En la madrugada del 15 de mayo de 1948, el líder sionista David Ben Gurion leía por la radio en un museo de Tel Aviv la proclama fundadora del Estado de Israel. Las hostilidades entre los inmigrantes judíos y la población autóctona habían estallado meses antes, tras la aprobación el 28 de noviembre de 1947 en la asamblea general de la ONU del plan de partición de Palestina. Un 55% de los 25.000 kilómetros cuadrados de la Palestina bajo mandato británico se asignaba a los sionistas y el resto, con la salvedad de Jerusalén –que habría de quedar bajo control de la propia organización internacional–, debía conformar el Estado árabe. Esa proclamación, que coincidía con la expiración del mandato británico y la retrocesión a la ONU de toda responsabilidad sobre el territorio, era la señal para que los ejércitos de los países árabes limítrofes –Egipto, Siria, Líbano, y Transjordania, más los de Irak y Arabia Saudí que no tenían frontera con Palestina– invadieran el país; junto a ellos operaba una fuerza irregular palestina, cuyos objetivos escasamente coincidían con los de los Estados árabes. Ninguno de los contendientes, salvo esa escuálida guerrilla local, quería que llegara a existir el Estado palestino. Los atacantes pretendían asegurarse el control del territorio más extenso posible, o, mejor, negar a los demás ese acceso. Irak lo hacía, en cambio, desde una cierta subordinación a los intereses de Amman, basada en la solidaridad hachemí de sus familias reinantes.
La derrota
Sólo cuando la guerra acabó en catástrofe –nakba, en árabe– con la derrota de todos los invasores, se le ocurrió al rey Faruk de Egipto inventarse un Gobierno provisional palestino en la franja de Gaza, que milagrosamente retenía sus tropas, dirigido por Amin al Huseini, el antiguo gran muftí de Jerusalén. Así quedaba claro el carácter totalmente subsidiario que la creación de Palestina podía tener para el mundo árabe. De igual forma, los 700,000 u 800,000 refugiados que originó el conflicto tuvieron que ser alojados en zonas fronterizas de los países limítrofes, en campos miserables a cargo de la ONU, que creó en 1949-1950 una nueva agencia al efecto. Esa población, para la que los campos se han convertido hoy en gigantescas ciudades de latas, en algunos casos de cientos de miles de habitantes, se cifra ya en cerca de cuatro millones de desplazados. Y, salvo Jordania, que ha concedido la nacionalidad a los así instalados, el resto de países El presidente Bill Clinton camina junto al Rey Hussein de Jordania, el Premier israelí Yitzhak Rabin, el líder palestino Yasser Arafat, y el presidente egipcio Hosni Mubarak, durante las conversaciones de paz en la administración Clinton.
Página anterior. Arriba izquierda, soldados israelíes patrullan un camino durante la guerra de 1948-49. Derecha, Nasser con mandos del ejército egipcio. Abajo izquierda, Faisal Al-Husseini, cuando era un niño, junto a sus hermanos y su tío Farid. Derecha, acuerdo de Camp David, 1978. 71 El ministro de defensa israelí, Moshe Dayan, a la derecha, y el general Rehavam Zeevi en la villa Banias, 1967. árabes ha mantenido desde entonces en sus alojamientos de fortuna a los refugiados, para que constituyeran una acusación y condena permanentes contra el Estado judío, del que gran parte se había visto obligada a huir. El refugiado palestino era un spot de publicidad política, antes que una persona. La creación en el año 1964 de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), la entidad llamada a representar al pueblo palestino, no fue sino un expediente del presidente egipcio Abdel Nasser. El Irak nuevamente revolucionario, que había derrocado a la monarquía en el mes de julio de 1958, tonteaba con la idea de crear un Gobierno palestino en el exilio, y al presidente egipcio de ninguna manera podía convenirle perder la mano. Esa OLP existía para que no ocupara su lugar otra organización que pudiera tomarse en serio el hecho palestino, como competidor de las formaciones estatales árabes. Y sólo la guerra de 1964, con una catástrofe de proporciones ya incalculables —la derrota en seis días de Egipto, Siria y Jordania frente al nuevo Israel de los militares—, podría hacer de la OLP un agente político independiente. Yasir Arafat fue el responsable de que Palestina fuera capaz de rescatar su destino.
La OLP, en razón de su mismo éxito popular, tenía marcado un rumbo de colisión con el Estado que desde 1950 había cambiado su nombre de Transjordania –más allá del Jordán– a Jordania porque en la guerra de 1948 había adquirido, con la anuencia de Israel, el territorio de Cisjordania, de unos 5.000 kilómetros cuadrados, más la Jerusalén árabe. Ambas partes coincidían en su apreciación de lo nacional palestino, si bien cada una con acento muy diferente. El rey Hussein entendía que los palestinos formaban parte de su nación, y la OLP de Arafat, que era Jordania la que pertenecía a su mundo. Ese mal encuentro de voluntades de ecumenismo incompatible estalló en septiembre de 1970 con la masacre y expulsión de la guerrilla del país jordano, y su precaria recolocación en Líbano, donde faltaba materia prima nacional para oponérsele. Es probable que en los conflictos de Jordania y Líbano, en este país sobre todo de mano siria, hayan muerto más palestinos que en todos los enfrentamientos terroristas o militares con Israel. Ha sido la revancha geopolítica del Estado contra el movimiento. Cuando Siria y Egipto desencadenaron la guerra de octubre de 1973, lo hicieron tanto para recuperar el territorio perdido en 1967 como para devolver el protagonismo político internacional a los Estados sobre los movimientos. A finales de los años 70, el presidente egipcio Anuar el Sadat negociaba con Israel en nombre de los palestinos sin preguntarles a éstos qué opinaban. Jerusalén, por su parte, gobernada por el ultra Manajem Beguin, reforzaba el aislamiento de la OLP accediendo tan sólo a tratar lo bilateral con Sadat de forma que Israel abandonara el Sinaí en el periodo 1979-1982, a cambio de un tratado de paz que retiraba a Egipto del frente contra el Estado sionista. Arafat sabía que ya no 72 El general del ejército israelí Ariel Sharón, en el centro, y altos oficiales llegan a la base del ejército en el Desierto del Neguev, en junio de 1967. cabía pensar en medirse militarmente con Israel. Sólo podía quedar la política. En junio de 1982, Israel invadía el Líbano con el propósito público de liquidar a la OLP, y aunque obtenía el éxito militar previsible, fueron las dos superpotencias quienes impidieron el descabello. Arafat era evacuado con 12.000 guerrilleros perdiendo sus bases en el país, sin que los Estados árabes mostraran mayor desasosiego, apenas alterado por fuertes descargas retóricas, ante las bajísimas horas de la organización palestina.
Indiferencia
Pasividad y retórica han sido las constantes del conflicto, porque la opinión pública del mundo árabe obligaba a sus líderes a proclamar la palestinidad esencial de sus sentimientos, unida a la imposibilidad galopante de mover un dedo. Y así seguiría siendo ante una primera y segunda Intifada y con el permanente chorreo más que goteo de colonos en Cisjordania y Jerusalén Este, que vulneran varias convenciones de Ginebra y un largo etcétera de resoluciones de la ONU. La decrepitud de la autonomía palestina, deplorada en lo humano por Mubarak de Egipto, Asad de Siria, Abdalá de Jordania y hasta en su día Sadam Husein de Irak, sirve a los intereses geoestratégicos de los Estados vecinos, y en especial de Egipto, la potencia regional siempre aspirante a una hegemonía que nunca puede alcanzar del todo. Un Estado palestino, y peor aún si fuera democrático, es lo que no quieren los árabes adyacentes por temor al pluralismo al que, con todas las dificultades y teniendo que sobrevivir entre ruinas, está más acostumbrado el pueblo palestino que cualquiera de las sociedades árabes limítrofes. Arafat no sufría por la falta de democracia, pero no por ello fue menos elegido en unas verdaderas elecciones y no hay por qué dudar de que su sucesión se haga con las aportaciones necesarias de luz y taquígrafos como para inquietar a algunos. Pero el mayor aliado de esos Estados árabes es el Israel ultra del primer ministro Ariel Sharon. Su negativa a negociar (mil veces expresada en declaraciones apenas maquilladas, como tantos otros harían en su lugar) nada que no sea la rendición del pueblo palestino, al que sólo ofrece retales de país con los poderes de un municipio en bancarrota, es la mejor garantía de que nunca habrá un Estado árabe en Cisjordania dotado de auténtica soberanía. Y pese a tanto enemigo, o supuesto amigo con designios no confesados, el movimiento palestino, hoy huérfano de su inventor, Yasir Arafat, no parece, sin embargo, en trance de desaparecer. Eppur si muove.
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