La historiografía dominicana, tanto la asumida por historiadores norteamericanos como por sus colegas nacionales, reseña los diversos episodios de la intervención de Estados Unidos de 1916 a 1924, ocurridos fundamentalmente en la capital de la República. Cuando la crónica se introduce en el sur es para referirnos la acción de los liboristas. Y en el este, la resistencia de los gavilleros. Poco se sabe, empero, cuál fue el comportamiento de las tropas del capitán Knapp y el almirante Caperton en las demás provincias del país, principalmente en el norte, y en esta región en su centro de mayor vitalidad, Santiago de los Caballeros. El historiador de esta provincia ofrece los primeros elementos que conducen al conocimiento de la forma en que se condujeron los ocupantes del territorio nacional, la manera como respondió la población —desde dos ángulos diferentes— y el modo en que concluyó aquel periodo de nuestra historia. Falta mucho, tal vez, por indagar, pero el autor da los primeros pasos en ese sentido en este detallado y aportador texto.
Una vez se recibieron en Santiago las noticias de que las tropas estadounidenses habían desembarcado en Santo Domingo el 6 de mayo de 1916 y que al día siguiente el presidente Juan Isidro Jimenes había presentado su renuncia para dar paso, en la conducción del Poder Ejecutivo, al Consejo de Secretarios de Estado, la vida cotidiana de la ciudad se alteró.
El general Antonio Jorge anunció que haría valer su autoridad aun cuando fuese destituido como gobernador. En previsión de su llegada a la ciudad, empezó un éxodo de familias hacia los campos mientras que otras se mudaron a casas de mampostería. El Ayuntamiento nombró una comisión mediadora para evitar el derramamiento de sangre; estaba integrada por los regidores Franco Bidó, Fernández, Vila Morel y Pastoriza y los señores Rafael J. Espaillat, Ulises Franco Bidó, Pbro. Eliseo Bornia Ariza, Nacif Haché, Dr. Ramón de Lara, Lic. Rafael Estrella Ureña y Dr. Mitchell.
En otros puntos del Cibao, luego del ultimátum a los generales Desiderio Arias, Cesáreo y Mauricio Jiménez de parte del representante diplomático estadounidense Russell y el almirante Caperton para entregar sus posiciones a oficiales de Estados Unidos antes del 14 de mayo, y conocida la presencia de torpederos americanos frente a las costas de Puerto Plata, estallaron manifestaciones patrióticas: en el firme de El Mogote, el general Cipriano Bencosme colocó balsas encendidas formando las palabras «Viva la República», que pudieron ser leídas a distancia; en San Francisco de Macorís, el ciudadano Vicente Linares hizo circular una hoja suelta titulada Consumatum est, en protesta contra la ocupación; en La Vega se instaló una asociación patriótica de damas, y el distrito municipal de Las Lagunas, en un telefonema al Ayuntamiento de Santiago, proclamó que «como un solo hombre está dispuesto a derramar la última gota de sangre en defensa de la dignidad nacional». En Puerto Plata, el gobernador Apolinar Rey pretendió resistir, pero el Consejo de Secretarios de Estado tuvo que darle un ultimátum para que resignara el mando en el Ayuntamiento; el Dr. Arturo Grullón hubo de encabezar una comisión mediadora para evitar un conflicto con las fuerzas americanas.
Entre el 27 de mayo y el 1 de junio fueron ocupados los puertos de Sánchez, Monte Cristi y Puerto Plata. Dominadas esas ciudades, el objetivo era converger sobre Santiago con las fuerzas llegadas a Monte Cristi y Puerto Plata. Y en Santiago empezó a organizarse la resistencia: el coronel Arturo Sanabia promovió a partir del 26 de mayo el denominado «Batallón Ligero del Yaque», para el que pedía la integración de jóvenes entre 18 y 30 años. En apenas tres días, el cuerpo había logrado 169 inscritos y realizaba ejercicios frente a la casa del propio Sanabia. El general Desiderio Arias, quien llegó a la ciudad el 31 de mayo, le confirió a Sanabia el grado de general de brigada; y el general José de Jesús Álvarez, exsecretario de Hacienda, le regaló un sable para luchar contra el invasor.
El 1 de junio, tras recibir un telegrama con la noticia de la próxima ocupación militar de la ciudad, el Ayuntamiento acordó una serie de decisiones claves, a saber: prohibir la venta de bebidas alcohólicas en establecimientos al detalle, cafés y restaurantes hasta nuevo aviso; publicar una hoja suelta comunicando al pueblo la noticia de la ocupación; dirigirse al comercio para que no fuesen alterados los precios de los artículos de primera necesidad; ordenar a la Compañía de Agua, Luz y Fuerza Motriz llenar el reservoir del acueducto y cerrarlo para utilizarlo en caso de incendio y que, mientras tanto, la ciudad fuese surtida directamente de las tuberías; invitar a la Junta de Defensa Nacional a celebrar sus sesiones en el Palacio Consistorial; declarar el municipio en sesión permanente; crear un cuerpo de policía civil al mando de Carlos Sully Bonnelly; autorizar a la Compañía de Agua y Luz a suministrar agua solo cuatro horas al día (de 8.00 a 12.00 a. m.) mientras fuese posible, y autorizar al síndico a tomar cuantas medidas fuesen necesarias para la organización y disciplina de la Policía Municipal.
Entretanto, los estudiantes de medicina y farmacia del Instituto Profesional acordaron formar un comité de la Cruz Roja para atender a los defensores de la causa dominicana, y el gobernador provincial interino Eleuterio Sosa solicitó a los comerciantes sufragar una fuerza paramilitar para conservar el orden mientras salían las que estaban en la ciudad, que resultó ser un cuerpo de serenos o vigilantes nocturnos comandado por el general Raúl Soriano. De su lado, aunque la Compañía de Agua y Luz acordó con el Ayuntamiento surtir agua del reservoir del acueducto solo de 8 a 12 meridiano en previsión de lo que pudiese pasar, desde la noche del 6 de junio la ciudad quedó sin agua y sin luz. Las familias continuaban abandonando la ciudad mientras el desánimo se hacía sentir en la zona comercial y empezaba a notarse la falta de vehículos y de campesinos; gran parte de las casas comerciales cerraron y la Escuela de Comercio fue suspendida por falta de luz.
Una comisión de paz enviada por el Ayuntamiento, que buscaba la no ocupación de Santiago, compuesta por el Dr. Juan Bautista Pérez Rancier, el Lic. José María Cabral y Báez y el comerciante Eliseo Espaillat, a la que se sumaron ciudadanos de Moca, La Vega, San Francisco de Macorís, Samaná, Pimentel y Sánchez, salió hacia Santo Domingo, en el interés de buscar con el Consejo de Secretarios de Estado una solución «digna para el patriotismo» al conflicto creado con la intervención. La comisión se entrevistó con Russell y Caperton, pero la toma de la ciudad quedó fuera de la negociación y solo se logró aplazar el avance de los marines hasta el 15 de junio, plazo que no sería respetado si los dominicanos los hostilizaban. Todo dependería de la actitud de Santiago, que, sin embargo, seguía empecinada en ofrecer resistencia: el gobernador Sosa convocó una reunión de obreros y constituyó un cuerpo de trabajadores dirigidos por el maestro de obras municipal Vicente Estrella para construir trincheras, arreglar carabinas y montar cañones.
La ciudad continuaba sin agua y energía eléctrica, lo que impedía incluso las retretas en el parque Duarte. Por las calles circulaban perros hambrientos, que no hallaban que comer por la falta de vecinos, que se habían ido al campo, y en la fortaleza San Luis los presos la pasaban igual: por la situación política, la Contaduría General de Hacienda no erogaba dinero para la alimentación de los cien detenidos que allí había. Un grupo de damas que caritativamente preparó comida hizo su situación más llevadera.
El 18 de junio, el presidente del Ayuntamiento, Pbro. Manuel de Jesús González, recibió un telegrama en el que se le ponía en conocimiento la proclama del contraalmirante William B. Caperton, comandante en jefe de la escuadra y de las fuerzas de Estados Unidos en tierra y aguas dominicanas, anunciando que ocuparía Santiago, La Vega y Moca por encontrarse «en posesión o amenazadas por considerables fuerzas revolucionarias contra el Gobierno Constitucional».
González sesionó con los regidores los días 21 y 22 de junio, acordando publicar el telegrama en hoja volante, formar un cuerpo de policía especial para garantizar el orden y los intereses generales y designar una comisión —que él mismo encabezó— para acordar con los generales Desiderio Arias y Apolinar Rey que no se peleara en la ciudad si la ocupación no podía evitarse. Arias y Rey dijeron que no podían revelar sus planes por una eventual traición y que estaban «dispuestos a pelearles a los americanos donde quiera y como quiera». El 23 de junio, Arias y Rey hicieron circular una proclama en hoja suelta, mientras que albañiles, herreros y carpinteros acordaron con el gobernador hacer trincheras fuera de la ciudad, todo en medio del continuo éxodo de muchas familias y el refugio de otras tantas en casas de mampostería en el centro de la ciudad.
El ambiente seguía enrareciéndose con los aprestos militares para la defensa. Desde el 22 de junio, el general Picho Rodríguez había desplegado sus hombres en La Otra Banda, mientras se reconcentraron en la ciudad las tropas que operaban en Tamboril y se situaron piezas de artillería en El Castillo y La Otra Banda. Para soliviantar aún más los ánimos patrióticos, en la fiesta de Corpus Christi celebrada ese día en la Iglesia Mayor, la orquesta interpretó el himno nacional. La comunicación con Puerto Plata se perdió y, en previsión de que llegase a faltar papel, el periódico El Diario se redujo a una hoja a partir del 23 de junio, no solo por esa causa sino también por la ausencia de distribuidores, que se habían ido al campo. La salida de personas fue tal que al 25 de junio se calculaba que habían abandonado la ciudad de siete a ocho mil personas.
La desestabilización impactó incluso los precios: un cajón de sal llegó a venderse a $1.00 y cuatro bidones de agua en ocho centavos, cuando el precio corriente de la carga de agua era de cinco centavos, valor que el comisario de la Policía Municipal fijó como tope de venta. Su disposición no fue atendida y cuatro bidones de agua se vendieron hasta en diez centavos.
A partir del 24 de junio, las señoras Esther de Ginebra y Chichí de Báez y las señoritas Ercilia Pepín, María F. Castellanos, Ángela Castellanos y Mercedes Morel empezaron a reunir dinero para instalar hospitales de sangre de la Cruz Roja, presidida por el Lic. Juan Antonio de Lora, que fueron dispuestos en el Palacio de Justicia, las logias Nuevo Mundo y Unión Santiaguesa y la casa escuela número 2. En el de la Logia Nuevo Mundo número 5 murió el oficial Laíto Báez, herido por una granada en un combate acaecido el 27 de junio en Lajas, Altamira, quien comandó a 22 dominicanos que se enfrentaron por cuatro horas a 300 americanos. Antes de expirar al día siguiente, Báez fue ascendido al rango de general de brigada y cuando su cadáver transitaba frente a la casa del Lic. Furcy Castellanos, en la calle Del Sol, Ángela Agustina Castellanos interpretó el himno nacional; la concurrencia se detuvo y todos se descubrieron.
Otros enfrentamientos en Las Trincheras, en la carretera Guayubín-Monte Cristi, y Quebrada Honda, Altamira y La Piedra, en el camino Santiago-Puerto Plata, no pudieron detener el avance estadounidense. El 30 de junio, un toque de generala por baterías, tambores y cornetas del batallón Yaque en la fortaleza San Luis, El Castillo y calles de la ciudad, anunció la presencia de las tropas invasoras en el territorio de la provincia. Tras la noticia, voluntarios hicieron acto de presencia en la Gobernación en busca de armas; y el comandante militar de la plaza, general José G. García, soltó ochenta presos de la fortaleza San Luis con autorización del procurador fiscal Daniel Henríquez y los empleó para fortificar el recinto, fabricar cápsulas, construir zanjas y hacer otros trabajos urgentes dentro y fuera de la fortaleza.
Previo a un choque armado en Doña Antonia, el 3 de julio, en La Barranquita de Guayacanes tuvo lugar «el combate más sangriento librado contra los americanos en estas regiones», como lo calificó El Diario, y en el que murió el general Máximo Cabral. Tras la derrota en tierras maeñas y ante la inminencia de la llegada de los infantes de marina, salió hacia Navarrete una comisión de delegados de la Junta Patriótica —constituida a fines de junio en casa del Lic. Genaro Pérez bajo la presidencia del Lic. Furcy Castellanos e integrada por el Pbro. Manuel de Jesús González, presidente del Ayuntamiento, Eliseo y Enrique Espaillat y Anselmo Copello— para entrevistarse con el coronel Joseph Pendleton y negociar la entrada a la ciudad. Ya antes, el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Adolfo Alejandro Nouel, había mediado en un intercambio telegráfico entre el almirante Caperton y el Pbro. González, Eliseo Espaillat, Furcy Castellanos y Juan B. Pérez en este mismo sentido. La resistencia fue desistida. Pendleton aceptó dar garantías de vidas e intereses en su marcha hasta Santiago y se acogió al acuerdo del Consejo de Secretarios de Estado para la designación por el Ayuntamiento de un gobernador que no fuera uno de los revolucionarios armados, bajo cuya responsabilidad quedarían las armas de los rebeldes, al tiempo que advirtió que tomaría la fortaleza San Luis y otros lugares estratégicos y que una sola agresión a sus tropas que contraviniera sus concesiones implicaría una «acción militar muy fuerte». El nuevo gobernador provincial, Dr. Juan B. Pérez —electo en una reunión extraordinaria del Ayuntamiento en virtud del acuerdo concertado entre el Consejo de Secretarios de Estado, el representante diplomático del Gobierno americano, el general Desiderio Arias y la Junta Patriótica—, asumió el cargo el 5 de julio y de inmediato lanzó un comunicado al pueblo, alertándolo sobre la gravedad del momento:
«Aprovecho la ocasión para exhortaros a que la sufráis con paciencia, en el convencimiento de que vuestra resignación ante lo inevitable no será considerada como un acto de indiferencia o cobardía.
»Vuestra conducta constituirá, por el contrario, una demostración de prudencia patriótica que os permitirá más tarde pedir la reivindicación de vuestros sagrados derechos.
»Haceos cargo, pues, de vuestro deber en esta hora de angustia para la Patria: evitad toda especie de rozamientos desagradables con vuestros huéspedes forzosos: ofrecedles el tratamiento franco y leal de buenos cristianos convencidos de la justicia de su causa, pero nunca la lisonja despreciable de las armas débiles».
Después de acampar en Cuesta Colorada, las tropas norteamericanas entraron en Santiago a las cuatro de la tarde del 6 de julio de 1916. El Ayuntamiento también llamó a la contención: «A vosotros, que nunca necesitasteis de estimulación para entintar en sangre nuestros campos, se os pide ahora, CORDURA. Ese es, en este momento difícil de nuestra vida y de nuestra historia, el verdadero patriotismo».
Mil quinientos hombres comandados por el coronel Pendleton desfilaron por las calles 30 de Marzo, Restauración y San Luis hasta la fortaleza San Luis con autos, camiones, carretas, cañones y ametralladoras. Ocuparon el cerro del Castillo, el parque Imbert y la estación del ferrocarril. El pueblo presenció la entrada de las tropas en silencio y orden. El general Antonio Jorge, antes envalentonado, también hizo su entrada a la ciudad con sus tropas, que fueron licenciadas con aportes de algunos comerciantes. Entretanto, Apolinar Rey salió a los pocos días para Nueva York vía Monte Cristi y Desiderio Arias se refugió en casa de Anselmo Copello.
Aunque no había ni agua ni energía eléctrica, las familias empezaron a regresar de los campos y la ciudad recuperó cierto movimiento de manera particular: los campesinos también volvieron a fluir con sus cargas, aunque llevaban todos sus productos a los americanos, dejando al pueblo desabastecido, lo mismo que los aguadores, que iban a vender agua al cuartel de las tropas y no a particulares en Pueblo Arriba. Entretanto, las autoridades buscaron desactivar eventuales revanchismos contra los ocupantes: el gobernador de la provincia prohibió en forma absoluta desde la llegada de las tropas, y por cuatro días, la venta y consumo de licores de todas clases y dispuso el cierre de establecimientos destinados al expendio de bebidas como cafés y licorerías; consecutivamente, el Ayuntamiento resolvió el cierre, a más tardar a las once de la noche, de cafés, restaurantes y demás establecimientos similares, so pena de cinco pesos de multa que serían impuestos por la Alcaldía Comunal. Cinco días después, y considerando que a diario se producían discusiones generadas por roces personales, el gobernador prohibió terminantemente el porte de armas en el radio de la ciudad, quedando exentos de la prohibición los individuos «revestidos del carácter oficial que los capacita legalmente para el uso de las mismas»; dos días después, dio plazos de cinco días en la ciudad y diez en la provincia para que los particulares entregasen sus armas largas en la Gobernación y las jefaturas comunales; vencido el plazo, los violadores serían sometidos a la Alcaldía de la común respectiva para imponerles la pena prevista en el art. 52 de la Ley de Policía; por una tercera resolución, y amparado en una resolución del Consejo de Secretarios de Estado que ordenaba a los gobernadores la recolección de armas largas y municiones en manos de las fuerzas cívicas, una vez licenciadas y pagados sus servicios, designó una comisión que pagaría entre $2 y $5 por carabinas y municiones.
La forma en la que inicialmente interactuaron los norteamericanos generó indignación, la cual se manifestó pacíficamente: el síndico José Antonio Hungría dirigió un oficio al coronel Pendleton por el retiro del reloj de la torre de la fortaleza San Luis, en la que instalaría una estación radiotelegráfica, y protestó ante el gobernador por el proceder «violento y abusivo» de dos soldados americanos al comprar tres barriles de piedra machacada gruesa sin atender los reclamos de un agente de la policía y del encargado de la trituradora de piedra municipal, aun cuando los pagaron a sobreprecio. De su lado, el procurador fiscal Daniel Henríquez protestó por la incursión del capitán Ramsay y soldados, acompañados de los señores Mr. Llan y Almanzor Alberti, a una enramada del Ensanche Eliesco propiedad de Manuel José Garris y Miguel Massanet para sacar 19 barriles de gasolina que guardaban por orden de los señores Campagna.
La resistencia inicial a la intervención se realizó a través de la prensa, los libros, la literatura y los escenarios para la conmemoración y el disfrute de las clases sociales. El periódico La Información, que había estado suspendido entre el 30 de mayo y el 11 de julio por las autoridades dominicanas, cesó en su publicación nuevamente el 20 de julio siguiente y hasta el 1 de agosto por decisión de sus directores, por sentirse «seriamente amenazados». Rafael Estrella Ureña y Vicente Tolentino Rojas acusaron al gobernador Juan B. Pérez de canalizar contra La Información las amenazas de cierre de los americanos, pero este se defendió diciendo que llamó a la cordura a ambas partes y que los americanos plantearon su apercibimiento directamente. El enfrentamiento venía porque La Información revivía en sus páginas hechos que se consideraron libres de acción judicial en virtud del arreglo celebrado entre la Junta Patriótica, el Ayuntamiento, el Consejo de Secretarios de Estado, el contralmirante Caperton y los jefes de las Fuerzas Armadas.
El Centro de Recreo acordó que solo tendría un brindis después de su asamblea ordinaria con motivo de su aniversario el 16 de agosto; y el Ayuntamiento, a propuesta del síndico José Antonio Hungría, decidió no conmemorar la Restauración de la República en esa fecha. Finalmente, la efeméride fue celebrada con una proclama del gobernador y un programa desarrollado los días 15 y 16. Incluso, una velada forma de protesta tuvo su origen en el brindis de estilo celebrado en el Palacio Consistorial: el gobernador Pérez aportó treinta pesos para iniciar una suscripción —propuesta por el presidente de la Corte de Apelación, Lic. Agustín Acevedo— para la publicación de la obra El patriotismo y la escuela, de Ramón Emilio Jiménez.
A fines de septiembre, el intelectual colombiano Justo Pastor Ríos, en una velada lírico-patriótica en el Centro de Recreo, dictó la conferencia «La patria y el amor filial», y en una velada lírico-política auspiciada por el partido horacista en el Teatro Colón, leyó una leyenda trágica en la que una niña de quince años salvaba la bandera de Colombia lanzándose al río Caquetá. En octubre, en el Club Festivo se bendijo una bandera nacional obsequiada por la sociedad Unión Puertoplateña.
Para defender la libertad de expresión, el 20 de septiembre de 1916 se fundó en Santo Domingo la Asociación Nacional de la Prensa bajo la presidencia de Arturo J. Pellerano Alfau. El 8 de octubre siguiente, a instancias de Pedro M. Hungría, director de La Información, y Ramón Vila Morel, director de El Diario, siguiendo la orientación de la asociación de Santo Domingo —que había resuelto promover la creación de un centro en Santiago al que se adhirieran los periodistas del Cibao—, se instaló la Asociación de la Prensa de Santiago, bajo la presidencia del Lic. Juan Antonio de Lora. Núcleos similares fueron instalados en La Vega, San Francisco de Macorís y Moca por Enrique Deschamps, comisionado especial de la asociación nacional.
Pero la confrontación entre los dominicanos y las fuerzas de ocupación no se redujo solo a las palabras. El cumplimiento de la resolución que declaraba nulos a partir del 2 de octubre los permisos para portar armas de fuego o blancas no firmados por el comandante de las fuerzas de ocupación o uno de los miembros de su Estado Mayor autorizado condujo a actos de violencia. Ese mismo día fue muerto en Santiago Ulises Martínez, un exagente de la Policía Municipal perseguido por un marine que le disparó al negarse a entregar un remington recortado (pata de mulo) que portaba. En noviembre, el periódico El Diario reseñó que cuatro soldados borrachos habían realizado «actos deshonestos» contra un niño de unos doce años en la calle El Número, pero se alegó que las versiones eran exageradas y los hechos fueron negados.
El sentimiento antinorteamericano, que se hizo sentir también en San Francisco de Macorís —donde las patronales fueron suspendidas—, en Mao —donde se celebró un mitin patriótico en el parque Dolores— y en San Pedro de Macorís —donde familias enarbolaban la bandera cada domingo— se desdobló al mismo tiempo en aceptación: en Samaná, marines del crucero Machias jugaron béisbol; en Santo Domingo, damas de la alta sociedad asistieron a bailes en la Receptoría de Aduanas, y novenas locales y de los marines de los acorazados Memphis y Prairie escenificaron juegos de beisbol y su banda de música alternó con la banda municipal en los parques Colón e Independencia. Esos conciertos trajeron la protesta de Américo Lugo, pero al mismo tiempo sirvieron para la autocrítica; un columnista escribió: «Vengan las retretas, tantas cuantas quieran, pero vengan al mismo tiempo la reflexión y la cordura a hacernos variar de modo de pensar, de ser y de vivir».
En Santiago, negocios como los cafés Blanco y Rojo, de Enrique Espinal, y El Tambor, de Juan Bautista Espinal y Thos B. Grevely, publicaron anuncios en inglés y español, mientras el hotel Garibaldi y el Café del Yaque sirvieron como escenarios para banquetes de la oficialidad norteamericana. El Ayuntamiento, al tiempo de restituir la banda municipal de música, suprimida desde el 1 de julio, a partir del 16 de julio autorizó a la banda de música americana —la Fourth Provisional Regiment Band— a tocar en los parques Colón y Duarte el o los días de cada semana dispuestos por su coronel, previo aviso al cabildo. La banda, que se presentó en La Vega y Moca, llegó a ser dirigida por el sargento USMC William Huebner e incluía en su repertorio marchas, oberturas, polkas, valses, fox trots, one step y medleis. «Los Conciertos de los parques —expresaba una publicación en El Diario del 26 de septiembre de 1916— son efectuados con el mejor deseo y amabilidad en beneficio del pueblo a cuyas diversiones inocentes y morales desea contribuir».
El beisbol también lo practicaron en Santiago. En septiembre de 1916, el play Yaque, del Ensanche Eliesco, fue alquilado a miembros de las fuerzas americanas para celebrar encuentros entre novenas de sus tropas.
Una suerte de cooperación se manifestó, además, en otros ámbitos: los americanos anunciaron la hora, sumándose así a las sirenas de La Habanera y el ferrocarril que daban a conocer públicamente las horas del día; y El Diario publicó como aerogramas las noticias mundiales que recibía la estación inalámbrica de la fortaleza San Luis.
La ocupación militar fue formalizada con la proclama lanzada el 29 de noviembre de 1916 por el capitán Harry S. Knapp. Cualquier manifestación contraria al Gobierno en la ciudad fue controlada por el entonces coronel comandante de la región norte con asiento en Santiago, Theodore P. Kane, y al día siguiente fue izada en la estación del Ferrocarril Central Dominicano la bandera de Estados Unidos. Era la primera vez que ondeaba en Santiago, en una asta oficial, la bandera de otro país.
El 1 de diciembre, fecha en que El Diario publicó la proclama, la bandera nacional no se izó ni en la fortaleza San Luis ni en la Gobernación. El 6 de diciembre, a los acordes del himno de Estados Unidos, se hizo ondear la bandera norteamericana en la fortaleza. Acaso como un presagio, el asta donde se izó se rompió, al parecer, por ser esta muy grande y pesada.
A partir de entonces, las fuerzas de ocupación y las autoridades municipales desarrollaron una estrecha relación en los planos material, inmaterial y simbólico, a partir de la cual se impactó en la configuración de la ciudad, la salud, la educación, la vida cotidiana y el ser santiaguero. Nos referiremos brevemente y de manera parcial a su influjo urbano y social.
La huella construida
Con la ocupación se abrió una nueva etapa en el desarrollo urbano de la ciudad, que plasmó su huella en las materias sanitaria, escolar y de comunicaciones. Dejó como testimonio de su impronta el puente Yaque (1917-1918), que permitió una más rápida comunicación con la zona sur de la provincia, amén de la carretera Duarte, inaugurada en 1922 y que implicó un cambio en la entrada de la ciudad desde Moca y La Vega, que se realizó desde entonces por la avenida Franco Bidó (hoy Juan Pablo Duarte), desechándose la avenida Duarte en Nibaje; la primera se convertiría en el lugar de emplazamiento de elegantes y espaciosas quintas. En la avenida Imbert, como continuación de la carretera Duarte hacia Monte Cristi, a la altura de Gurabito, se verificó igualmente un fenómeno urbanizador a menor escala, que se sobrepuso a los ribetes rurales del poblado que ya existía allí para 1901, pero de tal importancia que determinó incluso el nombramiento de un alcalde para el sector, cargo que recayó por primera vez en el ciudadano italiano Enrique Sassone en 1924. La potencialidad de aquella zona sería motorizada por el emplazamiento de un campo de tiro al blanco de las tropas de ocupación —donde en 1918 se planteó construir una «ciudad-jardín»— y la rápida población —entre 1917 y 1918— de la franja de la avenida Imbert comprendida entre la vía férrea y el puente de Gurabito.
En la trama urbana, a instancias de las autoridades de ocupación, el Ayuntamiento declaró en 1918 la calle Las Carreras, entre las calles Sabana Larga y España, como zona de tolerancia (para la residencia exclusiva de prostitutas), lo mismo que el perímetro comprendido fuera de las calles Salvador Cucurullo, Sabana Larga, 27 de Febrero y Santiago Rodríguez en 1919, lo que acentuó la diferencia social y la imagen de dichas áreas con respecto al resto de la población, marcándolas prácticamente por siempre.
Hacia el este, el convenio del Ayuntamiento con propietarios de terrenos en 1918 para prolongar las calles 16 de Agosto, Del Sol, Beller, Restauración e Independencia y la construcción de un camino hacia el cerro del Castillo en ese mismo año permitió la creación de nuevos solares municipales para arrendamiento en esa zona. En otros lugares se verificaron extensiones importantes: la apertura de la calle Mella en las faldas de la fortaleza San Luis en 1918; la prolongación de la calle San Luis hasta la línea del ferrocarril en 1919; la construcción en 1923 del Ensanche Nordeste por Alejandro L. Penzo Amarante en un terreno de su propiedad entre la avenida Franco Bidó y la calle Sabana Larga, para el que abrió dos calles, bautizadas en 1925 como Pedro Francisco Bonó y Eugenio Deschamps; y la aparición del Ensanche Castellanos, de Domingo Castellanos, en 1924, que implicó el ensanchamiento y prolongación de la calle Beller, la aparición de la calle R. César Tolentino y la urbanización de las calles Restauración e Independencia en su extremo este.
El gravamen en 1917 con un impuesto municipal a los solares yermos y a aquellos en los que se radicaran casas en estado ruinoso en el perímetro comprendido entre las calles Cuba, Independencia, 27 de Febrero y General López buscaba sin dudas modificar la imagen de la ciudad, y motivaría a sus propietarios a la construcción en los primeros y a la destrucción de las segundas para liberarse de tal tributo. El mismo fin debe atribuírsele a la resolución dictada en 1918 que imponía a los arrendatarios de solares municipales su fábrica en un término de 180 días a partir de la firma del contrato de arrendamiento, so pena de que el Ayuntamiento lo concediera a otro solicitante sin necesidad de tener que indemnizar al anterior arrendatario por los gastos en que hubiese incurrido.
En el ámbito constructivo privado sobresalieron las instalaciones de la West India Oil Company, en el camino de El Ejido (1916), destruidas por un incendio en 1921; el hipódromo Santiago; la clínica del Dr. Mariano Rovellat (1916-1917), en la calle Duvergé, hoy sede del Arzobispado; la clínica Mercedes, del Dr. Ramón de Lara, en la calle Restauración, hoy sede del Archivo Histórico (1917); el edificio de la Licorería Amistad, en la calle Las Carreras, y el edificio Penzo, en la calle España, ambos en 1917; el complejo de la Tropical Tobacco & Co., de Alfred Solomon, en la avenida Franco Bidó (hoy Juan Pablo Duarte) (1918); la panadería Italia (luego Sarnelli), de Vicente Sarnelli, posterior a 1919; el edificio de la Compañía Anónima Tabacalera, que en su primera etapa abarcó la intersección de las calles de la Barranca (luego Boy Scout) y Cuesta Blanca (Duarte); y el edificio Franco Hermanos, en la calle Libertad (hoy Máximo Gómez). En el plano municipal, la obra más destacada sería la columna conmemorativa dedicada a los héroes y mártires de la Restauración en el parque Duarte (1918), obra del maestro José Aparicio.
De la resistencia patriótica a la rendición amorosa: santiagueras y marines
Manuel de Jesús Mañón Arredondo recuerda que fue inevitable que soldados y oficiales estadounidenses no dejaran de tener relaciones amorosas con dominicanas. Desde altos oficiales hasta soldados anónimos, destacados especialmente en las compañías de San Pedro de Macorís, La Romana, Santiago, Puerto Plata y Santo Domingo, formalizaron sus uniones, mientras que otros dejaron una estela de hijos naturales.
En el caso de Santiago, de una parte, se incrementó un problema de orden social extremadamente negativo, como lo fue la proliferación de meretrices y prostíbulos —lo que obligó al establecimiento de las zonas de tolerancia citadas—, que todavía en 1926, a dos años de la desocupación, era una situación criticada por los graves efectos que venía causando en la sociedad.
En contrapartida, frente a la extensión de la prostitución y las uniones libres, algunas jóvenes se unieron en matrimonio con miembros del Cuerpo de Marina. Se tiene constancia al menos de cuatro de ellas: María Giralt, hija de Cristóbal Giralt y Adriana Mascaró, quien casó con 21 años el 13 de julio de 1918 con James Arthur Webb, natural de Charleston, Illinois, entonces de 26 años, hijo de Christopher Webb y Francisca Van Derien, y fue madre de Mary Frances Justina Webb Giralt, nacida en Santiago el 7 de octubre de 1920; María Clementina Pou Valdez, hija de Enrique Pou y Clementina Valdez, quien contrajo matrimonio con 21 años el 3 de noviembre de 1918 con Jean Frick Heckman, de su misma edad, nacido en Mekuspart, Pensilvania, hijo de James y Phoebe Heckman, con quien procreó a William Jack (n. diciembre 1918) y Mildred Altagracia Heckman Pou (n. 12 junio 1920); Mercedes Morel, hija de Toribio y Rosaura Morel, quien con 33 años casó el 5 de julio de 1922 con Ralph Lovette Rainey, entonces de 30 años, hijo de David Malone Rainey y Elena Moreno; y Carmen María Vila Ureña, hija de Juan Bautista Vila Morel y Altagracia Ureña, quien con 18 años casó el 3 de abril de 1918 con Charles Edward Grey, entonces de 39 años, hijo de Edward Grey y Martha Carter.
El inicio del fin
El sábado 12 de julio de 1924 fue de gran significación patriótica y política para la República Dominicana. Ese día, luego de ocho años de ocupación, tomaron juramento los ciudadanos Horacio Vásquez y Federico Velásquez como presidente y vicepresidente constitucional de la República. Día de fiesta nacional, en Santo Domingo fue arriada de la Torre del Homenaje la bandera estadounidense y en su lugar fue enhestada por el presidente Vásquez la bandera nacional.
En Santiago, el Ayuntamiento organizó un programa especial con motivo de tan fausto acontecimiento. Un toque de diana a las 4:00 a. m. en los cuarteles de la Policía Nacional Dominicana, Policía Municipal y Cuerpo de Bomberos y una alborada por las calles de la ciudad dieron inicio a la fiesta. A las 9:00 a. m., en la Iglesia Parroquial Mayor, fue cantado un solemne tedeum oficiado por el Pbro. Manuel de Jesús González y todo el clero provincial, al que asistieron el gobernador interino, Mario Fermín Cabral, representantes extranjeros, del Poder Judicial y de los Ayuntamientos de la provincia, la alta oficialidad de la Policía Nacional Dominicana, la Policía Municipal y el Cuerpo de Bomberos, autoridades escolares, representantes de la Cámara de Comercio, el Colegio de Abogados y directivos de las sociedades Amantes de la Luz, Alianza Cibaeña, Club Santiago, Centro de Recreo y Club de Damas.
En los salones del Palacio de la Gobernación se celebró un champagne de honor con motivo de la entrega del Gobierno civil de la provincia al ciudadano José María Hernández. En el acto hicieron uso de la palabra el gobernador saliente Cabral y el electo, el vicepresidente del Ayuntamiento Darío Mañón y el canónigo González en nombre del clero nacional.
Cerca de las 11:30 a. m., una comisión recibió en la Escuela Superior de Señoritas, de manos de la señorita Ercilia Pepín, su directora, la bandera nacional para ser izada en la fortaleza San Luis. Por iniciativa del presidente del Ayuntamiento, Virgilio Martínez Reyna, se había destinado una suma del Tesoro Comunal para la confección de dicha bandera en piel de seda y raso, con tela comprada en La Villa de Madrid, de J. G. Cerame y Co., y cuyas dimensiones eran de cuatro metros de largo por dos metros de ancho. En su realización tomó parte el profesorado de la Escuela Superior de Señoritas, encabezado por su directora e integrado por Concha Castellanos, Fela Santaella, Angélica Pepín de Félix, Juanita Infante, Ana Luisa Alfau viuda Ravelo, Quica Infante, Diana L. Creus, Sara Paulino, Consuelo Malagón, Ana Matilde Sagredo, Flora Castellanos, Minín Castaños, Patria Creus, Elsa Cordero y Chea de Peña. Además, las alumnas del curso pedagógico y las de los cursos primero y segundo del cuarto grado y las socias del Club de Damas: Rosa Mercedes Batlle de Tavares, María Teresa Patxot de Guzmán, María de Asensio, Julia Dolores Vallejo de Patxot, Adela Franco, María Grieser de Tavares, Lissie D. de Padilla, Dolores de Henríquez, Carmita B. de Cocco y Carmita Bonnelly, estas dos última presidenta y secretaria, respectivamente, de ese club social.
La bandera fue abierta y trasladada en manos de oficiales del Cuerpo de Bomberos a la Sala Capitular, donde permaneció hasta las 12:40 p. m., hora en que fue llevada a la fortaleza San Luis. Acompañaban el lienzo patrio el vicepresidente del Ayuntamiento, Darío Mañón, el síndico Morales y su secretario Mencía, los regidores Tavárez y Gil, el secretario del Ayuntamiento Tulio Pichardo Pichardo, Rosa Batlle de Tavares y María Grieser de Tavares, delegadas del Club de Damas, las profesoras Ercilia Pepín, Fela Santaella, Angélica Pepín de Félix y Sara Hungría, así como Pedro R. Batista y Pedro María Archambault, representantes de la prensa, la oficialidad del Cuerpo de Bomberos y la Policía Municipal, acompañados de la Banda Municipal de Música. Ya en la fortaleza y siendo la una de la tarde, fue izada por el segundo teniente de la Policía Nacional Dominicana Antolín Rosa Padilla, mientras un pelotón del mismo cuerpo y otro del U.S.M.C. presentaron armas y rindieron los honores de estilo. El pelotón de la Policía Nacional Dominicana estaba comandado por el capitán P. M. Bastardo V. y los segundos tenientes Manuel González y Antolín Rosa Padilla e integrado por los cabos Dionisio Vallejo, Norberto Castillo, Jacobo Toribio, José Beato y Telésforo Ten, el corneta José Vargas y los rasos Agustín Mustafá, Agustín Abréu, Domingo Rojas, Damián Reyes, Eligio Disla, Emilio Guzmán, Felipe Sierra, Federico Martínez, Juan Bautista Ramos, José Rodríguez, José Castro, Juan Méndez, Gerardo Núñez, Manuel Cáceres, Manuel Chicón, Miguel Cabrera, Manuel A. y Miguel Espinal, Sergio Rivas, Raúl Betancourt, Saturnino Abréu, Toribio Cabrera, Tomás F. Gutiérrez, Virginio Peralta, Rafael Estrella, Ramón F. Vásquez, Ramón Pichardo y Vicente Bobea.
«La subida de la bandera nacional en la Fortaleza San Luis —se escribió en El Diario en su edición del 14 de julio de 1924— fue tal vez el acto más imponente. A pesar de que se anunció un acto puramente oficial y de que se efectuó bajo la rigidez del ardiente sol de la una de la tarde, cuando la ciudad era tranquila y reposada, pareció como si una connotación terráquea o algún suceso extraordinario turbara de súbito a los moradores». Y agregaba: «Fue colosal, estupendo y extraordinario cuando se lanzó al aire el primer trueno de cañón y los arpegios de los himnos americano y dominicano, anunciaron por todos los ámbitos que la bandera de la barra y de las estrellas estaba cediendo su empinada cumbre al lienzo tricolor, insignia nacional».
A las 4:00 p. m., el Cuerpo de Bomberos y la Policía Municipal rindieron honores de estilo a las efigies de los padres de la patria, obra de Abelardo Rodríguez Urdaneta, mostradas desde la segunda planta del Palacio Consistorial, desde donde pronunció un emotivo discurso el comisionado del Ayuntamiento, Pedro R. Batista. Una hora después, Baduí M. Dumit hizo entrega al Ayuntamiento de una riquísima bandera de seda confeccionada por las jóvenes de la Unión Libanesa. El señor Nicolás Helú, en nombre de la colonia libanesa, pronunció un discurso en el que significó «la alegría de ver flotar gloriosa, como era antes en el asta, la divina insignia nacional». Los actos se cerraron con un gran baile en los salones del Centro de Recreo a las diez de la noche.
La bandera nacional izada en la fortaleza San Luis fue entregada al Ayuntamiento en manos de su presidente, Virgilio Martínez Reyna, el 16 de agosto de 1924 por la señorita Ercilia Pepín, en un acto celebrado en aquel recinto. Fue bendecida por el canónigo González, asistido del Pbro. Eliseo Bornia Ariza y sostenida por el cuerpo de profesores de la Escuela Superior de Señoritas. El notario Ismael de Peña Rincón levantó un acto auténtico. La que se denominó Bandera de la Desocupación fue conservada en la Escuela México y de ella solo sobrevivió, por el paso del tiempo, el escudo nacional que llevó en su centro.
La historia de la ocupación norteamericana espera ser investigada y contada a profundidad por los historiadores dominicanos. Si bien se sabe mucho de lo que pasó en el este con la resistencia gavillera, se conoce menos o muy poco de lo ocurrido en Santiago, el Cibao y el Sur, y existe, por tanto, toda una agenda de investigación que debe ser cubierta.
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