Llegué a Noruega por primera vez en febrero del 2002. Poco o nada sabía por entonces de este país en el que vivo desde hace más de catorce años. Ese viaje me significó una serie de descubrimientos y de primeras experiencias: hice mi primer viaje en tren, que duró más de dieciocho horas, y durante el recorrido atravesé por primera vez la línea polar ártica. También, en mi primera visita a Noruega, un alce cruzó raudo la carretera E6 mientras iba al volante de un Mazda 323 rojo. Quien no se haya topado anteriormente con un alce podría tener la impresión de haber visto un caballo con astas. En mi caso, pensé que se trataba de un ser mitológico de los bosques nórdicos. En ese febrero del 2002 conocí la nieve: caminé sobre la nieve, me dejé sepultar por ella y hasta conduje bajo una nevada que se prolongó por días. También, por primera vez, intenté patinar sobre hielo –sin éxito– y tuve la única neumonía que he padecido hasta el día de hoy. Esa vez tomé un tren en Oslo que tenía como destino final una ciudad llamada Bodø. Bodø es –literalmente– el destino final de todo pasajero que tome un tren hacia el norte de Noruega, pues la vía férrea de la región Nordland tiene como última parada a esta ciudad, su estación más septentrional. Han pasado dieciséis años desde la primera vez que llegué a Bodø y es desde esta ciudad que escribo estas líneas.
Bodø y la luz
Bodø es una ciudad costera del norte de Noruega. Además de ser el fin de la vía ferroviaria noruega, es un punto de parada obligatorio para los viajeros que van en ferry hacia las islas Lofoten, uno de los atractivos turísticos naturales más importantes del país. Durante el verano, entre los meses de junio y julio, esta región del norte atrae a los turistas ofreciéndoles el sol de medianoche. En Bodø, la cima del monte Rønvikfjellet es el lugar ideal para observar este fenómeno en el que el sol nunca llega a ocultarse. Las auroras boreales son el atractivo turístico natural del invierno ártico y aparecen durante el periodo al que los noruegos se refieren como mørketid, o el ʻtiempo de oscuroʼ si se traduce de manera literal (mørke, oscuro y tid, tiempo). Pero mørketid hace referencia a la noche polar, el fenómeno opuesto al sol de medianoche. Desde fines de octubre hasta los primeros días de enero, el sol no es visible en el horizonte y solo una penumbra distingue al día de la noche. Si bien es cierto que en Bodø no hay una noche polar propiamente dicha, el paisaje montañoso que caracteriza a la ciudad impide ver el sol en el horizonte durante los últimos meses del año.
Cada año, el periódico local anuncia en sus titulares la llegada del sol, uno de los eventos importantes de esta ciudad, que se da a inicios de enero. Los lugareños hablan sobre la llegada del sol como si se tratara del retorno de un ser querido al hogar, las escuelas interrumpen las horas de clase para que tanto alumnos como profesores salgan a los patios para presenciar la primera aparición del sol en el horizonte.
Se podría decir que, además del paisaje, la presencia y ausencia de luz son el atractivo principal del norte de Noruega. Esta presencia y ausencia de luz también determina e influye en el comportamiento de sus habitantes y en las formas de las actividades sociales del lugar. Ir a esquiar es una de las actividades sociales de invierno más comunes entre los noruegos. Los amables habitantes del norte de Noruega se preocupan por que los foráneos aprendamos a esquiar, no solo por divulgar este deporte de invierno, sino también como una forma de integración. Durante el verano, las actividades sociales son menos exigentes y, salvo la pesca, la mayoría no requiere equipo deportivo alguno. Como en todas partes, con la llegada del sol, se llenan las terrazas de los bares de copas y los noruegos se deshacen de toda esa ropa pesada que cargaron durante el verano y expanden su lenguaje corporal al mismo tiempo que mejoran notablemente su destreza para la conversación. Sea verano o sea invierno, el norte de Noruega es un lugar que siempre valdrá la pena visitar.
La isla de Kjerringøy
Muy cerca de Bodø se encuentra la isla de Kjerringøy. A esta isla se la conoce como la perla escondida de Nordland; para llegar a ella, el camino se inicia en una carretera que parte desde el centro de la ciudad. Durante los meses de febrero y marzo las horas de luz van en aumento, pero a pesar de esto la luz solar ártica aún es tenue y lo envuelve todo en colores pastel. Viajo treinta y cinco kilómetros a través de una carretera de tonos celeste, rosa y lila que se entremezclan, que serpentea hasta llegar al mar y su calma del color del mercurio. Allí me espera el ferry que me llevará a mi destino situado al otro lado del fiordo.
El ferry atraviesa el fiordo de Mistfjorden deslizándose por un mar calmo que emite un susurro arrullador. Me envuelven el aire puro y la visión de las montañas que brillan bajo el resplandor de un sol recién llegado cuya presencia es breve, pero muy luminosa. Tanto en inverno como en verano, Kjerringøy es un lienzo vivo: la arena blanca emite destellos plateados a mi paso, el mar me regala todos los matices de azul, el cielo se enciende en tonos violetas, anaranjados y rojizos, los sembradíos se desbocan hasta el horizonte en verdes intensos con contrastes de blanco: el de la escarcha del invierno o el de la lana de los rebaños de ovejas en verano. En un pequeño café del centro de Kjerringøy, me recibe Bjørn, unos de los guías de turismo de la isla. Junto a él recorro las construcciones que conformaron uno de los mayores puntos de comercio de Noruega a mediados del siglo xix.
Por entonces, Noruega vivía del pescado, y la pesca proveniente de Lofoten fue crucial para el crecimiento del país. Kjerringøy se convirtió así en una parada obligatoria para los pescadores que venían desde distintos puntos de Noruega. Los pescadores se quedaban en la isla a descansar o a esperar que el clima les fuera propicio para continuar el viaje hacia el norte y enfrentarse al fiordo de Vestfjorden, cuyas tormentas solían derribar a los barcos de Nordland, los típicos barcos pesqueros de la época. Estos barcos navegaban tanto a remo como a vela y se caracterizaban por ser abiertos, quedando sus tripulantes expuestos a las gigantescas olas del mar de Noruega que podían hacerlos desaparecer de un manotazo.
Seguimos el recorrido y Bjørn me explica que hay dos personajes principales en la historia de Kjerringøy: Anna Elisabeth Sverdrup Ellingsen y Erasmus Benedicter Kjerschow Zahl, la pareja que convirtió la isla en uno de los puntos de comercio más importantes del país. Anna Elisabeth quedó viuda de su primer matrimonio con el comerciante Jens Nikolai Ellingsen. Ambos habían impulsado el crecimiento comercial de la isla, pero después de la muerte de Jens Nikolai, fue su viuda quien tomó las riendas del negocio y lo llevó a su apogeo. Anna Elisabeth se hizo cargo de los cuadernos de contabilidad que registraban tanto la compra y venta de mercancías como el comercio de toneladas de pescado; además, se preocupó por la organización del lugar, estructurando las labores y administrando a los empleados.
Erasmus Benedicter Zahl fue el segundo marido de Anna Elisabeth. La pareja contrajo matrimonio en 1857, a pesar de la diferencia de edad: ella tenía 56 años y él, 31. A partir de entonces, la prosperidad del lugar continuó gracias al trabajo de ambos. Zahl se encargó de la economía del negocio y Anna Elisabeth mantuvo el lugar organizando banquetes y encuentros sociales que favorecían el comercio y dotaban de prestigio al lugar. Además, administraba la distribución de la comida, organizaba la servidumbre y hasta tenía el rol de maestra, pues daba lecciones de piano, contabilidad, etiqueta y francés a las muchachas casaderas de la alta sociedad.
Anna Elisabeth siempre fue la figura más destacada de Kjerringøy. Estando ya casada con Zahl, recibía a los huéspedes con un marcado «Bienvenidos a mi casa», y no a nuestra casa. Los ambientes de su casa –enfatiza Bjørn– amortiguaba el trajinar de sus invitados con las alfombras más finas de oriente, y sus paredes, decoradas con tapetes pintados a mano comprados en París, impresionaban a los visitantes de entonces y siguen impresionando a los de ahora, pues son muy pocos los tapetes de este tipo que se conservan hoy en día en Europa.
La figura de Anna Elisabeth pareciera situarse en un pedestal inalcanzable. La servidumbre y los lugareños se inclinaban ante su presencia y la trataban de señora y de usted. Sin embargo, esto no hizo de Anna Elisabeth una persona prepotente o con ínfulas, sino todo lo contrario. Tanto ella como su marido Zahl son recordados en la historia como personas generosas y amables. Anna Elisabeth, además, tenía conocimientos de medicina y cuando alguien se enfermaba, los pobladores de la isla acudían a ella y la llamaban madre, sobrenombre que aceptó y supo llevar de buena manera.
Su botiquín, que se conserva intacto hasta hoy, guarda bálsamos, anestésicos, jarabes y venenos, pues Anna Elisabeth brindaba asistencia y medicamentos a todo el que lo necesitara, ya que el médico más cercano se encontraba en las islas Lofoten, a dos días de viaje.
El escritor y la isla
Mi interés por la literatura hace que este lugar se vuelva aún más interesante ya que siempre he oído rumores sobre la relación que tuvo con esta isla el escritor Knut Hamsun, premio Nobel noruego.
Hamsun nació en el sur de Noruega, pero pasó su infancia, adolescencia y juventud en Hamarøy, un distrito de la región de Nordland. Hamsun consideraba el norte de Noruega como el lugar de sus raíces y su hogar. Se puede notar en su obra que el paisaje y el ambiente de esta parte del país marcaron muchas de sus historias. Existen muchos rumores acerca del vínculo que Knut Hamsun con Kjerringøy. Se dice que el escritor se inspiró en este lugar para escribir obras como Pan o Rosa y Benoni, pero lo cierto es que no existe documentación que sustente una larga permanencia del escritor en la isla, me explica Bjørn. Lo que sí se sabe y está documentado es que Zahl ayudó a financiar el inicio de la carrera literaria de Hamsun, y que el paso del escritor por la isla debió de ser breve, pues tuvo como único fin recoger el dinero que Zahl aceptó entregarle en préstamo.
Nos acercamos a una vitrina donde se conserva una de las cartas que Zahl y Hamsun intercambiaron entre 1879 y 1880. Durante esos años, Hamsun y Zahl mantuvieron correspondencia a partir de que el joven escritor le solicitara al próspero comerciante un préstamo de 1,600 coronas. Knut Hamsun había tenido su debut literario en 1877. Dos años después, el escritor le enviaría una carta a Zahl presentándose como un joven talento literario que necesitaba esa suma de dinero para viajar a Copenhague e iniciar su carrera literaria. En esa carta, Hamsun también le prometía a Zahl devolverle el préstamo y los intereses correspondientes apenas lograse establecerse como escritor.
Se calcula que, por entonces, la servidumbre podía recibir aproximadamente 200 coronas al año o menos. Hamsun había hecho un pedido ambicioso: 1,600 coronas era, en ese tiempo, el equivalente al salario de un maestro de escuela durante un periodo de cuatro años. El mensaje de Hamsun llegó a convencer a Zahl, que le concedió el préstamo. Fue el mismo escritor, un joven de apenas veinte años por entonces, quien llegó a la isla a recoger las 1,600 coronas. No sé sabe con exactitud cuánto tiempo pasó el escritor en la isla, pero lo que sí se sabe y está documentado es que Hamsun nunca devolvió el préstamo.
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