Cada día que amanece, el dilema que nos asalta es por qué libro empezar o cuál seguir leyendo. De modo que leer ahora, hoy, sirve de alivio o consuelo ante las imágenes aterradoras y perturbadoras que vemos en la televisión, ante un virus que está haciendo estragos, creando un panorama dantesco y desafiando la medicina. A continuación, se presenta un elogio a la lectura y a la importancia del libro en nuestras vidas.
En este período forzado de cuarentena, me he dedicado —y supongo que todo lector habitual— a buscar y desempolvar en mi biblioteca libros olvidados que había dejado inconclusos, otros sin leer, y algunos que ahora releo y que releeré́. O a descubrir libros y autores que volvemos a comprar porque olvidamos que los teníamos. ¡Volvieron a vivir y a revivir! Otros que solo en cuarentena podremos —o podré— leer. He buscado libros extensos que, por la prisa de la vida académica o familiar, ni leía ni revisaba. Descubro libros que creía perdidos o repetidos, o echo en falta algunos que regalé (esto me ocurre con frecuencia, y me da rabia).
La razón la tiene mi caosbiblioteca. Alterno novela con poesía, ensayo con crítica literaria, artículos con biografía, filosofía con historia y clásicos antiguos con clásicos modernos. Esta experiencia me satisface y también me perturba. Me estimula las ganas de leerlos todos a la vez. Me aturde el hecho de saber que no podré leerlos todos a un tiempo.
Tengo el sentimiento egoísta de que se extienda la cuarentena para poder saciar mi apetito de lectura; al mismo tiempo, me produce ansiedad no saber cuándo terminará esta etapa de encerramiento y distanciamiento social que genera dudas, pesimismos, incertidumbres y desasosiegos. Y que nos sumerge en la perplejidad y la angustia interior. Es como si estuviéramos en prisión domiciliaria, pero involuntaria, condenados a la rutina no del medio social sino del circuito hogareño.
Solo nos queda la lectura para matar la soledad, el tedium vitae y el hastío; también, la música y el cine, para estimular todos los sentidos y poner a concursar la vista y el oído. En cambio, para los no lectores, este período constituye una tortura para su mente y su cuerpo, un castigo, pues implica renunciar al ocio exterior y a la consumación de los placeres y deseos instintivos. Mientras que para los lectores que son a la vez escritores este tiempo es un espacio para reconciliarse con su biblioteca y sus libros, o para solidificar el hábito lector. A estos autoreslectores los coloca ante un dilema, pues deben optar por leer o escribir —o alternar ambos—. Ambos hábitos provocan frenesí o manía de continuidad. Esta cuarentena nos servirá́ para darles vida a los autores olvidados, o a aquellos libros que compramos por bibliopatía o bibliomanía, sin saber cuándo los leeríamos, y a aquellos que dormían el sueño de la indiferencia. Así́ pues, estos escritores ahora están de fiesta y les llegó su cuarentena lectora. Los autores de estos libros ahora viven —o reviven— y asisten a un ritual de resurrección a los ojos de lectores atentos, celebrantes y placenteros.
De la lectura de ensayos puedo seleccionar artículos o capítulos que me interesan o me urgen, y a los que doy prioridad. Avanzo ante algunos libros y en otros me detengo. Inicio libros que creía que me gustarían y que pensaba concluir y, al cabo de poco tiempo, los abandono. Con otros me detengo o me olvido del tiempo y, sin darme cuenta, los termino. Así es el placer lector, las manías y los gustos de los lectores; así es de mágica la aventura de la lectura y de paradójico el mundo de los libros. Su fantasía y su música interior nos envuelven, atrapan, conmueven o paralizan —incluso la escritura—. De ahí que haya lectores incapaces de escribir. Y también escritores sin hábito de lectura: escritores que escriben y no leen; lectores que leen y no escriben; compradores de libros que ni leen ni escriben; escritores que escriben y no publican; escritores que no visitan ni bibliotecas ni librerías, o que escriben y no publican. Están los libros que tenemos el imperativo ético de leer antes de morirnos; están los que no leeremos nunca, los que no debemos leer —erró Plinio el Viejo cuando dijo: «No hay libros malos»— y están los que nos llevaríamos a una isla desconocida como la de Robinson Crusoe. O a una cárcel. A una montaña o a un desierto. A la alcoba o a la playa. En un avión o en un barco. En tren o en autobús. Los que leemos acostados o recostados, de pie o caminando. Dejo que los libros me invadan, que violen mi privacidad y se vuelvan seres vivientes. No son obstáculos sino extensiones de mi cuerpo —hay quienes, incluso, los huelen—. La experiencia de lectura postula un diálogo imaginario con los autores muertos. Y es una forma de trascender la lengua y la cultura de origen. Además, permite revivir la infancia. Este período de confinamiento en el lecho y en el hogar nos permitirá romper el temor a los libros, cuyos autores o temas temíamos.
Algunos nos satisfacen con creces o garantizan proyectos de lecturas futuras; otros nos llevan a romper supersticiones éticas —como dijo Borges— o prejuicios, o a revivir experiencias imaginarias olvidadas y a viajar por los mundos fantásticos que recrean. En otros, nos dejamos subyugar, voluntariamente, por las ideas que sus autores nos sugieren. Recordamos cosas y hechos olvidados y elegimos esto o aquello de las concepciones sobre el mundo, la vida, la sociedad o la naturaleza que los creadores e inventores de pensamientos y sistemas han propuesto a la civilización. Muchas cosas que sabemos por los libros son porque las imaginamos y no nos damos cuenta. O porque las leímos, no porque las vivimos. Nada está dado en el sueño si antes no lo vivimos o leímos. Como se ve, entre la vida y los libros hay un vínculo entrañable, un hilo invisible. El mundo antes de Gutenberg era solo real; después del libro que prefiguró, se volvió imaginario, fantástico y verosímil. De ahí que cuando leemos un libro, lo inventamos, y esta experiencia es intransferible, pues cada lector es único: está determinado por su temperamento, su cultura, su entorno y su sensibilidad. El efecto o la influencia de cada libro es diferente en cada lector: dependerá del pasado de cada uno, de su experiencia vital y de la edad mental o biológica que tenía cuando leyó un libro. De suerte que leer un libro en la infancia o adolescencia es distinto a releerlo en la madurez o la vejez. Por eso no hay dos lectores idénticos del Quijote o de la Divina comedia, ni de Shakespeare ni de Borges. Leer es vivir y revivir, navegar por mares y ríos, volar a la luna y las estrellas, caminar por bosques y selvas, escalar montañas y atravesar desiertos. Un lector es el único ser que, como un dios, puede crear y destruir, inventar y descubrir. Los libros, pues, estimulan la sabiduría, la curiosidad y el asombro.
Borges y los clásicos
De las más tiernas y sabias definiciones del libro, ninguna como esta de Borges: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».
El libro, amén de ser el continente verbal de la memoria de la humanidad, posee la mágica función de hacernos recordar el pasado, que es, en cierto modo, el tiempo del sueño. De modo que nuestro pasado —o nuestros pasados— es una suerte de gran libro del sueño. La nostalgia del libro está asociada a la nostalgia del pasado, y de ahí el culto que los hombres modernos tienen a este objeto, y que es, como todos sabemos, depositario del conocimiento.
El hombre moderno no profesa el culto a la oralidad, sino a lo escrito, a diferencia del hombre antiguo, que era más dado al valor de la conversación, y de ahí que los grandes sabios y maestros, y precursores de la teología, y aun del cristianismo primitivo, fueron orales (Cristo, Buda, Sócrates, Pitágoras…). Acaso estos sabios egregios no tenían la fe en la letra escrita que tuvieron sus continuadores, quizás porque rechazaban quedar en la escritura, pues la creían profana. ¿Por qué? Tal vez porque tenían la creencia de que la letra muere, ya que es material, y en cambio, la conversación, como es espíritu, voz, aire, es inmortal e infinita. Quienes rescatan las parábolas de Cristo son los profetas y sus apóstoles, que las tomaron de sus predicaciones; igual haría Platón en la clasicidad helenística con Sócrates, al que pone a hablar en sus Diálogos, y Aristóteles, que pone a Pitágoras a filosofar a través de los pitagóricos, y Homero a los homéridas en la Ilíada y la Odisea. Y lo mismo hizo Buda, y también Mahoma con sus iniciados. Estos sabios e iluminados no escribieron, pues querían que sus ideas y enseñanzas trascendieran su vida terrenal, su cuerpo mortal, y quedaran en la mente de sus discípulos, como un soplo verbal. Por eso, cuando los discípulos citan a sus maestros dicen: «Magister dixit». En cambio, los cristianos, al citar la Biblia de los profetas, no hablan así, sino que dicen: «Esto es palabra de Dios», y los feligreses responden: «Te alabamos, Señor».
Borges refiere que Platón inventó los Diálogos como un género filosófico, y que escribió su filosofía en forma de diálogo para hacer que los libros dejaran su mudez y hablaran; este filósofo griego comparaba los libros con las efigies y las estatuas, que no están vivas, y por eso no responden cuando les preguntamos. De ahí que Platón creara personajes imaginarios o literarios como Sócrates, Crátilo, Hipias, Ion, Menón, Protágoras, Teeteto, Fedón, Fedro, Gorgias, Timeo, etc. Borges sostiene la tesis de que Platón creó a Sócrates como personaje para consolarse de su muerte, para seguir conversando con él y creerse que estaba vivo, y que por eso solía decir que Platón se preguntaba ante un problema: «¿Qué hubiera dicho Sócrates de esto?».
Jesucristo, a quien veneramos los occidentales por su predicación del amor y el perdón, tampoco escribió más que una sola vez, y lo hizo en la arena. Y la escritura en la arena, como en el agua o el aire, está condenada a borrarse.
Lo curioso y paradójico es que la misma mano que escribe o inventa el libro es también capaz de inventar la espada, el cuchillo o el revólver. De ahí la imagen del libro como arma portadora de ideas, que pueden ser armas ideológicas de destrucción o creación. Se pensaba en la Antigüedad que el libro podía ser peligroso en las manos de los ignorantes, como poner una espada en las manos de un niño.
Los libros, como se ve, contienen cosas. Deber de los hombres encontrarlas o revelarlas. O ayudar a descubrirlas. De ahí que los libros sagrados, religiosos o aquellos de los grandes filósofos o pensadores esotéricos, herméticos, cabalísticos y ocultistas, fueron escritos no para ser interpretados hermenéuticamente ni comprendidos como los libros científicos.
En la Antigüedad, los libros no tenían el valor mágico y simbólico, y casi sagrado, que tienen hoy. A mi juicio, se debe a que no eran clásicos en su época, sino que, como es natural, adoptaron esa condición en razón de su trascendencia en el tiempo. La cualidad de clásico de un libro se la otorgan las generaciones sucesivas de lectores. De modo que lo de clásico tiene un aire de sacralidad, y los autores que hoy consideramos clásicos eran respetados, pero no se leían con la ceremoniosidad ni con el sentido de sacralidad posterior. Así era el culto a los libros y sus autores, ese culto que, con el correr de los tiempos, se volvió un rito sagrado. Antes no era un acto de herejía infravalorar a sus autores. Más bien, la condición sagrada de los libros, con la excepción de la Biblia, provino de Oriente. Concebir el libro, en efecto, era pensar que este era un sucedáneo de la oralidad. ¿Hasta qué punto la escritura disipa la sacralidad del saber oral? ¿Acaso era esa la creencia que tenían los antiguos y que es distinta a la de los modernos? El concepto del libro sagrado es oriental. La excepción en el mundo judeocristiano es la Biblia.
Para los musulmanes, en cambio, el Corán es anterior a su lengua y a la creación del mundo, y fue escrito, por tanto, según ellos, en el cielo, no en la tierra. De modo que el Corán no le fue dictado a Mahoma, como ocurrió con la Biblia a los apóstoles y profetas, a quienes los libros de la Biblia les fueron dictados por un arquetipo divino, por un Espíritu Santo. Este es un fenómeno curioso: que la Biblia hebrea o Pentateuco fuera escrita no por una persona o autor, sino por una constelación de autores, un conjunto de escritores o profetas. Así nació la Torá, que los hebreos divulgaron como una obra escrita colectivamente, de diversas épocas, y donde se conjugan textos diversos. De modo que, según la tradición hebrea, el corpus de la Torá no es obra de un autor único e individual, sino de un Espíritu, no de un ser de carne y hueso.
Se cree que los libros sagrados y los grandes libros clásicos lo son porque fueron dictados por un espíritu celeste, una voz que provino del espacio infinito. Son los libros absolutos, los textos arquetípicos, en los cuales no interviene un autor material, concreto y real sino el azar. Nunca el cálculo, sino la casualidad, por lo que estos libros son irrepetibles. De ahí que los antiguos creían en las musas como arquetipos, o creación de las divinidades, que dictaban a los autores los textos literarios. Esas musas, o seres imaginarios de la creación literaria, eran inspiraciones que impulsaban o soplaban el espíritu creador del poeta. Pero las musas eran las inspiradoras de las obras literarias, y, por tanto, no tenían la facultad que tenían los dioses, pues no se concebían como diosas. Las musas eran, desde luego, seres más abstractos; en cambio, el Espíritu que dictó, por ejemplo, la Biblia, era más concreto; no más carnal, sino más real. Para los antiguos paganos, quien escribía no era un Dios sino un ser abstracto.
En la clasicidad se inventó el concepto de los libros representativos y de los autores de una cultura y de una lengua. Así pues, Shakespeare representa la lengua inglesa; Cervantes, la castellana; Dante, la italiana; Goethe, la alemana; y los franceses tienen a Montaigne, Rabelais o Víctor Hugo.
Sabemos que leer a los clásicos hoy representa, a menudo, un imperativo ético, un esfuerzo intelectual, pero esa dificultad no es un obstáculo para impedir la felicidad que depara su lectura. Los libros, pues, son seres hospitalarios, objetos cotidianos que nos ayudan a disipar el tedio de las cosas. Nos despiertan del sueño al abrirlos. Al leer un libro, sentimos la compañía de sus autores, pues nos hablan, nos dictan consejos. Como la Biblia es un libro que contiene varios libros, podemos abrirla en cualquier página; también podemos hacer lo mismo con las obras completas de ciertos autores. A mí me sucede con los Ensayos de Montaigne: puedo abrirlo en cualquier capítulo o página y siento el espíritu de sus ideas, su tono, su dicción, su pensamiento, y la presencia silenciosa de ese caballero galante que eligió vivir, para leer y escribir, en una torre.
En los libros escuchamos la entonación de sus autores, aunque sea en traducciones, esa voz interior de su autor, que es lo que captamos o percibimos, y acaso lo que nos transforma, deleita o persuade.
Uno es lo que lee
Soy lo que sé por los libros que he leído y releído. Gran parte de mi vida despierta la he pasado leyendo durante horas y, pocas veces, escribiendo. Mi mundo es el mundo de las letras, que asumo como una expresión de la felicidad del acto de vivir. La lectura es así un tiempo de alegría que nos depara la vida en la tierra. También una forma de mitigar el olvido y mantener viva la llama de la memoria. Yo siempre he comprado libros como una manera de vida y como una promesa de felicidad. Los compro para leerlos, releerlos y consultarlos. Espero que la lectura siempre ocurra, y si no ocurre, nada pierdo, pues me acompaña su presencia física. Poseerlos siempre será una provocación, un desafío y un impulso a hojearlos o a posponer su lectura.
Oigo música, veo cine, pintura y escultura y, sobre todo, leo libros para estimular mi memoria y para aprender, pues el aprendizaje alimenta el espíritu, y es un acto que solo se termina con la muerte, al igual que la educación. Siempre estamos aprendiendo, pero el aprendizaje con los libros nos hace seres memoriosos. Al leer, tratamos de captar su sentido sagrado y mágico, cuya experiencia no es la misma que la del cine, la música o la contemplación de obras de arte visual. Los libros existen cuando los leemos, o abrimos, no cuando solo los tocamos. Viven solo cuando abrimos sus páginas, ilustradas o no, y las leemos. Cada gesto de lectura, cada ritual, entraña un nuevo descubrimiento, una nueva recepción emocional, pasional, y cambia en cada lectura porque nosotros, sus lectores, también cambiamos cada día, cada hora y cada año. Como los libros están hechos de tiempo, es decir, de memoria del pasado, acaso por esa razón siempre están cambiando. «Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros», dice Borges. Y acaso en eso resida su importancia y su valor en la cultura. Esa experiencia es la que sentimos cuando leemos un libro clásico. Sentimos una extraña devoción. De ahí que la lectura es una experiencia trastemporal y un diálogo siempre con el pasado, remoto o mediato. Esa sensación de sacralidad y sabiduría de los libros es lo que mantiene su culto vivo, su fuerza de atracción. Su poder evocador, su divinidad o sacralidad no religiosa, sino espiritual.
Los deberes y los placeres de la lectura
Leer no es solo un acto recreador, sino además una acción y una manía creativa, una celebración espiritual y un acto de felicidad en soledad. Se lee no por necesidad, ni por un deber ético ni por obligación. Leer por castigo o imposición, no por la tentación de la curiosidad, no conduce a un acto de aprendizaje heurístico. Es, además, una aventura de la libertad, que despierta un apetito de conocimiento. Inducir a alguien al mundo de la lectura es hacerlo comprender que los libros representan un acto de iluminación y un alimento como promesa de comunión. Los libros están vivos en el tiempo de la cultura, y, por tanto, todo el mundo sabe, aunque no sepa leer, que existen el Quijote, la Ilíada, la Odisea, la Eneida, Las mil y una noches, etc.
Quien lee, abre las puertas de la percepción y la imaginación. Leer nos hace penetrar en el mundo imaginario que crean o recrean los escritores. Al leer nos llenamos la mente y el espíritu de símbolos y nos llenamos la memoria de palabras. Los libros nos sumergen en universos de seres imaginarios, historias fantásticas, objetos mágicos, lugares exóticos y verdades encantadoras, en mundos que habitamos con fervor y fe. Cuando alguien sabe mucho, se suele decir de él que es una biblia porque este libro de libros, este libro sagrado de la escritura judeocristiana, encierra los saberes de los profetas. No sabemos decir lo mismo de una enciclopedia, que, aunque tiene muchos conocimientos organizados, no nos conduce a la sabiduría.
La clave del amor a los libros y la lectura está en la fortuna del inicio temprano en ese hábito fascinante. A Martí, Darío y Simón Bolívar, los libros les llegaron temprano, y esa experiencia fue vital para ellos. La lectura temprana, y más aún, la de los libros clásicos, semeja la sabiduría de los ancianos que lo saben todo porque lo han visto o vivido todo, y de ahí que, en África, cuando muere un anciano, se dice que muere una biblioteca. Así es el acercamiento a los clásicos, que, como dijo Italo Calvino, nunca terminamos de leer, pues de un clásico nunca podemos decir: lo leí.
Todo clásico supone el desafío de lo inagotable. Nos aproximamos con una expectativa de lectura, de encontrar la sabiduría y la totalidad de las cosas. Siempre con un clásico hallamos algo más de lo que buscábamos. Todos sabemos que los clásicos están hechos de palabras, pero al leer no memorizamos palabras sino ideas, cosas, personas y acontecimientos. Nada de lo que imaginamos está dado, sino que ha sido recreado no por la imaginación pura, sino con el concurso de los sentidos. Nos sumergimos en el universo de los libros que juegan con las técnicas narrativas, que procuran describir la realidad o reinventar otro mundo. Como lectores, buscamos atrapar o dejarnos atrapar por el lenguaje y el rostro de los autores, que nos fascinan, y cuya fascinación nos seduce. Leemos como un elogio al libro y un homenaje a los autores, por su capacidad de persuasión y su facultad de seducción, como vehículo transmisor de cultura y de conocimiento. Los libros nos transforman positivamente, pero también negativamente, como lo hizo Hitler con su libro Mi lucha, que fanatizó a sus seguidores con sus ideas xenófobas. Por tanto, necesitamos a los libros, pero sobre todo conceptos y buen criterio de lectura por su valor y significación en la cultura humana. Así pues, no basta leer libros para ser más cultos e inteligentes.
Los primeros grandes libros clásicos estaban en la memoria viva de los pueblos, en la oralidad de las gentes. Luego están las tradiciones, leyendas, relatos y fábulas que pertenecen al patrimonio literario de la cultura occidental. Estos poemas épicos e himnos homéricos, con los siglos y de generación en generación, se fueron transformando en la memoria oral de los rapsodas y aedas. Las obras, las máximas y los adagios se transmitían en el seno de la sabiduría popular de modo oral, y esas obras colectivas no tenían autoría individual. Los antiguos no profesaban el culto de la originalidad, sino que dialogaban con la tradición. Las obras, por tanto, no tenían propiedad intelectual: estaban en el aire de la cultura oral. Si bien la lengua está enraizada en la cultura, no menos cierto es que el autor es quien la transforma con su estilo y su talento.
La idea de que el libro representa el orden de las cosas del mundo la postuló Mallarmé cuando dijo que todo conduce a un Libro o debe terminar en un Libro. Toda época o todo tiempo busca escribir esa Obra o ese Libro que determine el estilo y el espíritu de una época, donde quede sellado el estilo del autor. Y ese autor habrá de seducirnos con su prosodia, su ritmo y su entonación, como Darío o Borges en nuestra lengua. De ahí que todo estilo de un escritor está imbuido, permeado, por su vida, por su biografía. Y por eso todo escritor anhela quedar en lo cantado y en lo escrito y convertirse en mito o leyenda viva de una cultura letrada.
Los libros son de papel, pero contienen la forma del lenguaje escrito, por eso tienen vida, misterio y albergan sueños y delirios. Son un espejo que refleja la existencia humana y sus enigmas, lo posible y lo imposible, la realidad y sus imaginarios, las verdades y sus perplejidades, las conjeturas y sus refutaciones, lo tangible y lo intangible. Los libros son, a menudo, guías de otras lecturas: encarnan expresiones del ser y de los otros. Nos ayudan a vivir y sobrevivir, nos dan consejos y remedios espirituales. Todos leemos para encontrar el libro buscado o desconocido. O para quedarnos a vivir con un libro de cabecera y llevarlo como Robinson Crusoe a una isla desconocida. Leemos porque creemos que un libro puede contener los secretos del mundo y las claves de la vida y de la felicidad. Y de ahí que cada lector se pase la vida buscando ese libro que podría simbolizar el sentido de su existencia, la cifra de su destino.
Dentro de los grandes libros hay los que representan castillos de sabiduría de una época, milenio o siglo, y que son el retrato de una era o de una cultura. Son libros por los que las generaciones de los hombres han navegado buscando los enigmas de la humanidad, los secretos del cosmos. Los libros nunca mueren porque han sido los guardianes del conocimiento sensible y nos revelan cada día nuevos decires a los nuevos lectores, en medio de la confusión, el caos y la oscuridad.
Los libros fundan un reino que representa el paraíso que nos posibilita vivir lo vivido y recrear lo creado. También, nos permiten apropiarnos de la memoria de los otros, disfrutar de las aventuras contadas por los otros y la magia magnética de las grandes ideas de los demás. Leemos en soledad para compartir la comunión con los amigos. Los libros nos producen la felicidad solitaria que no producen los amigos y las parejas. Nadie es más generoso que un libro, pues nos da la felicidad de aprender y nos proporciona la oportunidad de viajar sin levantarnos de una cama o de un asiento. Si el libro pone la escritura y las letras, nosotros, sus lectores, ponemos la imaginación, los colores, los sonidos, los escenarios y los paisajes. En síntesis, los libros tienen la facultad de romper la monotonía de la memoria cotidiana, pues le aportan riqueza y dinamismo.
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