Revista GLOBAL

Situación sociopolítica de Venezuela en el siglo XXI

by Humberto A. Daza
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Vivimos un momento complejo que supone la emergencia de nuevos antagonismos y la disputa entre varios proyectos societales que se han abierto en la región y que están en construcción. Vale decir que uno de ellos, calificado de «progresista», emergió con mucha fuerza en la primera década del presente siglo y en la actualidad presenta síntomas de estancamiento en lo económico y social, disminución de apoyo político-electoral, serios problemas institucionales de corrupción en el marco de una creciente conflictividad política. La otra tendencia se caracteriza por una simple prolongación del neoliberalismo, pero ahora bajo un nuevo esquema financiero y de mercado que va más allá del proceso preliminar (ajuste y apertura) y que denominan la «consolidación» del libre mercado.

Igualmente, esta propuesta de desarrollo presenta dificultades crecientes vinculadas a las demandas sociales insatisfechas por décadas, especialmente referidas a la desigualdad, la pobreza, el enriquecimiento desmedido de las elites económicas tradicionales y la violación sistemática de los derechos humanos frente a las constantes protestas sociales. Lo cierto es que hoy en día existen actores en la República de Venezuela, como en casi toda Sudamérica, que se replantean también sus formas de organización económica y sus políticas a fin de solventar sus enormes problemas sociales. Intentamos en esta dirección acercarnos, en un primer artículo, a la experiencia gubernamental encabezada por el presidente Hugo Chávez Frías a partir del mes de diciembre de 1998 y, posteriormente, en un segundo artículo se presentará la gestión del presidente Nicolás Maduro Moros, quien gana la presidencia en el año 2013. Nos interesa realizar un análisis descriptivo y explicativo del llamado proceso bolivariano que incluya, grosso modo, sus principales cualidades y condiciones de existencia, avances, limitaciones, potencialidades y desafíos. 

Los orígenes del proceso de cambio Desde comienzos de la década de 1990 se impone como modelo de desarrollo el llamado neoliberalismo. Vale mencionar que este modelo tuvo un espacio privilegiado de experimentación en América Latina, después de la extrema violencia de Estado vivida en los años 60-70, de los ajustes estructurales que surgieron a partir de la deuda externa y que terminó en la expoliación neocolonial de la región que finalizó con una oleada de privatización, desregulación y re-regulación del Estado, que dio como resultado una masiva mercantilización y el aumento desmedido de los niveles de consumismo en nuestras sociedades. Esta estrategia es diseñada y tutelada por la nueva Cepal estructuralismo y por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Asimismo, en la segunda mitad de la década de los 90, el Banco Mundial (BM), con la activa participación y guía de Joseph Stiglitz (Premio Nobel de Economía y economista jefe del BM) y el colombiano Guillermo Perry (economista jefe para América Latina y el Caribe), se establece definitivamente la estrategia de reestructuración, estabilización y consolidación capitalista en América Latina. De acuerdo a la politóloga mexicana Beatriz Stolowicz (2012), esta renovada propuesta posneoliberal cuyas líneas maestras se encuentran en el documento de la Cepal (1996) fue sugerida considerando que se había cumplido con las dos etapas anteriores y debido a la urgente necesidad de corregir errores en el modelo que dieron lugar a problemas sociopolíticos y económicos muy severos.

La primera fase, que era de ajuste, estabilización e inicio del modelo, suponía la demolición del patrón de acumulación anterior y sus instituciones (ejecutada en los anteriores años 70 y 80 bajo dictaduras militares y autoritarismos civiles). La segunda se orientaba a la profundización de las reformas estructurales. En la tercera etapa se alcanzaría la consolidación de las reformas y la restauración de los niveles de inversión. Hay que recalcar que la segunda y tercera etapas, de acuerdo con los organismos supranacionales y los países industriales más poderosos, debían implementarse ya bajo las nuevas reglas de juego de regímenes representativos y democráticos. Estas nuevas reglas de juego implican la profundización del capitalismo, es decir, su reestructuración y relegitimación en la tercera etapa. Estrategia en la que parecieran poner más empeño, paradójicamente, las nuevas formaciones sociopolíticas progresistas en su búsqueda de bases económicas para financiar sus planes sociales y, en algunos casos, detener el descalabro electoral y político que ha caracterizado a muchos de sus gobiernos. No podemos obviar que, salvo contadas excepciones, la gran mayoría de las naciones y estados latinoamericanos, de una tendencia o de otra, mantienen y continúan el patrón de acumulación extractivista primario-exportador y de injerencia trasnacional en sus asuntos internos.

En fin, en pleno siglo XXI, en medio de una renovada y creciente agitación política y social, distintas formas de Estado y de gobierno, prácticas y propuestas nacionales, de corte liberal conservador, liberal democrático, socialdemócrata, socialista, populista, progresistas o no, se encuentran política y socialmente en terrenos inestables como producto de las graves dificultades que tuvo el modelo neoliberal en los años 80 y 90. Se crearon así, por un lado, las condiciones para la aparición de experiencias actualmente denominadas progresistas o de izquierda.. La aparición de estas experiencias progresistas, de izquierda o centro izquierda, según Claudio Katz (2016) en su trabajo Latinoamérica: Desenlaces del ciclo progresista en la región, «no alteraron la inserción económica de Sudamérica en la división internacional del trabajo. Al contrario, en un decenio de valorización de las materias primas todos los países reforzaron su perfil de exportadores básicos». Cabe pensar que esta conducta pone al desnudo un serio contrasentido en la conducta de quienes siempre han defendido la autonomía y soberanía de los pueblos, aunque ello puede tener explicación en la imposibilidad de sustraerse a tal situación, por la extrema vulnerabilidad de la región respecto a los países capitalistas más poderosos y eficientes, por la fuerte dependencia económica, financiera y tecnológica que se extiende a varias décadas, entre otras cosas. Y, por otro lado, se conservaron otros modos y estilos de desarrollo representados en naciones como Chile, Colombia, Perú, Costa Rica, Panamá, Honduras, El Salvador y México, entre otros países, agrupados en el llamado Arco del Pacífico y vinculados por medio de relaciones comerciales bilaterales con Estados Unidos (Nicaragua y Ecuador tienen una especial singularidad en este contexto). Hay que considerar que ninguna de estas propuestas en desarrollo, unas conceptuadas como desarrollistas o ultraliberales y otras clasificadas como neo progresistas, progresistas o de izquierda, resultaron en nada similares ni al viejo desarrollismo redistribucionista ni al liberalismo económico extremo, como tampoco se enmarcan en los pasados esquemas conocidos de la izquierda o centro izquierda, aunque mantienen, en muchos sentidos, viejos esquemas de comportamiento de izquierda y derecha, de populismo mesiánico y caudillista, antiguas políticas patrón clientelares y relaciones verticales entre el Estado y la sociedad. Hay que subrayar que ambos modelos tienen el rasgo común de no poner en discusión las estructuras fundacionales del capitalismo rezagado latinoamericano y los mecanismos usuales para la producción y reproducción hegemónica global. Muchos analistas y observadores, así como funcionarios muy destacados en la toma de decisiones, explican que la vía de desarrollo capitalista se ha mantenido porque todos los países de la región son alta y medianamente dependientes del modo de producción hegemónico en el mundo y como resultado de una decisión razonada y pragmática para afrontar la situación incómoda y sorpresiva de la baja dramática de los precios petroleros, la abrupta caída del consumo y la existencia de un franco retroceso político electoral del bloque progresista. 

La llegada de Hugo Chávez al poder en el contexto de nuevos neodesarrollismo

El caso de estudio alrededor del cual se concentra este artículo es, concretamente, la experiencia del Estado y del Gobierno venezolano encabezada, a partir del mes de diciembre de 1998, por el presidente Hugo Chávez Frías hasta el año 2012. Los eventos que se desarrollan en Venezuela hay que enmarcarlos, de manera muy general, en las prácticas y estrategias administrativas y de desarrollo que se efectuaron en nuestra región. A riesgo de ser reduccionistas, nos preguntamos: ¿qué se hizo en Venezuela y en América Latina en este siglo? No podemos dejar de lado que el desarrollismo como ideología ha tenido varios rumbos y variantes desde los años 50 hasta el presente. Desde mediados del siglo XX se le ha conocido con diferentes nombres: desarrollo económico, desarrollo tecnocientífico, desarrollo social o socialdemócrata, desarrollo sustentable, desarrollo sostenible, desarrollo ecológico, neurodesarrollo o posdesarrollo, entre otros términos de la llamada «nueva vulgata planetaria», término acuñado por Pierre Bourdieu. En todas estas perspectivas, el mega actor es el Estado y su orientación sigue siendo econométrica, financiera e industrial dentro de la actual orientación global del capitalismo. Hoy en día, el juego de tendencias y contratendencias se ha multiplicado, configurando en América Latina muchos estilos y propuestas gubernamentales. Aludimos, en principio, a las opciones desarrollistas neoliberales, engarzadas en modelos amparados desde los Estados altamente industrializados y capitalistas. Se consideran continuadoras de la democracia representativa sin entusiasmo popular, de la economía de mercado y del modelo elitista de la democracia. Por su parte, la iniciativa neodesarrollismo progresista cuenta con diferentes expresiones sociales y políticas, diferentes intensidades económicas, con modalidades y estilos variados, con actores heterogéneos, desiguales matices, combinaciones y equilibrios, pero bajo la herencia de la dependencia respecto a los centros de decisión mundial y de su modo de producción, de la cual los liderazgos nativos no se han podido liberar con facilidad. Se piensa, igualmente, que las experiencias progresistas en la región patrocinaron el conflicto social, la radicalización de la democracia hacia formas más participativas, la reconstitución de las estructuras de dominación política, social y económica, la modificación de los mecanismos de control colectivo y la redistribución de las riquezas producto de la explotación de los recursos naturales y de las relaciones entre el trabajo asalariado y el capital. A modo de reflexión general, vale indicar, junto con el economista argentino y activista de los derechos humanos Claudio Katz (2016), que los Gobiernos derechistas de Sebastián Piñera en Chile, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en Colombia, Vicente Fox y Peña Nieto en México no pudieron dejar de utilizar «la bonanza de divisas para consolidar el modelo de apertura comercial y privatizaciones». Al carácter de la gestión de esta elite política habría que añadir el tipo de administración que presidió entre 2010 y 2017 la expresidenta de Chile Michelle Bachelet (sustituida, nuevamente, por Sebastián Piñera en diciembre del año 2017), como la del presidente de Argentina, Mauricio Macri, quienes continuaron la misma línea de los Gobiernos aludidos. Hay que destacar que Macri tiene una orientación más ortodoxa y ultraliberal. Por otra parte, de acuerdo a Katz (2016), las Administraciones de centroizquierda encabezadas por Ernesto Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, Lula da Silva y Dilma Rousseff, así como las de Tabaré Vázquez y José Alberto Mujica y la experiencia del expresidente Rafael Correa, «privilegiaron la ampliación del consumo interno, los subsidios al empresariado local y el asistencialismo». La relación entre el Estado, el Gobierno y la sociedad en estas Administraciones en mucho colaboró con la satisfacción de las necesidades de la población en términos de creación de empleo, mayores ingresos, atención al problema de la pobreza y la indigencia, entre otras. Pero no se puede dejar de reconocer que no pudieron evitar el peso y la fuerza de un entramado complejo de relaciones dictadas por las estructuras financieras, comerciales y políticas dominantes en el mundo. Respecto a otras orientaciones, Katz (2016) apunta que «los presidentes radicales» Hugo Chávez, Evo Morales y Nicolás Maduro «aplicaron modelos de mayor redistribución y afrontan severos conflictos con las clases dominantes».

No obstante, en general, puede decirse que en este siglo, especialmente durante los primeros doce años, «la afluencia de dólares, el temor a nuevas sublevaciones y el impacto de políticas expansivas evitaron en la región los fuertes ajustes neoliberales que prevalecieron en otras regiones» (Katz, 2016). Como vemos, hay un rasgo común entre todas las versiones de desarrollo que se han mencionado en América Latina: ninguna está exenta de la influencia, en diferentes grados, de los poderes supranacionales; sus políticas e intereses (distintos en estilos, ritmos e intensidades) arrastran los condicionamientos estructurales y coyunturales que el sistema global del capitalismo ha impuesto. En esta línea de argumentación, se puede decir que tanto Venezuela como América Latina representan un espacio disputado por multiplicidad de intereses, tanto internos como externos. Para ordenar mejor y poner más en claro las complejas circunstancias a las que tratamos de aproximarnos, nos planteamos algunas preguntas e intentamos responderlas breve y apropiadamente. ¿Cuáles son las razones por las cuales se produce el proceso de transformación socioeconómica y el rediseño político-institucional de los Estados Naciones hacia finales del siglo XX y principios del siglo XXI en Venezuela, en el marco de la dinámica posneoliberal en Latinoamérica? En términos generales, el proceso de transformación se inscribe en los cambios de orden mundial como producto de las dificultades y problemas que se generaron hacia finales del siglo pasado en las sociedades construidas bajo la influencia del pensamiento liberal clásico. Lo cierto es que existen actores, en Venezuela y en toda la región, que han alterado sus formas de organización económica y sus políticas sociales a fin de disminuir los problemas referidos al empobrecimiento, la corrupción generalizada, la crisis de la deuda, los problemas de salud e inseguridad ciudadana, la desigualdad, la destrucción del medio ambiente, los problemas energéticos, la extrema dependencia tecnológica respecto a los países altamente desarrollados, la falta de soberanía agroalimentaria, entre otros asuntos. Se trata de procesos de cambio, como vimos, que tienen diversas expresiones en circunstancias variadas en cada Estado-nación.

En Venezuela con el presidente Chávez se puso el énfasis en el perfeccionamiento de los mecanismos democráticos y en la participación protagónica de la ciudadanía; en el desarrollo económico productivo, aunque las políticas importadoras de vieja data crecieron significativamente; y en el aprovechamiento de sus recursos naturales para impulsar su desarrollo social y económico, entre muchas iniciativas. El caso venezolano es conocido por su alta vulnerabilidad respecto a la producción y comercialización del petróleo. La economía venezolana siempre ha sido dependiente del ingreso petrolero, y en este siglo ha crecido sistemáticamente esa dependencia de los ingresos petroleros, sin los cuales no es posible importar los bienes requeridos para satisfacer las necesidades básicas de la población, incluyendo una amplia gama de rubros que antes se producían en el país y que dejaron de producirse por el facilismo de importar en una coyuntura de bonanza de los precios del oro negro. Se priorizó durante estos años la política asistencialista y las políticas destinadas a reducir la pobreza y la desigualdad, pero no se alteraron las condiciones estructurales de la explotación y la discriminación social. De acuerdo con el investigador, ambientalista y doctor en Ciencias Sociales Edgardo Lander, en el proceso bolivariano se equipara «socialismo con estatismo», y añade que «mediante sucesivas nacionalizaciones, el gobierno bolivariano extendió la esfera estatal mucho más allá de su capacidad de gestión. En consecuencia, el Estado es hoy más grande, pero a la vez más débil y más ineficaz, menos transparente, más corrupto» (Lander, 2016, p. 1). ¿En qué medida los intereses de los actores sociales involucrados en el proceso bolivariano han favorecido la estabilidad política, han dado lugar a mayores espacios democráticos y han fomentado los avances sociales? ¿O, por el contrario, implican mayores niveles de conflictividad, limitaciones en el ejercicio de los derechos democráticos y retrocesos en materia social y económica? En Venezuela, el proceso ha sido altamente conflictivo. Se destacaba hasta finales de los años 90, en primer lugar, la permanente confrontación de los viejos partidos socialdemócrata (AD), del socialcristiano (COPEI), y de la izquierda radical y ortodoxa (PCV, Bandera Roja, PRV, entre otros) contra la izquierda eurocéntrica que propugna una suerte de liberalismo de avanzada o una visión donde los movimientos sociales representan el eje de su acción política (Causa R, MAS). De igual manera, había enfrentamientos entre otras organizaciones socialdemócratas y de derecha de reciente creación (años 90 y principios del siglo XXI) que surgieron de las escisiones de los partidos tradicionales conocidos (UNT, PJ, VP, ABP, entre muchos otros actores). Por otra parte, hallamos las formaciones políticas creadas como sostén del señalado proceso bolivariano (PSUV) agrupadas, junto a otras organizaciones partidarias, en el señalado Bloque Patriótico (PCV, Podemos, PPT, MEP, entre otros).

Se verifica, asimismo, un tejido organizativo enorme para la participación política y social, que se formó alrededor de la figura del expresidente Hugo Chávez Frías y que tenía múltiples objetivos. En principio, se constituyeron los llamados Círculos Bolivarianos como fuerzas eminentemente políticas sin una organización vertical y con la disciplina de los partidos políticos conocidos. Esta experiencia decae después del intento de golpe de Estado en el año 2002 y es sustituida por una nueva política de gestión de la política pública asistencial y redistribucionista, por una arquitectura organizacional que pone el acento en la creación de las Misiones Sociales con la pretensión de atender diversidad de temas que demanda la población (educación, vivienda, salud, alimentos, madres solteras y desempleadas de los barrios populares, atención a los indigentes y niños de la calles, principalmente). Asimismo, se promueve a través de diversos mecanismos organizativos (Mesas Técnicas de Agua, Comités de Tierra Urbana o Rural, Consejos Comunales, etc.) la inclusión de la mayoría de la sociedad en las decisiones públicas, la mejora de los ingresos de los sectores más empobrecidos o marginados – sean urbanos y rurales–, la búsqueda de solución al problema del acceso de la población a los servicios públicos, entre otras cosas. Hay que destacar que esta estrategia contribuyó a la polarización de la sociedad venezolana en la medida en que fue diseñada con el objetivo de favorecer al electorado afín al proyecto gubernamental (sectores de clase media popular y clase identificada como de escasos recursos) y se ejecutó en forma paralela a las instituciones conocidas, lo que generó roces y distanciamientos con buena parte del viejo liderazgo político, con la burocracia estatal tradicional y una franja significativa de profesionales y técnicos pertenecientes a la clase media ubicados en numerosos organismos privados y públicos, centrales y desconcentrados. Igualmente, es importante señalar que, en la situación de polarización extrema que tenía el país, era muy difícil hallar las formas de deliberar, concertar y consensuar en las instancias donde se toman decisiones de Estado y en la propia sociedad.

Sin las posibilidades de convivencia entre diversos actores y grupos de interés, de existencia de espacios para la crítica y el debate sincero, abierto y respetuoso, se comprometió la relación creativa y armoniosa de la población y sus líderes naturales, se deterioró el funcionamiento de las instituciones y del país libre, igualitario, democrático y justo que se desea. Por este camino era previsible que se debilitaría el sentido de pertenencia, se suprimieron las identidades, disminuiría el respeto por las normas establecidas colectivamente y desaparecerían vínculos sociales muy preciados (hábitos sociales, costumbres, tradiciones, afectos, ceremonias, ritos, por ejemplo), abriéndose las puertas a la anomia, la anarquía y la conflictividad social permanente. A lo largo de los Gobiernos presididos por Chávez, la división de la sociedad se hace crónica y la proporcionalidad de las fuerzas que se confrontan hace suponer a la población que se está al borde de un inmenso conflicto, donde la derrota definitiva de uno de los dos factores no será posible porque los polos en pugna cuentan cada uno con muchos recursos y poder. Cabe mencionar que Edgardo Lander, en su texto Izquierda y populismo: alternativas al neoliberalismo en Venezuela, refiere que la consolidación del proceso de cambio propuesto por Chávez tiene perspectivas siempre que la tensión del radicalismo gubernamental disminuya y para ello requiere políticas que trascienden a los actores que constituyen el sostén del Gobierno. Pero la posibilidad de una nueva hegemonía «encuentra severos obstáculos en la dinámica retroalimentadora de confrontación y de negación total del otro que caracteriza tanto a los discursos del Gobierno como a los de la oposición, y en la consecuente ausencia de espacios de encuentro y/o diálogo entre las partes» (Lander, 2004, p. 7). En esta perspectiva la experiencia que se ha llevado adelante no ha representado una superación sustantiva de algunos de los rasgos constitutivos del sistema político venezolano a lo largo del siglo XIX y XX: el centralismo, las relaciones patrón-clientelares, el caudillismo mesiánico y el autoritarismo político. En otras palabras, se requiere la transformación cultural del comportamiento del venezolano acostumbrado a las prácticas de prebenda del Estado, a la falta de democracia en la gestión de los poderes estatales, y recuperar la autonomía e independencia de los poderes públicos. De la misma manera, se necesitan garantías para el ejercicio de la tolerancia en el juego político, para promover el respeto entre actores sociales diferentes, la convivialidad y la coexistencia social. Por ello, resulta imprescindible trascender el fanatismo ideológico de los sectores involucrados en sus disputas por el poder. Está claro que los discursos polarizantes, donde la razón de la oposición es la que prevalece o la razón del Gobierno es la que se impone, funcionan como barrera de contención en las relaciones ciudadanas que pretenden buscar conciliación y caminos para la búsqueda de los problemas fundamentales de la sociedad. La exaltación de las decisiones del líder, del partido, del ministro, del presidente, por un lado, y la conspiración y la descalificación total del Gobierno desde los sectores opuestos al proyecto bolivariano, por el otro lado, son elementos que conspiran contra la posibilidad y las oportunidades que pueda tener la población para involucrarse en la construcción del tipo de sociedad, Estado y gobierno que se anhela. Siempre hubo, como ya hemos reseñado, una fuerte tensión entre los sectores afines al proyecto chavista y los opuestos al mismo.

No está de más recordar que, después del intento de golpe de Estado del año 2002, el expresidente, preocupado por las fuertes señales de división social, y producto seguramente de una profunda reflexión por la conmoción social que lo sacó del poder por tres días, se hizo más conciliador y moderado con las clases medias acomodadas, los sectores pudientes y sus aliados políticos. Este tono lo mantuvo por temporadas, aunque su discurso siempre era incisivo y provocador. No debe pasarse por alto que desde la oposición había un continuo discurso de descalificación de la personalidad del presidente, de su nivel cultural, de su condición social, su color de piel y hasta de sus atributos faciales. De modo que su mandato siempre estuvo cruzado por tensiones y conflictos sociales, por dimes y diretes. Tuvo mucho peso a comienzos del Gobierno bolivariano la constitución de la Asamblea Constituyente que elaboró una nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en 1999, institucionalizando un conjunto de principios considerados muy relevantes, relacionados con la universalidad los derechos humanos y sociales, con las formas de participación política de la ciudadanía (mecanismos de democracia directa, referéndums consultivos, abrogatorios, revocatorios, entre otros), con el derecho al voto de los militares, con la propiedad del Estado sobre los recursos no renovables (en particular, el petróleo, entre muchos), conquistas claramente opuestas a los planteamientos neoliberales. Este esfuerzo fundacional dio lugar a la realización de prácticas democráticas populares reconocidas nacional e internacionalmente y significó avances sustantivos en materia social: reducción de los niveles de pobreza, aumento de los niveles de igualdad, realización de importantes programas de alimentación y de alfabetización, ampliación masiva del régimen de pensiones públicas, expansión de la matrícula universitaria, impulso de un audaz programa de viviendas populares, establecimiento de un plan de atención médica primaria, disminución de los niveles de desempleo y aumento significativo del nivel del ingreso de las familias más necesitadas y de los trabajadores en general, atención a los indigentes y a amplios sectores populares tanto del campo como de la ciudad. Estos logros fueron certificados en varios momentos por organismos internacionales (Cepal, ONU, Unesco, entre otros). Hay que añadir los considerables esfuerzos de políticas integracionistas para fortalecer la autonomía regional frente a los Estados Unidos (se constituyeron varios organismos como expresión de esta orientación: CELAC, UNASUR, Petrocaribe, ALBA, entre otros) y de solidaridad entre los pueblos de la región. Pasados tres años, Venezuela entra de nuevo, a principios de la segunda década del siglo XXI, en una espiral de crisis con otras características y bajo otras condiciones.

El detonante principal de la crisis ha sido el colapso de los precios del petróleo. Mientras en el año 2013 el precio promedio de los crudos venezolanos fue de $100, bajó a $88.42 en el año 2014 y a $44.65 en 2015. Llegó a su nivel más bajo en el mes de febrero del año 2016, con un precio de $24.25. El Gobierno del presidente Chávez priorizó nuevamente durante estos años (1998-2012) la política asistencialista sostenida en la renta petrolera, antes que la transformación del modelo de acumulación de capital y el cambio de las estructuras económicas altamente excluyentes y monopolizadas por las elites nacionales e internacionales. No obstante, se hicieron esfuerzos para modificar el modelo rentístico, pero resultaron insuficientes, no se logró mantener en el tiempo esa iniciativa, que fue abandonada en la medida en que los precios del petróleo aumentaban, al igual que el atractivo valor de los commodities en el mercado internacional. En este sentido, lejos de asumir que una alternativa al capitalismo tenía necesariamente que ser una alternativa al modelo depredador del desarrollo, del crecimiento sin fin, lejos de cuestionar sostenidamente el modelo petrolero rentista, lo que se hizo fue radicalizar a niveles desconocidos históricamente en el país. En medio de esta bonanza, pocos advirtieron dentro del Gobierno que la fantasía de las manos llenas podía desmoronarse de un momento a otro. En la historia de todo el siglo XX hay ejemplos emblemáticos de que la riqueza fácil puede desaparecer súbitamente. La Venezuela de la que formamos parte ha vivido hecatombes financieras como producto de quiebras de grandes bancos, por mala administración de los recursos públicos y, en especial, por continuar con la creencia de que el progreso puede ser financiado exclusivamente por los recursos naturales con los que se cuenta, dejando de lado la inversión en educación y adiestramiento para el trabajo, la innovación tecnológica y la formación de una estructura económica capaz de potenciar el desarrollo comercial, financiero y productivo para construir un país autosuficiente e innovador que aproveche la maravillosa riqueza humana con que cuenta el país. Lo fundamental en este breve recorrido de nuestra historia de fracasos económicos recientes es tener clara conciencia de esta vulnerabilidad. Es decir, el facilismo de siempre, el consumismo exacerbado, alimentado por la mentalidad rentística y patrón-clientelar, profundizaron el empobrecimiento de las ideas y prácticas de la elite gobernante, de la burocracia estatal y político partidaria. En este sentido, las fuerzas motoras de la vida social, política, económica y cultural languidecieron. Bajo estas circunstancias las políticas de carácter distribucionista no podían continuar con el éxito inicial. La caída de los precios petroleros y el encarecimiento del comercio internacional detuvieron el inmenso drenaje de recursos, lo que puso sobre el tapete la ausencia de un aparato productivo nacional, política que se abandonó, entre otras razones, por el encantamiento de una coyuntura económica favorable a la política de importación de todos los bienes y servicios que siempre ha demandado el país y debido a la incompetencia o desinterés gubernamental para acometer un proceso de modernización del aparato estatal.

A ello hay que añadir que la Administración estatal estaba atestada de vicios que la hacían ineficaz, pesada y poco preparada para los desafíos que tenía por delante. Se agregan, a las dificultades descritas, como indicamos arriba, los enérgicos, contraproducentes e inútiles choques entre el Gobierno, el Estado y los poderosos intereses del gran empresariado importador y productor, la jerarquía eclesiástica, los medios de comunicación y los sectores productivos del campo. El enfrentamiento entre las fuerzas gubernamentales y las de la oposición, incluso, con sectores de la sociedad no afiliados a proyecto político-partidista alguno, tuvo varios momentos álgidos: el golpe petrolero, el golpe de Estado y el paro nacional empresarial, principalmente. Una cosa es expresar desacuerdos con el desenvolvimiento del Gobierno de Chávez y otra promover la violencia política para hacerse con el poder en función del interés particular de los grupos más poderosos y en contra del interés común. Pero lo que, finalmente, fulminaría a Chávez no fueron las conspiraciones y los alzamientos planeados en el país con apoyo exterior, fue una enfermedad: el cáncer. El fallecimiento de Hugo Chávez en marzo de 2013 abre paso a una nueva coyuntura política en el país. En las elecciones presidenciales de abril de 2013, el candidato escogido por Chávez, Nicolás Maduro, ganó a Henrique Capriles, candidato de la oposición. Un nuevo escenario emerge en medio del fallecimiento de Chávez. La victoria de Nicolás Maduro Moros en las elecciones presidenciales, con el 50.66% de los votos, según lo anunciado por el Consejo Nacional Electoral. Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), reportó las cifras: Capriles obtuvo el 49.07% de la votación, un 1.59% menos que Maduro, tras el escrutinio del 99.12% de los sufragios.

Bibliografía

Cepal: «Transformación productiva con equidad. La tarea prioritaria del desarrollo de América Latina y el Caribe en los años noventa», . [Consulta: 23/02/2018] Katz, Claudio: «Latinoamérica: Desenlaces del ciclo progresista», Aporrea [en línea], . [Consulta: 08/12/2017] Lander, Edgardo: «Izquierda y populismo: Alternativas al neoliberalismo en Venezuela», . [Consulta: 09/08/2017] — «La implosión de la Venezuela rentista», Aporrea [en línea], . [Consulta: 28/11/2017] Stolowicz, Beatriz: «A contracorriente de la hegemonía conservadora», en El posneoliberalismo y la reconfiguración del capitalismo en América Latina, México, Espacio Crítico Ediciones, Universidad Autónoma Metropolitana, 2012.


7 comments

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