Amplio, valiente y crítico ensayo en torno al rol de las mujeres durante el periodo de ocupación de 1916 a 1924, que, a juicio de su autora, ha sido olvidado adrede por la «historia canónica» de la República Dominicana. Acusador desafío para restablecer el legado de las voces de las mujeres que cumplieron labores trascendentes durante ese momento aciago de la aún incipiente historia nacional. Una llamada de atención a resarcir esa exclusión, integrando a la «historia» la labor de las mujeres del 16.
La Historia canónica es un útero de donde también hemos sido excluidas. Un útero de inmóvil silencio. Un útero de extraño hermetismo. La historia en contrapunto es una garganta desgarrada, una garganta en tensión, donde la voz se proyecta para que se haga eco. Es una garganta que puede ser colectiva, pero que el poder, el poder político, el poder económico y el poder ancestral la catapulta al dolor, porque todo sonido que se desprenda de ella, que orbite contra lo que se considera «normal», se hace irrevocable opresión; no traspasaron las barreras de los ritos de la aprobación misógina. Sus mensajes nos llegaron entrecortados, y su mirada directa o distante como si fueran vencidas por «ese otro ser» que puede ser el padre, los hermanos, el marido o el amigo.
La mujer es un signo en construcción; sí, un signo en construcción (pienso), y me respondo que quizás sea esta la razón por la cual, un siglo después de 1924, su trascendencia como políticas, como libertadoras de la castración psicológica del pueblo y de las masas, se desconozca, si no total, casi totalmente. Los historiadores canónicos han sido unos legisladores ciegos del pasado, y del presente. Las transformaciones positivas que en contra del sistema hicieron esas Mujeres del 16 en este pedazo de tierra aún las ocultan. No en vano, entre ellos, es frecuente escuchar: «la Historia dominicana es una historia de familias», dejando entrever que cada grupo impone en el altar de la diosa Clío a quienes sobrehumanizan como héroes o heroínas.
Desde que la mujer dejara como «moda» en el siglo XX el pelo largo o el «moño en la nuca» y adoptara el corte garçon, volvió la hoguera inquisitorial a la cual estuvo impuesta aquí en el siglo XVI, porque sucumbió no solo desde el 1492 al presente, como si fuera «carne vegetal». No obstante, la hoguera de antaño ha sido sustituida hoy por otros métodos de tortura. La mayor hoguera del presente es la discriminación. La libertad de conciencia, el patriarcalismo no solo la castiga, sino también la libertad de elegir a conciencia. ¿Qué queremos elegir en el presente? ¿Declarar que es ilegítimo todo proceso en el cual la mujer sea aleatoriamente discriminada, porque no puede continuar confluyendo electoralmente, «democráticamente», con los otros, a través de una complicidad pasiva, de artificiales propuestas que no la liberan de las tensiones milenarias que traen los estereotipos y la discriminación?
La violencia de la Historia, de la diosa Clío, ha hecho que otras continúen abandonadas al olvido y que su discurso no haya sido recuperado, puesto que han quedado postradas, cubiertas con una tarja fría en un cementerio de donde, además, han sido «oficialmente» desaparecidas. Este destino de «Silencio y Olvido» es parte de los abusos del despotismo con que el poder político aplasta la memoria para crear la desmemoria.
La Historia ha colocado en un plano unidimensional a protagonistas del siglo XX cuyas vidas atraen profundas simpatías. Pero también esa Historia creó rivalidades entre mujeres que tuvieron en su momento alguna presencia pública, sin obviar a las que, actuando a la sombra de los maridos, se quedaron sin destino personal. Cada mujer llamada de la Independencia (1844) o de Abril (1965) tiene un epígrafe clave que la define y legitima su acción: desterradas, abandonadas a la soledad, sacrificadas, víctimas de las luchas políticas y de los árbitros del terror.
Sobre las llamadas de la Independencia, tuvo que transcurrir —aparentemente— un siglo para que se escucharan sus nombres con resonancia, y fue cuando se conmemoró el Centenario de la República que «se dio fe» de que ellas estuvieron presentes, esforzándose para que el rayo luminoso de la libertad cruzara en la madrugada sobre sus cabezas. Hoy todas han resurgido del olvido y son celebradas, luego del agotamiento del vientre que las vio nacer: la diosa Clío.
Clío, la diosa de la Historia, nos entierra y desentierra; nos teje la trampa de la desesperanza y de la frustración que trae esa trampa. No comprendo por qué Clío lo controla todo y reduce su «bondad» a fomentar el discurso del poder del falo, asociada a la ansiedad de dominio de los hombres. Sin embargo, al soltar las fuerzas de sus dominios, Clío nos da la posibilidad de que se reescriban los mitos, se revalúen vidas, se desafíe la permanencia de mentiras, se desvelen las sombras sepulcrales y siniestras de los odios, y se desmitifique la invulnerabilidad del orden patriarcal. Las Mujeres del 16, y la diosa Clío, deberían movilizarse contra las mentiras históricas y derrumbar las alienantes apropiaciones de sus discursos por otros.
Fue en la primavera de 1916 cuando del ánimo de la indiferencia los dominicanos pasamos al ánimo del asombro. Nuestro único mérito fue despertar al día siguiente ante la amarga tragedia de una invasión foránea. Ya no valdrían las pláticas de la conciliación. La población nacional de unos 480,000 habitantes estaba sometida al dominio extranjero. La diplomacia del dólar con creces había dejado sus frutos. Los políticos y gobernantes que habían estado al frente del solio presidencial hicieron de las mentiras y el pillaje un modus vivendi y operandi. Eran pillos sin memoria, sin lealtades los unos a los otros, ni entre ellos mismos. Unos se alegraron con la llegada del interventor, pues llegaba —según ellos— el apogeo de la modernidad; otros danzaron al lado de las delicias del «progreso»; otros lloraron, y otros grabaron sus nombres en la inmortalidad.
La República se dibujaba desde entonces con carreteras, cables, rutas de ferrocarriles, y la danza del lujo inesperado que traía la influencia norteamericana. Atrás quedó la revolución, pero no dejar de habilitar a una Guardia Nacional que engendraría al tirano. Cenizas éramos entonces, cenizas de un pueblo pequeño, donde la infancia inocente corría detrás de los recuerdos, y las circunstancias políticas exteriores poco o mucho importaban.
Es así como la lucha, frente a este cambio radical en el conglomerado nacional, se grabó en las conciencias de las Mujeres del 16, que también se lamentaban de su poca participación en la vida pública y política. Eran herederas de una tradición poshostosiana. Habían estudiado y leído bastante, y conocían cómo subvertir el lenguaje; conocían su identidad, no obstante, como mujeres rotas, y observaban la intertextualidad irónica que traían las crónicas, editoriales y artículos de quienes se oponían a su ingreso a la vida pública y, por consiguiente, a la política.
Los rostros de esas mujeres han quedado en el olvido, al igual que sus nombres, sin poder afirmar cuál era su identidad. Sin embargo, hemos proyectado sobre ellas una mirada de instante, donde se observa su libre conciencia, a veces la eclosión metafórica de sus ideales, la enunciación de que lo tradicional se ha ido a la sepultura, para subvertir discursos y no continuar desdoblándose como sujetos.
El tiempo, de 1916 a 1920, fue el supremo opositor a sus luchas porque creyeron la mentira de que la tiranía norteamericana era temporal y transitoria. No obstante, las horas transcurrían y los meses, y para «competir» al lado de los hombres se hizo su palabra arma verbal, pluma afilada, que fue el arma de combate de las Mujeres del 16, que lograron un ejército de voces, de manos y de obras para librar la batalla de salir del «eclipse» que traían los presagios de una tiranía. Y proclamaron, además, su deseo de no vivir en un eterno naufragio de sus ideales. Ellas se hicieron el eje, el vector de una de las movilizaciones cívicas más importantes en tiempos de la ocupación militar, la Semana Patriótica de 1920, formando en todo el territorio nacional las Juntas Patrióticas de Damas, lideradas por Rosa de Noel Henríquez, además de adherirse al Credo Nacional y a la Unión Nacional Dominicana, junto a Dolores Romero de Lugo, Cristina Morales Billini, Luisa Ozema Pellerano de Henríquez, Ana Teresa Paradas, entre miles de Mujeres del 16 que permanecen invisibilizadas.
Herederas de ese pasado, de ese martirologio de opresión, donde no anduvieron solas ni a solas por los pueblos y las metrópolis del mundo, y mucho menos como ciudadanas errantes, pero sí como sujetos de segunda clase, son las mujeres del presente.
Ayer fueron una constelación de voces que quedaron dispersas en textos no publicados, y otros difundidos, pero que se salvaron de la banal lateralidad que los otros quisieron imponerles. Cada texto de ellas trae sus claves de trasgresión, una línea extratextual de inflexión desde la cual se lee y se re-lee la agitación de sus almas, el oficio novísimo de hacer de la tribuna pública no una torre de marfil, sino una torre para el debate. Es profético, parece, que la mujer dominicana despierte cada siglo de sus cadenas, que rompa las alambradas detrás de las cuales quieren confinarla. Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
Las Mujeres del 16 tuvieron delante de sí, para sí, y por sí, para coparticipar con acciones cívicas, intelectuales y económicas (en lo que se entendía como «lucha nacional»), un imaginario colectivo; estuvieron vinculadas de manera consciente a la oposición a un ordenamiento jurídico foráneo. Las cuestiones de Estado, su pacto fundamental, y las relaciones internacionales con otros países las conocían en teoría. Su ser nacional no estaba vinculado al concepto de «ciudadanía» ni al ejercicio del poder político; tampoco, por ende, interactuaban de manera directa en ninguna decisión plebiscitaria; no existían al quedar reducidas a una condición medieval; continuaban siendo víctimas de aberrantes homicidios excusables; degradadas, discriminadas, estereotipadas, sumisas, en la percepción que de ellas construyera el poder omnímodo del hombre. Pero sí se integraban a las labores de la comunidad concernientes a acciones de filantropía, eran solidarias; no tenían beneficios de las rentas públicas, no eran funcionarias en las secretarías de Estado; pero sí estaban nombradas como educadoras en escuelas públicas municipales. Muchas, en el interior del país, tenían una condición de obreras, de clase-masa-de apoyo, pero no en el sentido estricto del concepto; en tal sentido, no estaban integradas a la hegemonía política sustentada por los acuerdos de los caudillos o los jefes de los partidos políticos. Afrontaban una realidad que no se puede ocultar: la psicosis metafísica del imaginario masculino de que las mujeres que actuaban en la vida pública traían el «impudor y la desvergüenza». Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
El proceso de participación de las Mujeres del 16, en ese estado de cosas, necesita una reinterpretación, nuevos estudios, nuevas formulaciones, aclaraciones, notas en torno a sus hechos, porque igualmente la historia oficial de las dos primeras décadas del siglo XX que se narra a través de las guerras civiles y de las confrontaciones ha sido manipulada por un conjunto de sectores que han vivido de un «prestigio» de clase y poder, a expensas del olvido, haciendo omisiones y adulteraciones del pasado.
Es necesario escribir o aproximarse a escribir una sociología política de cómo asumieron la «ciudadanización» las Mujeres del 16, preguntarnos qué entendieron por «ser colectivo», ideología antiimperialista, identidad y hegemonía, porque quizás adoptaron el discurso del otro, se vincularon de manera convergente a la identidad construida por individuos que provocaron que ellas tuvieran metas comunes a los mismos en torno a la soberanía. Y, al no tener una identidad «universal e igualadora» de derechos, su participación política era legítima pero no legal en las cosas de Estado, al sumarse a un propósito coyuntural de una élite partidista de la burguesía, por causas comunes o propósitos comunes, sin tomar en cuenta la variable de la sumisión subliminal, de la insatisfacción, de lo contrapuesto, a veces, de su participación. Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
No olvidemos que el sustrato lingüístico Nación-Estado es un sustrato abstracto; es una materia que pertenece a la filosofía jurídica, a los jurisconsultos constitucionalistas que hablan de la convivencia en armonía de un pueblo a través de la unificación territorial, sin soslayar que siempre hemos tenido políticos secesionistas y partidarios de protectorados. La cuota de participación «política» femenina en el 16 correspondió a las hermanas, a las hijas de intelectuales o políticos, y a las esposas de estos; ellas fueron la representación minoritaria, aproximadamente, de una población de menos de medio millón de mujeres que había en la década del 20, cuando Estados Unidos realiza el Censo;1* fueron una infrarrepresentación que estuvo de contrapeso de otra minoría, cohesionadas en un proyecto político en torno a un conflicto que los hombres consideraban democrático-pacifista porque no estábamos en guerra con el coloso del norte, y que propició que ellas se reagruparan en una sola dirección: al lado de la soberanía absoluta. Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
Han transcurrido desde 1916 tres generaciones que no conocen el rol que jugaron las mujeres que asumieron posturas públicas y resurgieron del silencio de siglos haciendo uso de su rebeldía, puesto que estuvieron en un escenario donde actuaban sobre el filo de la navaja, a causa de un conflicto de derecho internacional público como es la autodeterminación de los pueblos y el respecto a la soberanía e independencia de la naciones.
Las Mujeres del 16 estaban ideologizadas, con un destino asignado; en su mayoría no ejercían el oficio de empleada o funcionaria pública, ni se involucraban en los problemas de índole política; estaban inmersas en las costumbres heredadas de las postrimerías del siglo XIX; no eran dirigentes de gremios, aun cuando estuvieran capacitadas para serlo. Pero con asombro vemos cómo otras —procedentes o no de la burguesía o de las entrañas mismas del pueblo— discutían de «tú a tú» con «destacados elementos» de las clases dirigentes y se rebelaban a los roles impuestos a su sexo, puesto que su condición humana era sentirse explotadas y usadas como objetos.
Entonces el «fantasma» del feminismo recorría Occidente y América. Una generación crítica de mujeres iba creando nuevas voces en el continente, cohesionándose y agrupándose en el movimiento sufragista, en torno a qué son los procesos democráticos y cómo empezar a escribir y hacer pública su rebeldía. Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
El arte de hablar, el arte de disentir, el arte de escribir era el síntoma que traía la emancipación femenina; el síntoma que inquietaba a una intelectualidad masculina que no sabía cómo actuar —por su condición de miopía— ante las transformaciones que traerían el sufragismo y la ocupación militar de Estados Unidos en 1916.
No vamos a llover sobre mojado acerca de este tema, a abandonarnos a repetir lo mismo y en torno a lo dicho meramente por otros y por otras. Lo que pretendo es que hagamos un ejercicio para sacar de la oscuridad a las Mujeres del 16, de las cuales poco se ha hablado, porque no se ha contado su protagonismo, porque no quiero ser parte del presagio de que ellas continúen en el olvido, sin hacérseles justicia «histórica».
Nuestro interés es recuperar el sentido de existencia y de pertenencia de ellas a la historia, no a la Historia ambigua, convencional y vampiresa, que se cuenta y recuenta obviando nombres, acciones y relaciones humanas. Quizás ha llegado el momento de que dejemos a un lado la fragmentación en el discurso de los tiempos, de que se recorran otras vidas para evaluar esas pasadas existencias, porque ellas, las invisibilizadas, las del 16, flotan en el aire, esperando la autorrealización post mortem o la reencarnación en el recuerdo, en la memoria de quienes no practican la violencia, la agresividad, contra el derecho del saber, la ocultación de datos y realidades. Quizás ellas —las invisibilizadas— no se plantearon trascender, pero la fatalidad de los mitos que se crean en la sociedad les niega su presencia.
Ahora, solo hemos iniciado, quizás, una evocación dejando abierto el libro del tiempo como si la garganta, el útero o la vagina se hicieran a la mar, a la pleamar, a la mar literaria de la historia del ser humano, de donde llega la vida. Las redes, creo, que en el presente están sueltas. No se puede esconder, por pequeño que sea, nada en ellas, porque hasta la partícula más pequeña recobra vida cuando se expone a las aguas de la verdad. No seamos pasivas ni indiferentes. Existen otras que esperan que escribamos sus biografías para que cerremos el círculo de sus vidas con plenitud.
El fin perseguido por mis palabras es releer la Historia, los discursos, las ideas; admitir los errores al pasar por el fuego de la Historia a mujeres que actuaron coyunturalmente para lograr objetivos políticos que, quizás, las políticas del presente no pudieran lograr, hazañas como las de ellas, las Mujeres del 16.
En el presente es muy fácil, y resulta hasta un acto de simpleza, debilitar con la pluma las vidas de las otras, de las que nos anteceden en el tiempo; hacer provecho de que no existe un túnel del tiempo para, de manera retrospectiva, dialogar y conversar con ellas, y obtener sus explícitas opiniones o explicaciones de sus porqués, para tener una rotunda claridad de los hechos. Considero que es gravísimo creerse portadoras de la verdad absoluta, portadoras de la voluntad de desnaturalizar acciones políticas de otras.
El sectarismo es un mal de la Historia, un despotismo irracional, y lo digo con conocimiento de causa, ya que aquí —y abundan los ejemplos— se practica también el despotismo intelectual, el secuestro de información histórica, el ocultamiento de datos y de documentos, además de desleales acusaciones ambiguas a quienes disienten de las prácticas del despotismo intelectual.
En todos los movimientos de mujeres hay instigadoras, y quienes hacen la guerra a las otras. Las últimas se declaran «guardianes» del interés de la patria. Caso extraño: aparentemente, entre las Mujeres de 16 no se cumplió ese karma, del latigazo adrede de «Quítate Tú para ponerme Yo». La etapa posterior, intermedia, entre el 24 y el 34, sí hizo que el germen de la discordia y de las rivalidades se adueñara de las actitudes de algunas féminas que evidenciaban su interés por el «avance» de sus congéneres, y fueron esas, las del «Quítate Tú para ponerme Yo», quienes aprendieron los beneficios del reparto que trae el poder, y que no es posible la hegemonía del poder si se reparte mucho. Las cárceles de la Historia —para el imaginario femenino— han sido no desaprender los estereotipos; ese es un trauma que nos victimiza, y nos hace víctimas disponibles por anticipado para que se sigan expandiendo bárbaramente en el siglo XXI como una gran espiral los crímenes de género, sobre todo psicológicos. Herederas de ese pasado de las Mujeres del 16, son las del presente.
En 1916, los grupos políticos de la burguesía ortodoxa proteccionista actuaron como un «animal metafísico», solo procuraron su conveniencia. ¿Reivindicar la soberanía era su lucha legítima? Quizás no, quizás sí. ¿Hacerse dueños de los derechos colectivos de las mayorías, del pueblo, para vestirse de «demócratas»? Quizás sí. Fue una estrategia de doble moral, un antifaz que no ha podido enmendarse un siglo después.
Sin embargo, Petronila Angélica Gómez y Abigaíl Mejía, dos Mujeres del 16, sabían lo que era la permanencia del ser, y de la rueda y el fuego que trae el destino, y advirtieron —para sí mismas— la arbitrariedad del signo del tiempo. Quizás podrían ser llamadas defensoras de los derechos de su pueblo. ¿Y de ellas, quiénes fueron sus defensores si continúan desconocidas por su pueblo, culturalmente marginalizadas?
Quizás nosotras ahora podamos ser sus defensoras, un siglo después, no obstante, cuando la discriminación positiva (la cuota) en la Historia se caracteriza por nombres que permanecen en el colectivo con lazos de favoritismo de origen de clase o político, mientras que otras no son buscadas ni siquiera para reorganizar el equilibrio de esa cuota positiva de discriminación en la Historia.
Ni vivas ni después de muertas, la Historia canónica promueve y justifica la igualdad que construyó el androcentrismo, porque es el mismo androcentrismo que hace inviable la igualdad de géneros. Derechos iguales no equivale a derechos a la diversidad y a la diferencia. Los derechos iguales son barreras diferenciales para el ejercicio de la diversidad y de la diferencia. Y de ahí parto para llamar la atención sobre la Historia que se escribe sobre asuntos mujeriles, la cual es una Historia estereotipada escrita desde el terreno, desde la idiosincrasia con que los historiadores tradicionales, conservadores y ortodoxos han etiquetado a las mujeres. Esta es la Historia que abunda, que pretende mostrarnos las acciones llevadas a cabo por ellas y por las otras, puesto que es una Historia que ha filtrado las informaciones convenientes, que trae la autoridad patriarcal; es esta la Historia que ha colocado las barreras para que los enmascaramientos continúen en torno a las acciones de las mujeres. Es la Historia añeja, escéptica a tener una posición de autenticidad de lo que presuntamente aconteció en el pasado, que enjuicia a su conveniencia, que elude responsabilidad con la confrontación dialéctica entre lo que cuenta, cuentan, contamos o conté. Es la Historia que debemos combatir para evitar que siga el genocidio de la conciencia de la mujer, porque no es posible continuar entre los dos polos que trae la contradicción de la «libertad de» versus la «libertad para».
Enjuiciar el pasado, si es «enjuiciable» el pasado, es enjuiciar la esfera del tiempo; no atribuir los principios del relativismo, salvaguardarlo del olvido y de la acriticidad; negarlo en cuanto que no es cosa, ni una cosa, sino un ser viviente. La historia personal se hace con voluntad, se planta como un árbol a la espera de sus frutos; la historia colectiva no pertenece solo a la naturaleza humana, se identifica con ella, se convierte precisamente en un legado de esa naturaleza, se desarrolla entre contextos que responden a las necesidades del ahora; ese ahora que los grupos primitivos descubrieron entre el fuego y la piedra, la raya volátil que se levanta de extremo a extremo cuando no hay hechos extras que contar, porque el colectivo ya ha levantado a su dios Mitos.
Hemos vivido un siglo argumentando sobre la historia de las mujeres, las del 44, las del 65, pero no de las del 16; siguiendo los rasgos que de ellas han trazado otros; pero pocas veces las hemos colocado como sujeto individual, y solo las asumimos como una metáfora de agregación de valores para los otros, ilustradas sus vidas por los planes y deseos de otros. No hemos tenido, ni siquiera históricamente, el derecho al soberanismo de las ideas, porque nuestros aparentes derechos reales, en la práctica, son una fórmula jurídica de derechos prelegales. Ahora es necesario, en el 24, asumir una dimensión cultural diferente, contrapuesta al olvido, pero que, a la vez, venga esencialmente del pasado, porque el negar nuestra identidad vinculada al pasado de las otras, de ellas, es una desventajosa fórmula desde la cual, ontológicamente, no habrá reconciliaciones con las diferencias que traen las distintas epistemologías en torno a las cuales se crean los sustratos para reivindicar el pasado que nos pertenece de las Mujeres del 16.
Lo que quiero es que, en el presente, las reintegremos a la historia, «olvidándonos» si es posible de la diosa Clío; que les restituyamos su voz, su mirada, su garganta y su útero. Ese trozo de la historia de ellas, las del 16, que no figura en los libros de texto avalados por el sistema, sigue como un enigma porque no tienen signos, «quizás» suficientes, según ellos. Los invito a integrarse a esta tarea.