Asistir a una cata de mezcales en Archivo Maguey es algo que cualquier interesado en la gastronomía mexicana debería hacer alguna vez en la vida. Ver en acción el engranaje perfecto del sitio –ubicado en la capital del estado de Oaxaca, al sur del país– es un lujo al que no se accede todos los días. Por principio, estos eventos son poco frecuentes y tienen cupo limitado; se llega a ellos por invitación o reserva, y son distintos dependiendo del grado de conocimiento de la bebida que tengan sus asistentes. Una vez adentro, cada detalle revela los años de estudio que le ha merecido el tema a la familia Ortiz Cruz y sobre todo a la cabeza del proyecto, Jesús, rebautizado por sus colegas como Jesús Espina. Basta con verlo seleccionar botellas, rellenar los vasos diminutos y dar un preámbulo a los espectadores, para convencerse de estar en buenas manos. Y aunque cada cata es única, la devoción que él demuestra por el destilado es la misma. Espina habla de mezcal como quien habla de su religión. Cree en el destilado porque lo trae en la sangre y sabe cómo transmitir lo que le produce.
El viaje por el mundo del mezcal exige sentidos agudos, disponibilidad de tiempo y alta capacidad de asombro. No es una bebida sencilla de tomar; al contrario, es sumamente complicada. No se lo bebe de un trago como el tequila, porque para comprenderlo hay que paladearlo lentamente y con cuidado. No precisa de catadores expertos, sino de sensibilidad. Los tragos llevan aparejados olores y texturas que el maestro mezcalero les imprimió. Pero más allá de sus sabores y permanencia en el paladar, cada mililitro transmite historias. «Todos los agaves cuentan una historia distinta. Por eso, dependiendo del tipo de suelo en el que hayan sido sembrados y del tiempo que tarden en madurar, más cosas puede comunicar el líquido que sale de sus entrañas», dice Espina, con la voz calma que lo caracteriza y los ademanes que dan cierto aire teatral a todo lo que dice. Para que un mezcal sea bueno, el agave de donde proviene ha de crecer por años. El llamado espadín es el que se puede cortar y utilizar más pronto. Le lleva alrededor de siete años estar listo. No obstante, especies como el arroqueño o el tepeztate pueden tardar hasta 25 años. De igual forma, el rendimiento de esta materia prima es algo que hace valorar aún más el escaso resultado final. Para tener entre las manos una botella de un litro de la bebida han de procesarse entre 5 y 9 kilos de la planta. A eso se debe que las reservas de algunos mezcales salidos de agaves exóticos se limiten a unos cuantos litros por año, en contraposición a las producciones industriales que pueden llegar a decenas de miles en el mismo periodo de tiempo y con agaves más asequibles. Como bien dice el oaxaqueño, la elaboración de buen mezcal es alquimia pura. Por eso en Archivo Maguey los descuentos no existen. Está lejos de ser un asunto de altivez por el auge de la marca. Se trata, más bien, de un asunto de conciencia.
Espina asegura que admitir rebajas en el precio sería como faltarle el respeto al trabajo de los maestros mezcaleros, al de su familia y al suyo. Lo que hacen, incluso sin darse cuenta, es muy parecido al arte. Las etiquetas de cada botella de Archivo Maguey son una enciclopedia por sí mismas. Más que solo informar sobre el estilo, grado alcohólico y lugar de origen de la bebida, también consignan el tipo de celebración para el que usualmente se produce, la edad del agave, el tipo de suelo donde creció y hasta la fase lunar en que fue cosechado.
Ni Espina ni su familia hacen mezcal (por eso se consideran mezcaleros, no maestros mezcaleros). Lo compran a pequeños productores ubicados en distintos puntos de Oaxaca. Así se aseguran de escoger agaves de tierras específicas e incentivan la economía en regiones alejadas, donde la población aún vive de lo que siembra. El éxito de estos mezcales ha sido tal que el mismo Enrique Olvera –uno de los chefs más importantes de Latinoamérica y dueño del restaurante Pujol, considerado el mejor de México por el periódico estadounidense The Wall Street Journal– ofrece en una parte de su reducida carta los productos de Archivo Maguey. Cada vez que le surge una duda o necesita una renovación, Olvera manda a Oaxaca una comitiva que cata nuevos mezcales. Jesús los atiende y los lleva por los mismos caminos que lleva a todo aquel que quiera echarse un clavado en el mundo del apasionante elíxir.
De igual manera Noma, premiado cuatro veces como mejor restaurante del mundo por la Restaurant Magazine y propiedad del danés René Redzepi, tuvo un lote de destilados de Archivo Maguey en una de sus sucursales –que abrió solo durante siete semanas en plena selva de Quintana Roo–. Independientemente de que muchos de sus productos hayan sido reconocidos por estos dos grandes restaurantes y que circulen en Europa, el epicentro de este proyecto sigue ubicado en el centro histórico de la capital de Oaxaca. Atendido por la familia Ortiz Cruz y amigos de confianza, se encuentra alojado en una casona colonial de dos plantas que lleva el nombre del producto: Archivo Maguey. En pleno auge de restaurantes y cantinas con «aires tradicionales», es uno de los negocios que atraen más turistas y prensa. Espina es diseñador, así que fue el encargado de darle una identidad al sitio. Las mesas y sillas son de madera rústica; las paredes tienen trazos que hacen referencia a magueyes y a la cultura del estado de Oaxaca, y cada una de las estancias es amplia: tiene techos altos y corredores largos, como se acostumbra en las casas tradicionales del centro de Oaxaca. Su menú está plagado de creaciones inimaginables, incluso para algunos oaxaqueños. Hay sopa de guías con ticumbeles (bolitas de masa hervidas), ticucos (tamales) con chorizo y ensalada de quelites con chapulines (insectos) como entradas; entre los platos fuertes se encuentran rarezas como la lengua de res en salsa de cocopache (una especie de chinche), huachimole (mole hecho con las semillas moradas de una vaina silvestre) con costilla de puerco prensada y tlayudas con hormigas comestibles espolvoreadas. Los postres consisten en atoles (bebida caliente hecha con maíz) y flanes clásicos con toques endémicos. La incertidumbre que cualquiera podría experimentar al encontrarse con ese listado de delicias impronunciables tiene su razón de ser. Absolutamente todo, explica Espina, está diseñado para lograr que los clientes se acerquen al tema alrededor del que gira su proyecto: el mezcal.
Ahora, en el salón donde realiza una cata para amigos, todos cierran los ojos por momentos mientras lo escuchan hablar. Olfatean el líquido transparente directamente del vaso cuando él lo indica. Dan pequeños sorbos y vuelven a perderse en los campos sembrados de agaves por donde los conduce con palabras. Les cuenta historias de las pencas trituradas de maguey que entran convertidas en un líquido fermentado a un alambique y salen vueltas magia líquida. Les habla de los secretos de la tierra, su tierra: Oaxaca.
El nacimiento de una familia con hojas
Los primeros recuerdos de Espina tienen que ver con mezcal. Este destilado alcohólico de agave, que es como la bandera líquida del sur de México, lo acompaña desde que aprendió sus primeras nociones del mundo, dentro de la vieja tienda de abarrotes de su abuelo paterno, en un pueblo llamado Nochixtlán. Ahí, entre barras de jabón, kilos embolsados de maíz y cocacolas en venta, aprendió a distinguir los olores y apariencia de cada una de las botellas acomodadas tras la antigua vitrina, que un día simplemente desapareció y todos olvidaron. Menos él.
México no existe sin su gastronomía. Y esta, a su vez, es imposible de explicar sin Oaxaca, uno de sus epicentros culinarios. Se trata de un territorio tan plural y al mismo tiempo con tantos contrastes, que por muchos es considerado como «un país dentro de otro país». En sus cerca de 95,000 kilómetros cuadrados de extensión alberga numerosos pisos térmicos. Eso conlleva a que tanto sus climas como el carácter de su gente y (por consiguiente) sus cocinas sean megadiversos. Oficialmente tiene distintas regiones asentadas a lo largo de la convulsa orografía de dos sierras, un valle central, una zona con desierto, otra con selva, litorales, la cuenca de un gran río –que se está volviendo tierra de nadie bajo el control del cártel de los Zetas– e incluso la zona más estrecha del continente, solo después de Panamá: el istmo de Tehuantepec.
No obstante, a pesar de la surtida paleta de sabores y respectivas preparaciones que ofrecen dichos terrenos, lo que se vende a comensales nacionales y extranjeros se reduce a un menú escueto, con las opciones clásicas de siempre. En guías para vacacionistas y trípticos de la Secretaría de Turismo nacional se repiten una y otra vez los nombres de tlayudas (una pizza hecha con tortilla e ingredientes autóctonos), mole (pasta espesa hecha con chiles molidos), mezcal, chocolate y chapulines (insectos comestibles). Pero Oaxaca es mucho más que eso.
Espina nació y creció en la Mixteca, una región del estado pródiga en agaves, templos de
arquitectura sincrética, mercados a la usanza y cazuelas en ebullición a toda hora. En muchos sentidos, la región es abundante y culturalmente extensa. Pero su proyección al exterior se limita a unos pocos esfuerzos gubernamentales, así como a lo que cuentan de boca en boca quienes regresan maravillados tras visitarla. De esa veta inexplorada, así como de un respeto ciego hacia sus tradiciones, deriva el proyecto culinario de su familia. Este «hijo pequeño», como llaman ellos a Archivo Maguey, hunde sus raíces en un afán de asignarle a la Mixteca la categoría gastronómica que merece. Y lo han logrado.
Los Ortiz Cruz son un equipo de seis engranes que encajan de forma milimétrica. Aníbal, el padre, tiene el olfato y paladar de un catador profesional; la madre, Uveira, sabe cómo interpretar las percepciones de su marido, las vuelve recetas y experimenta con nuevos ingredientes; Ulises, Omar –los hermanos– y Otussi –su hermana– nacieron con el don de la administración y la logística; Espina se encarga de la parte creativa y de las relaciones públicas. Es como una familia con superpoderes y con un arraigo gastronómico codificado desde sus genes.
Fue el abuelo paterno quien con su vieja vitrina marcó a Espina de por vida. El proyecto era solo cuestión de tiempo. La idea inicial se redondeó de forma involuntaria, cierto día en que él se abstrajo en plena reunión con sus padres y hermanos. De pronto miró alrededor y cayó en la cuenta de que, durante mucho tiempo, todos se habían especializado en cosas maravillosas sin reparar en ello. A diferencia de la mayoría de las familias que suelen usar la comida como pretexto para reunirse cada fin de semana, con los Ortiz Cruz era al contrario: sus fuertes nexos de sangre eran la justificación perfecta para encender fogones, destapar botellas, ponerse manos a la obra y compartir la receta que les saliera mejor.
La revelación que le llegó a Espina les cambió el esquema. De pronto todos los engranes se acoplaron y él vislumbró que potenciarían sus capacidades en aras de llevar lejos y muy alto la cultura de la bebida y la cocina mixteca. Así empezó todo. Así fue como sentaron las bases de lo que sería la cultura gastronómica del mezcal.
Siete años después de aquel momento de serendipia, Archivo Maguey crece como sus agaves: lento, pero seguro. El proyecto hoy es la unión de una marca de mezcal propia, un restaurante ambulante con platillos autóctonos (llamado Huaje), una línea de insumos nativos (tales como hierbas de olor, sales orgánicas y salsas picantes hechas con insectos), un bar de alta mixología con mezcal (Hierba Blanca) y hasta una tienda de diseño de ropa artesanal (Coyote).
Metáforas de familia
La cata sigue su curso. En un cuarto secreto de Archivo Maguey, Espina regresa a esos días anclados en el tiempo y en las áridas tierras de la Mixteca que lo vio nacer. Frente al grupo que lo escucha atento, se arremanga la camisa y el tatuaje de unas hojas de agave emerge sobre su antebrazo derecho. «Tengo una obsesión con la planta. Siempre me ha intrigado la forma en que, desde que empieza a crecer, las hojas se sobreponen unas a otras antes de despegarse. Es por eso que se dejan marcas imborrables, como si se tratara de huella dactilares. Siempre he creído que eso es como una metáfora de mi familia», dice. Y, en efecto, así son los Ortiz Cruz. Más que engranes, son como un agave: con varias hojas inconfundibles y marcadas por siempre, provenientes de un tallo común. Espina continúa con la explicación y, mientras cree estar enseñándoles a sus amigos cómo beber de forma correcta el destilado, realmente los transporta al interior de la tienda de abarrotes de su abuelo. De pronto ya todos están frente a la vieja vitrina donde germinó la idea que, años después, les demostraría a propios y extraños el poder de la gastronomía mixteca. Ahí empezó todo. Y ahí empiezan todos también.
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