de nosotros, / las vaquitas son ajenas». Y descreído de fronteras artificiales impuestas en la balcanización de los antiguos virreinatos, extendió la mirada solidaria a las poblaciones sumergidas de los estados limítrofes, como los explotados trabajadores del salitre chilenos: «La pampa mata de abajo / el sol castiga de arriba, / y entre sol, pampa y salitre / se gana el pobre la vida».
Aparte de su extenso y autobiográfico poema en sextinas de reminiscencias hernandianas «El payador perseguido», hay versos de Atahualpa Yupanqui que, partiendo de simples referencias al inevitable entorno del campesino como son el caballo, el poncho criollo o el lazo, se elevan a verdaderas alturas metafísicas. Y llegan allí sin rebuscar ni intelectualizar los interrogantes existenciales. Solo con el empleo no antojadizo y duplicado en cada estrofa del requerimiento por esos elementos: el caballo, el lazo y el poncho, tan connaturales al hombre de campo, descarnado ya como se muestra en la canción frente al sinsentido de sus propios pedidos cuando asoma en su espíritu la angustia ante el final de la existencia, hecho sugerido en la proximidad y la intencionalidad de un largo sueño (o, como diría Borges, «ese pregusto de la muerte»): «Yo quiero un caballo negro, / y unas espuelas de plata. / Yo quiero un caballo negro, / y unas espuelas de plata, / para alcanzar a la vida, / que se me escapa, / que se me escapa. / Yo quiero un lazo trenzado, / mezcla de toro y guanaco. / Yo quiero un lazo trenzado, / mezcla de toro y guanaco, / para enlazar esos sueños, / que se fugaron, / que se fugaron. / Yo quiero un poncho que tenga, / el color de los caminos, / para envolverme en la noche, / de mi destino, / de mi destino. / Caballo, espuelas y lazo, / pienso que no han de servirme. / Ya ni el poncho me hace falta. / Voy a dormir, / voy a dormir, / voy a dormir».
Si bien es de reiterarlo fue un anticipado en la materia, Atahualpa Yupanqui, alguien dado a reivindicar tanto la herencia del gaucho como del indígena: «Me galopan en la sangre dos abuelos, sí, señor. / Uno lleno de silencios y el otro, medio cantor», también en 1950 un poeta, hijo, hermano de poetas y de vieja estirpe cuyas ramas se perdían en los claroscuros de la Conquista, el salteño Jaime Dávalos (1921-1981), escribió la «Zamba de la Candelaria», su primera incursión en la poesía de proyección folclórica. A partir de esa fecha se sucedieron sus letras que musicalizaron, entre otros, Eduardo Falú, Gustavo Cuchi Leguizamón y Ariel Ramírez, y que entonó la juventud, incluso la «nuevaolera» en los finales de los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo XX, cuando se dio el «boom del folclore » y aparecieron festivales de carácter nacional, como el de Cosquín en la provincia de Córdoba en 1961, se multiplicaron los conjuntos con cuatro intérpretes: tres guitarristas y un ejecutante del bombo legüero, que seguían la senda de Los Chalchaleros, grupo reunido en 1948, y de Los Fronterizos, que se lanzaron en 1953.
Más nerudiano que Atahualpa y con profusión de imágenes y metáforas, los poemas de Jaime Dávalos, reunidos en varios libros, entre ellos: Toro viene el río, El nombrador y Coplas y canciones, han hecho su narración en nuestra historia literaria, saliéndose del puro acontecer folclórico. «Tonada del viejo amor», «El jangadero», «Las golondrinas», «Vidala del nombrador», «Río de tigres» o la zamba de contenido social «Vamos mi amor a la zafra», de su pluma, hablan a las claras del notable talento poético con resonancias cósmicas de Jaime Dávalos: «Toda el alma mía te quiero entregar / en una mirada profunda y astral. / Quemarme en la hoguera de tu corazón. / Y de sangre en sangre, / fecundar la muerte. / Fecundar la muerte con nuestra canción».
Otras figuras destacadas de nuestras letras participaron también de aquel boom, así, los salteños Manuel J. Castilla, Arturo Dávalos, José Ríos, César Perdiguero, Julio Díaz Villalba, Antonio Nella Castro, Eduardo Ceballos, el jujeño Domingo Zerpa de quien musicalizó el maestro Carlos Guastavino algunos de sus poemas inspirados en sus montañas de la puna, el sanjuanino Buenaventura Luna —su verdadero nombre era Eusebio de Jesús Dojorti—, el mendocino Armando Tejada Gómez, el riojano Félix Luna, coautor con Ariel Ramírez de la «Misa Criolla», el afincado catamarqueño Rodolfo Lauro María Jiménez —Polo Jiménez8—, los bonaerenses María Elena Walsh, Hamlet Lima Quintana y José Larralde, el cordobés José Ignacio Rodríguez —el Chango R odríguez—, e l p orteño I gnacio B. Anzoátegui, el puntano León Benarós, el pampeano Alberto Cortez, el santafesino Félix Alberto Cholo A guirre, el m isionero R amón Ayala y tantos más.
No faltaron escritoras a la cita con el folclore, un poco en la senda abierta por la chilena Violeta Parra. Además de las antes mencionadas Walsh y Blázquez, están Teresa Parodi, Olga Fernández Latour de Botas, Lía Gómez Langenheim con su poética de cerril ternura que llevaron al pentagrama músicos de la jerarquía de Kurt Pahlen, Celia Torrá, Antonio Micelli, Jorge Oscar Pickenhayn y César I. Canaveri, con quien Lía Gómez Langenheim compuso la «Misa folclórica argentina» estrenada en la iglesia catedral de Mercedes el 25 de diciembre de 1989 y grabada por el conjunto musical Los de Achala. O la cantante, artista plástica y autora Julia Elena Dávalos.
En los sesenta se hicieron famosas las duplas de poetas y músicos: Dávalos-Falú, Castilla-Leguizamón, Tejada Gómez-Leguizamón, dando superior jerarquía a la canción nativa sin caer en el color local y brindando piezas inolvidables.
Un reciente trabajo del historiador Gregorio Caro Figueroa9 da cuenta de que, según el fallecido estudioso autor del Relevamiento etnomusicológico de Salta, Rubén Pérez Bugallo, el folclore —por de pronto salteño— habría muerto y de él quedan solo cenizas. Ignoramos si tan tajante afirmación pueda tomarse sin beneficio de inventario. No obstante, la introducción de ritmos tropicales como la cumbia, ajenos a los autóctonos y andinos, y una notoria despreocupación por el rigor estético de las letras, a veces ripiosas, chabacanas y bandoleriles, parece dar razón a Pérez Bugallo en que la edad de oro del folclore ha pasado definitivamente. Será de lamentarlo mientras aguardamos esperanzados su resurrección para bien de la tradición y la cultura.
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