Revista GLOBAL


El exilio y la migración son fenómenos determinantes de la literatura dominicana, no solo porque sus principales obras han sido creadas fuera de la isla, sino también porque desde el “afuera” se han constituido las imágenes del “adentro” de la dominicanidad. En este ensayo se repasan cuatro siglos de entradas y llegadas en el país dominicano.

Para vertebrar la historia del corpus literario dominicano hay que precisar la manera en que la migración y el exilio de sus autores la han configurado. Ese listado de autores que comienza con los cronistas de Indias en los albores del siglo xvi y que continúa hoy, cinco siglos después, ha estado subrayado por una visión y una escritura que acontece fuera de la geografía dominicana. Esas distancias constantes en lo físico han propiciado un principio de realidad que acontece en el antes o después, pero no en el “ahora”. Los que se han estado yendo –la mayoría–, sea por razones políticas o económicas, son los que han subrayado esas mínimas y máximas. A este escribir en “el afuera” se le agrega, en el texto, el topos del estarse trasladando. 

La marca de nuestra insularidad es este ser y estar en constante tránsito. De ahí la constante de apelar al recurso de la constitución de un pasado arcádico, donde el presente es lo de menos. 

Mientras las literaturas nacionales caribeñas dialogaban con sus componentes multinacionales, destacando sus principios africanos, la literatura dominicana reforzó sus elementos conservadores, reconociéndose exclusivamente en la tradición española. 

Pero si en el siglo xx no logramos reconocernos en el contexto caribeño, en el xxi hemos tenido que aceptarnos en una nueva comunidad: la global, donde el castellano ya no es la única lengua de expresión y donde hay que redefinir las definiciones de “dominicanidad” que nos han sustentado. 

En estas notas desarrollaremos algunas ideas en torno a la manera en que la experiencia de la migración y el exilio han ido condicionando el desarrollo de nuestra literatura nacional. Veremos la manera en que las principales producciones literarias han estado mediadas por el ser y el estar fuera de la isla. 

En los orígenes, el afuera: Antonio Sánchez Valverde 

El presbítero Antonio Sánchez Valverde Ocaña (1729-1790) podría ser considerado como el primer autor con una conciencia, si no “nacional”, en el sentido moderno, sí consciente del ejercicio del poder en la sociedad colonial. Pedro Henríquez Ureña lo definió como “orador y escritor, que defendió a su tierra nativa contra el desdén metropolitano”. Su denuncia constante de los abusos de las autoridades y sus demostraciones de lujo, para él casi pecados capitales, lo llevó al exilio. En 1782 es embarcado para España. Allí publicará dos obras de gran valor para comprender su noción de insularidad: Idea del valor de la isla Española y utilidades que de ella puede sacar su monarquía y La América vindicada de la calumnia de ser madre del mal venéreo (Madrid, 1785). En la primera realiza un inventario de la historia de Santo Domingo y de sus bondades geográficas, llamando la atención sobre la importancia de explotarla agrícolamente y con nuevos componentes migratorios. En La América vindicada… trata de demostrar que en las tierras caribeñas no se originó la sífilis. En el conjunto de su obra se destaca su lucha por desmontar la idea de inferioridad del sujeto caribeño.

Por su participación en la Sociedad Económica de Amigos del País se considera el primer –y gran– representante criollo dentro del movimiento de la Ilustración española.

Siglo xix, la marca del exilio La labor teórica de Antonio Sánchez Valverde en torno a las ventajas económicas de la isla Española para la metrópoli se quedó sin eco en buena parte del siglo xix. Tendríamos que esperar hasta poco más allá de la mitad de ese siglo, cuando la oligarquía local, encabezada por presidentes como Pedro Santana y Buenaventura Báez, plantearon, cada quien a su manera, la inviabilidad del proyecto original de “República Dominicana” ideado por Juan Pablo Duarte. 

Mientras tanto, la tradición de exilio que había inaugurado Bartolomé de las Casas en el siglo xvi y que continuaba Sánchez Valverde en el xviii, continuará con otros pensadores y políticos, como José Núñez de Cáceres (1772-1846). Político, abogado, periodista, el gran aporte de Núñez de Cáceres fue la proclamación en 1821 de la incorporación dominicana a la Gran Colombia del libertador Simón Bolívar, proyecto prontamente abortado por la visión de que con Haití sólo éramos una isla y no dos países. A partir de 1822 Núñez de Cáceres comienza un exilio del que nunca regresará, primero en Venezuela y desde 1827 en México. A diferencia de la mayoría de los exiliados, borrará con el país, prefiriendo la dedicación a la vida burocrática. 

Una vida similar a la de Sánchez Valverde fue la llevada por Juan Pablo Duarte (1813-1876): primero, los años de formación en España, al final, un exilio que con el correr del tiempo se transformó en autoexilio. 

Duarte fue el fundador de la sociedad secreta La Trinitaria –germen del movimiento independentista que concluiría con la proclamación de la República Dominicana en 1844–. En sus años de formación europea –entre 1828 y 1831, aproximadamente– participó en el movimiento romanticista. Accede así a un nuevo concepto del sujeto, el del héroe que corporiza mitos. Deshecho su ideal originario por el peso de las fuerzas oligárquicas, se marcha tempranamente –en 1843– a un exilio del que internamente nunca más regresará. Su poema “La cartera del proscrito”, concebido al ver los desmanes producidos por la soldadesca de Pedro Santana, el presidente de la naciente República, se convierte en el primer gran documento de los procesos de desterritorialización de lo dominicano: Cuán triste, largo y cansado, cuán angustioso camino, señala el Ente divino al infeliz desterrado. Ir por el mundo perdido a merecer su piedad, en profunda oscuridad el horizonte sumido. 

La inestabilidad política de las dos repúblicas del siglo xix trae aparejado un fenómeno que se convertirá en tradición: el exilio. Después de Duarte, otro de los grandes creadores de ese siglo encarnará estos procesos: José Joaquín Pérez (1845-1900). Por su oposición al gobierno de Buenaventura Báez, vivirá en el exilio venezolano, entre 1868 y 1874. Su “Ecos del destierro” podría leerse como el complemento de “La carta del proscrito” de Duarte. Ve, ráfaga fugaz, del alma / aliento, cruzando abismos a la patria / mía, ¡que a ti no puede un sátrapa / violento imponerte su ruda tiranía! Juega en las linfas de Ozama / undoso, besa los muros do Colón / cautivo, de negra y vil ingratitud / quejoso, el peso enorme soportara / altivo.

A los niveles de afectividad propios del solar nativo se le agrega el componente de un pasado histórico marcado por el mito de las fundaciones. Pero junto a este componente histórico, en la lírica de Pérez se advierte su gusto por el reconocimiento de la nueva urbanidad –el desarrollo barrial–, según su óptica, principio de esperanza. 

Tanto Pérez, como luego Salomé Ureña (1850-1897) con el poema “Ruinas”, al igual que Manuel de Jesús Galván (1834-1910) con su novela Enriquillo (1879), situarán como referente histórico un pasado mitificado en el que las miserias del presente se agudizan. 

La sangre: apertura del siglo xx 

Escrita entre La Habana y Roma (1911-1913), publicada en París, la novela La sangre. Una vida bajo la tiranía es el modelo por excelencia, no sólo de la narrativa modernista, sino también de la apertura de la modernidad del siglo xx en la literatura dominicana. Su autor, Tulio Manuel Cestero (1877-1955), tipifica al nuevo sujeto intelectual: cosmopolita, técnico, preocupado por su obra intelectual al pensar ya superado el clima dictatorial en su país natal. 

Sus recursos metafóricos corresponderían a sociedades industrializadas, donde el nuevo flash de las cámaras fotográficas supondría un espacio público amplio y un mercado plenamente capitalizado: “En el espacio de dos años, las películas se han sucedido en el cinematógrafo político con rapidez ofuscadora” . 

Las pretensiones de modernización de Cestero llegan hasta dibujar un país donde la corriente eléctrica sería ya un hecho y su uso la superación del país agrariocolonial que ya no deberíamos ser: “Desde un mes antes, en gran cuadro de felpa, en el café ‘La Tertulia’, se exhiben las fotografías de los artistas dramáticos, mientras se diligencia el abono”.

En La sangre confluye un “principio de dominicanidad” y un proscenio más cercano a la bohemia madrileña o parisina que a la tropical. El panorama que se traza corresponde al del Santo Domingo del último decenio del siglo xx, cuando el joven político Antonio Portocarrero es víctima de la última dictadura de Ulises Heureaux (1889-1899). A pesar de la buena estructuración de la obra, la precisión de sus trazos y el realismo de sus escenas, en La sangre hay más un “deber ser” que un estar. El deseo del afuera se impone al atraso del adentro. El viejo sujeto del romanticismo, al que le correspondía una autorepresentación heroica, donde la patria conllevaba sacrificio, ha sido superado por el del modernismo, más preocupado por su realidad inmediata que por los viejos ideales colectivos. Con Cestero surge un nuevo tipo de intelectual, el que se vale de su técnica pero no se implica partidariamente. De ahí una recomendación que él mismo consumaría en su vida: “Oye mi consejo: consigue un consulado y vete al extranjero”.

En esta empresa que combinará bohemia y diplomacia también encontramos a Fabio Fiallo (1866- 1942), tal vez el autor dominante del primer cuarto del siglo xx. Poeta, cuentista y patriota, se destacó por el erotismo de sus versos y la audacia simbolista de su narrativa. Al igual que Cestero, ocupó cargos diplomáticos la mayor parte de su vida, y en Berlín publicó sus Cuentos frágiles (1908) y su poemario Cantaba el ruiseñor. 

Pero a diferencia de Cestero, Fabio Fiallo participó en la política local, y fue uno de los puntales en la lucha contra la ocupación estadounidense (1916-1924). Su histórica foto en traje de preso no solo dio la vuelta al mundo, sino también representó la dureza del trato imperialista al sujeto local. 

Junto a esta visión bohemia al principio y al final, de “razón práctica” para no hablar de oportunismo político –en el caso de Cestero–, también hay que anotar la gestión de una línea paralela: la establecida por Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). 

A diferencia de sus contemporáneos, su emigración se produjo por razones de estudio. En 1901 llegó a Nueva York para realizar un periplo que sólo acabaría con su vida, en Buenos Aires, en 1946. Durante ese tiempo no vivió más de dos años en su país. Aun así, en su obra hubo una constante de investigación y difusión de lo que identificaba a la República Dominicana en el contexto caribeño y latinoamericano. En lo político, hubo una alta conciencia de compromiso, donde el más alto valor considerado fue el de la justicia social.

Después de esta generación conformada por Cestero, Fiallo y los hermanos Henríquez Ureña,7 tendríamos que mencionar la de Otilio Vigil Díaz (1880-1961) y Tomás Hernández Franco (1904- 1952). 

A pesar de la diferencia de edades, tanto Díaz como Hernández Franco compartieron las pasiones vanguardistas en la ciudad que durante buen tiempo les dio cobijo: París. 

Del Sena al Ozama, de Vigil Díaz, brinda una lectura simultánea de la Ciudad Luz y de Santo Domingo, con el Caribe de fondo. El hombre que había perdido su eje, libro de cuentos de Tomás Hernández Franco, es la primera propuesta narrativa integrada ya plenamente en las vanguardias surrealistas. Uno de sus cuentos, un homenaje a Charlot, podría incluso considerarse como un precedente del “teatro del absurdo”. 

Los independientes del 40 

Por haber producido su obra fundamental fuera de la isla, en los años cuarenta, los historiadores de la literatura consideran propicio hablar de un grupo denominado “independientes del 40”. Junto a Tomás Hernández Franco tenemos a Manuel del Cabral (1907-1999), Héctor Incháustegui Cabral (1912-1979) y Pedro Mir (1913-2000). 

Hernández Franco publica en El Salvador su poemario Yelidá,  uno de los poemas esenciales de la dominicanidad. El encuentro entre dioses nórdicos y el sincretismo religioso caribeño toma cuerpo en una intensa historia de amor. Al igual que Hernández Franco, también Incháustegui Cabral y Del Cabral disfrutaron del lado agradable de la era de Trujillo: la vida diplomática. En su poemario Poemas de una sola angustia (1940), Incháustegui Cabral incluye otro de los poemas claves para comprender las imágenes de dominicanidad del siglo xx: “Canto triste a la patria bien amada”. Estamos frente a uno de los topos más recurrentes de la literatura dominicana moderna: el de la migración, primero interna y luego de manera extra-insular. Antonio Portocarrero, en La sangre, se traslada de San Cristóbal a Santo Domingo; en Ahora que vuelvo, Ton (1968), de René del Risco (1937-1972), el ciclo de partidas comienza en San Pedro de Macorís, al igual que en la novela Espíritu intranquilo (1966), de Antonio Lockward Artiles (1943). 

“Canto triste a la patria bien amada” es un poema fundante. Fue escrito en un año “bisagra”, 1940, cuando todavía el aparato ideológico del trujillato estaba en proceso de conformación y los señalamientos sobre la pobreza en la isla no eran sinónimo de crítica al régimen. “Patria… y en la amplia bandeja del / recuerdo, dos o tres casi ciudades, luego, un paisaje movedizo, visto desde un auto veloz: empalizadas bajas y altos / matorrales, las casas agobiadas por el / peso de los años y la miseria, la triste sonrisa de las flores que salpican de vivos / carmesíes las diminutas sendas.”

El estado de crítica en torno a la geografía humana dominicana será asumido a su vez por el exiliado del grupo, Pedro Mir, quien escribirá y publicará en Cuba, en 1949, su poema fundamental, “Hay un país en el mundo”. A diferencia de Incháustegui Cabral, los acentuamientos en torno a la crítica de la pobreza serán concebidos en Mir a partir de la explotación y la represión política. Más que un paisaje en el que el sujeto no se implica, en Mir la geografía es al mismo tiempo la sociedad. 

Junto a este conjunto de autores “independientes”, hay otro que bien podría participar del grupo: Juan Bosch (1909-2001), cuentista, periodista, político, quien se marchó al exilio en 1938 y no volvería sino hasta 1962. Aunque publicó dos libros de narrativa antes de marcharse, Bosch alcanzará su madurez en la capital cubana, tanto en el aspecto de la técnica narrativa como en el acrisolamiento de sus personajes. Tanto Bosch como Mir, aunque no de una manera explícita, continúan el legado de Pedro Henríquez Ureña: al trazar un cuadro ajustado a la historia y al paisaje, realizan una crítica de sus contenidos sociales. Mientras Bosch traza el cuadro de violencias en que se ha enmarcado la sociedad dominicana hasta bien entrado el siglo xx, Mir se ubica en una zona más contemporánea de las luchas sociales y aúna en su decir la voz democratizante de un Walt Whitman –a quien le realizará un homenaje– con los temas populares de un Federico García Lorca. 

Las capitales culturales de la dominicanidad 

Madrid hasta finales del siglo xix, París en el primer tercio del siglo xx, luego La Habana, Ciudad México, Guatemala, Caracas, Venezuela: sería interesante dibujar los mapas de la migración y del exilio dominicano, determinando la manera en que se crea un fluir de visiones e imágenes entre la isla que se ha dejado y los principios de territorialidad a los que se ha accedido. 

Junto a este conjunto de ciudades y autores que hemos visto, habría que detenerse en Nueva York y valorar su efecto sobre la literatura y el pensamiento dominicano. 

Desde Juan Pablo Duarte hasta estos días del “dominican-york”, Nueva York ha sido un referente constante en nuestro imaginario.Hay libros con plena temática neoyorkina, como Los cuentos que New York no sabe, de Ángel Rafael Lamarche (1899-1962), o como punto de partida para variaciones filosóficas, como pretende Ricardo Pérez Alfonseca, Juan de Nueva York o el antinarciso. 

La nueva dominicanidad: la del afuera 

A pesar de ser tan conocida la historia, siempre hay que recordarla: cuando comienza la era de Trujillo en 1930, se cortan los vínculos tradicionales con el Caribe y el resto del mundo, porque viajar ya no es aquel simple derecho a circular, sino un privilegio que el orden político concede según sus preferencias y necesidades. Cuando la era es descabezada en 1961, todas esas energías contenidas, tanto de la clase media como de la campesina, se disparan con un ímpetu de urbanización.

En los años sesenta retoma su corriente una tendencia que habrá de ser la mayor constante en la historia dominicana: la emigración. Ya sea en sus variantes de exilio político o migración económica, o simplemente por mayores apetencias culturales, el sujeto insular –desde el criollo del siglo xvi hasta el dominicano de ahora– ha hecho del irse uno de los componentes fundamentales de su cotidianidad. 

En estos apuntes hemos visto la manera en que en el “afuera de la isla” se ha conformado buena parte de las obras sustantivas de la literatura dominicana. No nos hemos detenido en los años sesenta por razones de espacio. Sin embargo, en un capítulo posterior tendremos que plantearnos lo que trajeron esos años sesenta y la manera en que desde entonces y hasta ahora –el segundo decenio del siglo xxi– asistimos a nuevas subjetividades, que no podremos atrapar en un concepto, solo apuntar en la pertinencia de sus fluidos. 

Hasta los años sesenta el imaginario dominicano estuvo marcado por visiones conservadoras y maximalistas apegadas a una creencia –la cristiano-católica–, sumidas en una visión de defensa frente a lo haitiano, pensándose en castellano. Los paradigmas actuales han cambiado debido a la celeridad del mercado, a sus ofertas globales, a la movilidad social, a las identidades emergentes y glocales. 

De todo esto da cuenta la literatura dominicana. Pensarla en sus adentros y sus afueras, en sus pliegues, inclusiones y exclusiones, es el capítulo que tenemos pendiente. Esperamos que el conjunto de autores y obras señalados en este breve ensayo aporten sus voces a este diálogo necesario: el de pensarnos insularmente y en la amplitud de los mapas del Caribe y del mundo.

Notas:

1– Pedro Henríquez Ureña: La utopía de América. Edición de Rafael Gutiérrez Girardot y Ángel Rama. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 102. 

2– Ver Rudolf Widmer, “Los negros, los franceses y la invención de la nación hispana. La obra de Antonio Sánchez Valverde y su impacto en la historiografía (y la realidad) dominicana”. Santo Domingo: Estudios sociales, año 40, vol. xxxix, núm. 145, abril-junio 2008, pp. 11-37; además, Raquel Chang-Rodríguez, “Apuntes sobre historiografía e ideología en la prosa antillana del siglo xviii”, en Giovanni Battista de Cesare y Silvana Serafín (eds.) El Girador I-II: Studi di Letteratura iberiche e ibero-americane offerti a Giuseppe Bellini (Roma: Bulzoni, 1993), p. 240. 

3– José Joaquín Pérez: Obra poética, selección y notas de Carlos Federico Pérez. Santo Domingo: Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1970, p. 63. 

4– Tulio Manuel Cestero: La sangre. Una vida bajo la tiranía. Edición y notas de Miguel D. Mena. Santo Domingo: Ediciones Cielonaranja, 2011, p. 191. 

5– Cestero: La sangre…, p. 149. 

6– Cestero: La sangre…, p. 112. 

7– Junto a Pedro también tendríamos que citar a sus hermanos Max (1885-1968) y Camila (1894-1973), ambos con una fructífera labor en el extranjero en el área de la docencia y la publicación, sobre todo en Cuba. 

8– Santo Domingo: Imprenta de J. R. Vda. García, 1922; ver Vigil Díaz y Zacarías Espinal: Obras. Estudio y notas de Diógenes Céspedes. Compilación de Diógenes Céspedes y Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo: Consejo Presidencia de Cultura, vol. ii, 2000. 

9– Prólogo de E. Gascó Contell. Ilustraciones de Jaime A. Colson. París: Ed. Agencia Mundial de Librerías, 1926. 

10– La preocupación en torno a conceptuar este “grupo” se produjo a partir de 1978, cuando en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo se celebró un coloquio sobre el tema. Ver el resumen de Dámaso Bello: “Primer coloquio de literatura sobre los poetas independientes del 40”, Santo Domingo: Ciencia y Sociedad, vol. iii, núm. 2, julio-diciembre de 1978, pp. 231-235. 

11– San Salvador: Talleres Gráficos Cisneros, 1942. 

12– Antonio Lockward Artiles: Espíritu intranquilo. Santo Domingo: Colección El Puño, Artes Gráficas Carmen, 1966. 

13– Héctor Incháustegui Cabral: Poemas de una sola angustia, p. 74, Santiago, ucmm, Universidad Católica Madre y Maestra, 1978. 

14– Pedro Mir: “Hay un país en el mundo”. La Habana: Talleres de La Campaña Cubana, 1949. 

15– Los cuentos de Camino real, La Vega: Imprenta El Progreso, 1933; y la novela La mañosa. La novela de las revoluciones, Santiago de los Caballeros: Imprenta El Diario, 1936. 16– Ver Franklin Gutiérrez: Literatura dominicana en los Estados Unidos: historia y trayectoria de la diáspora intelectual, Santo Domingo: Fundación Global Democracia y Desarrollo, 2004. 

17– México: Talleres Gráficos La Carpeta, 1949. 18 París: Ediciones Fin de Mes, 1930.

18– París: Ediciones Fin de Mes, 1930.


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