Revista GLOBAL

Mediocridad y grandeza en Mad Men

by Sergio Gutiérrez Negrón
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En 2007, cuando Estados Unidos comenzaba a deslizarse hacia la gran recesión económica que se haría mundial y explícita al año siguiente, Mad Men trajo a las ondas televisivas del país un recuerdo de sus mejores años. Retratada en la serie desde las alturas de los rascacielos del Madison Avenue y a través del brillo de los lujos del momento, la década del sesenta fue aquella en la que la prosperidad nacida en la Segunda Guerra Mundial se consolidó en el crecimiento de las clases medias, en los suburbios que se desparramaron hacia las afueras de sus ciudades como espacios idílicos, en saltos tecnológicos que se prometieron como progreso, y en la transformación de la nación en un imperio militar y económico. Haciéndole recordar al país su cúspide económica y el momento de su refundación, Mad Men también trajo a colación oblicuamente el período de las crisis políticas y culturales que acecharon la sexta década del siglo xx, desde las protestas y motines raciales a la llamada revolución sexual, desde el asesinato de los Kennedy al de Martin Luther King.

El inesperado éxito, producto de Mathew Weiner, uno de los escritores de The Sopranos, vino justo en el momento indicado para causar a sus espectadores una confusa mezcla tanto de la peor nostalgia como de la más retroactiva de las culpas políticamente correctas. Durante sus ocho años de duración y a través de sus siete temporadas, Mad Men siguió de cerca al genio creativo, pero torturado, de Don Draper, y lo vimos abrirse camino a través de una industria publicitaria neoyorquina en continuo cambio. Sin embargo, la serie no solo se dedicó a trazar adecuadamente el momento en el que la publicidad descubrió su poder político y cultural, sino que, a través de Draper, llevó a cabo una arqueología de nuestro presente. Mad Men retó la apaciguada imagen de los sesenta y setenta que aún reina en los medios, una imagen sin dientes y pacífica, y la desplazó hacia los grupos privilegiados del país. Así, se enfocó no ya en la figura del hippie y el rocanrolero, en la mujer liberada y el negro activista, sino en las filas más tácitas del mundo wasp –blancos anglosajones y protestantes–. Desde ahí insistió en mostrar un mainstream que parecemos haber olvidado: conservador, puritano, ensimismado, políticamente apático, racista. Un mainstream que sigue siendo la norma en casi todo el país. 

La primera temporada abrió, después de todo, con un Don Draper que aún era la encarnación del sueño americano: un self-made man con una esposa hermosa, dos hijos, una nana negra, un Cadillac y una casa en los suburbios. Pronto descubrimos, por supuesto, que no todo es lo que parece. Lo cual quizás sea obvio en el mundo de la publicidad. Supimos de inmediato que Don no era un hombre honesto. Todo lo contrario. La deshonestidad era su modus operandi. Pero, claro, con cada episodio nos sorprendimos al hallar que el agua era más profunda de lo que parecía. Después de todo, Don Draper no era ni tan siquiera Don Draper, y detrás del brillo y del lujo, fuimos dando con un héroe torturado que se forjó en la estela de la guerra de Corea, como gran parte del país. Aprendimos a quererlo, como suele suceder, y aprendimos a odiarlo, como también ocurre. Es cierto que la serie siempre gravitó en torno a su guapetón perfil de estrella. Sin embargo, durante sus ocho años de duración, con todos los altos y bajos a esperarse en la televisión serial, esta gravedad solo se sostuvo mediante la interacción fundamental de los menos luminosos, pero aun así celestes, cuerpos de personajes secundarios, como Peggy Olson y Pete Campbell, Joan Holloway-Harris y Ken Cosgrove, Betty, Sally y Megan Draper, Lane Price y Glen Bishop, entre muchos otros. Las constelaciones formadas por estos personajes a través de escenas, episodios y temporadas le dieron a la serie la consistencia narrativa propia del género televisivo.

Lo interesante de los Peggy, Pete y Ken es que, junto al increíble trabajo de los modistas y escenógrafos de la serie, en ellos descansa la verosimilitud histórica de Mad Men, su aire de época. También es interesante el hecho de que para el lector de cierta literatura estadounidense que se escribía en los mismos años sesenta y setenta que pone en escena Mad Men la de Frank O’Hara, John Updike y Richard Yates, por ejemplo–, todos estos personajes secundarios silban con indiscutible familiaridad. Esta similitud, por supuesto, no es mera coincidencia. Permítasenos dos rápidas analogías. Si ubicásemos Mad Men junto a The Great Gatsby, y dijésemos que en Don Draper vemos el eco de la grandiosidad de Jay Gatsby, el protagonista del clásico americano –y en esto acertaríamos–, los antemencionados personajes vendrían a ocupar el rol de Nick Carraway, el narrador de la novela de Scott Fitzgerald. En el clásico, Nick Carraway está obnubilado con Gatsby, ya que, frente a su anodina mediocridad, el misterioso millonario es todo fascinación. Es contra Carraway contra quien Gatsby impresiona; es solo desde su punto de vista que a alguien como Gatsby se le podría entregar el rol titular. Del mismo modo, si gran parte de la tradición literaria estadounidense se caracterizó por su atracción por la singularidad de las ballenas blancas, por la grandeza de los Gran Gatsby del país, la literatura de O’Hara, Updike y Yates, en los años sesenta y setenta, con toda la intensidad de su blancura, su misoginia y la repetitividad de sus masculinidades heridas, quiso colocar en su centro a los Nick Carraway del mundo. Vale la pena recordar que, al final del clásico de Fitzgerald, tras el trágico desenlace del protagonista, Carraway prefiere regresar al blando pero seguro aburrimiento del Medio Oeste americano, atemorizado por la intensidad de la vida urbana. De modo que sería posible afirmar que la temprana obra de los escritores antes mencionados aunque principalmente de Updike y Yatesse dedicó a explorar al desilusionado, al aburrido.

Mad Men es una serie que se quiso literaria. Episodio tras episodio, sus personajes leen los éxitos literarios de la época. Sin embargo, sus momentos más literarios no se originan en estos guiños a lo popular y contracultural, sino a esa vertiente menor de la literatura de la época. De hecho, quizás uno de estos momentos literarios más memorables lo encontramos en el primer episodio de la segunda temporada de la serie, que culmina con Don Draper lanzándose a la poesía por primera vez. Dándole una dimensión apocalíptica a un poema sobre lo cotidiano y lo personal, Don hizo del Mayakovsky de Frank O’Hara un texto sobre la coyuntura histórica que se viviría hacia el final de ese ciclo de episodios, una profecía que anunciaría la amenaza nuclear, la muerte de Kennedy y el peligro constante de la guerra fría. El poema se presta para ello, por supuesto, con versos que dicen: «Ahora espero en calma a que / la catástrofe de mi personalidad / vuelva a parecer hermosa / e interesante, y moderna». O’Hara fue miembro de la famosa New York School of Poets, activa durante los años cincuenta y sesenta, y se caracterizó por ser un irreverente poeta de tono confesional que quiso hacer explosionar lo cotidiano con la gravedad del desencanto, de lo anodino, y de la intensidad de lo que otros han venido a llamar «su grito íntimo».

A todas luces, compartió la misma ciudad que Draper y los suyos. Además, fue el curador del Museo de Arte Moderno de Nueva York durante la época en la que tiene lugar Mad Men. Aunque no desconocido, O’Hara, junto al resto de los poetas de la escuela neoyorquina, fue a la larga eclipsado por la radicalidad contracultural de los Beat, figuras que, en la estela de los sesenta y setenta, parecieron haber llevado la misión de hacer pedazos las normas sociales más allá de la poesía y del mundo del arte. De hecho, en las temporadas posteriores de Mad Men, se presentan textos más controvertibles, desde los Beat a Portnoy’s Complaint, de Phillip Roth, que aparecerán entre las manos de distintos personajes. No obstante, es precisamente porque O’Hara fue un poeta mucho más conservador que los Beat en cuanto a que su gesto revolucionario se hallaba en la forma y no en su contenido, y mucho más neoyorquino, por lo que su presencia en Mad Men adquiere la importancia que tiene. 

Sin embargo, al ser Draper quien recita las palabras de O’Hara, un personaje que no solo sufre una verdadera catástrofe de su personalidad, sino que vive literalmente el haberse apropiado de una vida ajena y que tras cada episodio parece estar más cerca de su destrucción, el poema adquiere una gravedad que lo distorsiona, que lo vuelve otro. Originalmente no fueron los Draper ni los Gatsby los sujetos poéticos de O’Hara. Los Draper y los Gatsby, personajes fuertes, tienen realmente algo que temer: un peligro exterior que los acecha. Al contrario, las catástrofes personales por las que espera el poema de O’Hara son mucho menores, casi triviales: patéticas. O’Hara escribe sobre las tragedias mínimas de tipos totalmente reemplazables como lo son los personajes menores de la serie, aquellos que no están motivados por fuegos tan candentes como los de Don Draper, aquellos que buscan satisfacer los dictados de la sociedad y así conseguir el confort de una buena, aunque aburrida, vida. Las vidas patéticas de catástrofes igualmente patéticas de las que habla O’Hara son aquellas que conformaron el grupo que, en los sesenta y setenta, era conocido como «mayoría silente» y que pertenecía a ese constructo abstracto al que se denominó en el momento Middle America, o la América media. Aunque se utilizó como una denominación vaga, el «middle American» se refería a quien observaba los cambios de la época desde las gradas, quien no se veía representado ni por las movilizaciones políticas en contra de la guerra de Vietnam, ni por las demandas a favor de la igualdad sexual y racial. A pesar de su intención de servir como una acogedora carpa, Middle America tenía coordenadas muy específicas: se refería al hombre blanco apolítico o reaccionario, mayormente de una clase media entendida de forma amplia en ambas direcciones. Fue este americano medio el que, aunque conformaba la mayoría del país y tenía una vida económica estable y lujosa, puso el grito en el cielo y declaró que el país, ante el ascenso social de las mujeres y las reivindicaciones de las minorías raciales, estaba en su época de decadencia.

Pete Campbell, uno de los personajes secundarios más importantes de Mad Men, enarbola a grandes rasgos al sujeto del poema de O’Hara. Pete es un ejecutivo de cuentas que, aunque proviene de una estirpe neoyorquina respetada, muy pronto en la serie pierde toda su fortuna, y se casa con una mujer de una familia nouveau-riche. Es un tipo normal y olvidable, pero su proximidad a grandes personalidades como la de Don Draper comienza a torcerlo, y lo transforma, a pesar de sus «buenas intenciones» iniciales, en un tipo más bien despreciable, envidioso e incapaz. Poco a poco, comienza a envidiar el protagonismo de Draper, la impunidad con la que este lleva a cabo su macharranería, sus infidelidades, mentiras, y la facilidad con la que quiebra las reglas y hace que otros le sigan. Es cierto que Pete lo tiene todo, pero aun así, al fin y al cabo es un Nick Carraway frustrado, y no puede sino preguntarse, ante la presencia de Don Draper y la destrucción que lo rodea, «¿Cómo es que algunas personas simplemente pasan por la vida arrastrando con ellos sus mentiras, destruyendo todo lo que tocan?». 

La pregunta de Pete no solo quiere moralizar, sino que realmente quiere entender: Pete «quisiera poder» pasar por la vida arrastrando sus mentiras. Sin embargo, todo le termina saliendo mal siempre. Sus pocos disparos extramaritales, al igual que contraculturales, terminan saliéndole por la culata: su primera amante queda embarazada y da al niño en adopción, sin decírselo, y la segunda, termina deprimida y en terapias de electroshock. Con ocasión de uno más de sus fracasos, su frustración rebasa su envase y, en una queja sintomática de la «mayoría silente» de la época, Pete exclama: «¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué no puedo conseguir nada bueno de golpe?». Lo irónico de este quejido es que, como sucedió en la época, viene de quien lo tiene todo. Al igual que a O’Hara y a la Middle America, a Pete solo le queda la espera. Una espera tras la cual, ojalá, su crisis, esa catástrofe que es descubrirse innecesario, volverá a parecer hermosa e interesante, y moderna, como dice el poema. En fin, el problema con Pete y con gran parte de la Middle America es que, a pesar de su moralismo, a pesar de su resentimiento para con los Don Draper, aunque se insisten silentes, siguen haciendo ruido, como sentencia un personaje de la novela Rabbit Redux, de John Updike.

La cita no es accidental. Si es en la obra de Frank O’Hara donde podemos encontrar la condensación de la «poética» de Mad Men, es en la serie de cuatro novelas sobre Harry Rabbit Angstrom, de John Updike, publicadas en 1960, 1971, 1981 y 1990, donde encontramos su ethos. Al igual que Mad Men, cuyos episodios cubren la década entre marzo de 1960 y noviembre de 1970, las primeras dos novelas de la serie, Rabbit, Run y Rabbit Redux, se enfocaron en los mismos años, y, junto a sus secuelas, buscaron ofrecer una crónica de un país en transición desde el punto de vista de aquellos que no fueron parte de ella. En alguna ocasión, Updike mismo apuntó en esta dirección al decir que la idea original de las novelas de Harry Rabbit Angstrom le surgió como una estocada a Jack Kerouac y a su On the Road. La obra de Kerouac le dio a la rebelión social de la época uno de sus manifiestos, al narrar los viajes de un hombre recién divorciado que se lanza a la carretera, a las drogas y al azar para encontrar la libertad, dejando atrás la medianía de la vida cotidiana. El Rabbit Angstrom de Updike, al igual que Pete en Mad Men cuando intenta imitar la rebeldía de Don Draper, decide abandonar a su joven esposa y a su hijo, y se lanza a la calle. Desafortunada e inmediatamente, la bomba le estalla en las manos. Como reiteró, Updike quiso ofrecer una «demostración realista de lo que pasa cuando un joven hombre de familia se lanza a la carretera: lastima a las personas que deja atrás». En la obra de Updike la ecuación de Mad Men se invierte: los Don Draper quedan al fondo, como referencias a una rebeldía que está siempre sucediendo en «algún lugar ajeno», de modo que son los Pete los que quedan en primer plano, y ahí los vemos patalear, intentar y fracasar, una y otra vez.

No es sorpresa que los personajes de Mad Men estén más interesados en leer On the Road, de Kerouac, o la controvertible Portnoy’s Complaint, de Phillip Roth, y no algún texto de John Updike, quien durante la época publicaba a menudo en The New Yorker. Como casi todos sus personajes, su Rabbit Angstrom es un tipo particularmente olvidable que reconoce haber alcanzado su cúspide durante los años en que fue el jugador estrella de baloncesto de su escuela superior. Desde entonces, como nos revelan las primeras dos novelas de la serie, todo le va cuesta abajo, y no hace más que culpar a los demás por su circunstancia. Cuando, en algún momento de 1960, por fin decide mandarlo todo al diablo, montarse en el automóvil y escapar de una vez por todas de la monotonía de su pueblo en el Medio Oeste, su meta es seguir hacia el sur hasta quedarse sin gasolina. Sin embargo, a no menos de quince o veinte millas, se dice que se ha perdido, se detiene en un pueblo cercano, conoce a una prostituta y termina viviendo con ella. Hasta ahí llega su odisea. A través de la novela, estremecido por la culpa, comienza un ciclo destructivo según el cual regresa a su esposa, la deja y vuelve a la prostituta, sin tomar nunca una decisión final. Tras múltiples ocasiones, son ellas las que terminan lastimadas y, al ocasionar la muerte de su hija recién nacida, declara su intento de libertad un fracaso y retorna finalmente a su hogar matrimonial, con la cola entre las patas. Como lectores, vemos esta dinámica repetirse en las cuatro novelas, cada vez con un Rabbit Angstrom más envejecido, hasta que en Rabbit at Rest, su última escapada, casi a los sesenta años, termina en su muerte. 

Este es precisamente el mismo trayecto que recorre Pete Campbell a través de Mad Men, una cadena de rebeldías abortadas y pataletas fracasadas que terminan en una restitución del seno familiar acompañada de un saldo de víctimas. Pero este no es solo el destino de Pete, también de muchos otros en la serie, como Ken Cosgrove, quien, tras publicar un cuento en la revista Harper’s, muestra tener el potencial para transformarse en un escritor de renombre, con una mirada crítica al mundo que lo rodea. Sin embargo, sus obligaciones laborales le asfixian su creatividad y lo llevan a desear un escape. La asfixia dura hasta que su esposa se hace de dinero, y le dice que se dedique a la escritura, que escriba la novela que siempre ha querido escribir. Sin embargo, ante la libertad que le ofrece la carretera (esta vez literaria), Ken se da la vuelta y se niega, insulta a su esposa por entrometerse en sus asuntos, y regresa de lleno al mundo de los negocios, dejando atrás la salida que le ofrecieron las letras y entregándose al poder de la burocracia, a salvo de cualquier riesgo. 

Esta dinámica entre los cuerpos celestes mayores y menores que conforman la constelación narrativa de Mad Men y del funcionamiento de su luminosidad prestada ya se había anunciado en el tercer episodio de la primera temporada. En una conversación con una de sus amantes, Don Draper le pega al clavo, de golpe: «Uno nace solo, y muere solo, y este mundo simplemente te suelta un montón de reglas encima para que te olvides de estos simples hechos, pero yo nunca me olvido de ello. Vivo como si no hubiese mañana porque no lo hay». El problema de Pete Campbell, del sujeto de O’Hara y del Harry Rabbit Angstrom de Updike es que, aunque hay momentos en los que tienen una epifanía similar a la de Draper, jamás son capaces de olvidar, de una vez por todas, las reglas que ofuscan la dura materia de la existencia. Intentan escapar de ellas y olvidarlas no podemos menospreciar el intento, después de todo. Pero no lo logran. Es por eso que, a través de la casi década de duración de Mad Men, estas vidas mínimas fueron tan importantes. Aunque es posible que la irreverencia de Draper se nos ofreciese como fantasía, fue realmente la fatalidad e insignificancia de los personajes menores que lo rodean, la que nos ofreció, en contra de nuestra voluntad, un reflejo.

Para concluir, quizás haya que ir a una de las últimas escenas del último episodio de la última temporada de Mad Men, apropiadamente titulado «De persona a persona». Es en alguna costa californiana, en un círculo de terapia al estilo de Alcohólicos Anónimos, en 1970, en el que la barrera final entre la excepcionalidad de Don Draper y la anodina mediocridad de los Pete Campbell, de los sujetos de O’Hara, de los Nick Carraway y los Rabbit Angstrom, se deshace y revela tener en el fondo la misma carencia. Un hombre que jamás hemos visto en la serie, llamado Leonard, se pone de pie para dar testimonio de la catástrofe personal que lo ha llevado allí. Él mismo reconoce que es un tipo poco interesante y lo articula describiendo un sueño recurrente que tiene, en el que es muy pequeño, una miniatura, y está sentado en un estante del refrigerador. En el sueño, dice, sabe que hay una fiesta armada afuera, en la que todos están alegres y la pasan bien, porque cuando abren la puerta del refrigerador los ve sonriendo. Sin embargo, nunca lo sacan del refrigerador para que se les una.

Nunca le permiten disfrutar en primera persona esa felicidad. Lo de Leonard no es una diatriba contra la sociedad. Si en alguna ocasión culpó a los demás, ya no. Él mismo ha descubierto que, en realidad, no es que ellos no lo escojan, sino que él se les escabulle. En sus propias palabras: «Te pasas toda la vida pensando que no lo estás recibiendo, que las personas no te lo están dando. Pero, de golpe, lo descubres: Están intentando, y tú ni tan siquiera sabes lo que intentan darte». Don Draper y su antecesor Jay Gatsby son opuestos socialmente a Leonard. Sin embargo, ellos también miran de frente a esta carencia, a esta incapacidad de comunicación, que, al fin y al cabo, los empuja. Cuando Leonard termina de hablar, Don, el estoico, se pone de pie y, movido por fuerzas más allá de su voluntad, se acerca al hombre insignificante, extiende sus brazos y lo abraza. Lo recoge entero. Solo entonces, ambos, se hacen pedazos en un llanto compartido.


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