Pedro Henríquez Ureña es el intelectual dominicano más conocido del siglo xx. Su obra ha influido a generaciones de escritores y ensayistas en México, Argentina, Cuba y Estados Unidos. Aquí el autor sitúa su obra dentro del canon del ensayo cultural dominicano, comparando su acercamiento a los temas de raza e hispanidad con los de José Ramón López y Américo Lugo.
Deberíamos asombrarnos ante los hombres y las actitudes, ante los criterios y las cosas, prestar atención a la llamada que recibimos de todo cuanto nos rodea y de nosotros mismos […]» Estas palabras de Luis Brea Franco en «El asombro como actitud» no han dejado de marcar mi camino intelectual, desde la primera vez que leí, hace ya muchos años, ese ensayo iluminador. Armado con dicha actitud me acerqué a los pensadores dominicanos de los cuales vengo a hablar hoy. Pertenezco, por (de)formación profesional, a tres de las ramas más detestadas del quehacer intelectual: soy abogado, crítico literario y profesor universitario, por tanto, como se imaginarán, mis amigos son escasos. Hoy quiero abusar de la indulgencia de los pocos amigos aquí reunidos y del público presente para intentar una aproximación a la vasta obra de Pedro Henríquez Ureña a contraluz de uno de los géneros más discutidos (aunque podríamos argüir que el menos leído) de la producción intelectual dominicana: el ensayo cultural.
Los ensayos culturales comienzan a tener auge en América Latina al empezar los procesos de consolidación nacional luego de la independencia de España. Los más conocidos como Facundo, Nuestra América, Ariel, La raza cósmica, tienen un eminente carácter literario y sus autores, letrados en el sentido de Ángel Rama, hablaban desde una posición de autoridad prácticamente inmutable con el objetivo de señalar el mejor rumbo a las jóvenes repúblicas. La República Dominicana no es ajena a esta tendencia. Desde muy temprano tenemos una serie de intelectuales que, ocupando el lugar de «maestros de juventudes», se dedican a trazar pautas no solo para el buen gobierno sino para la «mejoría» de la raza y la nación. Desde Pedro Francisco Bonó a Manuel Arturo Peña Batlle, pasando por Américo Lugo y José Ramón López, la producción cultural está marcada por los intentos de definir qué es el pueblo dominicano, su composición étnica-racial, su alimentación, si es o no una nación y cuáles son los caminos para arribar al progreso. Y uso esta última imagen porque si hay algo que marca el ensayo cultural dominicano es el positivismo y su visión teleológica del progreso. Pedro Henríquez Ureña, desde sus inicios, estuvo marcado por esa faceta antillana del positivismo que es el hostosianismo y más adelante se convertiría en el principal propulsor del arielismo. Ya en La utopía de América apuntaba: «[…] en cada una de nuestras crisis de civilización, es el espíritu quien nos ha salvado […] el espíritu solo y no la fuerza militar o el poder económico» (Utopía 6). Para el humanista dominicano, el ideal de civilización era Europa y en su vertiente mediterránea; llama al Mediterráneo «nuestro mar antecesor». El afán de resaltar una supuesta continuidad entre América Latina y las culturas clásicas occidentales llevará a Henríquez Ureña a desembocar en la imagen de América como provincia romana.
Pero ¿cuál es el lugar de Pedro Henríquez Ureña dentro del ensayo cultural dominicano? Para responder a esta pregunta me parece importante hacer una especie de corte transversal en la producción cultural dominicana durante la vida de nuestro autor y ver dónde se hallan las posibles coincidencias y desviaciones. Al hablar de cualquier intelectual, vida y producción no pueden ir separadas. Henríquez Ureña pasó 42 de los 62 años de su vida fuera del país, y a partir de 1933 no volvería con vida a la isla añorada. El hecho cierto de la errancia nos permite afirmar que, para fines sociológicos, de ese plebiscito cotidiano que tanto les gusta invocar a los nacionalistas rancios de la República Dominicana, Henríquez Ureña puede ser calificado como extranjero. Pero él, tan conocedor de la etimología, no se extrañaría de que yo le asignase hoy los apelativos de nostálgico y diaspórico. Nostalgia, como nos recuerda Alberto Manguel en A Reading Diary, es una palabra inventada el 22 de junio de 1688 por Johannes Hofer para describir el dolor (algos) experimentado por los soldados suizos que no podían regresar a casa (nostos) (116). Pocos han expresado con tanta elocuencia ese dolor como Henríquez Ureña en una carta publicada en el periódico Patria dirigido por Américo Lugo, de fecha 12 de febrero de 1927, en la que afirmaba: «Si fuera posible hallar allí trabajo y pasto para mis actividades y hogar cómodo y seguro para mi familia, me iría […]» (489). Con estas pocas líneas expresa el filólogo el sentir de la diáspora, de aquella población que, a través de un espacio geográfico (dia) esparce su semilla y da frutos (sperein). Los frutos de la obra de Pedro Henríquez Ureña aún se sienten y se encuentran entre nosotros.
Errancia, nostalgia y diáspora van acompañadas de la comunicación constante con hermanos y familiares en la isla, con su preocupación por la vida cultural y su atención, desde la distancia y el vagar, a los acontecimientos políticos nacionales. A pesar de ello en su producción intelectual brillan, por lo escasas, las referencias a la literatura dominicana. En su vasta obra encontramos, entre otros, un ensayo sobre Enriquillo y un capítulo en Historia universal de la literatura (1941): «Literaturas de Santo Domingo y Puerto Rico»; cortos artículos dedicados a Gastón F. Deligne y José Joaquín Pérez, entre otros; también un análisis sobre la música popular dominicana en «Música popular de América», donde demostraba estar al tanto de las últimas producciones musicales de 1929, haciendo referencia al Álbum Musical de Julio Alberto Hernández (1927), y citando éxitos del momento como Casita quisqueyana de Esteban Peña Morell. En su corto ensayo «Gastón Fernando Deligne», publicado en 1908 a raíz de la aparición de Galaripsos, y reproducido en Horas de estudio (1910), define el mundo literario de Santo Domingo como «pequeñísimo» y «diminuto».
Hay dos aspectos de la producción de Henríquez Ureña que son siempre objeto de disputa y análisis: su apego a lo hispánico y sus opiniones sobre la presencia o no del elemento africano en la cultura dominicana. Aquí quiero analizar sucintamente y con ejemplos concretos algunos de esos puntos. La obra de nuestro destacado humanista ha sido vista por sus defensores y apologistas a partir de presencias y por sus detractores a partir de ausencias. Aquí yo voy a hablar de coincidencias y divergencias.
A principios del siglo xx, uno de nuestros pensadores más destacados era José Ramón López. Desde la publicación de La alimentación y las razas (1896) se había establecido como uno de los más conspicuos analistas de la realidad dominicana. En aquel libro, que todavía sigue sin discutirse a profundidad, López se lanza a explicar el porqué de la «degeneración» de los dominicanos. La primera oración del libro es antológica: «Desde que un pueblo comienza a contar entre sus virtudes la facultad de prescindir a menudo del alimento necesario, puede asegurarse que ha entrado en la decadencia». López comienza así una larga jeremiada que terminará oponiendo una vez más civilización y barbarie, ciudad y campo, y la presencia de este en aquella: «Alarma, al que piense en el porvenir de la nacionalidad, vivir una temporada en nuestros campos y presenciar las comidas de sus habitantes. Se pregunta uno lleno de dolor, qué será en lo venidero de esta raza de ayunadores, hundidos en las tinieblas de su miseria física y moral, aproximándose cada día a la animalidad.
Hay personas que nos dicen que este autor no es pesimista.
Pero aquí viene la primera coincidencia: tanto López como Henríquez Ureña usan el tropo de Grecia como origen y comienzo (aquí sigo a Edward Said en ese libro fascinante, Beginnings: Intention and Method). Si Henríquez Ureña hablaba de «mar antecesor», López va más allá y, en un gesto que repetirá en plan posmoderno Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite, enuncia:
«Grecia americana, enclavada como la europea en el mar Mediterráneo del Nuevo Mundo; en el centro de la civilización moderna, como aquella en el de los pueblos antiguos, el archipiélago antillano está destinado a acciones útiles, a figurar de manera preponderante en el desarrollo de América» (56).
¿Cómo se logrará esto? Adoptando, según López, la estrategia japonesa de 1868, una occidentalización radical que llevó a sustituir «los clásicos chinos por los europeos» (56). Este afán de occidentalización pasaba, evidentemente, por una reconfiguración racial y aquí arribamos a una de las divergencias.
Henríquez Ureña asume un concepto cultural de raza: «Lo que une y unifica a esta raza, no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad de idioma» [Raza y cultura (1934), 13]. Si bien es cierto que ve al español dominicano como libre de influencia africana, no hay en él ninguna apelación a superioridad de razas. Esta concepción de nuestra lengua se debe, según la destacada lingüista dominicana Ana Teresa Pérez-Leroux, a que: «La otra posibilidad, la de influencia e integración a través del contacto, la de un mestizaje lingüístico a la vez que humano, no pudo ser planteada dentro de su contexto [ideológico, el de phu]». López, por su lado, asumirá el concepto biológico y lo vinculará sin rodeos con la amenaza haitiana:
«Si la vida se abarata en la frontera y la ganancia se hace fácil, podremos oponer a todo peligro de invasión una trinchera tremenda e infranqueable de familias blancas, inteligentes, robustas y laboriosas que a poco costo se lograría establecer en la línea limítrofe. Sus hijos serían paisanos nuestros, fieles y leales, porque es natural que prefieran ser dominicanos a ser haitianos […] Calcúlese el valor que adquirirían las fronteras el día en que estuviesen densamente pobladas por una raza hermosa, fuerte, inteligente, laboriosa e intensamente dominicana» (87). El otro punto que me gustaría tocar brevemente es la hispanofilia de Henríquez Ureña. Ya es harto conocido el apego de nuestro pensador al idioma español y a España. También conocemos las diferentes visiones que sobre España se tenían en Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico a finales del siglo xix y principios del xx. La visión de Henríquez Ureña respecto de España está marcada por el arielismo, la guerra hispanoamericana de 1898 y la invasión norteamericana de 1916. En su último libro, proyecto inconcluso, cabe decirlo, Historia de la cultura en la América Latina, Henríquez Ureña, y aquí estoy haciendo un resumen que no le hace justicia a la complejidad del texto, solo asume la España cultural y pasa por encima de la España colonial y opresora de las culturas indígenas y negras.
Trivializa lo heterogéneo y hace tabla rasa de los conflictos. El sustrato indígena que el autor reclama en los primeros tres capítulos causa problemas al andamiaje teórico que establece y este problema se resuelve en el texto dejando lo indígena a nivel de lo cotidiano, de lo micropolítico, manteniendo así la ilusión de una homogeneidad cultural entre España y la América hispana. El elemento negro se queda a su vez en lo folclórico. La progresión cultural que establece está basada en el modelo europeo: una progresión lineal desde la colonia hasta la revolución. Claro que todo esto debe ser inscrito en un contexto político en el cual España, debido a la Guerra Civil, había dejado de ser el centro de la vida cultural y este se ve desplazado a México y Buenos Aires, las capitales donde Henríquez Ureña se había establecido y dejado huellas que aún perduran. En su ensayo «Enriquillo» (1935), ya Henríquez Ureña había ofrecido la visión armónica que luego va a expandir en Historia de la cultura: «Y así, este vasto cuadro de los comienzos de la vida nueva en la América conquistada es la imagen de la verdad, superior a los alegatos de los disputadores: el bien y el error, la oración y el grito, se unen para concertarse en armonía final, donde españoles e indios arriban a la paz y se entregan a la fe y a la esperanza» (262).
Pero si esta es la visión de un pensador nostálgico y diaspórico, ¿qué está sucediendo en esos tiempos en la isla? Veamos a Américo Lugo, en su primer editorial para el periódico Patria, publicado en mayo de 1921:
«Aunque abierta la mente del dominicano a toda sana influencia extranjera (v.g. la adopción de la legislación civil y comercial francesa), el fondo de su cultura […] por el sentido práctico e ideal de la vida permanece siendo española, basada en la lengua, en el culto, en las costumbres, en la herencia, en la historia, en las tradiciones y recuerdos […] De nuestros sentimientos dan cuenta nuestra ejemplar fidelidad a la Madre Patria […] y podemos afirmar, nosotros los dominicanos, que somos fieles depositarios y guardianes de la civilización española y latina en América: que somos, por consiguiente, como nacionalidad, superiores en algunas cosas a los norteamericanos ingleses» (27).
La larga cita se justifica porque resume una visión de la cultura dominicana del momento, en la cual el arielismo y el hispanismo constituían dos pilares. Nótese como Lugo pasa por alto que esa legislación civil y comercial francesa, la más avanzada de la época, se debe a la influencia haitiana. En 1951 Peña Batlle se lamentaría de que los dominicanos seguían siendo «una colonia del pensamiento jurídico de los haitianos de Boyer» y que no habían sido capaces de «recuperar la independencia de nuestro pensamiento jurídico» (216).
Entonces y para responder a la pregunta inicial: ¿Cuál es el lugar de Pedro Henríquez Ureña dentro del ensayo cultural dominicano?, yo diría que es ex-céntrico. Si el centro lo constituyen Bonó, López, Lugo y Peña Batlle y es a ellos a quienes debemos acudir para entender la batalla de las ideas que formaron las visiones y actitudes que sobre la dominicanidad y lo dominicano hoy tenemos, Henríquez Ureña nos da algo tanto o más importante que aquello: pulcritud en las formas y cuidado en la exposición de las ideas. En estos días, que no son alcióneos, en los que epígonos desafortunados de aquellos pensadores publican textos de factura lamentable, vale la pena terminar recordando las palabras del Maestro de América en una carta dirigida a su querido hermano Max:
«Siempre he escrito suficientemente despacio para trabajar tanto la forma como la idea. Ya te he dicho que mi procedimiento es pensar cada frase al escribirla, y escribirla lentamente; poco es lo que corrijo después de escrito ya un artículo […] En cuanto a las ideas, también es necesario pensarlas cuidadosamente, antes de escribir; sobre todo, ninguna idea incidental enunciarla de prisa porque es incidental. Yo me he leído libros enteros sólo para saber a qué atenerme sobre ciertas ideas incidentales que he querido expresar en mis artículos» (480).
Nota: Ponencia leída por el autor en el coloquio Vigencia de Pedro Henríquez Ureña en el Siglo xxi, Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, 30 de abril del 2013.
Bibliografía
brea franco, Luis O.: Antología del pensamiento helénico, Santo Domingo, 2010.
henríquez ureña, Pedro, Ángel rama, y Girardot R. gutiérrez: La utopía de América, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978.
López, José Ramón: «Nuestras fronteras», Escritos dispersos, tomo i, 1896-1908, Ed. Andrés Blanco Díaz, vol. xvi, Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2005, 81-88.
Lugo, Américo: «Debemos defender nuestra patria» Patria: Selección, Ed. Rafael Darío Herrera, vol. xLv, Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2008, 26-32.
mangueL, Alberto: A Reading Diary, Toronto: A. A. Knopf Canada, 2004.
peña batLLe, Manuel Arturo: Instituciones políticas, Santo Domingo: Fundación Peña Batlle, 1996.
pérez-Leroux, Ana Teresa: «Identidad y visión racial en “El español de Santo Domingoˮ». Ponencia leída en el Congreso Internacional de la Asociación de Investigación Afrolatinoamericana, agosto de 1998.
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