Los sismos del 7 y 19 de septiembre del 2017 han provocado la peor catástrofe de la historia mexicana reciente. Si bien se cobraron un número de vidas mucho menor que las 10,000 del terremoto del 12 de diciembre de 1985, ocasionaron destrozos sin precedentes. Cinco meses después de los sismos, la indignación ciudadana y la movilización social vienen ensanchando aún más las grietas de la anacrónica y arcaica estructura del sistema de control político-social del PRI-Estado, y crean una oportunidad excepcional para la emergencia de movimientos de defensa de espacios de convivencia democrática.
Cinco meses después de que dos catastróficos terremotos devastaran una extensa área del país, el 16 de febrero del 2018, un fuerte sismo de 7.2 grados en la escala de Richter inflamó la irritación y el enojo de la población con la ineficiencia gubernamental que hasta el momento solo ha llegado a reconstruir una de cada veinte casas destruidas en el estado de Oaxaca, epicentro de un insólito «enjambre sísmico» que de septiembre del año pasado a la fecha ha registrado más de 17,000 movimientos telúricos. Los efectos de estos sismos han empeorado las condiciones de vida de la población y han añadido más de 10,000 familias a la larga lista de damnificados por efecto de los terremotos de septiembre del año pasado.
Los sismos del 7 y 19 de septiembre del 2017 –con epicentro en el sur-sureste y en las cercanías de la capital y de 8.5 y 7.1 grados en la escala de Richter, respectivamente– desataron una de las peores catástrofes de la historia mexicana reciente. Si bien se cobraron 471 vidas, un número mucho menor que las 10,000 del terremoto del 12 de septiembre de 1985, ocasionaron destrozos sin precedentes en una extensa región que abarca desde algunos de los municipios rurales más pobres del país –de los estados de Oaxaca, Chiapas y Guerrero– hasta barrios de clase media profesional de Ciudad de México. Varias poblaciones rurales de los estados de Puebla, Morelos, México y Tlaxcala también fueron seriamente afectadas. Según estimaciones oficiales, más de 250,000 familias quedaron desamparadas y se destruyeron aproximadamente 150,000 viviendas, 325,000 establecimientos industriales y comerciales, más de 12,600 escuelas, así como numerosos hospitales. Si bien la catástrofe tuvo su origen en unos fenómenos tectónicos de carácter violento, fue potenciada tanto por la ineficiencia y corrupción gubernamental, como por la catástrofe social producida por las brutales políticas de austeridad de las tres últimas décadas. Teniendo como trasfondo una grave crisis a consecuencia del estrepitoso fracaso de las reformas económicas y políticas del presidente Enrique Peña Nieto –magnificada por el exponencial incremento tanto de la violencia asociada con la llamada guerra contra el narco como la del autoritarismo y la represión gubernamentales–, el descontento e indignación de la ciudadanía ante la ineptitud, desidia y corrupción estatal amenaza con ensanchar la constelación de resistencias y movimientos político-sociales que conforman el difuso y heterogéneo campo de la oposición.
Austeridad, capitalismo del desastre y militarización
Los sismos también han remecido las resquebrajadas estructuras del sistema político mexicano, cuyas prácticas paternalistas-autoritarias de control social se intensificaron de forma paralela con la polarización económico-social extrema que ha hecho de México tanto uno de los países con más ricos del mundo, como uno con el mayor número de pobres.
La desigualdad extrema tuvo su origen en la estrategia de modernización neoliberal que, con el auspicio y fiscalización del FMI, el BM y el BID, fue adoptada por el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) para hacer frente a una galopante deuda externa. Se trataba de una modernización asentada en dos políticas fundamentales: una rigurosa austeridad fiscal que afectó a la gran mayoría de trabajadores, profesionales y población rural, y la privatización masiva de empresas públicas y estatales que beneficiaron a un reducido grupo de hombres de negocios, selecto y reducido grupo empresarial que expandió aún más su poder y riqueza con la conversión de la deuda de la banca privada en una estratosférica deuda pública durante la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000). A partir de este momento, en palabras de John Saxe-Hernández, «se acentuó, como nunca en la historia, la capacidad de los dueños del capital en México de capturar los instrumentos de Estado».
La reconstrucción de la Ciudad de México creó también oportunidades para acrecentar aún más las fortunas y el poder político de la fracción financiera de la primera generación de billonarios del país –acertadamente bautizados por el diario La Jornada como los Forbes barons–. Carlos Slim, el más conspicuo miembro de este grupo – beneficiario de la privatización del Banco Nacional de México y de la empresa telefónica estatal, Telmex–, fue nombrado por el presidente De la Madrid encargado de formar entre el sector privado el comité consultivo responsable de la financiación y reconstrucción del centro histórico de la Ciudad de México, la zona más emblemática y de mayor densidad poblacional que, si bien seriamente devastada por el terremoto, se encontraba altamente tugurizada y con deficientes servicios e infraestructura debido a décadas de descuido y falta de inversión pública. La asociación entre el sector financiero y las grandes constructoras se extendió también hacia otras zonas devastadas por el sismo hacia el sur de la ciudad, las cuales experimentaron desde fines de la década de los ochenta un boom inmobiliario sin precedentes.
Tres décadas más tarde y después de otra catástrofe sísmica y por disposición presidencial, se da nuevamente primacía a estos mismos grandes empresarios en la reconstrucción, cuyos costos se estima superan largamente la reconstrucción que siguió al terremoto de 1985. El 27 de septiembre, flanqueado nada menos que por Carlos Slim y ante un selecto auditorio formado por los empresarios más ricos del país, el presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) anunció su estrategia para la reconstrucción. La columna vertebral de su esquema la constituirá el fideicomiso Fuerza México. Formado con fondos provenientes del sector público, contribuciones empresariales, donaciones individuales e institucionales, Fuerza México será administrado por un comité de hombres de negocios elegidos entre ellos mismos. Los fondos serán destinados a la reconstrucción de infraestructura, escuelas, hospitales y edificaciones de importancia histórica. También serán distribuidos directamente entre los damnificados en forma de tarjetas de débito («monederos electrónicos») destinadas a la reconstrucción de viviendas.
Familias cuyos hogares fueron parcialmente destruidos recibirán 30,000 pesos, y 120,000 pesos (aproximadamente 6,400 dólares) las que sufrieron la pérdida total de su vivienda. Dinero que, como lo han manifestado tanto los pobladores de las zonas como los especialistas, solo será suficiente para cubrir los costos de los cimientos de una vivienda. Aunque insuficientes, estos fondos de asistencia constituyen un importante estímulo para la industria de la construcción, que durante el año pasado experimentó una caída de 3.7 puntos porcentuales. Durante la teatralizada y publicitada ceremonia presidencial de entrega de las primeras tarjetas de compra en una de las ciudades más afectadas, la población local no solo expresó su descontento con la «miseria del apoyo», sino que además manifestó su indignación por su falta de acceso a cajeros automáticos y por lo que consideraron como «el negocio redondo del Gobierno federal». Ni bien terminó la distribución de las tarjetas de crédito, una larga cola de camiones transportando cemento y materiales de construcción ingresó a la plaza principal de Ixtepec portando lonas inscritas con las leyendas: «En este establecimiento se acepta la tarjeta para compra de materiales “#FuerzaMexico”, “Aceros y Cementos de Oaxaca, Acemos” y “#FuerzaMexico #Holcim”».
Las tres décadas transcurridas entre las dos mayores catástrofes sísmicas de la historia del país develan la estrecha relación entre capital financiero y desastre. Los sismos en primera instancia han contribuido a solidificar la relación simbiótica del empresariado surgido con las reformas liberales de la década de los ochenta con el Estado y su –hasta ahora– partido oficial. Con la complicidad estatal, las catástrofes provocadas por los sismos crearon las condiciones ideales para la expansión de las fuentes de ganancia del gran capital en forma modélica, lo que Naomi Klein acertadamente describe como capitalismo del desastre. Siendo uno de sus propósitos centrales la reconstitución social y económica de las comunidades afectadas, la industria de la reconstrucción y del desarrollo inmobiliario requiere también de la reconfiguración del rol de los militares, lo que representa una peligrosa y amenazante intensificación de las tendencias autoritarias del Estado mexicano.
Con este propósito, el Gobierno federal concibió el llamado Plan MX, una iniciativa estratégica federal que delega al Ejército y la Marina las responsabilidades de administración y gobernanza de futuros desastres naturales. El Plan MX funciona de manera conjunta con el Plan DN-II, un instrumento operativo concebido en 1966 que expande el protocolo creado durante la Guerra Fría por el cual se reconceptualizan los desastres «civiles» y «naturales» como prioritarios para la defensa nacional. Como tal, el plan delega las responsabilidades de todas las operaciones de rescate, asistencia y recuperación al Ejército y a la Marina bajo la dirección presidencial. La implementación de ambos planes bien podría crear condiciones para la militarización de las zonas de desastre.
Un día después del sismo del 7 de septiembre, el Gobierno movilizó aproximadamente tres mil efectivos militares en las regiones más afectadas de los estados de Chiapas y Oaxaca. Durante las últimas décadas, la población mayoritariamente indígena de estos estados ha sido objeto de modo sistemático de una represión policial, militar y paramilitar. Considerados entre los grupos más pobres del país, también son conocidos por la capacidad de resistencia y rebeldía de sus comunidades en defensa de sus territorios, recursos y autonomía. Contra estas comunidades el Gobierno recurrió a la militarización como mecanismo de control de la protesta social y para asegurar la tranquilidad en territorios a los cuales se quiere atraer inversionistas interesados en el desarrollo de parques industriales, proyectos eólicos y mineros, así como para el establecimiento de zonas económicas especiales. Después del sismo, las tropas acantonadas en Oaxaca se emplazaron en San Mateo del Mar y otras comunidades de la región del istmo en donde existe una fuerte resistencia local a la expropiación territorial, privatización de tierras, proyectos extractivistas y en donde también existe un fuerte apoyo comunal a la lucha magisterial en contra de la reforma educativa de Enrique Peña Nieto.
Boom inmobiliario y extractivista, corrupción e ineptitud estatal
En las postrimerías del devastador terremoto de 1985, la fuertes críticas de académicos y especialistas –así como el descontento de la ciudadanía con la ineptitud estatal ante la emergencia, la desidia burocrática y la irresponsabilidad de empresas constructoras, considerados como agravantes de la alta mortalidad y devastación provocada por el sismo– forzaron a que el Gobierno estableciera un sistema nacional de protección civil y revisara los reglamentos de construcción de la Ciudad de México. Con la colaboración y asistencia de expertos japoneses, se creó un Sistema de Alerta Sísmica (SAS); este sistema y el Fondo de Desastres Naturales constituían los pilares del Sistema de Protección Civil establecido en 1986. No obstante, el sistema de alarmas no se llegó a establecer de forma integral, debido a que –según investigación del periódico digital Animal Político– los radioreceptores adquiridos en 2010 desaparecieron antes de su entrega o nunca fueron instalados. Estos, sin embargo, podían adquirirse libremente a través de una plataforma electrónica de ventas. Cuando ocurrió el sismo, la mayoría de los receptores en el estado de Oaxaca no se habían instalado, peor aún, las alarmas públicas no cumplieron su cometido por hallarse fuera de servicio debido a su falta de mantenimiento. Otra investigación periodística encontró irregularidades y «opacidad» en la utilización de los fondos públicos destinados a la atención de desastres a través del Fondo de Desastres Naturales (Fonden).
En Ciudad de México, las autoridades municipales hicieron caso omiso tanto del estricto código de construcción establecido después del terremoto de 1985 como de la estricta zonificación de la ciudad que, de manera bastante precisa, delimitó áreas de alto riesgo en donde no se permitirían edificaciones de más de seis pisos. Fue precisamente en estas zonas donde se produjo el mayor número de colapsos, incluyendo unos cincuenta edificios construidos entre los últimos diez años y dieciocho meses. La devastación ocasionada por el sismo del 19 de septiembre no puede pues atribuirse exclusivamente a causas naturales, sea la inusual ruptura de la placa tectónica de Cocos –que se extiende a lo largo del Valle Central donde se localiza la Ciudad de México– o la inestabilidad del suelo poroso de lo que fuera el lago y sobre el que se edificó la capital, sino que también debe considerarse la responsabilidad de políticos, financistas y constructores participantes centrales, lo que la revista Proceso acertadamente describe como «los cimientos podridos del boom inmobiliario».
Fuera de la capital, en complicidad con autoridades locales, transnacionales mineras, eólicas, gaseras, agroindustriales y de construcción civil beneficiarias de concesiones gubernamentales en tierras públicas, territorios comunitarios indígenas y reservas naturales locales, también hacen caso omiso de disposiciones ambientales, distribución y protección de fuentes hídricas y de los derechos territoriales y políticos de los pueblos indígenas y campesinos. Por su estratégica ubicación interoceánica, su riqueza forestal y mineral, por su gran potencial y sus abundantes recursos hídricos, el estado de Oaxaca, así como otros del sur y sureste mexicanos, han concentrado la atención de intereses financieros y estratégicos de las grandes potencias. Con el objetivo de atraer capitales, el Proyecto Mesoamérica (antes denominado Plan Puebla Panamá) contempla la construcción de carreteras, ferrocarriles, puertos, gasoductos e hidroeléctricas. Por otro lado, el Gobierno federal se ha propuesto establecer en el sur y sureste del país nueve zonas económicas especiales, dos de ellas en el estado de Oaxaca. Durante la última década, el istmo experimentó una rápida expansión de actividades extractivistas contando en la actualidad con veintinueve grandes proyectos mineros y veintiún parques eólicos controlados por corporaciones transnacionales. Considerada por la mayoritaria población indígena local como punta de lanza de una «reconquista», la expansión de estas empresas se dio a costa del despojo de tierras comunitarias y la pérdida de control comunal sobre cursos de agua y recursos naturales.
Al ubicarse en medio de dos océanos, estos estados son bastante proclives a sufrir inundaciones y deslizamientos de tierra ocasionados por huracanes y tormentas tropicales que durante los últimos años han incrementado su intensidad y frecuencia a consecuencia de la alta temperatura de los océanos provocada por el calentamiento global. La destrucción de bosques, la explotación de las aguas subterráneas, los represamientos, el desplazamiento de centros poblados y el cambio de curso de arroyos y ríos como resultado de proyectos extractivistas magnifican los efectos destructivos de los fenómenos meteorológicos intensificados por el cambio climático.
La inadecuada e ineficiente respuesta gubernamental daría lugar a una catástrofe mayor que los mismos eventos sísmicos o meteorológicos. Sin que se hubieran implementado las medidas de prevención y asistencia estipuladas en el protocolo del Sistema Nacional de Protección Civil, las intensas lluvias e inundaciones de mayo y agosto de 2017 afectaron gravemente a muchas poblaciones en la Sierra Mixe de Oaxaca, así como en la costa y montaña del estado de Guerrero que a principios de septiembre seguían a la espera de la asistencia para la reconstrucción de caminos y viviendas que supuestamente debería proveer el Fonden.
Dos días después del sismo del 7 de septiembre, el jefe de bomberos de la ciudad de Juchitán, la ciudad más importante del istmo de Tehuantepec, que sufriera la pérdida de 76 vidas y la destrucción de aproximadamente 15,000 viviendas, denunció el fracaso del Consejo Estatal de Protección Civil en cumplir con su obligación legal de coordinar la asistencia entre autoridades federales y estatales y las instituciones y autoridades locales. Esto, sin embargo, no fue un impedimento para que esta misma ciudad y sobre todo sus barrios más destruidos fueran utilizados como «escenografía electoral» por autoridades y políticos de todos los partidos. Fue el caso del mismo Enrique Peña Nieto y del también priista gobernador de Oaxaca Alejandro Murat: al día siguiente del terremoto del 7 de septiembre recorrieron los barrios más devastados, acompañados no con personal de asistencia sino por un impresionante contingente de periodistas y camarógrafos. Después de esta rápida y teatralizada visita los, juchitecos tuvieron que esperar varias semanas el arribo de una asistencia efectiva del Gobierno federal.
Si bien la corrupción, desidia e ineptitud de políticos y burócratas hacia la ciudadanía son ética y moralmente reprobables, estas actitudes son sin embargo consecuentes con una cultura política que no solo ha normalizado la corrupción, el pillaje y el desdén hacia el público, sino que además encuentra sustento en la ideología y cultura neoliberales en las que las ganancias e intereses del capital y el individuo predominan sobre el bien común, el bienestar social y el interés nacional. Desde esta óptica, la catástrofe provocada por los sismos de septiembre, más que un inevitable desastre natural constituye más bien un desastre político que tiene su origen en las políticas de un régimen de poder al servicio de grandes intereses financieros y extractivistas, quienes sistemáticamente se han opuesto a un ordenamiento territorial y de utilización del suelo respetuoso del medio ambiente, las necesidades, culturas y derechos de las poblaciones locales.
Autoorganización social y resistencias
Mientras que la asistencia gubernamental demoró días en arribar a la región del istmo de Tehuantepec, una de las zonas más devastadas del estado de Oaxaca por el sismo del 7 de septiembre, el mismo día del terremoto la sección 22 de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación se declaró en estado de alerta y convirtió su local sindical de la capital del estado en centro de acopio para atender la emergencia. Antes de cumplirse una semana, el sindicato distribuyó más de doscientas toneladas de alimentos, medicinas y ropa en los poblados más apartados del istmo y la Sierra Mixe que sufrieron la destrucción del sesenta al setenta por ciento de las edificaciones. El nueve de septiembre, en Juchitán, personal de la marina destacado en la región distribuyó 2,000 «despensas» de emergencia, ayuda insuficiente para una ciudad en la que perecieron 76 personas y en la que más de ciento cincuenta mil perdieron sus hogares y medios de subsistencia.
Fueron más bien organizaciones no gubernamentales de búsqueda y rescate provenientes de la ciudad de Oaxaca y de estados bastante alejados, como los de Jalisco y Nuevo León, las que en Juchitán asumieron las operaciones de rescate desde la noche posterior al terremoto. En la vecina ciudad de Ixtepec, el Comité Ixtepecano de Defensa de la Vida y el Territorio –establecido en el 2008 con el propósito de contener la expansión de proyectos extractivistas en la región–, la Sociedad Agrícola y otras organizaciones vecinales y juveniles se encargaron de la coordinación de la asistencia y remoción de escombros. Brigadas de estudiantes de enfermería y medicina de la ciudad de México arribaron a Ixtepec antes que el personal de instituciones gubernamentales. Similares iniciativas se tomaron en otras regiones de Oaxaca así como en otros estados afectados. La autoorganización ciudadana, vecinal y comunitaria respondió de manera más rápida y efectiva que las organizaciones gubernamentales. Más importante aún fue el hecho que esta fue una movilización desinteresada motivada fundamentalmente por la empatía y la solidaridad.
A diferencia de los esfuerzos de la sociedad, el Gobierno puso énfasis en recabar ayuda y fondos del sector privado a través de la red de oficinas del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de la Familia (DIF), dirigido por la primera dama Angélica Rivera. Al hacerse público a través de las redes sociales que personal de Gobierno reempacaba las donaciones en recipientes con el logo gubernamental, del PRI o de políticos locales, el público optó por enviar su donativo a los cientos de centros de acopio y donación establecidos por organizaciones no gubernamentales, iglesias, universidades, locales sindicales y plazas públicas. Esta burda manipulación política de las donaciones, así como el oportunismo puesto de manifiesto por todos los partidos políticos ante el pedido –al final infructuoso– de 3.6 millones de ciudadanos que los 275,000 millones de pesos presupuestados para las campañas electorales de los partidos fueran destinados a las familias damnificadas, así como el hecho que los costos de la reconstrucción estimados en 38,000 millones de pesos son casi equivalentes a los gastos de 37,250 millones incurridos por la presidencia en publicidad durante sus cuatro años en el poder; o que representan apenas una fracción de la friolera de casi 207,000 millones de pesos hechos humo durante la administración de los 10 gobernadores de la llamada «generación podrida» del PRI, aumentó aún más el desprestigio y rechazo de la ciudadanía a los partidos y al sistema político en su conjunto.
En Ciudad el sismo del 19 septiembre revivió la memoria del aterrador terremoto del 19 de septiembre de 1985, cuando ante la falta de una oportuna y eficaz intervención por parte de las instituciones gubernamentales, las tareas más urgentes e inmediatas de asistencia y rescate recayeron sobre la masiva y espontánea autoorganización ciudadana. En defensa de la integridad de los barrios, la necesidad de una vivienda digna y una estrategia de urbanización democrática, se crearon numerosas organizaciones barriales y ciudadanas. Dicha movilización tuvo un efecto galvanizador en la emergencia del izquierdista PRD –formado por la confluencia de sectores nacionalistas del PRI y partidos socialistas– y su hegemonía en el gobierno de Ciudad de México desde su victoria en las elecciones de 1988 hasta la actualidad. En esta oportunidad, la respuesta de la ciudadanía fue también rápida y masiva.
De manera similar a lo ocurrido en Oaxaca, en Ciudad de México las operaciones de asistencia y rescate de víctimas recayeron sobre los hombros de voluntarios locales junto con equipos de rescatistas nacionales y extranjeros. En su reporte desde las calles de Ciudad de México, el periodista uruguayo Raúl Zibechi estimó en más de cien mil el número de personas movilizadas durante las tempranas horas de la tarde del día del terremoto en las tareas de rescate y asistencia. A pesar de que las grandes televisoras resaltaban hasta el cansancio la presencia de personal de la Policía Federal y de la Marina en las áreas de desastre, nadie dudó de que los rescates más difíciles y exitosos fueron ejecutados por grupos civiles, incluyendo a los internacionalmente famosos Topos, una brigada de rescate voluntaria que se formó durante el terremoto de 1985.
Analistas que experimentaron ambas catástrofes remarcan las semejanzas entre estas recientes manifestaciones de solidaridad y apoyo desinteresado con aquellas que de manera similar se dieron en 1985. En esa ocasión, observó Carlos Monsiváis, durante las dos semanas de paralización gubernamental después del devastador terremoto, aproximadamente un millón de personas se movilizaron para proporcionar refugio, comida, ropa, atención médica y sicológica a los afectados, así como para remover escombros, rescatar muertos y heridos, y dirigir el tránsito. La respuesta masiva de la ciudadanía, la movilización y autoorganización de vecinos y voluntarios expuso la fragilidad institucional, corrupción moral, y los estrechos intereses económicos del Estado mexicano. La parálisis gubernamental ante la catástrofe, las restricciones presupuestarias impuestas por sus propias políticas de austeridad, el colapso de su capacidad de administrar conflictos sociales y la pérdida de su autoridad política crearon inmejorables condiciones para el surgimiento de numerosas organizaciones en defensa de la integridad de los barrios, la necesidad de una vivienda digna y una estrategia de urbanización democrática. Unificados bajo la Asamblea de Barrios y el Comité Unificado de Damnificados, los damnificados resistieron el desalojo y forzaron al Gobierno a financiar la construcción de 45,000 nuevas viviendas. También se le atribuye a este movimiento un papel central en evidenciar las debilidades y corrupción del sistema político que contribuyeron a crear las condiciones para la llamada «transición democrática»: en realidad, una apertura y diversificación del sistema electoral hasta ese momento hegemonizado por el PRI.
Reflexionando sobre la movilización ciudadana del 2017, a través de la óptica de sus propias experiencias y de la historia transcurrida desde el terremoto de 1985, el escritor Pérez Gay asevera con certeza que «el eco de los terremotos llegará a las elecciones del 2018». Si bien las encuestas favorecen unánimemente a Manuel López Obrador, líder del Movimiento de Renovación Nacional (MORENA) formado recientemente como desprendimiento del sector a la izquierda de la dirección del PRD, el posible impacto de las movilizaciones que siguieron al sismo en el resultado electoral es todavía incierto. Lo que sí es evidente es que, tan solo a tres meses de la catástrofe, la indignación ciudadana y la movilización social vienen ensanchando aún más las grietas de la anacrónica y arcaica estructura del sistema de control político-social del PRI-Estado, abriendo una excepcional oportunidad para la emergencia de movimientos ciudadanos y comunitarios en defensa de espacios y territorios de convivencia humana digna, autónoma y democrática.
Basándose en sus experiencias en un barrio popular del centro de Ciudad de México gravemente afectado por el sismo de 1985, el académico y activista H. Cleaver observó que, si bien este generó nuevos y complejos peligros e incertidumbres, al mismo tiempo produjo nuevas y complejas oportunidades. La catástrofe representó una crisis más que se sumó a las crisis preexistentes creadas por el pago de la deuda externa y las políticas de austeridad que pusieron al límite las capacidades financieras y políticas del Gobierno para atender las demandas de la reconstrucción y la frustración de la población. En cuanto a la población afectada proveniente de los barrios pobres, la crisis los enfrentó a nuevas y complejas dificultades ocasionadas por la falta de vivienda y servicios; la amenaza de demolición, de desalojo y de alquileres elevados; la eliminación del subsidio a los alquileres, y la disolución de su vida vecinal. Sin embargo, la parálisis gubernamental ante la catástrofe, las restricciones presupuestarias impuestas por sus propias políticas de austeridad, el colapso de su capacidad de administrar conflictos sociales y la consecuente pérdida de autoridad política crearon una apertura para la movilización. Empero, como ya había mencionado, el movimiento vecinal popular perdió ímpetu y autonomía al integrarse muchos de sus dirigentes y organizadores en la estructura partidaria del Partido de la Revolución Democrática (PRD) creado recientemente y eventualmente a la burocracia municipal de la Ciudad de México.
Tres décadas después y frustradas las expectativas abiertas con lo que en su momento se presentó como el inicio de una «transición democrática», no queda la menor duda que esta fue solo un mito.
Lejos de haber puesto coto al autoritarismo, corrupción e impunidad asociados al viejo régimen priista, estos no solo han persistido, sino que se han magnificado exponencialmente. Lejos de erigirse en fuerzas opositoras, tanto el derechista Partido de Acción Nacional (PAN) como el izquierdista PRD, el primero desde su control de la presidencia entre el 2000-2010 y este último desde su dominio ininterrumpido que desde 1988 ejerce sobre el gobierno de la urbe capitalina, se transformaron en coparticipantes de los beneficios políticos y económicos, legales e ilegales que históricamente han sostenido el sistema político del Estado mexicano hegemonizado por el PRI desde 1929.
En ese contexto ultradeterminado por los depredadores efectos de la modernización neoliberal, también tuvo lugar el surgimiento tanto de nuevas formas de organización y movilización social como la readecuación de tradicionales organizaciones laborales y ancestrales modos de organización comunitarias para hacer frente a las circunstancias políticas actuales marcadas por la expansión de modos de explotación y dominación en beneficio de intereses financieros y extractivistas. Luchas y movilizaciones, entre las cuales sobresalen, en primer lugar, las del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Consejo Nacional Indígena (CNI), como las más significativas expresiones de la larga tradición de luchas comunitarias en defensa del territorio, la cultura y la autonomía; las autodefensas comunitarias en contra de narcotraficantes en varias zonas rurales del país; la tenaz resistencia de los sindicatos magisteriales agrupados bajo la CNTE en contra de la privatización de la educación; la movilización de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa; en fin, luchas y movilizaciones que han contribuido a profundizar la deslegitimación del sistema político que –junto con el estrepitoso fracaso de sus políticas de control de la violencia, el narcotráfico y la corrupción, de privatización del sector energético y la educación pública de Enrique Peña Nieto– bien pueden significar –en palabras de John M. Ackerman en El mito de la transición democrática– «el principio del fin de la democracia simulada que hoy mantiene en sus cargos a toda la caduca clase política».
Pasados más de dos meses de la catástrofe, las manifestaciones de indignación y desconfianza con la intervención estatal, visibles desde los primeros momentos después de los sismos, no solamente se han multiplicado, sino que amenazan con transformarse en un serio obstáculo a los programas de reconstrucción gubernamentales. Damnificados en la delegación Benito Juárez de Ciudad de México, que acamparon en las inmediaciones de sus viviendas en ruinas, se resisten a abandonarlas ya que hacerlo –en voz de uno de los afectados– «es dejar que las constructoras se apoderen de los predios». En San Dionisio del Mar, comunidades ikoot, movilizadas desde 2012 en defensa de sus territorios amenazados por la expansión de proyectos transnacionales de «energía limpia», señalan que los programas de asistencia del Gobierno obedecen a estrategias para provocar mayor «fragmentación y sometimiento de pueblos en resistencia en defensa de su territorio», argumentos y observaciones que, viniendo de comunidades harto experimentadas con las letales y duras consecuencias de la devastadora maquinaria de la modernización neoliberal, no dejan la menor duda sobre la naturaleza de la estrategia gubernamental de reconstrucción que recién comienza.
Dicha estrategia guarda una alarmante semejanza con procesos surgidos en las últimas décadas en situaciones de reconstrucción que han seguido a conflictos bélicos, conflictos internos o catástrofes naturales con el objetivo de imponer o intensificar regímenes de explotación y opresión neoliberales. Bajo control de lo que Shalmali Guttal denomina «industria de la reconstrucción» –conglomerado de intereses financieros, inmobiliarios, ONG y agencias internacionales–, cuyo principal objetivo no es la reedificación material de lo devastado sino la transformación misma del «tejido social» en beneficio del gran capital. Este proceso, según explica Shalmali Guttal, representa –sobre todo para las naciones del Sur Global– una nueva y sofisticada forma de colonialismo. Aprovechando el estado de shock y la situación de miedo e incertidumbre en que se encuentran las poblaciones de la región del istmo –a la vez una de las más afectadas y de mayor importancia estratégica para el gran capital–, el Gobierno mexicano apura las demoliciones e incrementa su presencia con el propósito de doblegar la tenaz y persistente resistencia de los pueblos a la expansión de industrias extractivas en curso durante las dos últimas décadas. Dos días después del sismo, el empresario oaxaqueño y alto funcionario del Gobierno federal Gerardo Gutiérrez declaró que la mejor forma de reactivar la recuperación económica era acelerando la declaración de zonas económicas especiales en las costas de los estados de Chiapas y Oaxaca como la mejor forma de «atraer la inversión y crear fuentes de empleo».
En Ciudad de México, organizaciones vecinales en nutrida manifestación llevaron su descontento hasta las mismas puertas de la Bolsa Mexicana de Valores, la institución representativa de los intereses que más se beneficiarán de la estrategia gubernamental de reconstrucción. La Asamblea Nacional Ciudadana recientemente formada, que agrupa decenas de organizaciones sociales y sindicales, también rechaza todo programa que beneficie a bancos y empresas inmobiliarias. Demanda que se declare la moratoria del pago de los intereses de la deuda externa por un año y que ese monto se destine a la reconstrucción de infraestructura y la financiación de la construcción de viviendas para ciudadanos de ingresos bajos y medios. Como alternativa plantean la formulación, con participación y fiscalización ciudadana, de una estrategia de reconstrucción integral, incluyente y democrática.
Aunque desde una posición de desventaja –como es el caso de vecindades y muchos otros pueblos de las regiones afectadas–, los pobladores del istmo han asumido la crisis ocasionada por la catástrofe como una oportunidad de fortalecer su tejido comunitario a través de una reconstrucción participativa, autogestionada y democrática. En el municipio de San Mateo del Mar –una de las más celosas y militantes comunidades del istmo en lo relacionado con la defensa de su autonomía territorial y cultural–, la intención de las fuerzas navales enviadas con el objetivo de crear un albergue fue superada por los propios esfuerzos de la organización comunitaria. Arguyendo que las aceleradas demoliciones sin un exhaustivo e imparcial peritaje favorecen solo a los proveedores de materiales de construcción y que ocasionarían una pérdida irreparable de la memoria histórica de los pueblos originarios, en las localidades istmeñas de Ixtaltepec, Unión Hidalgo, Juchitán e Ixtepec se conformaron consejos comunitarios para impedir la demolición de viviendas con «estilo arquitectónico vernáculo regional». En esta última población, sus organizaciones sociales y comunitarias constituyeron un Consejo de Reconstrucción y Fortalecimiento Comunitario que, al mismo tiempo que resiste las demoliciones, ha puesto en marcha, con donaciones de organizaciones solidarias y apoyo de especialistas, un proyecto autogestionado que incluye tanto la reconstrucción de viviendas como las necesidades culturales y comunitarias. Antes de finalizar el año, más de cuarenta organizaciones sociales y comunitarias de dieciocho municipios de la extensa región del istmo de Tehuantepec establecieron una Coordinadora Regional de Damnificados del Sismo (CGDI) en demanda de «una reconstrucción con justicia y dignidad». Durante su denominada «primera jornada de lucha regional», realizada el seis de febrero pasado, miles de vecinos bloquearon los cinco accesos carreteros que comunican la región con el resto del país y ocuparon oficinas públicas estatales y federales.
Relámpagos bajo la tormenta
Así como la catástrofe sísmica sin lugar a duda profundiza aún más la crisis de la modernización neoliberal mexicana, también da visibilidad a actores políticos sistemáticamente marginalizados o menospreciados cuyas formas de encarar la crisis de manera autónoma, autosostenida y subordinada a los intereses comunitarios representan una alternativa no solo ante el sismo sino también a la posibilidad de articular una salida alternativa a la crisis. En las difíciles circunstancias globales en las que el fin de la vida sobre el planeta dejó de ser una profecía y en la que el surgimiento del fascismo es ya una realidad, las resistencias aquí reseñadas –parafraseando a Adolfo Gilly– nos indican también que en este «planeta sin ley» ya no se viven tiempos de esperanza y que más bien «es ahora el tiempo de la ira y de la rabia. La esperanza invita a esperar, la ira, a organizar». En este sentido, México no vendría sino a representar un escenario más de lo que los zapatistas describen como la «cuarta guerra mundial» en la que la batalla por controlar, dominar y domesticar los recursos humanos y naturales de todo el planeta en beneficio de los grandes intereses financieros constituye una prueba de fuego tanto para la oligarquía financiera global y su aparato represivo como para las fuerzas político-sociales movilizadas en defensa de la vida, la autonomía, la paz y la democracia.
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