¿Se puede ser caribeño fuera del Caribe? A continuación, en este perfil sobre Maryse Condé: se busca una explicación a esta pregunta. No hay un sitio más idóneo para analizar el concepto de Caribe que en la obra de esta escritora guadalupana, que se caracteriza por la criollización y por explorar temas raciales, de género y culturales. Pero más que nada, el texto es un recorrido a través de sus ideas y de su trayectoria, y, claro, una invitación a leerla y conocerla. 67 con el respaldo de una obra profusa y variada (nouvelles, novelas, teatro, ensayos), reconocida mundialmente, traducida a numerosas lenguas, laureada con múltiples premios, Maryse Condé es sin duda una figura mayor de las literaturas francófonas.
Es una pieza maestra del campo literario, no solamente por el importante número de sus producciones, sino y sobre todo por el aporte de su peculiar voz, siempre resueltamente descentrada en el concierto de los francófonos poscoloniales. Su escritura produce y amplía incansablemente un espacio saludable de libertad de pensamiento y del discurso sobre lo poscolonial. En los mundos francófono y anglófono resalta la obra de Condé, la cual ha sido objeto de numerosos estudios. Su notoriedad es reforzada sin duda por el hecho de que vivió y enseñó parte de su vida en los Estados Unidos, y que su esposo, R. Philcox, traductor, ayudó a que en gran medida se difundiera su obra. Todo esto la lleva a ser considerada una de las grandes voces femeninas de la literatura contemporánea. Guadalupana, «ex colonizada, mujer, escritora», como ella misma se define, las preguntas vinculadas a la negritud, el criollismo y la colonización siempre se encuentran en el corazón de su obra. Se dedicó a volver sin cesar a lo que concierne a la sociología de los territorios colonizados, en la cual son fundamentales las relaciones con la historia y la memoria en la construcción identitaria. M. Condé denuncia y a la vez rechaza la fascinación por el pasado esclavista y colonial que se supone debe justificar el presente poscolonial. Se mantiene alerta para denunciar los procesos de dominación, incluso y sobre todo cuando se revisten de nuevas formas. Como un retrato del torbellino del mundo, la espacialidad de las novelas de Condé excede el Caribe (donde ella nació) para recorrer a zancadas todos los espacios de la poscolonialidad de América, Europa y África. Ahí se percibe el interés de la autora (con dejos cesarianos, luego fanianos) de explorar diferentes trayectos, lugares y vivencias de la negritud, relatadas a menudo (pero no únicamente) con la vara de la experiencia femenina. En las novelas de Condé, este recorrido del mundo refleja el movimiento de la escritora misma, que ha experimentado esta itinerancia positiva, de inspiración jubilosa, itinerancia en sintonía con la realidad global de inicios del siglo XXI. Migración feliz que ha influido sobre su construcción discursiva e identitaria que acompaña su necesidad de cambiar radicalmente los discursos comunitarios y de alejarse de la esclerosis que producen los encierros de todos los órdenes: geográfico, histórico, político, identitario y literario. Calificada como «nómada inconveniente», a raíz de su gusto por el movimiento y el carácter subversivo de sus ideas y observaciones, M. Condé reivindica, incluso si es de manera paradójica, su apego indefectible a su espacio caribeño. Muchas de sus novelas se caracterizan por la evidencia de lazos que pueden tejerse con la biografía de su autora.
Aparece, sobre todo, cada vez más claramente que es a partir de ese lugar primigenio que irradia la obra de M. Condé. Tras un largo desvío –en el sentido que da Glissant al término– por el mundo (Europa, África, América), volvió a su isla, como lo indica uno de sus textos emblemáticos, titulado Me reconcilié con mi isla, esa isla que constituye el corazón del que irradia y donde converge todo su proceso creativo. Esta errancia quizás ofrece, igualmente, un eco singular del tormento introspectivo de los pueblos caribeños, nacidos de un desplazamiento original y de un trasplante a un archipiélago caribeño, en la encrucijada entre el Viejo Mundo y el Mundo llamado Nuevo, que, en su vocación de «lugar de paso, de cruce», pudo parecer como la prefiguración de la globalización. Nacer y vivir en ese lugar «de dispersión y [a la vez] de fecundación», ese lugar de coexistencia de alteridades –los pueblos de cuatro continentes colindan y se mezclaron allí– pudo generar, en sus habitantes, una manera de estar en el mundo heredada de una insularidad abierta, una actitud característica de la contemporaneidad para «ser errante, múltiple, en el afuera y en el adentro. Nómada», según plantea la escritora. Los personajes de Condé se enfrentan a menudo con la renuncia de los ideales que condujeron a la liberación de las comunidades antiguamente dominadas.
En una escritura que se quiere irónica y a menudo repleta de humor, la autora revela los engaños, las mentiras, los impases y las aporías de este proceso. Gusta de mostrar a los hombres y mujeres en su humanidad ordinaria, y preocupada por relatar sus complejidades, erige una galería de personajes y situaciones que por cierto no tienen nada de ejemplares. 68 Abordando sin complacencia alguna todos los debates concernientes a la identidad cultural social e imaginaria de los pueblos negros y/o americanos, M. Condé desestabiliza toda tentativa de certeza identitaria, salvo la individual. Se posiciona en una insularidad ferozmente abierta e inseparable de las vías traveseras que ha escogido, y que figuran la «modernidad líquida» de un yo al cual los contactos con el otro, individuo o grupo, inscriben en una transformación permanente, y que a cambio los modifica también. En su contribución a Revisiter l’Oncle, Maryse Condé escribe: «[…] el escritor(a) no puede expresarse válidamente, forjar su voz, sino extirpando al máximo la pretendida identidad colectiva», rechazando pues «apasionadamente normas, escuelas, reglas, dictados», puesto que la escritura debe ser sinónimo de libertad. Esta búsqueda de la libertad de expresión de M. Condé no es solo una postura. Escritora, heredera de Calibán, sabe hacer suyos los aportes de su historia colectiva y a la vez desprenderse de toda coraza normativa dominadora, o asimiladora, y afirmar el derecho a una existencia para cada quien, en entidades separadas, pero «relacionadas», para retomar el término de Glissant. Igualmente, a propósito de su identidad, ella precisa: «Soy guadalupana a mi manera». Y explica: «Somos 400,000 guadalupanos, es decir, 400.000 personas con identidades diferentes. Lo que nos reúne es un referente común (naturaleza, ciclón, cocina…). Este referente no es esencial en nuestras existencias individuales. Puede faltar. Me siento tan guadalupana (a mi manera) en Nueva York como en Montebello o en París. Lo más importante es que lo soy a mi manera». Nunca dejará de confirmar esa posición: la identidad colectiva y la autenticidad que debería desprenderse de ella participan de la mentira; no hay más comunidades que las informales, archipiélagos, infinitamente reconfigurables. Así pues, es con clarividencia y sin tabú que ella se dedica a escribir lo que toca a la historia y a la memoria de las poblaciones (ex)dominadas, procurando revelar la violencia simbólica que obra en los procesos de dominación y sus avatares en curso, deconstruyendo los mecanismos de territorialización geográficos y las certezas identitarias.
Ella refuta la etiqueta que se le ha dado, en tanto que escritora francófona, afirmando: «[…] no escribo ni en francés ni […] en creole; yo escribo en Maryse Condé». Y ella lo asume al mismo tiempo, pues el bilingüismo, la posesión de una lengua imperial (francés, inglés, español…) y del creole es un vestigio de la historia colonial, ineludible. «Fuimos colonizados, nos volvimos escritores francófonos», constata la escritora. Todo está en la potencialidad del «volverse», «nos volvimos» significa que los estigmas de la colonización se volvieron norma y afirman una relación consustancial de la escritora con la lengua francesa. Se siente legitimada para usar este idioma, adquirido por generaciones pre 69 cedentes, «al modo Condé». Autorizarse a vivir las paradojas, con lucidez, sin tener el sentimiento de renegar de sí, y así no condenarse a una esterilidad expresiva, es la actitud adoptada por M. Condé, uniéndose con esto a una buena parte de la humanidad, obligada a encontrar un punto medio entre pasado, presente y futuro, entre real e ideal. Todos estos posicionamientos explican su rechazo por ser teórica o su desconfianza ante la posibilidad de ser relacionada con cualquier escuela o movimiento, sea el que sea. Es realmente a partir de una praxis inherente a la dimensión íntima y personal de las situaciones vividas en tanto que individuo y en tanto que mujer, que se origina su proceso de reflexión y de creación. En este sentido, el proyecto literario de M. Condé se sitúa en una descentralización definitiva, en una suerte de «Bella escapada» que no se comprende sino enlazada con ese espacio caribeño a la vez geográfico, histórico y discursivo que libro tras libro ha ido esbozando. Un espacio de apertura y enmarañamiento, de imbricación de los pueblos, las historias, las lenguas, los imaginarios. Se trata, no de escaparse de las realidades concretas del mundo, sino más bien de actuar con «astucia», en el sentido de la metis griega, indispensable para significar su existencia en las múltiples acepciones del término: en tanto que guadalupana en un campo literario dominado por las literaturas de los ex imperios coloniales, y en un campo francófono caribeño donde las figuras teóricas son esencialmente martinique sas, en tanto que mujer dentro de un mundo literario histórica y globalmente dominado por la visibilidad de las escrituras masculinas. M. Condé no oculta la complejidad, es decir, la ambigüedad de su situación como habitante de un departamento francés en el ombligo del continente americano, eso que en francés se conoce como DOM (Département d’Outre Mer). Siendo de un DOM, se siente «adentro sin estar adentro», situación que ella no reduce a una antinomia o un «entre dos» limitativo, sino que constituye, al contrario, una unicidad rica de infinitas posibilidades. Pues para ella, la era de las fronteras, incluyendo las mentales, está siendo revolucionada: «Hace cincuenta años, en el Cahier, Césaire se lamentaba: “¡No pertenezco a ninguna nacionalidad prevista por las cancillerías!”. Hoy, esto ya no tiene importancia. Vivimos bajo toda suerte de pasaportes.
Tengo un pasaporte estadounidense. Mi imaginación, mi corazón, se burlan de ello. Poco les importa el lugar donde resido. Ellos son guadalupanos a su manera». La identidad individual que ella reivindica conforma una multiplicidad de combinaciones, igualmente legibles en sus posiciones a menudo a contracorriente, que hacen de ella una escritora inasible, inclasificable y por ende de identidad irreductible, como lo son los caribeños. En efecto, poco importa que estos últimos sean de nacionalidad estadounidense, canadiense, española u otra: «Si son escritores o artistas, lo esencial es que su creatividad permanece intacta», según Condé, que añade que para «el escritor caribeño, no tener domicilio fijo […] no es forzosamente deplorable», al contrario, «de golpe, su Yo se dilata y se exalta». Mientras sean «lugares de residencia, nacionalidades, lenguas […] relativizadas y redefinidas. Todo es posible. Todo está por nacer.
Todo está por ser nombrado o para rebautizar». Probablemente, esta posición de independencia radical que asume nuestra autora es la garantía más segura ante la exigencia descolonizadora, y hace que su obra deje una huella particular en el paisaje intelectual y literario francófono contemporáneo. A través de la inscripción de diferentes espacialidades (africana, americana, europea), anudadas a su propia experiencia de mujer caribeña, la obra de M. Condé, dotada de una libertad y de una espontaneidad criolla, propone una manera concreta de pensar el mundo contemporáneo. En efecto, la criollización, cuya cuna fue el Caribe, es el proceso más apto para describir ese «volverse libre» ilustrado en sus obras y en su trayectoria personal.
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