Uno de los principios básicos en los que se sustenta un sistema democrático para gozar de credibilidad es la existencia de controles y contrapesos sobre el poder que en cada momento ejerce sobre los ciudadanos. Ese control incluye los conceptos de Estado de derecho, separación de poderes y defensa de los derechos de los ciudadanos frente a cualquier abuso del Estado o sus representantes. El control, por tanto, debe ser mayor cuanto más poder detenta quien gobierna, de modo que se eviten los abusos que puedan surgir del hecho de que el único límite sea la voluntad del líder. Aceptar, como aconteció en la época de la denominada lucha contra el terror de la Administración Bush en Estados Unidos, la ausencia de aquellos es tanto como deslegitimar la democracia y los valores sobre los que se sustenta y aceptar la imposibilidad de exigir responsabilidades por los excesos que se cometan contra los ciudadanos, sean estos nacionales o de otro país.
El «Estado democrático y social de derecho» es el referente básico y a sus valores deben ceñirse las actuaciones de quienes, habiendo sido elegidos por el pueblo, tienen la obligación de proteger los derechos de este y exigir, a la vez que cumplir, las obligaciones pertinentes en beneficio de la comunidad. Por su parte, el concepto de servicio público que subyace en este planteamiento y el de servidores públicos de las autoridades que representan de una u otra forma al Estado son los pilares sobre los que se asienta el ejercicio del poder democrático en beneficio de la comunidad. Es decir, son los ciudadanos los titulares de este, y aquellas, meras administradoras del mismo. Cuando, por el contrario, el poder se obtiene por la fuerza de la violencia o de las armas o a través de la perversión de los mecanismos democráticos del Estado saltándose los controles y los límites, se torna antidemocrático y se deslegitima en sí mismo al someter en forma autoritaria a los administrados o al dejarlos inermes ante los denominados «golpes blandos», como en los casos del presidente Lugo en Paraguay, el presidente Zelaya en Honduras, la presidenta Dilma Rousseff en Brasil, o empleando una acción mixta parlamentaria/judicial acompañada de una inusitada presión corporativa, en el caso del presidente Lula da Silva, también en Brasil. Frente a estas desviaciones del sistema democrático, que cada vez son más frecuentes, el objetivo fundamental para consolidar los valores que lo definen es hacer efectiva y real la actitud ética en la gestión pública por parte de quienes ejercen esa responsabilidad, compeliéndoles a que sus criterios normativos sean los de la ética de la responsabilidad y de la integridad inherentes al ejercicio del cargo.
La ciudadanía deberá exigirles a través de la rendición de cuentas y de la transparencia en la gestión. Pero las instituciones deben proveer los mecanismos para hacerlo posible. En definitiva, se trata de cambiar el paradigma de la praxis política a la que nos tienen acostumbrados determinados responsables políticos. Las viejas estructuras de los aparatos partidarios que controlan con mano de hierro el poder están cayendo una tras otra por su falta de credibilidad frente a los ciudadanos y la exigencia de una participación efectiva, vigilante y próxima de estos en la propia gestión de la autoridad conferida mediante la elección. Sin perder de vista que a la vez están accediendo al poder, en demasiadas ocasiones, líderes incalificables, apoyados en la falta de credibilidad. En esta nueva realidad política, la democracia tiene que ser menos formal y mucho más próxima y participativa.
La inmediatez con la que se producen los diferentes asuntos públicos, la presencia permanente de los mismos en nuestra vida diaria a través de las nuevas tecnologías digitales, así como la hipersensibilidad social frente a los aprovechamientos privados de los políticos y la intolerancia frente a determinados comportamientos corruptos de los gobernantes, hacen que la interacción democrática sea una necesidad. Del mismo modo exigen que los buenos gobernantes prevengan, en cooperación con la sociedad civil, las malas prácticas y defiendan de agresiones propias o externas a la Administración y a los administrados, siendo conscientes de que solo esos mecanismos, y cualesquiera otros que se definan, dotarán de fortaleza a las instituciones y protegerán a la ciudadanía de los abusos. Los malos gobernantes olvidan pronto que la razón por la que fueron elegidos servidores públicos radica en la entrega a la defensa de los derechos e intereses de los ciudadanos, y dicha razón la transforman en un medio de aprovechamiento personal, grupal o elitista y excluyente, propiciada por un entramado de favores, prebendas, tráfico de influencias, oportunidades de corromperse y hechos inconfesables. Secretos y mentiras que destruyen poco a poco a las instituciones o desviándose de forma consciente mientras que ellos optan por la depredación, la codicia y el saqueo e inevitablemente por la corrupción y la delincuencia. Frente a los malos gobernantes y a las malas prácticas, la democracia definitivamente precisa defenderse y desarrollar los mecanismos sostenibles y adecuados para que los espacios ocupados por aquellos vean reducido o eliminado su campo de acción.
Vivimos la confrontación de dos concepciones del poder: el verdaderamente democrático, basado en la ética y en la transparencia que pretendemos con una ciudadanía exigente que pasa a ilustrar su rol activo, y el tradicional, clientelar y vicario, fiel a estructuras opacas que no han sido elegidas democráticamente pero que controlan los hilos de este en beneficio propio. La batalla entre ambas es vigente y actual. Los planteamientos neoliberales y capitalistas (capitalismo salvaje) que caracterizan a la segunda y, tanto como ellos, el lenguaje managerial que ha colonizado el sentido común y la gestión pública y facilitado lo que los expertos llaman el tecnopopulismo, tratarán de impedir por todos los medios que el funcionamiento de las instituciones se abra a la vigilancia y participación ciudadana. La primera concepción se basa en la visión progresista y humanista de una sociedad en constante evolución que busca la reducción de la brecha entre los que más tienen y los que menos disponen, la redistribución de la riqueza, la protección efectiva de los más vulnerables. Una «vida buena» y digna para todos. Un desarrollo sostenible y autogestionado en armonía con la naturaleza, es el capítulo nuclear. Por el contrario, frente a este rearme ético necesario en la gestión de lo público que siempre inspiró los valores de la izquierda, el sistema neoliberal propone un único control basado en el dogmatismo económico político más rancio que solo atiende a la austeridad y la reducción del gasto público en detrimento de políticas sociales igualitarias. La disciplina presupuestaria, eufemismo para el beneficio (privado) frente al bienestar (colectivo). De alguna forma, ese poder está en manos de las grandes corporaciones y los fondos de inversión.
Es el gobierno de los mercados, en el que los controles no existen y, en todo caso, quedaría por fuera de los propios mecanismos de vigilancia que todo poder democrático basado en la ética y la defensa de los derechos de los ciudadanos debe tener. Es decir, el riesgo actual, el principal para la democracia (hay otros, aparentemente distintos pero confluyentes: alt.right, etno populismos) radica en el hecho del retorno al estadio en el que los ciudadanos ocupaban un segundo o tercer plano. Son subordinados, se convierten en medios (contra la filosofía clásica), y en el límite en «vidas sobrantes»: precariado, trabajadores pobres, etc., frente a los intereses macroeconómicos. La defensa de sus derechos no es la prioridad, en tanto en cuanto cuestionaron aquella prevalencia neoliberal. En este contexto se habla de integraciones económicas de diversas velocidades en función de la fortaleza económica aparente de los países afectados, de tratados de libre comercio, de guerras arancelarias, de primas de deuda pública y su calificación en manos de los especuladores y agencias privadas, e incluso se presiona a países con sanciones económicas exorbitantes. Se los obliga a privatizar los servicios públicos, la base material del Estado social al amparo de determinadas políticas que dicen defender los derechos humanos y que, sin embargo, ocultan otros intereses y una injerencia interesada para doblegar a los gobiernos afectados. Y, sin embargo, simultáneamente, se apoya a regímenes que claramente atacan a la esencia de esos derechos. La democracia ultraliberal que postula este tipo de políticas neoliberales olvida la esencia participativa de la misma que siempre tuvo desde sus orígenes.
Se nos ofrece una democracia diseñada, enmaquetada, preconfigurada y, ahora, digitalizada y por tanto pixelada, si procede, en cualquier momento: tecnopopulismo, democracia directa vs. representativa y deliberativa. A los ciudadanos, según este planteamiento, solo se les permite que jueguen el rol asignado previamente en la obra teatral que se desarrolla. Todos deben cumplir el guión preestablecido, en la mayoría de los casos por mecanismos y estructuras ajenas a las propias instituciones democráticas. De alguna forma se podría decir que esta lucha, cada vez menos oculta, entre los valores clásicos de la ética en la política que postulan los sectores progresistas y lo mejor de la tradición de la filosofía clásica republicana (pensemos en Montesquieu) deben ser reivindicados y regenerados para que impacten en la configuración del dinamismo democrático nuevo en el que el ciudadano vuelva a ser el centro de la cuestión y no en el aprovechamiento y explotación económica del mismo. Cuando se eliminan los valores y las convicciones de los ciudadanos dejan de estar impulsadas por la ética, por el mérito, por el rearme personal de las iniciativas colectivas, se pierde la mirada al otro y la solidaridad y el afán por la convivencia, y se cae, de forma irremediable, en la obsesión por la búsqueda del propio beneficio, el egoísmo y el desinterés hacia quien también se integra en el mismo grupo. Todo vale siempre que el fin último sea el provecho personal y la cultura de un malentendido triunfo basado en la obtención de riquezas y en su propia preponderancia. Consecuentemente con lo anterior, es el momento de generar los espacios transversales, con modelos mucho más abiertos a la participación y la responsabilidad, que rechacen la depredación propuesta por las corporaciones. Es la ciudadanía la que de nuevo tiene que conquistar el espacio de lucha que le ha sido sustraído y propiciar el cambio real hacia una nueva realidad democrática frente a las estructuras esclerotizadas de unos partidos políticos que se ocupan más de lo que acontece en su ombligo que del pueblo al que dicen representar. Existe también un problema con la ciudadanía que elige a los líderes que la maltratan.
La servidumbre voluntaria que expresa Richard Sennett (haciendo referencia a De la Boétie). Esto implica un claro desarrollo de una verdadera pedagogía de la democracia y de los valores que la integran. Especialmente de la Justicia, pero de una justicia progresiva y progresista, centrada en la defensa de los ciudadanos, próxima a los mismos y verdaderamente comprometida frente al poder o frente a los poderes fácticos. También una justicia material, sin la cual no hay Estado social. De ahí la necesidad del control estatal de los recursos públicos necesarios para la vida digna (que no dependan del poder de mercado). Es decir, el objetivo es reivindicar al ser humano y al ciudadano como eje central del sistema, en contraposición al de los aparatos clásicos que entorpecen u obstruyen el normal funcionamiento de la democracia participativa. El grito de indignación y de participación ha de ser personal y colectivo, y en ningún caso sometido a las disciplinas partidarias que tienden a auto prolongarse en el poder endogámicamente. La humanización de la política será uno de los elementos básicos o angulares para superar la etapa de la democracia formal neoliberal que nos asfixia en este momento al haberse mostrado insuficiente para atender las verdaderas necesidades de los pueblos. Si la sociedad es un organismo vivo que se alimenta de las instituciones y estructuras que la gobiernan a la vez que las nutre, estas no pueden permanecer obsoletas o ancladas en un tiempo ya superado y, especialmente, desbordado por fenómenos globales: la era digital, los movimientos migratorios, la pobreza, las hambrunas, el aumento de los movimientos excluyentes o xenófobos o el propio crimen organizado o el terrorismo. Esas instituciones deben renovarse y hacer frente a los nuevos desafíos. Esta personalización de la democracia, en la que las obligaciones y los deberes (la célebre virtus republicana; la lealtad y el compromiso del ciudadano con lo común) deben ser puestos a la misma altura que los derechos, es fundamental. Debemos asumir funciones concretas en cada uno de los ámbitos en los que desplegamos nuestra actividad. La responsabilidad no es de los otros, sino de cada uno de nosotros y, por ello, también la exigencia frente a los incumplimientos ya sean estos de parte de políticos, jueces, funcionarios, parlamentarios… Todo servidor público asume por el hecho de serlo la responsabilidad de denunciar cuando el sistema se atore o se quiebre, y ello es fundamental pues la función pública es el sistema inmunológico del Estado de derecho. Todo ciudadano, por el hecho de vivir en sociedad, también debe hacerlo y confrontar con quienes se abstengan de ello.
Los derechos humanos
De la indiferencia, que se instala a modo de nirvana indolente cuando se trata de asumir las obligaciones democráticas que nos corresponden, a la indignación activa que nos impulsa a implicarnos en el desarrollo de los medios y la obtención de los objetivos proactivamente, hay apenas un escaso margen, pero de salvar el puente entre una y otra depende nuestro futuro como especie en libertad y democracia, de forma sostenible. La defensa de los derechos humanos, por ejemplo, no debe ser responsabilidad sólo de unos cuantos o muchos activistas sino una finalidad en sí misma por parte de todos. Y en este sentido, confrontar los abusos de una multinacional que destroza la vida de los pueblos indígenas nos debe mover a los demás a través de iniciativas sociales, políticas e incluso judiciales mediante la Jurisdicción Universal. Los problemas debemos resolverlos de la mano. Nadie tiene derecho a no colaborar en la mejora del sistema democrático porque sus omisiones lo dañan y perjudican a los demás, por lo que cada uno que cumpla tiene derecho a exigir que lo hagan los demás en igual medida. En definitiva, no se trata de eximir a las autoridades de sus obligaciones, sino de exigir que las cumplan habilitando mecanismos adecuados para ello y participando activamente en su diseño y control efectivo. Y se debe exigir mediante la transparencia, rendición de cuentas y fórmulas de gobierno abierto, que den vida a lo que podríamos llamar el contrato electoral, en el sentido de que los gobernantes cumplan o expliquen a la ciudadanía el incumplimiento de sus programas de gobierno y sus promesas electorales de manera objetiva y directa, respondiendo ante la misma de las omisiones e incumplimientos.
La Justicia
En este proceso de dignificación de la democracia frente a la opresión de los poderes fácticos, ¿qué papel juega la Justicia? Desde luego, la justicia que fortalezca la democracia no puede ser la que acompañe a los poderosos o a los que diseñan los espacios de poder para someter a los ciudadanos, sino el poder que, emanando del pueblo, sirva para confrontar a aquellos poderes y a exigir la protección de este frente a los mismos. Los pueblos latinoamericanos han sufrido y aún sufren esa justicia vicaria del poder político, heredada en gran medida de una justicia colonial impuesta, extraña a sus propias costumbres, administrada selectivamente y a favor de los intereses económicos de la metrópoli. Intereses que, bajo nuevos esquemas neocoloniales, se siguen reproduciendo con nuevas fórmulas, ahora tuteladas por grandes instituciones internacionales en las que la mano de los más poderosos sigue atando las de los más vulnerables, agrandando abismalmente la brecha entre unos y otros. Pero que esto sea así, no excusa para que reivindiquemos mecanismos de justicia realmente independiente, con altas dosis de imparcialidad y compromiso ciudadano de servicio público que erradique de una vez la visión tradicional de sumisión y garantice realmente los principios universales y de igualdad frente a la misma. El cambio de la sociedad tiene que ir acompañado por una visión amplia de quienes juzgan y a la vez contar con principios que favorezcan la estabilidad, sin retroceder jamás en la protección, en las conquistas de derechos y la seguridad jurídica que esa sociedad haya conseguido. Poner en marcha este control de calidad democrático del poder no es responsabilidad solo de unos cuantos o muchos activistas, sino una finalidad en sí misma por parte de todos. Que la justicia sea independiente no es algo que deban asumir exclusivamente los jueces como obligación, por supuesto que sí, sino que es la propia responsabilidad de los ciudadanos la que la debe imponer.
El combate contra la corrupción no es labor propia de los expertos –que también lo es– , sino una necesidad democrática por el ataque que supone al principio de igualdad de oportunidades y el daño que comporta a los intereses de todos. La defensa del medio ambiente y la persecución de las agresiones medioambientales causadas unas veces por grandes corporaciones multinacionales y otras por los mismos Gobiernos, no corresponde solo, faltaría más, a quienes diseñan las normas o tienen que aplicarlas, sino también al conjunto de la sociedad civil organizada y a las instituciones internacionales protectoras de los derechos humanos y, muy especialmente, a la Justicia mediante mecanismos como la Corte Penal Internacional, dando entrada en el Estatuto de Roma al crimen de ecocidio y los crímenes económicos como crímenes de lesa humanidad que afectan a millones de personas y los dañan de forma sistemática, o protegiendo de manera efectiva a líderes y activistas medioambientales como Berta Cáceres, asesinada en Honduras por su defensa de estos valores, o Marielle Franco en Brasil, en marzo pasado, a través de la Jurisdicción Universal. Desde luego, es la hora de asumir estos retos, como hemos pretendido hacer con la formulación de los nuevos principios de la Jurisdicción Universal Madrid Buenos Aires (), entre otras iniciativas.
El caso de Brasil
Todas estas reflexiones encuentran cuestiones cotidianas que hacen desfallecer a los bienpensantes, a quienes deseamos y necesitamos confiar en las instituciones y en quienes las representan y que nos vemos aturdidos por decisiones aparentemente incomprensibles, cuando no claramente injustas. Pienso en el caso de quienes, desde la presidencia de Brasil, en diferentes momentos, han intentado mantener a raya a los que atentaban contra los intereses de la población más vulnerable, en aquellos que han reivindicado los derechos de millones de personas olvidadas. Estos buenos gobernantes hoy se ven vilipendiados y, lo que es peor, condenados por esa obligada defensa que decidieron ejercer. Hablo de un país que, como ocurre en este continente, acabó en épocas no tan antiguas con el colonialismo y consiguió llegar desde sus propias contradicciones e innegables problemas a la democracia, a la custodia de valores tan inherentes a la humanidad como son la justicia, la democracia y la libertad… Pero que dejó ciertos resabios neocoloniales que han dado entrada al control no democrático de las grandes corporaciones, aliadas a los propios poderes del Estado que han abandonado aquella inercia regeneradora y han pasado a nutrir los intereses de aquellas. Dar voz a los más vulnerables tiene sin duda un precio. El enfrentamiento contra quienes a toda costa mantienen los privilegios y buscan el dominio sobre la economía pisando a quien haga falta produce resultados adversos en demasiadas ocasiones. Las grandes corporaciones no ven problema alguno en eliminar los obstáculos que se interponen en su decisión de continuar amasando fortunas creadas a partir de la desgracia de los pobladores de los países en que actúan. Observo los procesos a que fueron sometidos Dilma Roussef y Lula da Silva y no puedo evitar sentir una grave frustración. Ya hemos vivido en otros países hermanos golpes de tal categoría, nacidos institucionalmente de la mano de intereses espurios. En casi todos los casos la justicia ha sido artífice necesario. Una herramienta que, en vez de actuar con verdadera independencia, se ha tornado en instrumento político para dar el barniz legal a unas actuaciones que en ningún caso tienen justificación legal ni moral. Pierde el pueblo como siempre, que, de este modo, con el sometimiento del derecho, se ve abocado a la sumisión hacia lo que marquen los poderosos que nunca se presentaron a unas elecciones, pero acaban decidiendo el futuro del país. Ahí tenemos el efecto destructor de Odebrecht en toda América Latina. La indignación democrática que siento por estos hechos duele en lo más íntimo y me compele a denunciar este ataque con el que algunos quieren destruir las estructuras democráticas que tanto ha costado levantar, so pretexto de garantizar su integridad e incluso con amenazas o advertencias de las más altas estructuras militares.
Lo hacen por si acaso las decisiones de los jueces se desviaran de la línea fijada, y para interferir así la acción de la Justicia en beneficio propio. Para ellos, el botín traducido en la riqueza de un país cuyos habitantes viven en la pobreza justifica tal acción y los lleva a atentar contra los derechos de la sociedad. Tras 14 años de gobierno del Partido de los Trabajadores, la derecha, que ha operado como testaferro político de esas corporaciones, destrozó en primer lugar el marco constitucional; apartó de la presidencia a Dilma Rousseff y no ha parado hasta conseguir la prisión de Lula da Silva el pasado 7 de abril. Me avergüenza decir que todo esto se va llevando adelante con el silencio de la Unión Europea, a la que mi propio país pertenece. ¿Por qué eran peligrosos ambos dirigentes? Su gran falta fue el trabajo efectuado en la implantación de un nuevo modelo social y económico alternativo al diseñado por las élites económicas de los mercados. No hay que olvidar que, como algunos medios progresistas han señalado, a lo largo de sus gobiernos Brasil salió del Mapa del Hambre de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, que 36 millones de personas dejaron atrás la pobreza, que se crearon 20 millones de nuevos puestos de trabajo implementando los derechos laborales, o que los avances en vivienda popular, educación o sanidad supusieron un avance inusitado para millones de personas. Cierto es, y eso duele en determinados estamentos, que se enfrentaron al modelo estadounidense bloqueando el tratado de libre comercio entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe y desarrollando estructuras regionales alternativas excluyentes de la acción del Gobierno norteamericano e incluso ajenas a las cumbres iberoamericanas que España ha impulsado. Acciones «inadmisibles», por tanto, y «merecedoras» de ser frenadas y sepultadas en el más profundo de los fosos, máxime ante la perspectiva de un posible triunfo electoral de Lula y de una posterior reelección que acabase por transformar la economía en detrimento de las grandes empresas y sus representantes en el país y en la nación que preside Donald Trump. Es, por tanto, Brasil un buen ejemplo directo y claro de lo que he pretendido transmitir en este artículo.
Aquí la política y la ética que consiguieron aflorar se han visto de cabalgadas por los intereses económicos y políticos sin ningún rubor, con malas artes y utilizando todas las armas posibles para «vestir el rostro perverso de la corrupción», actuando de tal forma contra el presidente Lula, sin pruebas consistentes, que han provocado un verdadero atentado contra la democracia. Veo, por tanto, justificado un sentimiento popular de indignación que no parece dispuesto a tolerar tal menoscabo en los derechos públicos. Así está creciendo la campaña denominada «Lula libre» nacida a partir del momento en que se decretó el encarcelamiento del presidente por una sentencia no firme que solo busca evitar que concurra a las elecciones de octubre de 2018 y que ha generado un movimiento de resistencia centrado en los denominados Comités Populares en defensa de Lula y de la democracia. La izquierda se viste de unidad y extiende la protesta a los barrios y a las centrales sindicales. Es esta una reacción de indignación sana frente a una acción arbitraria, injusta y desvergonzada que pretende retornar a tiempos ya pasados en que los ciudadanos vivían bajo la bota del poderoso. Una demostración de cómo la corrupción y el desprecio a los derechos sobre la base del egoísmo y el sometimiento al poder interesado llevan a los pueblos a la desgracia y a los modos dictatoriales ante el escandaloso silencio de potencias que se dicen avanzadas. Y es también la prueba de que las personas no están dispuestas a dejarse llevar en silencio por tales acciones. Las nuevas tecnologías, con todas sus desventajas, trae el innegable regalo de dar a conocer que todos somos iguales; que todos tenemos como objetivo el bienestar y que tal fin es obligación de los Gobiernos. Igualmente, llevan el mensaje de que aquellos pueblos que están dispuestos a aceptar la sumisión a estructuras totalitarias se ven abocados a la destrucción de sus convicciones y a un futuro dirigido hacia la opresión y el absolutismo trasnochados. Desde la percepción de Orwell: todos los ídolos derribados pueden volver a levantarse. La reacción y la vigilancia ciudadana debe ser, pues, el pilar que instaure la ética y el indispensable control hacia la acción política
La Ética:la falta de valores éticos y sus consecuencias
La sociedad es testigo, por tanto, de cómo cada vez más se perfila la lucha existente entre la ética y la concepción de aquellas prácticas políticas que tienden a prescindir de tales valores. La ética se basa en el individuo, y cuando surge el compromiso con los demás hablamos de moral. En esos términos se define la política como el compromiso con la sociedad. Frente a estas premisas de base, nos encontramos con que las políticas abducidas por la escolástica neoliberal tienden a diseñar una sociedad previamente concebida en que cada individuo tiene su papel a desempeñar dentro de un guión establecido. Este guión está redactado mediante reglas previamente decididas en los términos de un discurso que pasa por controlar a los ciudadanos. Sus autores son organizaciones o estructuras cuyas normas difieren fundamentalmente de las que definen la democracia. ¿Cuál es la salida para recuperar tales valores? Indudablemente es necesario reorientar la política hacia la moral. Recuperar la responsabilidad y la obligación para con los otros es la base para alcanzar igualdad y dar sentido al término solidaridad. La conciencia social es, por tanto, la herramienta que permite combatir el egoísmo que subyace en la política y que deviene de los intereses espurios que impulsan a algunos de sus líderes, en demasiadas ocasiones meros testaferros de grandes corporaciones. A raíz de esta meditación surge la siguiente pregunta: ¿Quiénes gobiernan en realidad? En 2007, el premio Nobel y buen amigo José Saramago hizo esta reflexión en un encuentro con el que fuera ministro español de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, en el que tuve el privilegio de participar. Preguntaba Saramago: «¿Quién manda en el mundo?». Y añadía: «El caso de América Latina es típico y tópico, pues quizá también un lugar donde la evidencia del dominio del otro, del que está fuera, siempre ha sido clarísima y evidente. Nadie se ha hecho ilusiones sobre los auténticos señores que, desde el punto de vista de la economía, están presentes en América Latina con la complicidad del mundo». Para el premio Nobel, la respuesta a quien detenta el poder mundial radica en la reacción que los poderes económicos manifiestan cada vez que ven en peligro su espacio o sus lucros. «No admiten que un país sea dueño de sí mismo», dijo. Y agregó algo que incita a la reflexión y retorna a la idea de ese escenario en que, sin saberlo, cada uno de nosotros tiene un papel asignado y que tiene que ver con qué hace que los gobiernos sean democráticos. «Lo son porque cumplen unas reglas establecidas y que hay que respetar para que gobiernen legítimamente, pero los poderes auténticos que gobiernan el mundo no son democráticos». En esos términos, indicaba Saramago otro punto que también me hace pensar y es que las instituciones financieras avanzan no por su propia voluntad sino porque la sociedad deja clara de una u otra forma que la situación es insostenible. Recuerdo que, con la visión certera que lo caracterizaba, advirtió que en el caso de que un día las condiciones cambiarán, Estados Unidos o cualquier otro país cuyo interés sea manifiesto, podría apoyar una dictadura en América Latina o en cualquier lugar del mundo.
Y le preocupaba algo más: el segmento de extrema derecha presente en Europa, que en su opinión podría crecer llegando al caso de que la Unión Europea se viera obligada a admitir por voluntad de una población, la presencia de un Gobierno fascista en su seno. «Puede ocurrir. Y Europa no se ha preparado para esa eventualidad porque hemos caído en una ingenuidad de que ahora empezaba la felicidad y, por tanto, no habrá nada más». Profética inquietud que desgraciadamente aparenta una desgraciada y posible realidad en los tiempos actuales. ¿Cómo se llega a tales situaciones? De la mano de la falta de ética y de la ausencia de moral, la corrupción anida en la política y lleva a que entre ciudadanos y políticos se ensanche la brecha del desarraigo y el descontento. También la desigualdad: hay una coalición cruzada –enemigos complementarios– entre los tiburones neoliberales y los halcones del etnopopulismo. La falta de repulsa hacia los escándalos de los representantes electos pone en riesgo la legitimidad que la Constitución de cada país establece. De ahí que la corrupción se convierta en un auténtico cáncer del sistema democrático que corroe a las instituciones y abre la puerta a los totalitarismos del signo más nefasto. La desigualdad establece una lógica situacional para la corrupción, la ocasión hace al ladrón. La salida no es fácil, pues frente al deseo de los administrados de alcanzar un modelo que elimine las desigualdades, regule los mercados, garantice los servicios públicos esenciales y avance por el camino del bienestar social, los grupos que, como decía Saramago, dominan realmente el mundo, trabajan por neutralizar tal acción ciudadana. Pero también hay que contar con esa segunda parte de que la exigencia de cambio obliga a los intereses económicos a suavizar o adaptar el control para mantenerse en el beneficio. La exigencia de una ética intachable en quienes gestionan lo público es el instrumento base con que cuenta la sociedad para combatir a los corruptos y recuperar la legitimidad democrática. Por eso hay que institucionalizar la figura del alertador y proteger a los denunciantes. El pueblo no merece una falta de ética y de responsabilidad política por parte de quienes lo representan, aquellos que practican el egoísmo como única ideología y olvidan el servicio público entrando en la directriz marcada por los lobbies y los entes financieros que rigen un mundo globalizado y materialista. El político que así lo acepta abdica de su responsabilidad personal, que es la conducta ética. Ningún cúmulo de circunstancias exime de la responsabilidad personal. Los políticos deben rendir cuentas, ya sea en el sector público o en el privado, que cada vez más está presente en puntos estratégicos para las sociedades y esa transparencia es la que permitirá una auténtica democracia. La participación no debe limitarse al acto de introducir un voto en la urna. Se precisa una observancia continua del cumplimiento del contrato electoral, del acuerdo entre los que gobiernan y los gobernados. Hay pues que abrir las ventanas del diálogo, agilizar la respuesta de los políticos hacia los ciudadanos.
Y es imprescindible que el hombre público trabaje en la dirección de crear una sociedad más solidaria, más justa y más dinámica. Pero teniendo en cuenta que dialogar no consiste en compartir monólogos, sino en escuchar e interrelacionar, compartir, discrepar desde el respeto y buscar el acuerdo o al menos el punto de vista compartido que permita trabajar en una dirección común. Para alcanzar este objetivo hay que combatir la indiferencia, nefasta a la hora de proteger los derechos humanos, defender la seguridad y el sistema democrático. Es la única manera de preservar la convivencia, pasando del conformismo a la participación crítica, contribuyendo a resolver los problemas de fondo. Se trata de implantar la ética en la gestión pública porque, como resalta Michel Foucault, aquella se traduce en la práctica de la libertad. Y la libertad es lo más valioso a que debe aspirar el ser humano. Lograr un compromiso democrático cuenta como factor decisivo con la justicia que afiance la seguridad de la sociedad. La justicia es más que la seguridad, es el horizonte normativo del Estado de derecho. Las herramientas del derecho son tanto más necesarias cuanto la dignidad humana está en peligro. Se precisa, por tanto, una justicia independiente y eficaz que vele por la ciudadanía y no se deje abatir por los poderosos, que apoye por tanto la seguridad, que erradique los crímenes que atentan contra las personas y las ayude a recuperar la dignidad. Sin los derechos que la Justicia sustenta, la dignidad se convierte en una burla.
Es un parapeto para que los poderosos no caigan en la intolerancia y arrastren a la violencia. Su papel es, pues, fundamental para garantizar que el camino de la regeneración es factible y las víctimas que son siempre las olvidadas en todos los conflictos, consigan ser restituidas en la verdad que reclaman. Por tanto, la buena justicia resulta un elemento inseparable de la ética y la moral que deben regir la vida pública. Se necesita, sin embargo, mucha formación para lograr que los nuevos administrados sean capaces de estar alerta ante cualquier ataque a su libertad. La educación es básica. Desde la escuela y más allá, a través de los medios de información y de las redes sociales debemos llegar a todos para activar su indignación y canalizar en acciones que defiendan la democracia. Cito aquí una frase de mi buen amigo Leonel Fernández: «Para volver al progreso tenemos que llegar de manos de la cultura».
No podría estar más de acuerdo.
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