Revista GLOBAL

Una ley de procedimiento administrativo para mejorar los derechos de los dominicanos

by Ricardo Rivero Ortega
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La República Dominicana necesita una ley de procedimiento administrativo adaptada a las necesidades y exigencias de la Administración Pública y las personas en el siglo XXI. Una norma moderna, democrática, que tenga en cuenta las ventajas de las nuevas tecnologías y permita satisfacer las aspiraciones de la  ciudadanía garantizando su derecho a la buena administración. Por esto se propone la aprobación de esta legislación que mejora la actual experiencia española, aprovechando las mejores experiencias comparadas de Alemania e Italia.

El artículo 138.2 de la nueva Constitución dominicana emula la Norma Fundamental española cuando establece que la ley regulará el procedimiento a través del cual deben producirse las resoluciones y actos administrativos, garantizando la audiencia de las personas interesadas, con las excepciones que se establezcan. Casi en la misma línea del artículo 150 de la Constitución española, aunque con la diferencia de que en España las normas de procedimiento administrativo tienen una tradición de al menos 200 años. Con este artículo se exige aprobar una ley de procedimiento administrativo, pero no solo porque lo establezca la Constitución formal. Es la sociedad dominicana la que reclama tal norma, para situar las relaciones entre la ciudadanía y la Administración a la altura de las circunstancias del siglo XXI. Porque hoy cada vez más personas saben que las tareas administrativas pueden realizarse mejor si se dispone de medios apropiados para la reducción de plazos, se eliminan abusos en las exigencias documentales y se otorga un tratamiento adaptado a las necesidades de cada quien.

En la actualidad, una Administración Pública al servicio de las personas debe ser proactiva, idea que supone un cambio radical de la cultura administrativa; de la clásica actitud pasiva de espera de las solicitudes de los ciudadanos a otra que anticipe las necesidades. Lo explicaré con un ejemplo: en lugar de aguardar a que los ciudadanosse desplacen a las oficinas públicas para recoger los formularios que necesiten a la hora de comenzar los procedimientos (solicitando, por ejemplo, inscribir a sus hijos en un centro educativo público o reclamando una ayuda a la que tengan derecho), debiera ser la Administración la que les enviara los documentos requeridos, informándoles de todos los trámites a seguir para canalizar su voluntad y derechos a través del procedimiento administrativo.

Para promover tal proactividad es preciso abogar por un nuevo esquema del procedimiento administrativo, pero sobre todo y ante todo emplear la reforma legal como palanca para reinventar la Administración, haciéndolo desde el reconocimiento de que todo el proceso de toma de decisiones debería articularse poniendo a las personas –sus derechos e intereses– en el centro de la actividad administrativa. Tal vez por esto la denominación como ley de Procedimiento Administrativo no sea suficientemente expresiva del cambio cultural y organizativo que debe propiciar. La República Dominicana necesita una ley de Procedimiento Administrativo, pero no puede conformarse con los modelos de las normas europeas y latinoamericanas del siglo pasado. Requiere, en cambio, una ley capaz de dar el salto cualitativo expresado en su nueva Constitución, cumpliendo con los principios del Estado social y democrático de derecho, con el fin de mejorar la vida de las personas cuando se relacionan con la burocracia. Considero por esto recomendable aprobar una ley de derechos de las personas –sintetizados en la idea de buena administración–, y no solo con el objeto del procedimiento. Si se perdiera la oportunidad de aprovechar las experiencias más avanzadas en este sentido, se estaría desarrollando la Constitución como si nada hubiera cambiado respecto del marco jurídico-institucional del pasado. Es preciso, en fin, mirarse en el espejo de la última generación de leyes reguladoras de la actuación administrativa, y no en otras normas de referencia que pueden seguir vigentes pero han quedado obsoletas.

 ¿Qué debe contener una ley de derechos de los ciudadanos?

Descartar la burda copia de las leyes de procedimiento de hace 25 años no conlleva desechar el muy aprovechable acervo de conocimientos y experiencias jurídico-administrativas que contienen tales textos. Muchos aspectos del régimen clásico del procedimiento –la teoría del acto, las notificaciones, las reglas sobre abstención y recusación–son imprescindibles y requieren una normativa común homogeneizadora de la estructura elemental de toda intervención administrativa. Hay que mantener buena parte de la tradición para dar el salto histórico hacia una nueva cultura  administrativa sobre bases suficientemente sólidas, pues las pretensiones radicalmente revolucionarias no suelen dar buenos resultados en las modificaciones institucionales.

Ahora bien, evitar el riesgo de adanismo al desarrollar herramientas básicas de funcionamiento del Estado y regirse por la prudencia en su tratamiento no significa renunciar a innovar. Evitar los cambios para no perturbar el statu quo hubiera impedido también reformar la Constitución. En el régimen del procedimiento administrativo traería la consecuencia de no poner de relieve y garantizar los derechos, mucho más allá de la idea de debido proceso que refleja la invocación del trámite de audiencia para garantizar la contradicción y el derecho de defensa. Hay otros derechos de los ciudadanos –la libertad, la dignidad, la igualdad– que sin garantías procedimentales administrativas corren el riesgo de limitarse a ser pronunciamientos retóricos. La síntesis de ese conjunto de garantías procedimentales administrativas de los derechos fundamentales –el status procedimentalis– se ha resumido en la doctrina más avanzada como derecho a la buena administración, idea evolucionada desde su consideración como principio de eficiencia, pasando por su concepción como deber vinculante para los administradores públicos. Hoy cuenta ya con el rango de derecho fundamental en la Unión Europea y en varias normativas administrativas españolas que apuestan por desarrollar sus elementos.

¿Cuáles son los elementos de la buena administración? Varios: en primer lugar, el derecho a que los asuntos de los ciudadanos sean tratados en un plazo razonable y teniendo en cuenta su punto de vista; en segundo lugar, el derecho a acceder al expediente administrativo; en tercer lugar, la motivación de los actos administrativos. El plazo razonable en la tramitación de los   procedimientos administrativos, la explicación de las razones que llevan a la Administración a tomar cada decisión concreta y la transparencia administrativa son los parámetros de la buena administración europea.

No basta, sin embargo, con proclamar el derecho a la buena administración. Proponer una ley de Procedimiento Administrativo del siglo XXI y olvidar las medidas de modernización y utilización de las nuevas tecnologías sería difícilmente justificable, aunque tampoco debemos confundir las prioridades y situar estos medios por delante del servicio a la personas –auténtico y primordial objetivo–. Es decir, la modernización del procedimiento administrativo es un medio, la palanca para hacer efectivos los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con la Administración. Unos y otros se complementan recíprocamente: las tecnologías sin derechos nos conducen a la distopía; los derechos sin medios técnicos producen frustración. Otro ejemplo elocuente de este último aserto: en España se reconoció en 1992 –al aprobarse la nueva ley de Procedimiento Administrativo– el derecho a no aportar documentos que se encontraran en poder de la Administración actuante, pero esta ventaja considerable para los ciudadanos ha sido recurrentemente falseada debido a las dificultades de cotejar fiablemente los datos y documentos archivados. Solo el desarrollo de los archivos o repositorios documentales, herramientas que permiten rescatar gracias a su ubicuidad los documentos que la Administración conserva (pero no necesita buscar físicamente), ha permitido, casi 20 años más tarde, comenzar a respetar un avance indiscutible y necesario, que no debió prometerse si no se estaba en condiciones de cumplirlo. Entre los contenidos necesarios de la ley de Procedimiento Administrativo no pueden faltar mlos principios, comenzando por los constitucionalmente proclamados, la comprensión del derecho administrativo como derecho constitucional concretizado supone aceptar el considerando de que sus instituciones deben servir para hacer realidad aquello que la Constitución promete a la ciudadanía entre sus normas básicas de convivencia, también en las relaciones con el poder público.

Y si hay una parte del régimen de la Administración particularmente capaz de ofrecer tal contribución, sin duda es el procedimiento, pues diseña el estatuto del ciudadano en sus relaciones con las administraciones públicas. En España necesitamos hace tiempo una nueva ley el derecho comparado europeo y latinoamericano pone en evidencia el relativo atraso del régimen procedimental español, en comparación con el que puede aprobarse en la República Dominicana. A la vista están los avances de otros países, como Alemania, donde la reforma administrativa ha sido un propósito de primer orden en los últimos 20 años. Particularmente intensas serían las repercusiones de este proceso sobre el procedimiento administrativo, que ha sido objeto de sesudas reflexiones dogmáticas hasta alcanzar su actual estadio de cuarta generación, superador de los paradigmas iniciales de la ley germana de 1976.

En Italia, al igual que en Alemania, también puede comentarse una serie de reformas de la ley de Procedimiento Administrativo, en el contexto de un ambicioso programa de modernización de la Administración desarrollado bajo las responsabilidades del ministro Renato Brunetta, conocido por sus contundentes intervenciones sobre el estatuto de los empleados públicos. Desde 2008, los proyectos de cambio en Italia se han multiplicado extraordinariamente.

Más allá de estas polémicas leyes y decretos sobre funcionarios, en el plano del procedimiento administrativo algunas de las iniciativas italianas merecen ser destacadas. Así, la más reciente, la Ley 69 de 2009, reduce a 30 días el plazo de tiempo para resolver un procedimiento cuando otra norma no ha fijado plazo distinto. En este texto se fija el plazo máximo de 90 días para todos los procedimientos.

¿Serían aplicables las soluciones alemanas o italianas en España? Sin duda, pero para esto habría que alterar fortísimas inercias y resistencias contrarias a los efectos reales de la simplificación administrativa. No es difícil imaginar el impacto que sobre las oficinas públicas podría producir una reducción a la mitad de los tiempos de los procedimientos, pero tampoco es complejo argumentar que estamos ante una de esas reformas estructurales imprescindibles para hacer competitiva nuestra economía.

Sorprende sobremanera, a pesar de las reiteradas críticas doctrinales, la persistencia del problema del silencio en España. Ni los llamados actos presuntos, ni las certificaciones acreditativas, ni las inverosímiles apelaciones a unas responsabilidades disciplinarias que brillan por su ausencia (al menos por este tipo de incumplimientos, achacables en muchos casos a las autoridades, efectivamente irresponsables) han servido para acabar con una situación acertadamente considerada como un escándalo en el Estado de derecho.

Otra mejora necesaria ha de proyectarse sobre la diatópica distopía de los plazos. La ley italiana de 2009 puede ser tomada como ejemplo por su orientación hacia el desarrollo económico, la simplificación administrativa y la competitividad. Particularmente, el nuevo plazo común de los 30 días, en lugar de los tres meses anteriores (idéntico tiempo al español), que pretende lanzar el mensaje de una Administración Pública amiga, cercana y al servicio de la ciudadanía.

Este objetivo todavía no ha sido realizado en España, un país en el que parece casi imposible erradicar la cultura del abuso en la exigencia documental, a la vista del insatisfactorio grado de respeto de los reales decretos que hace más de un lustro limitaron las posibilidades de exigencia de la fotocopia del Documento Nacional de Identidad o del certificado de empadronamiento en los procedimientos tramitados por la Administración General del Estado. Se dictan normas, pero no se cumplen, porque la inercia es más poderosa para la organización.

La atribución de responsabilidades directas a funcionarios y autoridades brilla, además, por su ausencia, salvo en el orden penal. El debate doctrinal sobre la conveniencia o no de activar la acción de regreso, con posiciones abiertamente contrarias a esta posibilidad, demuestra la falta de conciencia en España sobre la necesidad de prevenir los comportamientos más negligentes con mensajes claros sobre el carácter ejemplar propio de las instituciones. Aunque desde 1992 existe un artículo que reconoce el derecho a no presentar documentos que ya se encuentren en poder de la Administración actuante, es muy difícil para los ciudadanos ejercerlo hasta sus últimas consecuencias. Nuestra cultura administrativa sigue siendo, en cierta medida, poco proclive a los cambios, tendente a hacer las cosas como siempre se han hecho, en los mismos tiempos, con los mismos requerimientos documentales, al margen de que las normas europeas, estatales y autonómicas vengan diciendo desde hace tres, cuatro o cinco años que hay que plantear los procedimientos de forma muy distinta, desde la lógica de la innovación.

La ley, la democracia y el desarrollo

¿Cómo debe ser una nueva ley de Procedimiento Administrativo que esté a la altura de las circunstancias del siglo XXI? Pues ha de ser una norma que garantice ante todo los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración Pública, aprovechando las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen, tanto para la agilización de los trámites como para la transparencia y el mejor control del ejercicio de las potestades públicas. De lo que se trata es de cumplir los principios constitucionales, pues en el procedimiento administrativo se observa la condición de nuestra disciplina como derecho constitucional concretizado.

El procedimiento administrativo es una técnica elemental de cumplimiento del Estado de derecho. En primer lugar, garantizando el debido proceso cuando es la Administración la que decide. Pero también como presupuesto del ulterior control judicial, que no resultaría posible sin él. Porque el procedimiento es un mecanismo necesario de predeterminación y reducción de la discrecionalidad administrativa, mucho más difícil de revisar sin motivación de los actos o exposición de la información tenida en cuenta a través del expediente administrativo. Las formas no son caprichos jurídicos o entretenimientos burocráticos, sino la clave de la reducción del poder a derecho, condición inequívoca de la seguridad jurídica.

La democracia de calidad presupone igualmente una regulación del procedimiento administrativo, como demuestran la mayoría de los Estados democráticos más avanzados. En estos países (Alemania, Estados Unidos, Italia, también España) la normativa procedimental es un lugar común para favorecer la participación de la ciudadanía en la adopción de las decisiones administrativas. Sin olvidar que se trata también de un coadyuvante básico de la rendición de cuentas y la legitimidad (aceptabilidad) de las decisiones del poder público.

Una vertiente del procedimiento menos explorada y, sin embargo, cada vez más importante, es la de su contribución al desarrollo económico. Por supuesto, la democracia y el Estado de derecho se orientan en esta dirección, pero hoy –en un mundo globalizado– es muy aconsejable incorporar los enfoques del régimen administrativo que mejoren el entorno regulatorio para propiciar la creación de riqueza y puestos de trabajo: reducción de cargas administrativas, agilización de plazos y simplificación para evitar incertidumbres.

Si la futura ley dominicana de Procedimiento Administrativo cumple estos objetivos, partiendo de su comprensión como ley de derechos de las personas en sus relaciones con la Administración Pública, se habrán cumplido imperativos constitucionales, poniendo la República Dominicana a la altura de las circunstancias.

Ricardo Rivero Ortega es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Salamanca. Decano de la Facultad de Derecho. Director del Grupo de Investigación sobre Reformas Administrativas. Director del Máster en Derecho de la Administración del Estado (Instituto Global de Altos Estudios). Ha dirigido el equipo que elaboró la ley de Derechos de los Ciudadanos en sus relaciones con la Administración autonómica (Castilla y León, España) y también ha participado en la elaboración del borrador de anteproyecto de la nueva ley de Derechos y Procedimiento Administrativo de la República Dominicana.

Bibliografía

Rivero ortega, Ricardo (2012): La necesaria innovación en las instituciones administrativas, inap, Madrid.

– (2009): Mercado europeo y reformas administrativas, Cívitas, Madrid.

– (2008): El expediente administrativo. De los legajos a los soportes electrónicos, Aranzadi, Cizur Menor (Navarra).


12 comments

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