Revista GLOBAL

Razones para la novela hoy

by Equipo editorial
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Una de las características de la narrativa, frente a otros géneros como la poesía o el ensayo, es que desde tiempos inmemoriales se ha reservado el privilegio de contar historias. Si Catulo (87 57 a. C.) expresaba sentimientos delicadísimos con la imagen del pajarillo de Lesbia, Petronio (27 66 d. C.) en El Satiricón parodiaba las novelas amorosas de separación de los amantes –en El Satiricón los amantes son dos hombres– y Apuleyo (124 180 d. C.) en El asno de oro relataba, en primera persona, las peripecias de Lucio, un mercader corintio que se convierte en asno, pero conservando su alma humana. Cuando Quevedo nos apretaba el corazón con su Amor constante más allá de la muerte, Cervantes también nos lo apretaba pero relatándonos los hechos de un hidalgo pobre, de adarga antigua y galgo corredor, que se había vuelto loco de admiración por caballeros andantes como Amadís, Tirante el blanco o Palmerín de Oliva.

Mientras los poetas sorprendidos reivindicaban su lema de “la poesía con el hombre universal”, Juan Bosch (1909 2001) ponía a caminar a La mañosa (1936) y, contándonos la peripecia de una mula, nos estaba hablando de muchas otras realidades –no sólo equinas–. Narradores, ensayistas y poetas son permeables a la visión del mundo del periodo de la historia que les ha tocado vivir, pero a la vez pueden cuestionar con sus textos esa visión del mundo, reformularla, buscarle las rendijas por donde entra el frío de la calle, agrandarla o clausurarla. 

Todos los que toman la palabra y la proyectan desde el ámbito de su intimidad hacia el espacio público se construyen a favor o contra de la ideología dominante: todos adoptan una posición en el campo cultural y el hecho de escribir poemas, ensayos o ficciones narrativas ya define el papel que se quiere desempeñar en la sociedad y el tipo de relación que, desde la literatura, pretende establecerse con el lector. En este sentido, la acción de “contar historias” casi siempre estuvo reservada a los narradores, ya utilizaran la viva voz y las estrategias de la oralidad, ya escribieran sus relatos. 

No hace tanto de todas estas cosas, aunque la historia últimamente “corre que se las pela”: a los niños aún se les contaban cuentos antes de dormirse, no dependíamos del celular hasta para ir a la vuelta de la esquina y Google no patrocinaba artefactos tan absurdos como el auto que no necesita conductor. El novelista Isaac Rosa reflexionaba (18 de octubre de 2010) en el diario Público sobre los posibles objetivos de tan revolucionaria patente: “Hace tiempo que la tecnología promete ‘liberarnos’, pero en la práctica cada vez tenemos menos tiempo libre. A la vez que multiplica nuestra capacidad de trabajar en cualquier lugar y momento, ha ido conquistando todos los espacios ociosos e improductivos, para que podamos viajar, pasear, comer, hacer deporte o ver la tele sin dejar de leer el correo o comprar on line. […] ”No crean, no soy nada tecnófobo. Son ellos los que me hacen así.” Los tiempos han cambiado mucho en muy pocas décadas y las transformaciones son tan profundas que uno tiene la obligación intelectual de interrogarse sobre muchos temas que han pasado a formar parte de nuestra visión del mundo, de la masa sumergida de un iceberg ideológico que se tiene tan profundamente asumido que ya ni siquiera se siente como ideología.

Esos temas sobre los que ya ni siquiera se discute configuran el espacio de lo que el filósofo esloveno Slavoj Zizez1 llama “la ideología invisible”. Dentro de ella se integrarían algunos leitmotivs como los que enumeramos a continuación: el capitalismo como sinónimo perfecto de la democracia; la competitividad como actitud positiva; la salud y el cuidado del cuerpo –cirugías, aparatos para hacer flexiones, implantes, herbolarios, dietas, tensiómetros domésticos– como objetivo prioritarios de la especie humana; el entretenimiento como función principal de la cultura. También podríamos meter en este cajón de sastre la idea de que las novelas, o cuentan historias, o no son novelas. Abordaremos cuatro aspectos para matizar alguno de los postulados de esta ideología invisible relativa a la cultura y a la novelística en la actualidad.

A saber: la relación entre tiempo libre y literatura; qué significa contar y leer una historia; cómo han afectado los nuevos soportes tecnológicos a las narraciones, y, por último, cuáles serían las narraciones posibles en un mundo imposible o las narraciones imposibles en un mundo posible. Que, como diría Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual. Literatura y tiempo libre La literatura, y muy especialmente las novelas, son mercancías en las sociedades de consumo: objetos de entretenimiento como la wii o el deuvedé [dvd] de la última película de Angelina Jolie, como un yo yo o un telefilme, como un graciosísimo vídeo de You Tube. El tiempo libre, identificado con el ocio, es la reserva –y hablo de reserva en el sentido de las reservas de apaches o semínolas en Estados Unidos–, el espacio acotado para el consumo de este tipo de bienes culturales. En esta reserva de tranquilidad, diversión, montañas rusas y esparcimiento, el lector asume el papel de consumidor cultural, de cliente que debe quedar satisfecho con su compra.

De modo que no es el lector quien se debe alzar a la altura de un texto, sino el texto –y, por ende, su autor– el que debe prever las expectativas de sus compradores potenciales. Partiendo de esta premisa, el empobrecimiento de las propuestas culturales es ostensible y se produce la paradoja de que en los tiempos de la libertad –una libertad que se confunde con el liberalismo y que es esgrimida, cada vez más, como enseña de grupos de ultraderecha– se ejercen sofisticadísimas estrategias de censura basadas en palabras como comercialidad, rentabilidad, legibilidad e, incluso, en expresiones complejas como “corrección política”. Los escritores –sobre todo, los novelistas– renuncian a los rasgos que los han definido y les han dado un lugar a lo largo de la historia de la literatura –lucidez, sentido crítico, intrepidez, riesgo…– y ejercen la autocensura porque saben muy bien lo que deben o no deben escribir para ser acogidos en el seno del mercado: novelas negras con tintes aceptables de crítica social; historias sentimentales que rescatan el pasado con benevolencia; aventuras metaliterarias con leves toques del género fantástico y de la ciencia ficción; por no hablar de esos exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud. Eso por poner unos pocos ejemplos. No creo que, en los tiempos que corren, ni siquiera los famosísimos novelistas del boom tuvieran cabida en los catálogos de las editoriales: su experimentalismo, su margen de ilegibilidad, la resistencia que el texto pueda ofrecer al lector, los dejarían en la periferia, incluso quizá en el limbo, de un núcleo literario y editorial copado por autores de una narrativa vampírica o “templaria”, concebida en muchos casos para un lector Peter Pan con mentalidad de eterno adolescente.

En la época de esta libertad liberalista nos encontramos que, ante la pérdida progresiva del sentido crítico en los lectores, desde los ministerios se plantea incluso la posibilidad de eliminar ciertos cuentos infantiles para sustituirlos por otros que respondan a un modelo de género más igualitario. Cortar por lo sano. Eliminar del imaginario los cuentos de hadas. Hace no mucho, yo –y les ruego que me perdonen por el autoplagio– comenté en un acto organizado por la Cátedra Leonor de Guzmán de la Universidad de Córdoba: “La cultura –la literatura–, como ya se ha dicho, no es inofensiva y sirve para conformar una visión del mundo que después utilizaremos para emprender y valorar distintos tipos de acciones propias y ajenas. Sin embargo, yo no querría que nadie me hurtase el derecho de leer Blancanieves o La bella durmiente o la incestuosa Piel de asno. No querría que nadie me borrase de la memoria las huellas de estos libros, sus impregnaciones, lo que de ellos se ha quedado en mí. 

Lo que soy y lo que me queda por aprender. No se trata de eliminar textos del acervo cultural o de empobrecer el imaginario, sino de desarrollar estrategias de lectura que sirvan para conformar una conciencia crítica a partir de la que podamos enfrentarnos a la pluralidad de los textos […] Los textos no son modelos, no deben ser recopilados en crestomatías, no deberían erigirse en fuente del fanatismo ortodoxo, sino en estímulos para el pensamiento. Los textos no son, por definición, sagrados, y por eso mismo no es necesario lanzarlos a la hoguera.” Una sociedad cada vez más infantilizada está indefensa ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente, pero no ante el modelo belicista de las historietas de los videojuegos. Vivimos en una pecera llena de contradicciones. Anselm Jappe,2 en su artículo “El gato, el ratón, la cultura y la economía”, lo expresa con claridad meridiana: “Ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes”. Jappe se plantea hasta qué punto el arte y las narraciones pueden permanecer al margen de la lógica de la inversión y la ganancia; hasta qué punto pueden constituir una “excepción cultural” como reclamaban los intelectuales franceses; habla de la “industria del entretenimiento” y denuncia que la cultura se ha convertido en una herramienta de “pacificación social y de creación de consenso”: un falso consenso que nada tiene que ver con los conflictos y las contradicciones del mundo, con la desigualdad, la explotación, la alienación, la soledad, la imposibilidad de crecer, la deshumanización de las relaciones afectivas, la edulcoración de las pasiones, las utopías muertas.

La cultura del consenso, filtrada por la túrmix [licuadora] del mercado, camufla la realidad manteniendo un discurso único, que a menudo coincide con la corrección política. Es una cultura que no incomoda a nadie –lejos quedaron esos espectadores burgueses a los que Buñuel mostró cómo se rebanaba una pupila con una navaja de barbero– y que se reduce a su acepción espectacular, sentimental o anestésica: la cultura constituye el placebo, el elixir del olvido, la fast food cultura –lo uso y lo tiro, lo como y lo…– que necesitan hombres y mujeres atenazados por una vida cotidiana que prefieren no ver y de la que necesitan descansar a través de las ficciones. En este sentido, la literatura –y especialmente, las narraciones– no sería muy distinta del pan y circo, del pan y toros, del pan y fútbol o del pan y telenovelas que caracterizó a multitud de regímenes totalitarios y que, hoy, caracteriza a democracias liberales que fomentan el concepto de una cultura de prestigio donde la cantidad –el número de ventas– es el criterio para establecer la calidad de una obra. 

En definitiva, el concepto de democracia en el ámbito cultural –un tema sobre el que habría mucho que pensar y que decir– se rompe en los añicos de una demagogia que banaliza la idea de cultura y repercute negativamente en la enseñanza y en la educación de unos niños que, cuando les preguntas qué quieren ser de mayores, asumen muy bien la ley del mínimo esfuerzo, la idea de que el que no roba es tonto y el eslogan del todo vale –tres de las consignas más populares de nuestra ideología invisible– y responden que su sueño es convertirse en personaje de las revistas del cotilleo o en estrellas de un reality show. Contar una historia y leer una historia En el contexto que se acaba de describir, es lógico que a menudo las razones que los lectores tienen para leer un texto no sean iguales a las que los escritores tienen para escribirlo. O lo que es igual: que las razones que los escritores tienen para escribir no son las que mueven a un lector a la hora de comprar e incluso de leer un libro.

Cuando los dos mundos coinciden –las razones del que escribe son similares a las razones del que lee– se producen fenómenos tan sobrenaturales para el mercado editorial como la saga de Harry Potter o la eclosión de la nueva narrativa española: Eduardo Mendoza con La verdad sobre el caso Savolta (1975); Javier Marías con Todas las almas (1989); o Jesús Ferrero con Belver Yin (1981) consiguieron, tal como apunta el crítico y editor Constantino Bértolo, gratificar, complacer y reconfortar a toda una generación lectora que reconoció en sus libros el primitivo arte de contar historias y pudo decir: “Esto sí es una novela”. Novelas, caracterizadas por su virtuosismo sobre todo en lo que se refiere a la articulación de las tramas, pero que propician con el lector un tipo de relación fácil, poco conflictiva, en la que nada cambia de lugar, porque se supone que ésa no es la función de la literatura en el mejor de los mundos posibles. En ese “mejor de los mundos posibles”, las narraciones se mueven bajo el estribillo posmoderno de la ironía, el entretenimiento y la amenidad. Como si la llegada de la democracia en España hubiera supuesto un punto y final, la llegada a un destino perfecto en el que no caben las correcciones, y como si la buena literatura de todos los tiempos y lugares no se hubiera definido, como tal, por su capacidad para ampliar la visión del mundo, replantear el significado de las frases hechas, sacar la porquería de debajo de las alfombras, darle la vuelta a las tortillas a partir de una reflexión sobre el lenguaje y sobre los géneros literarios que es indisoluble de un posicionamiento ético y, a menudo, también político.

Sin embargo, esta providencial colocación de los astros en el cielo –esa simbiosis entre la creatividad y la expectativa de lectura, entre lo que unos están dispuestos a vender y otros a comprar– no se produce muy a menudo. En el campo literario de la narrativa más contemporánea se suelen producir dos fenómenos que se describen a continuación: 

1) Un lector puede decidirse a emprender la lectura de una novela porque está aburrido, porque quiere pasar el rato, porque necesita entretenerse, divertirse, hacer volar su imaginación, soñar, reírse un rato, olvidarse de la presión de la hipoteca, de la cara de su jefe y de lo que cuesta un galón de gasolina… En estas circunstancias – las más habituales–, el autor está condenado al papel de bufón. 

2) Si el autor palabra, por lo demás, ya muy desprestigiada aspira a mirar desde otro sitio, a producir inquietud, a colocar a sus lectores en un brete cognoscitivo o ideológico, a propiciar una acción, a renombrar la realidad para compartir con nosotros su comprensión –parcial, pero única– de la misma, a intervenir en la sociedad o a transformarla, si un autor aspira a todo eso, necesita de un lector exigente, esforzado, participativo: un lector con el que entablar una conversación. 

La primera situación descrita responde a lo que sucede; la segunda sucede a pequeña escala, pero cada vez es más exótica porque vivimos en un sistema que no facilita este tipo de vínculo entre el lector y el autor a través de texto. Constantino Bértolo3 analiza esta realidad admirablemente bien en su ensayo La cena de los notables (2008), donde se subraya no sólo la condición bufonesca de muchos narradores contemporáneos, sino también la violencia que se ejerce contra unos lectores que, “sadomasoquistamente” –es curioso–, están encantados de que se ejerza dicha violencia contra ellos: “[…] la seducción irrumpe como estrategia dominante de la legitimidad posmoderna […] Si hasta fechas recientes la seducción aparecía como una cara ambivalente (por una parte remitía a lo que tiene de engaño, por otro, a la admiración que provoca), asistimos ahora a su legitimación como forma deseable de la comunicación social.

Ya no se trata de que alguien quiera seducir, sino de que todos quieren ser seducidos, sin que la base falsa o tramposa sobre lo que puede estar construida la seducción origine reparo alguno.” Bértolo reflexiona sobre una narrativa que es el fruto de comunidades, en el fondo, autoritarias, por mucho que se autocalifiquen de democráticas; comunidades donde el ejercicio de una violencia sistémUna de las características de la narrativa, frente a otros géneros como la poesía o el ensayo, es que desde tiempos inmemoriales se ha reservado el privilegio de contar historias. Si Catulo (8757 a. C.) expresaba sentimientos delicadísimos con la imagen del pajarillo de Lesbia, Petronio (2766 d. C.) en El Satiricón parodiaba las novelas amorosas de separación de los amantes –en El Satiricón los amantes son dos hombres– y Apuleyo (124180 d. C.) en El asno de oro relataba, en primera persona, las peripecias de Lucio, un mercader corintio que se convierte en asno, pero conservando su alma humana. Cuando Quevedo nos apretaba el corazón con su Amor constante más allá de la muerte, Cervantes también nos lo apretaba pero relatándonos los hechos de un hidalgo pobre, de adarga antigua y galgo corredor, que se había vuelto loco de admiración por caballeros andantes como Amadís, Tirante el blanco o Palmerín de Oliva. Mientras los poetas sorprendidos reivindicaban su lema de “la poesía con el hombre universal”, Juan Bosch (19092001) ponía a caminar a La mañosa (1936) y, contándonos la peripecia de una mula, nos estaba hablando de muchas otras realidades –no sólo equinas–. Narradores, ensayistas y poetas son permeables a la visión del mundo del periodo de la historia que les ha tocado vivir, pero a la vez pueden cuestionar con sus textos esa visión del mundo, reformularla, buscarle las rendijas por donde entra el frío de la calle, agrandarla o clausurarla. 

Todos los que toman la palabra y la proyectan desde el ámbito de su intimidad hacia el espacio público se construyen a favor o contra de la ideología dominante: todos adoptan una posición en el campo cultural y el hecho de escribir poemas, ensayos o ficciones narrativas ya define el papel que se quiere desempeñar en la sociedad y el tipo de relación que, desde la literatura, pretende establecerse con el lector. En este sentido, la acción de “contar historias” casi siempre estuvo reservada a los narradores, ya utilizaran la viva voz y las estrategias de la oralidad, ya escribieran sus relatos. 

No hace tanto de todas estas cosas, aunque la historia últimamente “corre que se las pela”: a los niños aún se les contaban cuentos antes de dormirse, no dependíamos del celular hasta para ir a la vuelta de la esquina y Google no patrocinaba artefactos tan absurdos como el auto que no necesita conductor. El novelista Isaac Rosa reflexionaba (18 de octubre de 2010) en el diario Público sobre los posibles objetivos de tan revolucionaria patente: “Hace tiempo que la tecnología promete ‘liberarnos’, pero en la práctica cada vez tenemos menos tiempo libre. A la vez que multiplica nuestra capacidad de trabajar en cualquier lugar y momento, ha ido conquistando todos los espacios ociosos e improductivos, para que podamos viajar, pasear, comer, hacer deporte o ver la tele sin dejar de leer el correo o comprar on line. […] ”No crean, no soy nada tecnófobo. Son ellos los que me hacen así.” Los tiempos han cambiado mucho en muy pocas décadas y las transformaciones son tan profundas que uno tiene la obligación intelectual de interrogarse sobre muchos temas que han pasado a formar parte de nuestra visión del mundo, de la masa sumergida de un iceberg ideológico que se tiene tan profundamente asumido que ya ni siquiera se siente como ideología. Esos temas sobre los que ya ni siquiera se discute configuran el espacio de lo que el filósofo esloveno Slavoj Zizez1 llama “la ideología invisible”. Dentro de ella se integrarían algunos leitmotivs como los que enumeramos a continuación: el capitalismo como sinónimo perfecto de la democracia; la competitividad como actitud positiva; la salud y el cuidado del cuerpo –cirugías, aparatos para hacer flexiones, implantes, herbolarios, dietas, tensiómetros domésticos– como objetivo prioritarios de la especie humana; el entretenimiento como función principal de la cultura.

También podríamos meter en este cajón de sastre la idea de que las novelas, o cuentan historias, o no son novelas. Abordaremos cuatro aspectos para matizar alguno de los postulados de esta ideología invisible relativa a la cultura y a la novelística en la actualidad. A saber: la relación entre tiempo libre y literatura; qué significa contar y leer una historia; cómo han afectado los nuevos soportes tecnológicos a las narraciones, y, por último, cuáles serían las narraciones posibles en un mundo imposible o las narraciones imposibles en un mundo posible. Que, como diría Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual. Literatura y tiempo libre La literatura, y muy especialmente las novelas, son mercancías en las sociedades de consumo: objetos de entretenimiento como la wii o el deuvedé [dvd] de la última película de Angelina Jolie, como un yoyo o un telefilme, como un graciosísimo vídeo de You Tube. El tiempo libre, identificado con el ocio, es la reserva –y hablo de reserva en el sentido de las reservas de apaches o semínolas en Estados Unidos–, el espacio acotado para el consumo de este tipo de bienes culturales. En esta reserva de tranquilidad, diversión, montañas rusas y esparcimiento, el lector asume el papel de consumidor cultural, de cliente que debe quedar satisfecho con su compra. De modo que no es el lector quien se debe alzar a la altura de un texto, sino el texto –y, por ende, su autor– el que debe prever las expectativas de sus compradores potenciales.

Partiendo de esta premisa, el empobrecimiento de las propuestas culturales es ostensible y se produce la paradoja de que en los tiempos de la libertad –una libertad que se confunde con el liberalismo y que es esgrimida, cada vez más, como enseña de grupos de ultraderecha– se ejercen sofisticadísimas estrategias de censura basadas en palabras como comercialidad, rentabilidad, legibilidad e, incluso, en expresiones complejas como “corrección política”. Los escritores –sobre todo, los novelistas– renuncian a los rasgos que los han definido y les han dado un lugar a lo largo de la historia de la literatura –lucidez, sentido crítico, intrepidez, riesgo…– y ejercen la autocensura porque saben muy bien lo que deben o no deben escribir para ser acogidos en el seno del mercado: novelas negras con tintes aceptables de crítica social; historias sentimentales que rescatan el pasado con benevolencia; aventuras metaliterarias con leves toques del género fantástico y de la cienciaficción; por no hablar de esos exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud. Eso por poner unos pocos ejemplos. No creo que, en los tiempos que corren, ni siquiera los famosísimos novelistas del boom tuvieran cabida en los catálogos de las editoriales: su experimentalismo, su margen de ilegibilidad, la resistencia que el texto pueda ofrecer al lector, los dejarían en la periferia, incluso quizá en el limbo, de un núcleo literario y editorial copado por autores de una narrativa vampírica o “templaria”, concebida en muchos casos para un lector Peter Pan con mentalidad de eterno adolescente.

En la época de esta libertad liberalista nos encontramos que, ante la pérdida progresiva del sentido crítico en los lectores, desde los ministerios se plantea incluso la posibilidad de eliminar ciertos cuentos infantiles para sustituirlos por otros que respondan a un modelo de género más igualitario. Cortar por lo sano. Eliminar del imaginario los cuentos de hadas. Hace no mucho, yo –y les ruego que me perdonen por el autoplagio– comenté en un acto organizado por la Cátedra Leonor de Guzmán de la Universidad de Córdoba: “La cultura –la literatura–, como ya se ha dicho, no es inofensiva y sirve para conformar una visión del mundo que después utilizaremos para emprender y valorar distintos tipos de acciones propias y ajenas. Sin embargo, yo no querría que nadie me hurtase el derecho de leer Blancanieves o La bella durmiente o la incestuosa Piel de asno. No querría que nadie me borrase de la memoria las huellas de estos libros, sus impregnaciones, lo que de ellos se ha quedado en mí. 

Lo que soy y lo que me queda por aprender. No se trata de eliminar textos del acervo cultural o de empobrecer el imaginario, sino de desarrollar estrategias de lectura que sirvan para conformar una conciencia crítica a partir de la que podamos enfrentarnos a la pluralidad de los textos […] Los textos no son modelos, no deben ser recopilados en crestomatías, no deberían erigirse en fuente del fanatismo ortodoxo, sino en estímulos para el pensamiento. Los textos no son, por definición, sagrados, y por eso mismo no es necesario lanzarlos a la hoguera.” Una sociedad cada vez más infantilizada está indefensa ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente, pero no ante el modelo belicista de las historietas de los videojuegos. Vivimos en una pecera llena de contradicciones. Anselm Jappe,2 en su artículo “El gato, el ratón, la cultura y la economía”, lo expresa con claridad meridiana: “Ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes”. Jappe se plantea hasta qué punto el arte y las narraciones pueden permanecer al margen de la lógica de la inversión y la ganancia; hasta qué punto pueden constituir una “excepción cultural” como reclamaban los intelectuales franceses; habla de la “industria del entretenimiento” y denuncia que la cultura se ha convertido en una herramienta de “pacificación social y de creación de consenso”: un falso consenso que nada tiene que ver con los conflictos y las contradicciones del mundo, con la desigualdad, la explotación, la alienación, la soledad, la imposibilidad de crecer, la deshumanización de las relaciones afectivas, la edulcoración de las pasiones, las utopías muertas.

La cultura del consenso, filtrada por la túrmix [licuadora] del mercado, camufla la realidad manteniendo un discurso único, que a menudo coincide con la corrección política. Es una cultura que no incomoda a nadie lejos quedaron esos espectadores burgueses a los que Buñuel mostró cómo se rebanaba una pupila con una navaja de barbero y que se reduce a su acepción espectacular, sentimental o anestésica: la cultura constituye el placebo, el elixir del olvido, la fast food cultura lo uso y lo tiro, lo como y lo…– que necesitan hombres y mujeres atenazados por una vida cotidiana que prefieren no ver y de la que necesitan descansar a través de las ficciones. En este sentido, la literatura y especialmente, las narraciones no sería muy distinta del pan y circo, del pan y toros, del pan y fútbol o del pan y telenovelas que caracterizó a multitud de regímenes totalitarios y que, hoy, caracteriza a democracias liberales que fomentan el concepto de una cultura de prestigio donde la cantidad el número de ventas es el criterio para establecer la calidad de una obra. 

En definitiva, el concepto de democracia en el ámbito cultural un tema sobre el que habría mucho que pensar y que decirse rompe en los añicos de una demagogia que banaliza la idea de cultura y repercute negativamente en la enseñanza y en la educación de unos niños que, cuando les preguntas qué quieren ser de mayores, asumen muy bien la ley del mínimo esfuerzo, la idea de que el que no roba es tonto y el eslogan del todo vale tres de las consignas más populares de nuestra ideología invisible y responden que su sueño es convertirse en personaje de las revistas del cotilleo o en estrellas de un reality show. Contar una historia y leer una historia En el contexto que se acaba de describir, es lógico que a menudo las razones que los lectores tienen para leer un texto no sean iguales a las que los escritores tienen para escribirlo. O lo que es igual: que las razones que los escritores tienen para escribir no son las que mueven a un lector a la hora de comprar e incluso de leer un libro.

Cuando los dos mundos coinciden las razones del que escribe son similares a las razones del que lee– se producen fenómenos tan sobrenaturales para el mercado editorial como la saga de Harry Potter o la eclosión de la nueva narrativa española: Eduardo Mendoza con La verdad sobre el caso Savolta (1975); Javier Marías con Todas las almas (1989); o Jesús Ferrero con Belver Yin (1981) consiguieron, tal como apunta el crítico y editor Constantino Bértolo, gratificar, complacer y reconfortar a toda una generación lectora que reconoció en sus libros el primitivo arte de contar historias y pudo decir: “Esto sí es una novela”. Novelas, caracterizadas por su virtuosismo sobre todo en lo que se refiere a la articulación de las tramas, pero que propician con el lector un tipo de relación fácil, poco conflictiva, en la que nada cambia de lugar, porque se supone que ésa no es la función de la literatura en el mejor de los mundos posibles. En ese “mejor de los mundos posibles”, las narraciones se mueven bajo el estribillo posmoderno de la ironía, el entretenimiento y la amenidad. Como si la llegada de la democracia en España hubiera supuesto un punto y final, la llegada a un destino perfecto en el que no caben las correcciones, y como si la buena literatura de todos los tiempos y lugares no se hubiera definido, como tal, por su capacidad para ampliar la visión del mundo, replantear el significado de las frases hechas, sacar la porquería de debajo de las alfombras, darle la vuelta a las tortillas a partir de una reflexión sobre el lenguaje y sobre los géneros literarios que es indisoluble de un posicionamiento ético y, a menudo, también político.

Sin embargo, esta providencial colocación de los astros en el cielo esa simbiosis entre la creatividad y la expectativa de lectura, entre lo que unos están dispuestos a vender y otros a comprarno se produce muy a menudo. En el campo literario de la narrativa más contemporánea se suelen producir dos fenómenos que se describen a continuación: 

1) Un lector puede decidirse a emprender la lectura de una novela porque está aburrido, porque quiere pasar el rato, porque necesita entretenerse, divertirse, hacer volar su imaginación, soñar, reírse un rato, olvidarse de la presión de la hipoteca, de la cara de su jefe y de lo que cuesta un galón de gasolina… En estas circunstancias – las más habituales–, el autor está condenado al papel de bufón. 

2) Si el autor palabra, por lo demás, ya muy desprestigiada aspira a mirar desde otro sitio, a producir inquietud, a colocar a sus lectores en un brete cognoscitivo o ideológico, a propiciar una acción, a renombrar la realidad para compartir con nosotros su comprensión –parcial, pero única– de la misma, a intervenir en la sociedad o a transformarla, si un autor aspira a todo eso, necesita de un lector exigente, esforzado, participativo: un lector con el que entablar una conversación. 

La primera situación descrita responde a lo que sucede; la segunda sucede a pequeña escala, pero cada vez es más exótica porque vivimos en un sistema que no facilita este tipo de vínculo entre el lector y el autor a través de texto. Constantino Bértolo3 analiza esta realidad admirablemente bien en su ensayo La cena de los notables (2008), donde se subraya no sólo la condición bufonesca de muchos narradores contemporáneos, sino también la violencia que se ejerce contra unos lectores que, “sadomasoquistamente” es curioso, están encantados de que se ejerza dicha violencia contra ellos: “[…] la seducción irrumpe como estrategia dominante de la legitimidad posmoderna […] Si hasta fechas recientes la seducción aparecía como una cara ambivalente (por una parte remitía a lo que tiene de engaño, por otro, a la admiración que provoca), asistimos ahora a su legitimación como forma deseable de la comunicación social. Ya no se trata de que alguien quiera seducir, sino de que todos quieren ser seducidos, sin que la base falsa o tramposa sobre lo que puede estar construida la seducción origine reparo alguno.” Bértolo reflexiona sobre una narrativa que es el fruto de comunidades, en el fondo, autoritarias, por mucho que se autocalifiquen de democráticas; comunidades donde el ejercicio de una violencia sistémica el despido es una forma de violencia, la reforma laboral que se ha implantado actualmente en España es una forma de violencia cristaliza en formas narrativas penetradas por las leyes del mercado y por esa visión de la literatura que venimos describiendo.

Damián Tabarovsky,4 escritor argentino, en su ensayo Literatura de izquierda (2010), desde una perspectiva en la que, como ya declaró taxativamente el huevo Humpty Dumpty ante una Alicia atónita: “Lo importante no es saber lo que las palabras significan, lo importante es saber quién es el que manda. Eso es todo”, es decir, desde una perspectiva en la que resulta imposible deslindar en la literatura el qué del cómo, el fondo de la forma, la ética de la estética, la ideología de los géneros, los contextual e histórico de lo discursivo y lingüístico, clasifica y comenta a distintos autores de la contemporaneidad desde Flaubert a Bolaño y los valora en función de su capacidad para interrogar a la literatura desde dentro, desde el riesgo de plantear una propuesta lingüística y genérica novedosa donde el concepto de “novedad” no sea sólo un acicate, un catalizador de la rueda del mercado, sino un modo de enfrentarse con otra mirada encarnada en el texto a la realidad y al mundo. 

Esa literatura inevitablemente ideológica como toda no es necesariamente política si toda la literatura fuera política ninguna lo sería– en el sentido de que no ha de centrarse en un tema que el lector pueda reconocer dentro del campo semántico de “lo político”. Sin embargo, yo creo que el error de Tabarovsky es haber utilizado el marbete “literatura de izquierda”, una nomenclatura políticamente marcada, una nomenclatura que no se circunscribe al espacio genérico de lo ideológico, para referirse a autores como Céline, César Aira o el propio Flaubert: una literatura con voluntad política –no sólo ideológica en su pretensión de fracturar los géneros dominantes de comunicación social cuestionando con ello el sistema que ha propiciado la aparición y desarrollo de dichos géneros– debe interrogar a la literatura desde dentro e indagar sobre sus límites, pero también hablar del precio de las patatas, de Wall Street, de las hambrunas, la precariedad, la especulación, la emigración, las guerras, las catástrofes naturales, la ayuda humanitaria, los estigmas de los vencidos y de los huérfanos, la traumática disolución de las utopías, la condición femenina, la destrucción del espacio íntimo, etc. etc., etc… de todos los temas que han alimentado tradicionalmente la inquietud y la literatura política. Con su propuesta, Tabarovsky cae en el vicio, un tanto soberbio, de la endoliteratura y no se sustrae a la tentación de colocar en primer plano la revolución del lenguaje frente al lenguaje de la revolución. 

El mayor mérito del ensayo de Damián Tabarovsky en términos generales, un texto muy interesante y que se atreve a arriesgar ideas más allá de la música ambiente, fuera de los límites de la ideología invisible es proponer una relectura de autores sobre los que ya no se discute, sobre los que se ha corrido el tupido velo de la unanimidad a cuenta de su incuestionable calidad literaria: una calidad literaria que no subvierte el orden establecido dentro de la propia literatura, que es complaciente con el lector, que no le coloca en una posición interactiva, sino en la asunción de lo establecido. Así pues, Tabarovsky revoluciona esa unanimidad, corrige el adjetivo “incuestionable” y se pregunta por las razones y todas son razones de corte ideológico que convierten a Antonio Tabucchi, Bret Easton Ellis, Claudio Magris o Roberto Bolaño en autores indiscutibles. Les recomiendo la lectura de este ensayo con el que no hay que estar necesariamente de acuerdo, pero que nos da que pensar y, sobre todo, nos abre un horizonte para entender cuáles podrían ser las razones para no seguir escribiendo novelas –incluso para no seguir escribiendo en general– de hoy en adelante. Y, al otro lado del espejo del no, de nuevo “lewiscarrollianamente”, bien podríamos encontrar las razones del sí. Aunque “no” fuera la palabra preferida del escritor portugués José Saramago. 

Internáutica y narrativa 

Hace ya algún tiempo venimos oyendo campanas y voceros que dicen: “Las nuevas tecnologías van a revolucionar la literatura”. Es muy posible que las nuevas tecnologías vayan a revolucionar la literatura, pero quizá ante ese tipo de revolución debamos oponer cierta resistencia, porque, según mi modesto parecer, ese tipo de revolución es una revolución de orden comercial. Me explico: las nuevas tecnologías van a revolucionar el modo de distribución y consumo de la literatura y, con esto, la propia concepción de lo literario, así como sus estrategias de creatividad. La democratización del acceso al conocimiento pasa por la creación de nuevas necesidades de consumo: desde el ordenador al ebook, desde el ipad hasta la conexión a Internet. Y soy consciente de que en el cajón de sastre anterior estoy incluyendo conceptos de pertenecen a categorías diferentes: si bien Internet, igual que en su momento el teléfono o la penicilina, hace posible un nuevo modo de circulación de la información, una nueva vía de comunicación, ingenios como el ebook no aportan nada nuevo porque el libro ya está inventado. El ebook no responde a una necesidad real o a una necesidad futura que debería ser cubierta como podrían ser la necesidad de hablar a distancia en el caso del teléfono o de recorrer grandes distancias en tiempos cada vez más inverosímiles como en el desarrollo de los distintos medios de locomoción y transporte. Además, el ebook es un objeto de consumo sujeto a ese fenómeno, de nombre casi paranormal, llamado “obsolescencia electrodoméstica”: es decir, las lavadoras con el paso del tiempo se rompen. El ebook también, y habrá que reemplazarlo porque una vez que lo compremos ya no podremos vivir sin él.

Pero, más allá de la parodia, es posible que los nuevos soportes de la literatura incidan en el procesamiento lector, en la manera de leer y de aproximarse a los textos literarios no leemos igual un libro encuadernado en tapas de oro, que un libro de bolsillo, que una página de Internet: nuestra actitud y nuestras expectativas respecto al texto cambian y eso incide en la interpretación y también, cómo no, en la manera de escribirlos. El soporte “internáutico” propicia una sintaxis diferente: se trabaja bajo el mandato de la brevedad, de la sorpresa, de la posibilidad de profundizar a través del vínculo y del hipertexto… En este sentido, creo que los autores del futuro deberían escribir de forma diferente, condicionados por el soporte elegido: un tipo de textos para Internet, sometidos al nerviosismo del clic, a la velocidad y al impacto visual, y otro tipo de textos destinados al formato tradicional del libro, a ese obsoleto sistema de lectura tan maravilloso que tiene que ver con la soledad, con tomarse todo el tiempo del mundo, con el lápiz para plantar enredaderas de notas en los márgenes de un volumen, con la paz de las bibliotecas, con el silencio, con la concentración, la meditación y la distancia necesarias para desarrollar una mirada crítica y construir un conocimiento no efímero…

En los dos casos –literatura hecha ex profeso para Internet, literatura hecha ex profeso para el soporte libro–, los autores competentes producirán textos eficaces que se ciñan a las expectativas del lector o tengan la virtud de sacarlo de sus casillas. Lo que parece un tanto ridículo es la impostura: me refiero a esos autores –no sólo de novelas o cuentos, sino también de materiales escolares– que trasladan a sus historias librescas formas importadas de Internet, a fin de producir un efecto de modernidad que encaja perfectamente con esa acepción de lo nuevo como catalizador del mercado que se comentaba unos párrafos más arriba. En el caso de los materiales educativos, el asunto es más grave: desde las editoriales se propicia un tipo de diseño, visualmente impactante para el discente, que conecte con modos de procesamiento de la información heredados del consumo de Internet.

Es decir, en lugar de hacer de los libros un lugar de contrapeso y resistencia para conservar un modo de leer y de pensar que quizá lamentablemente se extinga –y con ello una forma de memoria y de sentimentalidad–, se convierte a los libros en un simulacro de Internet. Lo demagógicamente mayoritario, las cantidades y la “pseudomodernidad”, también pesan más en el terreno de la educación que la calidad y el enriquecimiento que supondría desarrollar simultáneamente dos posibilidades distintas de procesar la información y de mirar el mundo. Las dos ideologías, las dos cosmovisiones, estrechamente relacionadas a una manera de leer, tendrían la posibilidad de complementarse si no nos obcecáramos en el canto de sirena de lo nuevo y si no pusiéramos lo realmente existente –el statu quo– por delante de un posible deber ser de lo real. En resumen, si nos atreviésemos a no renunciar a la utopía. 

Hay otro tema candente: los blogs, la crítica y la impunidad del anonimato. El hecho –de nuevo esencialmente demagógico– de colocar todos los discursos al mismo nivel –incluso los anónimos e insultantes– implica que cada vez es más necesario establecer criterios firmes para elegir un discurso entre la maraña de discursos, para distinguir entre el ruido, la música. Por esto, se hace urgente la reivindicación de la crítica como institución capaz de imponer límites a la demagogia del mercado, al todo vale y a la entronización de la opinión, de la doxa –en el sentido platónico y de la Escuela de Frankfurt– frente al conocimiento. La rehabilitación de la crítica –con mayúscula– es una de las maneras posibles de contrarrestar la uniformización espuria de la opinión y la creencia falsa de que todos los testimonios valen igual.

Narraciones posibles en un mundo imposible… 

Pensemos durante un instante en el juego de palabras que sirve de título a este último epígrafe: “Narraciones posibles en un mundo imposible” quiere aludir a que, en la conciencia de un mundo imposible, de un mundo injusto y desbocado, son muchas las narraciones no sólo posibles, sino urgentes. Ese es un espacio legítimo para la escritura del que deberían apropiarse los escritores de novelas.Igual habría titulado este apartado como: “Narraciones imposibles en un mundo posible”, para hacer referencia a la capacidad de la literatura para romper la luna del escaparate de lo real, para hacerlo añicos, para cuestionar el canon de normalidad, para que, con nuestras narraciones imposibles inadaptadas, excluidas, invisibilizadas, contestonas, agrias, incómodas, resistentes, subversivas e intrépidas– desvelemos las frases hechas de nuestra ideología invisible cuestionando un “deber ser” que nos venden como “ser” sin más y que se impone sobre nuestra vida privada, nuestras acciones en la esfera de lo público, sobre la realidad y sobre la propia literatura. Marguerite Yourcenar, en mitad de un cuento legendario –La leche de la muerte sobre una madre emparedada que es capaz de amamantar a su hijo después de muerta porque, de sus pechos, brota la leche a través de dos agujeritos, nos brinda una reflexión imprescindible: “Créame, Philippe, lo que nos falta de verdad son realidades”. Porque de verdad nos faltan realidades es necesario seguir escribiendo fábulas, leyendas, novelas, cuentos, nouvelles, experimentos de ficción que revelen otra vez la esencia mutante, metamórfica y omnívora de los géneros narrativos… Porque el mundo no está hecho sólo de textos y de verdad nos faltan realidades es necesario contar historias y volver, en definitiva, a la literatura como forma de conciencia de la vida y como capacidad de nombrar y de intervenir en el mundo. 

Nota:

El artículo es la trascripción de una conferencia pronunciada en Funglode en noviembre de 2010 ica el despido es una forma de violencia, la reforma laboral que se ha implantado actualmente en España es una forma de violencia cristaliza en formas narrativas penetradas por las leyes del mercado y por esa visión de la literatura que venimos describiendo. Damián Tabarovsky,4 escritor argentino, en su ensayo Literatura de izquierda (2010), desde una perspectiva en la que, como ya declaró taxativamente el huevo Humpty Dumpty ante una Alicia atónita: “Lo importante no es saber lo que las palabras significan, lo importante es saber quién es el que manda. Eso es todo”, es decir, desde una perspectiva en la que resulta imposible deslindar en la literatura el qué del cómo, el fondo de la forma, la ética de la estética, la ideología de los géneros, los contextual e histórico de lo discursivo y lingüístico, clasifica y comenta a distintos autores de la contemporaneidad –desde Flaubert a Bolaño– y los valora en función de su capacidad para interrogar a la literatura desde dentro, desde el riesgo de plantear una propuesta lingüística y genérica novedosa donde el concepto de “novedad” no sea sólo un acicate, un catalizador de la rueda del mercado, sino un modo de enfrentarse con otra mirada –encarnada en el texto– a la realidad y al mundo. 

Esa literatura inevitablemente ideológica como toda no es necesariamente política si toda la literatura fuera política ninguna lo sería– en el sentido de que no ha de centrarse en un tema que el lector pueda reconocer dentro del campo semántico de “lo político”. Sin embargo, yo creo que el error de Tabarovsky es haber utilizado el marbete “literatura de izquierda”, una nomenclatura políticamente marcada, una nomenclatura que no se circunscribe al espacio genérico de lo ideológico, para referirse a autores como Céline, César Aira o el propio Flaubert: una literatura con voluntad política no sólo ideológica en su pretensión de fracturar los géneros dominantes de comunicación social cuestionando con ello el sistema que ha propiciado la aparición y desarrollo de dichos géneros debe interrogar a la literatura desde dentro e indagar sobre sus límites, pero también hablar del precio de las patatas, de Wall Street, de las hambrunas, la precariedad, la especulación, la emigración, las guerras, las catástrofes naturales, la ayuda humanitaria, los estigmas de los vencidos y de los huérfanos, la traumática disolución de las utopías, la condición femenina, la destrucción del espacio íntimo, etc. etc., etc… de todos los temas que han alimentado tradicionalmente la inquietud y la literatura política. Con su propuesta, Tabarovsky cae en el vicio, un tanto soberbio, de la endoliteratura y no se sustrae a la tentación de colocar en primer plano la revolución del lenguaje frente al lenguaje de la revolución. 

El mayor mérito del ensayo de Damián Tabarovsky en términos generales, un texto muy interesante y que se atreve a arriesgar ideas más allá de la música ambiente, fuera de los límites de la ideología invisible es proponer una relectura de autores sobre los que ya no se discute, sobre los que se ha corrido el tupido velo de la unanimidad a cuenta de su incuestionable calidad literaria: una calidad literaria que no subvierte el orden establecido dentro de la propia literatura, que es complaciente con el lector, que no le coloca en una posición interactiva, sino en la asunción de lo establecido. Así pues, Tabarovsky revoluciona esa unanimidad, corrige el adjetivo “incuestionable” y se pregunta por las razones y todas son razones de corte ideológico que convierten a Antonio Tabucchi, Bret Easton Ellis, Claudio Magris o Roberto Bolaño en autores indiscutibles. Les recomiendo la lectura de este ensayo con el que no hay que estar necesariamente de acuerdo, pero que nos da que pensar y, sobre todo, nos abre un horizonte para entender cuáles podrían ser las razones para no seguir escribiendo novelas incluso para no seguir escribiendo en general– de hoy en adelante. Y, al otro lado del espejo del no, de nuevo “lewiscarrollianamente”, bien podríamos encontrar las razones del sí. Aunque “no” fuera la palabra preferida del escritor portugués José Saramago.


2 comments

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