Revista GLOBAL

Ocupación estadounidense: campesinado y mundo rural

por Pedro L. San Miguel
100 visualizaciones

Incisivo, pormenorizado, escrutador ensayo sobre las repercusiones en la vida rural dominicana de la intervención norteamericana de 1916. Un examen que aporta evaluaciones pocas veces asumidas por la historiografía nacional. Este brillante historiador de Puerto Rico, especializado en historia dominicana desde el ámbito de nuestra ruralía, oferta un texto de hondas dimensiones en el que describe la labor del campesinado dominicano en los planes viales establecidos por Estados Unidos durante el proceso de ocupación.

La ocupación de la República Dominicana por los Estados Unidos durante 1916-1924 ha sido analizada desde diversos ángulos. Se han escrutado los factores que propiciaron la intervención, como los crecientes lazos económicos entre ambas naciones. Se han examinado, asimismo, las repercusiones de la ocupación en la política y las actividades económicas. Otros asuntos han recibido menos atención debido a la preeminencia de los temas políticos y económicos en la historiografía dominicana. Hay, por ejemplo, escasas pesquisas acerca de las reverberaciones sociales y culturales de la ocupación y de sus secuelas a largo plazo. Estas carencias generan una visión parcial —y hasta distorsionada— sobre esa coyuntura histórica. 

Amerita indagar, por ejemplo, cómo la ocupación repercutió en el mundo rural ya que, en la segunda década del siglo XX, la República Dominicana era un país eminentemente agrario y su población era abrumadoramente campesina. Además, el mundo rural tenía peculiaridades cuyos sustratos eran de larga data, en lo referente al uso del suelo, a sus actividades productivas y a su régimen de tierras. Varios de esos rasgos provenían de que la economía azucarera de plantación, que descolló en otras islas antillanas, tuvo menor impronta en la República Dominicana. Tras un florecimiento en la temprana época colonial, las plantaciones azucareras esclavistas languidecieron en Santo Domingo. A diferencia de Cuba y Puerto Rico, que conocieron ciclos azucareros posteriormente, no fue sino hasta el último tercio de la centuria decimonónica cuando en Santo Domingo ocurrió un nuevo auge del azúcar. Dado que fue una eclosión tardía, esto implicó que no estuvo sustentada en la esclavitud; se nutrió de mano de obra libre, ya nacional, ya migrante.

En lo concerniente al mundo agrario, el régimen militar de 1916-1924 tuvo repercusiones significativas. Las investigaciones se han concentrado en el azúcar, especialmente en la región oriental, donde hubo una gran acumulación de tierras. Esa reestructuración de la propiedad se inició previo a la invasión y conllevó irregularidades y atropellos. Pero también se sustentó en redefiniciones legales que contribuyeron a solidificar el nuevo régimen agrario que propició las actividades económicas latifundistas. 

Tradicionalmente, se ha vinculado la expansión del latifundismo foráneo y la desposesión de los antiguos propietarios de tierra con determinados procesos sociales, sobre todo con los grupos armados que emergieron en esos años. Conocidos popularmente como gavilleros, esos movimientos no eran nuevos en la República Dominicana. A partir de 1917 alcanzaron algidez en el Este, alegadamente como derivado de la acumulación de tierras y los atropellos que se cometieron, así como de factores étnico-raciales y nacionales atizados por la presencia estadounidense. No obstante, esos movimientos también se han vinculado con la alteración de las estructuras de poder regionales, en las que los caudillos rurales desempeñaban papeles decisivos. 

Así, el gavillerismo fue un movimiento heterogéneo que tuvo como trasfondo la transformación económica y social que vivió la región oriental de la República Dominicana durante las primeras décadas de la centuria; mas no se puede conceptuar propiamente como un movimiento campesino, como se ha pretendido. En él participaron sectores rurales diversos, incluso bandidos; en sus operaciones, los gavilleros atacaron propiedades de las centrales azucareras, pero también cometieron actos de violencia contra la población local. Debido a esa heterogeneidad, es factible afirmar que el gavillerismo en el Este respondió ante todo al trastoque de los patrones económico-sociales y políticos tradicionales, modificaciones que tenían entre sus objetivos centrales el control de las masas y los poderes rurales con el fin de encuadrarlos en una lógica económica y política moderna. Y tales esquemas modernizadores suelen resultar destructivos o disruptivos en las sociedades agrarias tradicionales, induciendo movimientos de oposición, pacíficos o violentos.

Los gavilleros del Este no constituyeron el único movimiento armado rural que enfrentaron los estadounidenses durante la ocupación de la República Dominicana. Sus primeros desafíos ocurrieron en 1916, cuando las tropas invasoras fueron hostilizadas en la Línea Noroeste mientras marchaban a Santiago. En Guayacanes, un contingente armado —mayormente de campesinos y trabajadores agrícolas de la zona— emboscó a una tropa yanqui. Se trató de una cuadrilla pobremente armada, movida por factores diversos en los que se entrecruzaban criterios patrióticos y sociales —como la defensa de los estilos de vida rurales y de la propiedad campesina, la que podía fungir como metonimia de la patria— con motivaciones personales, incluyendo aspiraciones de ascenso social. El instigador de esa movilización fue un caudillo local, quien condujo a sus adeptos a atacar a los gringos. Mas su intento de detenerlos fracasó y dicha gesta tuvo escasa trascendencia.

De mayor resonancia fue el olivorismo que emergió en San Juan de la Maguana, culto rural análogo a movimientos que emergieron en diversas localidades de América Latina entre fines del siglo XIX e inicios del XX debido a los trastoques generados por los procesos modernizadores. El cabecilla de ese movimiento fue Olivorio Mateo, un trabajador agrícola propenso al esoterismo y la taumaturgia que formó una comunidad con cientos de adeptos. Esto provocó que, previo a la ocupación estadounidense, la comuna olivorista inquietase a los grupos de poder de La Maguana. Se imputó a los olivoristas «actos barbáricos» y libertinaje sexual, y se alegó que su comunidad era refugio de forajidos. A esto contribuyó que el auge del olivorismo coincidiese con la pretensión del Estado dominicano de lograr un mayor control del territorio nacional, dominio particularmente frágil en la zona fronteriza. Esa aspiración se acentuó a partir de 1907, cuando Estados Unidos asumió la administración de las aduanas de la República Dominicana, por lo cual resultaba crucial fiscalizar el tráfico con Haití, lo que conllevaba refrenar el contrabando, que era una de las actividades de los olivoristas.

Por diversas razones, el olivorismo constituía, quizá no una amenaza, pero sí un desafío a los proyectos de modernización, de centralización del poder político, y de ordenamiento y control social, tanto en el ámbito local como en el nacional. La comuna olivorista constituía un orden alterno, una suerte de «mundo invertido» en el que imperaban otro tipo de sistema social y otras prácticas culturales y religiosas; dado que contó con un liderato propio y hasta con una milicia, se puede alegar que componía otra estructura de poder. Asimismo, entre los olivoristas prevalecía el trabajo y el disfrute comunitario de los bienes, así como la posesión colectiva de la tierra; y esto contradecía la creciente comercialización de la propiedad agraria y de la fuerza de trabajo, procesos promovidos por las élites económicas locales. Olivorio y sus prosélitos, asimismo, transgredían las tradicionales formas de poder político, afincadas en el caudillismo, ya que el «dios campesino» había ganado apoyo entre los sectores populares, sobre todo de los habitantes del campo. Representaba un desafío ya que su popularidad repercutió más allá de La Maguana.

No debe extrañar que las relaciones entre los olivoristas y los poderes externos se crispasen; el parteaguas fue la ocupación estadounidense, cuando arreció la hostilidad contra ellos. Medidas generales aplicadas por los gringos, como el desarme de la población, fueron resistidas por los adictos a Olivorio; resintieron, igualmente, las trabas a su tráfico comercial con Haití y al trasiego de personas entre los dos países de La Española. A esto abonó el hecho de que los olivoristas sostuvieran relaciones con los cacos que se alzaron en Haití contra los estadounidenses, que ocuparon el país vecino en 1915. Asimismo, seguramente los olivoristas repudiaron la Ley de Caminos de 1907, de escaso éxito hasta que los yanquis la activaron a partir de 1916. Por demás, los ocupantes contaron con la connivencia de las élites regionales, con quienes compartían las miras modernizadoras. En esto coincidían los invasores y las élites, impulsoras estas de la economía comercial y del fortalecimiento del Estado, por lo que se asediaban las formas alternas del orden material y social y de la vida política. A nutrir esta repulsa coadyuvaron la composición étnico-social de los olivoristas —mayormente campesinos afrodescendientes— y sus híbridas prácticas culturales y religiosas, impregnadas por el animismo, el vudú y el catolicismo propio de los sectores populares. Para los ocupantes y las élites de La Maguana, su disputa con los olivoristas encarnaba la pugna de la civilización contra la barbarie. 

En tal contexto, los invasores arremetieron contra los olivoristas; como guía en el territorio, contaron con un agrimensor, miembro de una poderosa familia local. Arrasado su asentamiento, Olivorio y unos cuantos de sus acólitos se refugiaron en un lugar agreste y aislado; aun así, periódicamente se enviaban partidas contra ellos. Una de esas cuadrillas finalmente abatió al «dios campesino», masacrando a una veintena de sus fieles, incluyendo mujeres y niños. No obstante, en la región pervivieron sedimentos del olivorismo, perseguido igualmente durante la satrapía de Rafael L. Trujillo. Formó parte dicho acoso de las herencias del régimen militar establecido en suelo dominicano entre 1916 y 1924. 

Pese a ejemplificar las secuelas de la invasión estadounidense sobre el mundo rural, tanto el gavillerismo como el olivorismo fueron fenómenos regionales, que comprendieron sectores rurales restringidos. Mucho más significativas fueron aquellas medidas de los invasores que incidieron sobre recursos como la tierra y el trabajo, por lo que afectaron a una proporción mucho mayor de la población rural, repercutiendo sobre su vida material; a la postre, ello reverberó sobre el conjunto de la sociedad dominicana. 

Durante la Ocupación Militar, la Ley de Caminos (1907) y sus enmiendas luego de 1916, la Ley de Impuesto Territorial (1919) y la Ley de Registro de la Propiedad Territorial (1920) constituyeron la punta de lanza de las incursiones del poder central en el mundo rural. Tales medidas constituyeron parte de un entramado que, desde fines de la centuria decimonónica, tuvo como designio acrecentar el control sobre los sectores rurales y, concomitantemente, delimitar y regular su acceso a recursos como la tierra, los bosques y las aguas. Junto a ello, también se intentó restringir o coartar la participación de los campesinos en las asonadas armadas que periódicamente afligían al país. Debido tanto a sus objetivos económicos y sociales como políticos, esto entrañó una mayor injerencia del Estado en el mundo agrario y en la vida de los sectores rurales. En tal sentido, el periodo de la Ocupación resultó decisivo ya que durante el siglo XIX el campesinado dominicano disfrutó de un margen de autonomía más amplio que el de otros sectores rurales del Caribe, sometidos estos a restricciones de movilidad, a exacciones económicas y a regulaciones o a condiciones económicas que constreñían su acceso a los recursos productivos. Que así ocurriera en la República Dominicana fue resultado de factores como la baja densidad demográfica y la relativa abundancia de tierras, la oposición de los campesinos a las injerencias oficiales, y hasta la relativa debilidad y las incapacidades del Estado, que restringían su capacidad para regular la vida y las actividades de los sectores rurales.

Todavía a principios del siglo XX operaban estos factores, si bien desde fines de la centuria previa se sentían indicios de cambio. Entonces, por ejemplo, se promovió la demarcación de los terrenos comuneros, estructura agraria de origen colonial vigente en amplias regiones de la República Dominicana. Con esto, se aspiraba a instaurar un régimen agrario moderno, de plena propiedad de la tierra, lo que —se esperaba— fomentaría las actividades agropecuarias y la productividad. Se concebía, por ende, como parte de la modernización de la economía dominicana. Para lograrlo, era crucial, además, mejorar el sistema de transportación interno, lastrado por la incuria y el primitivismo de siglos. Habitualmente, lo inadecuado de los caminos, de tierra la mayoría y no aptos para el paso de carretas, menoscababa el trasiego comercial y humano; el comercio interregional —por ejemplo, entre Santo Domingo y el Cibao— padecía de forma aguda tales deficiencias. 

La Ley de Caminos pretendió solventar este obstáculo al desarrollo del país; estableció un sistema de trabajo obligatorio según el cual cada hombre entre 18 y 60 años de edad debía laborar cuatro días al año en la construcción y el mantenimiento de las vías de transporte. Quienes así laboraban —denominados «prestatarios»— podían eximirse de trabajar pagando un peso al año, cantidad duplicada por los yanquis en 1918. Por lógica demográfica y económica, la ley recayó sobre las masas rurales; no obstante, ya por renuencia de los concernidos o por incapacidad de las autoridades, dicha medida tuvo originalmente magros resultados. Poco trajín se obtenía de los campesinos, muchos de los cuales tampoco pagaban lo dispuesto por la ley.

Tal fue el panorama que encontraron los invasores en 1916, quienes se dispusieron a ejecutar lo estipulado por la Ley de Caminos y, con ello, a mejorar la infraestructura de las comunicaciones. Con este propósito concordaron usualmente con las élites locales, empeñadas también en extender y mejorar la red vial. A partir de entonces, la aplicación de la ley se volvió más estricta, lo que intensificó las presiones sobre los sectores campesinos, tanto para que cumplieran como «prestatarios» como para que pagaran las cuotas correspondientes en caso de eximirse del trabajo requerido. Todo esto recayó con especial dureza sobre los campesinos más pobres, para quienes cuatro días de trabajo o dos pesos al año no eran poca cosa. A esto se añadía que quienes contravenían la ley podían ser condenados a prisión y a pagar multas. Pese a tales penalidades, la oposición al trabajo prestatario fue significativa; era usual que las aportaciones laborales o monetarias procedentes de la ley estuviesen alejadas de las cifras previstas por las autoridades. 

Varios factores contribuyeron a generar el rechazo a esa legislación. Por un lado, ese sistema estatal de trabajo compulsorio resultaba novedoso en el ámbito dominicano, pese a que era habitual que los campesinos sufriesen levas militares y exacciones de diverso tipo. Pero esas exigencias eran irregulares, así que el trabajo «prestatario», que era sistemático, introdujo elementos inéditos, novedad que en sí misma generó resentimiento entre los sectores rurales, habituados a la autonomía del conuco y del trabajo autónomo, sin apremios externos. En segundo lugar, las derivaciones concretas de la aplicación de la ley también irritaban a los «prestatarios», quienes, entre otras cosas, podían ser compelidos a laborar en lugares distantes, lo que implicaba destinar más tiempo a sus traslados. Un elemento de contención adicional derivaba de las prioridades respectivas de las autoridades y de los «prestatarios». Forzados a trabajar, estos últimos preferían hacerlo en las cercanías de sus hogares y conucos, tanto porque así invertían menos en sus desplazamientos como porque mantener los caminos aledaños los beneficiaba en sus travesías personales y en el traslado de sus productos a los mercados. Mientras, las autoridades tenían como prioridad la construcción y el mantenimiento de las vías principales del país, como la que conectaba la capital y Santiago. Así que la determinación de los lugares donde se asignaba a los «prestatarios» fue motivo de disputas. Lo fueron, igualmente, las fechas pautadas para cumplir con las «prestaciones», que podían confligir con las labores agrícolas, ya con la preparación de los terrenos para su cultivo, con la época de siembra o cosecha, o con las faenas de apresto de los productos para su acarreo y venta. Otra fuente de disgusto era la exigua cantidad de dinero asignada para la alimentación de los «prestatarios» mientras laboraban, insuficiente para satisfacer adecuadamente sus necesidades. 

Los registros a que eran sometidos para constatar que cumplían con la disposición legal eran, también, motivo de incomodidad y de «piques» a granel. Tales inspecciones, además, se prestaban a extorsiones y abusos por parte de los encargados —civiles o militares— de implementar la ley y de supervisar el trabajo «prestatario». Por tales motivos, muchos campesinos percibían el trabajo compulsorio —con todo lo que traía aparejado— y los pagos de exoneración como injustos, como formas de coacción y exacción, como dispositivos de un sistema económico y de poder que transgredía su sentido de una «economía moral», de lo que conceptuaban razonable y legítimo. No pocos campesinos debieron percibir que dicho régimen atentaba contra sus escasos recursos ya que consumían su fuerza laboral y su tiempo. A esto se sumaban sus rasgos injuriosos, lo que provocó que muchos campesinos se sintiesen vejados y denigrados, zaheridos como humanos, trabajadores o dominicanos, como miembros de un sector social subalterno o de una comunidad nacional determinada. Y esto nutrió su percepción de que padecían una «afrenta moral».

Factores ajenos a la ley o a las condiciones de trabajo en sí podían incrementar las tensiones entre las autoridades y los campesinos. Por ejemplo, a principios de la década de 1920 el Cibao sufrió una aguda sequía, aunada a un descenso de los precios de sus productos de exportación, sobre todo del tabaco, lo que desencadenó una severa crisis económica. En condiciones como esa, requerir cuatro días de trabajo o el pago del impuesto de exención implicaba recrudecer la crisis de subsistencia que enfrentaban los campesinos y los trabajadores agrícolas. De hecho, en ese contexto, el Gobierno militar se vio compelido a reducir el «impuesto de caminos» a un peso, si bien lo hizo en 1923, años después de iniciarse la crisis. Entonces se efectuó una modificación significativa a la ley ya que se eliminó el trabajo compulsorio; solo se mantuvo el impuesto monetario. En principio, esto resultó favorable a los campesinos, aunque no necesariamente a los más pobres, muchos de los cuales no podían pagar: por carecer de recursos monetarios para cubrir esa aparentemente irrisoria cantidad, preferían trabajar. Así sucedía en esos años, cuando la oferta de empleo era extremadamente restringida y los salarios habían mermado.

Fuesen las que fuesen las razones para oponerse al trabajo obligatorio —régimen de corvée común en las sociedades de «antiguo régimen», practicado también en América Latina incluso luego de la independencia—, el malestar contra él generó una amplia resistencia entre los sectores subalternos de las áreas rurales. Esto coadyuvó a que el Gobierno militar modificara la Ley de Caminos en 1923: se eliminó el trabajo compulsorio y la tasa de exención se fijó en un peso, con lo que se convirtió solamente en un impuesto monetario. Tal reforma brindó mayor capacidad a las autoridades para disponer qué trabajos debían efectuarse de manera prioritaria, primacía otorgada a las vías que consideraban esenciales, nacionales o regionales. Como secuela, se relegaron los caminos rurales y vecinales, muchos de los cuales sufrieron grave deterioro. Y, por supuesto, no desaparecieron los conflictos en torno a la aplicación de la ley. A veces, los vecinos de un paraje se resistían a pagar el impuesto aduciendo que habían laborado en algún camino local, alegato rechazado por las autoridades ya que —afirmaban— la ley había suprimido esa opción como forma de cumplirla. Mas tratándose de un hecho consumado y enfrentados a la obstinación de los lugareños, los oficiales gubernamentales se veían compelidos, con frecuencia, a aceptar tales alegatos. 

Pese a sus fluctuaciones, durante la ocupación estadounidense la Ley de Caminos, de limitada efectividad hasta 1916, adquirió una contundencia de la que había carecido desde su aprobación en el año 1907. La misma repercutió en la vida de las masas campesinas de la República Dominicana de varias formas. Por un lado, incidió directamente mediante el trabajo compulsorio que, a su vez, tuvo diversas implicaciones sobre las actividades de los hombres del campo, sujetos a traslados, exacciones monetarias, faenas y agendas laborales prescritos por entidades y funcionarios ajenos a su entorno habitual. Constituyó ese régimen una manifestación de fuerzas económicas, sociales y políticas que representaban formas particulares de la modernidad. Fue, ante todo, expresión de una entidad, el Estado, que durante largo tiempo había tenido una incidencia muy restringida en la vida.

A remarcar la presencia del poder estatal coadyuvaron las medidas impulsadas en los años de la Ocupación referentes al mundo agrario, que todavía a principios de la centuria mantenía muchos de los atributos adquiridos durante la época colonial y el siglo XIX. Mas tales medidas no se dieron en un vacío: ya desde fines de esa centuria se había promovido la modificación del régimen de tierras. Se persiguió, entre otras cosas, terminar con los terrenos comuneros, prevalecientes en una proporción significativa del territorio nacional. De manera análoga a otros rasgos del mundo rural, se aducía que las tierras comuneras —uno de los tantos legados coloniales— obstruían el progreso porque no garantizaban la plena propiedad sobre la tierra, atascando su íntegro aprovechamiento económico y, por tanto, restringiendo su capacidad productiva. Por demás, hubo quien considerase que el acceso a la tierra por los sectores campesinos constituía otro lastre al adelanto económico de la nación. Por carecer de medios económicos, de «luces» y de disposición para modificar sus arcaicas e ineficientes rutinas de siembra, cosecha y manejo de los frutos cultivados, por encarnar, en fin, «la barbarie dentro de la civilización», los campesinos eran una rémora que había que ceñir o hasta que erradicar. Y esto requería controlarlos, morigerarlos y transformarlos, tareas en las cuales el Estado debía resultar protagónico. 

Para ello, resultaba imprescindible reestructurar el sistema agrario y redefinir las relaciones entre las grandes masas del país y su acceso, posesión y uso de la tierra. En dicho sentido, se ha alegado que el régimen estadounidense desempeñó un papel determinante, por ejemplo, mediante la Ley de Registro de la Propiedad Territorial, que creó el Tribunal de Tierras. Tradicionalmente, se ha adjudicado a esta entidad un papel crucial en la reconfiguración del régimen agrario, contribuyendo a la desposesión masiva del campesinado y, concomitantemente, a la entronización de los grandes latifundios, sobre todo de los foráneos. No obstante, esa categórica visión es recusada por las escasas indagaciones históricas que abordan esta temática, de forma prominente las de Julie Franks y Humberto García Muñiz sobre la región oriental de la República Dominicana, así como mi propia indagación acerca del Cibao, centrada en la provincia de Santiago. En el caso del Este, la formación de los latifundios azucareros antecedió la fundación del Tribunal de Tierras; y en el Cibao, su cuantiosa población campesina, con acceso a la tierra y con arraigo en la economía comercial, constituyó un escollo al surgimiento de grandes latifundios, como ocurrió en otras regiones del país. Nada de esto impidió que el Tribunal de Tierras validara reclamos y documentos falsos —sobre todo de terrenos comuneros, cuyos títulos se prestaban a argucias y fraudes— o que condonara iniquidades, despojos y entuertos. Pero hasta que nuevas investigaciones ofrezcan otro panorama, lo que emerge ahora es que esa entidad se circunscribió, en esencia, a ratificar un orden agrario ya vigente, el cual podía divergir de región en región: en el Este, refrendó un sistema latifundista; en el Cibao, uno en el cual imperaban la pequeña y la mediana propiedad. Queda pendiente que pesquisas futuras —necesarias, sin duda— confirmen, maticen o recusen estos hallazgos, derivados de unas pocas investigaciones que, sin embargo, no cabe juzgar como infundadas o insustanciales. 

Lo anterior no implica, por supuesto, que la Ocupación careciese de repercusiones en el mundo rural. Ya se ha visto sus implicaciones en la Ley de Caminos; se manifestó también mediante la Ley de Impuesto Territorial, que acentuó el papel del «Estado como reclamante» ( James Scott dixit). A diferencia de la Ley de Caminos, que antecedió a la invasión, ese segundo estatuto fue producto del Gobierno militar. Formó parte de los intentos por fortalecer al Estado dominicano, lo que requería de una reestructuración de sus finanzas y del sistema tributario, dependientes hasta entonces del comercio exterior. En búsqueda de alternativas, se gravó la propiedad de la tierra con miras a incrementar las rentas internas; asimismo, se eliminaron diversos gravámenes provinciales y municipales, usuales entonces en el país. En ciertos sentidos, tales medidas eran modernizadoras tanto desde perspectivas fiscales como económicas. Al eliminar las gabelas locales, se potenciaba el mercado interior —típico rasgo de la modernidad, impulsado por ello por sectores ideológicos divergentes—, mientras que el aumento de las rentas internas propendía a estabilizar los ingresos gubernamentales y, por tanto, a fortalecer el Estado. No obstante, tales medidas chocaron con las tradicionales configuraciones regionales: por un lado, debilitaban a las élites locales y sus bases de poder —los Ayuntamientos, por ejemplo—, y, por el otro, alteraban las formas de tributación consagradas por la costumbre, a las que estaban habituados los habitantes del campo y de la ciudad. Y es que, en efecto, la alteración de los sistemas tributarios — especialmente en sociedades tradicionales de base agraria— suele generar tensiones y conflictos de diversa índole. 

Para colmo, los cambios efectuados durante la ocupación estadounidense no contemplaron las peculiaridades de la economía y la sociedad dominicanas. El nuevo sistema arancelario residía en el pago de un porcentaje fijo del valor de las propiedades acorde con su tamaño: 0.5% de su valor a las fincas de hasta 2,000 tareas de extensión, 1% a las de 2,001 a 10,000 tareas, y las que superaban esta última cantidad pagaban el 2% de su valor. A esto se sumaba el 0.25% del valor de las mejoras permanentes. Finalmente, los terrenos comuneros —abundantes en esos años— pagarían cinco centavos «por cada peso de acción», tasa que resultaba problemática debido a la imprecisión de los «pesos de acción» tanto en lo referente a su valor monetario como a la cantidad de tierras que comprendían, que variaba de un terreno comunero a otro. A esto se añade que, aunque esas tasas contributivas puedan lucir como modestas, para amplios sectores campesinos resultaban injustas, arbitrarias o insostenibles; así las percibieron hasta propietarios agrícolas acomodados. El impuesto territorial, para empezar, vulneraba las estrategias de supervivencia de los campesinos ya que constituía una tasa fija del valor de las propiedades, que debía ser cumplido tanto en años «buenos», de frutos abundantes o precios altos, como en años «malos», de magras cosechas o precios bajos. Si mermaban las cosechas o los precios de los productos agrícolas, se debía pagar la misma cantidad de dinero, calculada en base al valor de la propiedad, no al ingreso efectivo obtenido en el año.

Vale señalar que los ingresos de los campesinos provenían esencialmente del expendio de sus cosechas, de jornales devengados por trabajos eventuales y, ocasionalmente, de la venta de bienes por ellos elaborados: canastas, sogas, herramientas de trabajo, maderas y leña, artefactos caseros, etcétera. Y esto implica que, en «años malos», los campesinos y los agricultores en general debían pagar una proporción mayor, no menor, de unos ingresos disminuidos, ya por la contracción de los precios de los productos agrícolas, ya debido al estrago de las cosechas. Es decir, en épocas críticas, cuando descendían los recursos económicos de los campesinos, el Estado captaba una mayor proporción de sus mermados ingresos. Este nuevo sistema contributivo representó una divergencia con el existente previamente, que dependía de los impuestos a las mercancías, lo que, por supuesto, también golpeaba a los campesinos en época de crisis. No obstante, en tales circunstancias, recurrían los campesinos a una añeja táctica de supervivencia: restringían dramáticamente su consumo de bienes adquiridos en el mercado. Así reducían el dinero erogado en contribuciones; esto no era tan factible en el nuevo sistema, que exigía el pago de una cuota fija, independientemente del signo —positivo o negativo— de la coyuntura económica. 

Este esquema tributario se sumó a aquellas medidas —como las que impulsaron el deslinde de los terrenos comuneros, la privatización de las tierras y el trabajo «prestatario»— que, en conjunto, asediaron los recursos de las familias rurales. En ese contexto, encabezado por los ocupantes, el Estado asedió con mayor energía y eficacia su trabajo, sus tierras y sus ingresos. Pero, más allá de las repercusiones económicas de tales medidas, habría que ponderar las ansiedades y las incertidumbres que generaron, sobre todo entre las masas campesinas, atenazadas por innovaciones que muchos labriegos debieron percibir como virtuales amenazas. No debe, pues, extrañar que el impuesto territorial fuera impugnado masivamente. Fueron numerosos los propietarios —pequeños, medianos y grandes— que se negaron a pagarlo. Asumiendo una tónica nacionalista, se llegó a alegar que ese impuesto era un atentado contra el pueblo dominicano; además, se condenó su cobro forzado, que incluía el embargo de las propiedades. Todo esto condujo a que se requiriese del Gobierno militar que se reformase la ley o, incluso, que se suprimiese el impuesto. Inicialmente, estas peticiones fueron desatendidas. Para aplacar los reclamos, se decretó que los ingresos del impuesto territorial se asignarían a los Ayuntamientos y que serían dedicados a la educación pública. Con todo, no se solventó del todo el impago del gravamen por parte de los propietarios de tierra, golpeados por la situación económica.



Querría aprovechar las siguientes líneas para ofrecer algunas consideraciones en torno a lo referido en estas páginas. Considero pertinente efectuar una reflexión digamos que historiográfica sobre la ocupación estadounidense de 1916-1924. Comienzo señalando que, desde mi perspectiva, la tendencia predominante ha residido en concebir la misma como un hiato, un quiebre, en el de venir histórico de la República Dominicana. Esta visión brota de la perspectiva nacionalista que permea la historiografía dominicana, razón por la cual se enfatizan los temas políticos. Y este tipo de relato, forzosamente, privilegia —usualmente de manera exclusiva— los encadenamientos de «lo nacional» y, consecuentemente, el rechazo o condena de manera taxativa a aquello que, alegadamente, atenta contra ello. Esta perspectiva, por otro lado, tiende a estar permeada por una visión unidimensional de la nación y «lo nacional», razón por la cual los procesos históricos son encuadrados en plantillas conceptuales y retóricas que ocultan, desfiguran o difuminan aquellos elementos que problematizan ese imaginario. Desde tal óptica, es totalmente comprensible que se conciba la intervención estadounidense como una ruptura, un quiebre, incluso como un incordio, ajeno totalmente a los procesos que han conformado a la República Dominicana como entidad política y cultural, como ente histórico.



No obstante, esta visión —creo— desestima determinados estratos y registros de la realidad histórica. Considero, sobre todo, que varias de las principales medidas de los ocupantes no constituyeron rupturas con procesos previos, sino continuidades, acentuadas, quizás, respecto de los patrones anteriores, pero no necesariamente fracturas. Vale recalcar que el trabajo compulsorio en los caminos había sido decretado previamente, en 1907, por el Gobierno dominicano; que el Estado careciera, entonces, de capacidad y autoridad para imponerlo ya es otra cosa. Por eso, cuando los estadounidenses lo resucitaron, implantándolo enérgicamente a partir de 1916, las élites regionales tendieron a acogerlo, colaborando con los yanquis en su aplicación. Hay en ese proceder, creo, un ejemplo de cómo «lo nacional» no operó de manera uniforme; esas élites dominicanas aceptaron que los invasores coaccionaran a los trabajadores y los campesinos, dominicanos también, a laborar de manera forzada. Algo análogo puede decirse sobre aquellas medidas referentes a las tierras: deben pensarse como parte de procesos que se remontaban a las décadas finales del siglo XIX, que propendían a la modificación del régimen agrario, y que fueron favorecidas por sectores sociales e intelectuales que clamaban por la modernización de las estructuras económicas del país. El sustrato de tal transformación fue la creciente comercialización de la tierra, fenómeno que avanzó desigualmente en el territorio nacional y que tuvo —como demuestran los casos contrastantes del Este y del Cibao— variaciones considerables, que implicaron diferencias significativas para las grandes masas rurales en términos de su acceso a los recursos económicos y de sus posibilidades de supervivencia. Mas esto no debe ocultar que en unos casos y otros había trasfondos semejantes, procesos generales que matizaban al conjunto de la sociedad, si bien —insisto— sus consecuencias concretas dependieron en gran medida de las condiciones particulares de cada región.

Otro aspecto a ponderar es la creciente centralización del poder y el consecuente fortalecimiento del Estado, uno de los signos principales de la dictadura de Ulises Heureaux. En ese ámbito, también, la ocupación estadounidense representó una continuidad con procesos precedentes y que, además, se prolongaron luego de la salida de los yanquis de la República Dominicana, como patentiza sobre todo la dictadura de Trujillo. Durante ese régimen, se extendió y amplió el uso de la mano de obra de los campesinos en las obras públicas, se fortaleció la trasformación del régimen agrario —tanto en lo que respecta a la propiedad y la distribución de la tierra como a la producción—, y se consolidó y amplió el papel del «Estado como reclamante», que se manifestó con firmeza mediante políticas fiscales y contributivas.

Estos someros apuntes me llevan a insistir en la necesidad de efectuar estudios que evidencien las variaciones regionales. El olivorismo, por ejemplo, resulta llamativo ya que, por un lado, parece una versión tardía de esos «campesinos arcaicos» que ha rastreado Raymundo González durante los siglos coloniales. Mas, pese a su «arcaísmo», el olivorismo tuvo reverberaciones en décadas posteriores a sus momentos originarios, en las primicias del siglo XX. A mí esto me sugiere que en La Maguana, el Cibao y el Este los «tiempos históricos» no fueron homogéneos, que sus temporalidades fueron divergentes, heterogéneas: no marcharon en sintonía, siguiendo un exclusivo «tempo nacional». Y esto es una cuestión fascinante, cuya dilucidación requeriría de múltiples y rigurosas investigaciones históricas, efectuadas desde paradigmas que trasciendan las habituales narraciones sobre el pasado dominicano.


Deja un Comentario

* Al utilizar este formulario usted acepta el almacenamiento y manejo de sus datos por parte de este sitio web.

Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?
-
00:00
00:00
Update Required Flash plugin
-
00:00
00:00

Global es una publicación de la Fundación Global Democracia y Desarrollo y su Editorial Funglode. Es una revista bimestral de naturaleza multidisciplinaria, que canaliza las reflexiones sociales y culturales, acorde con el pensamiento y la realidad actual, elevando de este modo la calidad del debate.

© 2023 Revista GLOBAL. Todos los derechos reservados. FUNGLODE.