El huracán María me recordó que mi papá tuvo una novia adicta. Se llamaba Elizabeth, y su nombre me asaltó mientras rescataba mis libros de las goteras que caían del techo. Por suerte o por obsesión, perdí pocos: una novela, un libro de historia y el catálogo de una exposición colectiva en la que mi papá expuso una pintura. Organizada por el Instituto de Cultura Puertorriqueña en el 2006, la exposición reunía a los principales artistas plásticos y pintores del país. La pintura era un medio mixto –mezcla de lápices de colores y acrílico– sobre un panel de madera de 60 pulgadas por 40. La obra se titulaba Mi amiga Elizabeth y mostraba una mujer acostada –joven y dormida– con una jeringuilla en la mano y un bebé en el vientre. Cuando los vientos y las goteras amainaron, me senté con servilletas a secar las páginas mojadas del catálogo y recordé la razón exacta por la que no fui a aquella exposición. Por esa época aún le reclamaba a mi papá por qué, de todas las mujeres del mundo, tenía que enamorarse de una adicta al crack y a la heroína, de apenas veinte años, que lo mismo trabajaba para una banda dedicada al hurto de carros que robaba pinceles para él. Justo como lo imaginé, las servilletas no pudieron extraer la humedad del catálogo y cuando regresé de ayudar a mis vecinos a despejar los árboles que habían caído en la calle, ya las páginas se habían pegado unas con otras. Viaje al interior de mi padre El huracán María me devolvió a mi padre.
Todo comienza con goteras que caen del techo, continúa con un libro mojado y prosigue con una bicicleta mohosa. Sin gasolina, sin comunicación y con la memoria de toda una vida en una mochila, decidí regresar a mi papá, pero esta vez sin resentimientos. Para eso tuve que esquivar escombros, sortear los cables del tendido eléctrico caídos en el suelo, pedalear por barrios vapuleados por el viento y recordar las pinturas de mi padre en cada carretera. E No era la primera vez que se mojaba alguno de mis libros. Sin embargo, siempre que ocurría aplicaba una técnica infalible: la secadora de pelo de mi esposa. La usé cuando La insoportable levedad del ser de Milán Kundera y Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño cayeron en un charco en medio de una mudanza; la volví a emplear aquella vez que mi hijo lanzó Tres rosas amarillas de Raymond Carver a una piscina de plástico. Solo una vez recurrí a una secadora de ropa cuando, por accidente, eché Una noche con Sabrina Love de Pedro Mairal en la lavadora, junto con la ropa de mi hija. Hasta ahora, ese ha sido mi libro más mojado y el único que huele a suavizante de bebé. Recuerdo que lo puse en un ciclo completo en la secadora, y quedó esponjado. De ser un libro de apenas 150 páginas, al salir de la secadora pasó a tener esas mismas páginas, pero con el espesor de una novela de 350. Hasta a los libros del suicida Sándor Márai –que en mi estante de libros quedan alfabéticamente al lado de los de Mairal– se les ha pegado el olor a suavizante. Sabía que ninguna de mis técnicas de secado salvaría el catálogo de mi papá: no había energía eléctrica –tardaría tres meses en restablecerse– y las nubes altas de la cola del huracán hacían parecer al sol un chicle de piña pegado debajo de un pupitre. Con la esperanza de rescatar la página donde estaba el cuadro de mi papá, abrí el catálogo y lo arruiné todo.
La siempre abreviada biografía de mi papá quedó ilegible, rasgada: «Jesús M. Cardona Torres (1950), artista gráfi… pint… cipó en exibi… ones… Bienal de Graba… Méx.., paña y Yugosla… Trabajó en… Institu… tura Puert…». De Elizabeth, apenas sobrevivieron los pies, dos pajaritos y la jeringuilla en la mano.
Tomé el teléfono celular y llamé a mi papá, pero no tenía señal; no la tendría por dos meses. En la radio solo quedaba una estación en el aire y la gente llamaba para comunicarles a sus familiares que estaban vivos. Recordé lo que William Faulkner dijo en el funeral de su madre: «Tal vez al morir nos transformamos en ondas de radio». No dormí bien esa noche; nadie en el país lo hizo. Pensaba en mi papá, en su casa de madera y en Elizabeth. Cada vez que venía un huracán, los vientos arrancaban una parte de su casa. Temía que el huracán María se hubiera llevado lo poco que quedaba. Años atrás, aquella casa, ubicada detrás de la de mi abuela, era en la que estábamos destinados a vivir los tres: papi, mami y yo. Pero el divorcio deshizo ese plan. Aun así, mi papá la terminó de construir, con la esperanza de que mi mamá regresara. Creo que casi todos los niños del barrio Mameyal, en Dorado, nos parecíamos en eso: la casa de la abuela al frente y, detrás, un padre o una madre esperando un regreso. Todavía recuerdo cuando los niños divorciados de la Calle Central nos poníamos de acuerdo para que nos tocaran los mismos fines de semana y así ninguna base quedara vacía en nuestro juego de béisbol callejero; el portón de madera de la casa de mi abuela era la primera base. Cuando Elizabeth apareció por casa de mi papá, el portón de madera de mi abuela ya era la línea del foul. De los cinco años que duró su relación con mi papá, a Elizabeth la vi apenas tres veces. Las dos primeras veces traía la misma ropa: una camisa anaranjada, mahones rotos y tenis. Tenía el pelo negro y largo, ojos marrones, cejas anchas, y la piel tostada y manchada. Habíamos nacido el mismo año, pero Elizabeth parecía mayor; compartíamos la misma cantidad de páginas y, como mi libro esponjado, ella parecía tener más. La tercera vez que la vi en realidad no cuenta: fui a visitar a mi papá y los escuché discutir. Elizabeth reclamaba dinero para drogas y mi papá le pedía que no le rompiera más pinceles. Me marché antes de que pudieran verme. Murió pocos meses después: el sida acabó con ella y con su hijo recién nacido. ¿Por qué no estuve al lado de mi papá cuando murió Elizabeth? ¿Por qué no lo acompañé al funeral o tan siquiera le di el pésame? El resentimiento es un feudalismo interior y dos sospechas ejercían el control medieval de mi paternofilia: que mi papá amó a Elizabeth más que a mi mamá, que Elizabeth contagió de sida a mi papá.
Durante el paso del huracán, deambulé por la casa con una linterna. Lo alumbré casi todo: el techo, los cubos para futuras goteras, los muebles tapados, las velas gastadas, las torres de libros en la mesa. Recalé en un ejemplar de La Odisea, los clásicos se llevan bien con las tempestades y mal con los padres. En la cama, Homero me llevó a una escena con vientos. Odiseo y sus ayudantes arribaron a la isla flotante de Eolia, donde vivía el dios de los vientos. Por sus hazañas, Odiseo fue agasajado con un odre de piel de buey, sellado, con vientos adentro para que lo guiaran a su patria. En el trayecto de regreso, Odiseo se quedó dormido y sus ayudantes rebuscaron el odre porque creían que allí el héroe guardaba oro y plata. Del odre salieron vientos huracanados y la tempestad desvió la barca. Nada como un huracán para regresar a mi papá.
Me levanté temprano en la mañana con un plan. Fui a la marquesina y como sabía que el carro no tenía suficiente gasolina, desempolvé la bicicleta: una mohosa Mountain Bike Roadmaster de cambios. Al fin y al cabo, fue mi papá quien me enseñó a correr bicicleta sin rueditas. En Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid, leí que el medio de locomoción que mejor nos aleja del ego es la bicicleta. Tal vez eso me ayudaría en las diez o doce millas que me separaban de mi papá. Mi esposa exigió casco y usé el de mi hija, que tenía el dibujo de una de esas princesas de Disney. Para evitar celos, tomé la mochila de los héroes Marvel de mi hijo: allí eché merienda y dos botellas de agua. El desastre empezaba en mi calle: esquivé árboles caídos, placas solares, antenas, tejas, zafacones y cisternas vacías. A la salida de la urbanización tomé la carretera 695 y allí comenzó mi pequeño Vietnam: todo parecía arrasado por bombas caídas del cielo como en las películas sobre la guerra que pasaban por la televisión en los ochenta y que veía con mi papá. Ante las escenas violentas, él nunca me tapaba los ojos, algo que yo hago con mis hijos por mucho menos que una familia masacrada a metralla. Familias completas dentro de carros pasaban a mi lado, mirando la vida interior de las destruidas casas de madera del barrio, de las que solo quedaba en pie el inodoro, la mesa del comedor o los espejos intactos de los juegos de cuarto. Por miedo a que se me vaciara una goma, me detuve frente a unas planchas de cinc, y de repente recordé aquella trompeta de Dizzy Gillespie. En medio de un concierto de jazz, mi papá me contó por qué su trompeta estaba inclinada hacia arriba. En un descuido, Dizzy se había sentado encima y la aplastó. Como no tenía dinero para comprar otra, o porque le gustaba el sonido de su trompeta aplastada, siguió tocando así. Hasta la ruina tiene su propia música.
Si la carretera 695 era como el jazz, la intersección con la 696 era puro rock and roll. Los cables del tendido eléctrico parecían pentagramas enredados. Pasé con miedo por debajo de unos postes de cemento inclinados que parecían sostener en el aire a uno de madera, famélico y quebrado. Fue inevitable no pensar en mi papá. Hubo un tiempo en que estuvimos conectados por un cable eléctrico. Fue en 1989, luego de que los vientos del huracán Hugo arrancaran la toma eléctrica. El cable era anaranjado, del grueso de mis dedos a los siete años, y unía por entre los árboles la casa de mi abuela con la de mi papá. De un receptáculo de la casa de mi abuela, el cable salía por la ventana, subía por el tronco de un árbol de quenepa hasta las ramas de un almendro, continuaba paralelo por los cordeles de ropa, le daba dos vueltas a una rama de un guayabo y bajaba hasta el techo a dos aguas de la marquesina de la casa paterna. Cuando le conté que me había subido a los árboles para enredar el cable, mi mamá pegó un grito y me prohibió quedarme en casa de mi papá. Nunca más dormí allí. Los fines de semana alternos pasaba las noches en casa de mi abuela.
Lo que no sabía mi mamá era que yo dormía en el cuarto donde estaba conectado el cable y con el dedo gordo del pié acariciaba el cable hasta quedarme dormido. Acompañaron mi camino por la carretera 696 unos cables del tendido eléctrico que estaban a ras del suelo. Árboles y postes se alternaron para derribar los techos de una farmacia, de una panadería y una ferretería. Me asaltó el verso con el que Héctor Viel Temperley comienza cada poema de su libro Crawl: «Vengo de comulgar y estoy en éxtasis». Casi me persigno al ver un caballo muerto y seis personas cavando un hoyo para enterrarlo. Mi papa me contó una vez que el primer dibujo que hizo fue el de un caballo. Le recordaba a mi abuelo que fue asesinado por seis sujetos. Con tal de hacerle un funeral, la familia tuvo que vender tres caballos. A partir de ese punto, sentí que pedaleaba en el interior de mi padre, que las gomas de la bicicleta entraban por sus paisajes pintados: pastizales, enredaderas, un hombre durmiendo en la hierba, troncos muertos, ciudades imaginarias, edificios habitados por palomas, avioncitos de papel surcando basura, latas, botellas, partituras y periódicos arrugados como islas en un mapa.
Corté por la avenida José Efrón ya que la carretera 696 estaba inundada. Había carros hundidos de los que sobresalían los techos. Las letras de los carteles del supermercado Amigo y de Caribbean Cinemas estaban en el suelo, junto a las palmas de la avenida: sílabas imposibles de pronunciar. De Plaza Dorada no quedaba cartel a salvo. Imaginé en su lugar títulos de las serigrafías y grabados de mi papá: El reportaje (1979), El espantapájaros (1981) y Empaque (1992). Al final de la avenida esquivé un batallón de árboles. Doblé a la derecha por la 693. Por esa carretera transcurrió casi toda mi niñez y la de mi papá. A mis espaldas quedaba el lugar exacto donde golpearon a mi abuelo para luego arrollarlo dos veces con un carro. El Burger King donde mi papá me hizo esa historia estaba bajo agua. De igual modo, el Pizza Hut –donde me contó sobre las dos millas que tenía que caminar para buscar agua– no tenía techo, el Church’s Chicken –en el que trabajaba la nieta de uno de los asesinos de mi abuelo– tenía los cristales rotos, y detrás del Church’s Chicken, la pared del Cementerio Municipal estaba en el suelo. Y aún faltaba lo peor: las filas de ocho horas en las gasolineras, la histeria por las ATH, la plaga de ratas y abejas, la leptospirosis, las conferencias gubernamentales, los helicópteros militares, las muertes negadas, las plantas eléctricas, la ración de comida y agua en los supermercados, las banderitas en los carros, los hospitales sin luz, viejitos sin oxígeno, la visita de Trump y los rollos de papel de toalla que lanzó al público. Me tranquilizó pensar que mi papá y yo podríamos ir al cementerio a buscar la tumba de su padre asesinado. Recordé algo que dice Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos: «de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que esta dure más que su mentira».
Esquivé dos semáforos que yacían en el suelo, pasé frente a la antigua fábrica de brasieres en la que trabajaron la mitad de mis tías maternas y doblé por la carretera 698: la única entrada y salida del barrio Mameyal. Un árbol gigantesco había caído encima de un carro del correo municipal. Al frente, una Iglesia de los Discípulos de Cristo había perdido el techo de cinc. Al lado, intacto, el dispensario médico municipal, donde mi papá me llevó para que me cogieran puntos en las cortaduras: siete en la pierna derecha por el cristal de una pecera, cinco en la ceja izquierda por un codazo jugando baloncesto y dos en la parte posterior de la cabeza por una raíz de un árbol de goma. Allí también había muerto Elizabeth. Mi papá la había llevado a una cita médica para revisar al bebé y comenzó a agonizar cuando venían por la carretera 165, yendo de Levittown a Dorado. Supe ese mismo día que mi papá vio al bebé morir en el hospital y que tuvo que pedir que abrieran la bolsa donde estaba el cadáver de Elizabeth para darle un último beso. Debí estar allí con él: ofrecerle mi hombro, un abrazo, o simplemente hacerle compañía en silencio. Poco después del hospital dejé de pedalear y me dejé llevar: la cuesta me llevaría carretera abajo por el costado de la fábrica de pastillas y la de marcapasos hasta la Calle Central, parcela 34 B.
Mi abuela estaba en el balcón, pero no me reconoció cuando llegué. Un atroz alzhéimer la mataría meses después. Entré por el portón de madera roto de la marquesina. Le di un beso y busqué a mi papá. Crucé hasta el cuarto de atrás, donde yo solía dormir, y vi encima de la cama dibujos que mi papá hacía en la parte posterior de las cajas de pañales que usaba mi abuela. El viejo cable que salía del cuarto no estaba, ni los árboles que lo sostenían y, a lo lejos, la casa de mi papá estaba sin techo, solo vigas. No tuve que llamarlo: lo encontré secando sus pinturas con servilletas. Lo abracé con todas mis fuerzas y por encima de su hombro vi su obra: bocetos, serigrafías y grabados tendidos al sol en un alambre entre dos árboles caídos. Al fondo, el cuadro de Elizabeth apoyado en un almendro aún en pie. El cuadro de Elizabeth tenía manchas de humedad, pero estaba completo. Elizabeth soñaba, el bebé en su vientre parecía vivo y el pelo negro la hacía flotar. Fue entonces cuando le pedí perdón y le di el pésame, quince años tarde.
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