Quizá sea el italiano Norberto Bobbio uno de los intelectuales que mayor interés ha puesto sobre este tema, ciertamente espinoso, urticante y muchas veces muy difícil de aclarar del todo. El más importante sociólogo norteamericano de todos los tiempos, Wright Mills, definía a los intelectuales como aquellos «que se ocupan de ideas, de reminiscencias del pasado, de definiciones del presente y de imágenes de posibles futuros». Mills entendía que los intelectuales «por su mismo trabajo de pensar en dimensiones históricas pueden a veces ver más allá del común de la gente». En esta dimensión, estamos obligados a establecer cinco fundamentales premisas: quiénes son y qué hacen los intelectuales; evaluar las diferentes interpretaciones sobre la función política de los intelectuales; cuál es el tipo de actividad política que deben desarrollar los hombres de cultura; cuáles son los instrumentos de acción política que tienen que ver con la cultura; y cuáles son, dentro de este último contexto, las razones que distinguen la función política de los intelectuales de la acción política de los políticos. El examen de estas premisas nos llevará necesariamente al conocimiento exhaustivo de la relación entre política y cultura. Digamos de entrada que el intelectual no puede ser enmarcado al margen de su propia naturaleza como hombre y como ente social, en consecuencia, como cree Bobbio, no puede ser nunca entendido y explicado como una figura metahistórica, sino como un ser que nace, se desarrolla y se transforma en un determinado contexto histórico. De aquí que no podamos ofrecer una respuesta imperativa, de carácter absoluto, sobre los intelectuales. Lo importante, lo clave, es discutir sobre qué intelectual en relación con qué política. De este modo nos encontramos de frente con la célebre antinomia weberiana: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Y nos coloca frente a los criterios tipológicos sobre los diferentes poderes: el económico, el ideológico y el político, es decir, el poder que deriva de la riqueza, del saber y de la fuerza, tipología que como explica Laura Baca Olamendi, debe considerarse como un elemento constante en las teorías sociales contemporáneas y, por tanto, nos permite tener presente que a diferencia del poder económico y del poder político, el poder ideológico tiene una importancia social por el hecho de que ha sido ejercido por los más diversos sujetos: por los sacerdotes en las sociedades tradicionales, por los literatos, los científicos, los técnicos y por los llamados ‘intelectuales’ en las modernas sociedades secularizadas.
El intelectual y su tiempo
Los intelectuales son expresión de la sociedad en la cual viven y, en este sentido, es posible verificar un vínculo estrecho entre el intelectual y su tiempo. La relación pues, entre política y cultura, obliga a identificar diversas figuras del intelectual, cada una de las cuales reflejará una específica relación con el poder político. Norberto Bobbio divide a los intelectuales en cuatro grupos: el intelectual puro o apolítico, el intelectual educador, el intelectual revolucionario, y el filósofo militante. El intelectual puro tiene como norte el no-compromiso, o sea, adopta una actitud de rechazo absoluto en su relación con el poder, proclamando un desinterés total por participar en la política. Los más importantes representantes de este grupo son Julien Benda y Romain.
Rolland, pero también se insertan en el mismo Benedetto Croce y Max Weber. Recordemos el famoso libro de Benda, «La traición de los clérigos», donde condena a los intelectuales fascinados por la política. Como ejemplos de intelectuales educadores podemos citar al alemán Karl Mannheim y al español José Ortega y Gasset. El primero inauguró, hacia 1929, la reflexión sobre la sociología del conocimiento, donde consideraba que la función política de los intelectuales era a su vez teórica y práctica. Ortega funda la concepción que distingue entre las elites intelectuales, a las cuales corresponde la dirección de la sociedad, y las masas, cuyo destino es hacerse conducir por lo que él denominaba «una minoría de espíritus visionarios». El intelectual revolucionario por excelencia es Antonio Gramsci, que es su teórico más relevante y que privilegia la figura del intelectual participante en el poder político, estableciendo una identificación absoluta entre cultura y política. Esta corriente tiene como característica básica el compromiso total del intelectual con la política. Gramsci crea el concepto del intelectual comprometido, que tuvo tanta vigencia durante los años de la Guerra Fría y que ha caído en desuso en los últimos tiempos. Como ejemplo de filósofo militante debemos hablar del italiano Carlo Cattaneo. Este tipo de intelectual se caracteriza por considerar oportuna y lícita su participación política en cuanto hombre de cultura, pero que considera, a diferencia de los demás, que tal ejercicio político es diferente del que llevan a cabo los políticos. Son antagonistas naturales del poder, partiendo de la tesis de que existe una separación entre teoría y práctica. Bobbio los califica de ser intelectuales que quieren ser protagonistas y construir una historia diferente, persuasores, esencialmente provocadores del disenso. Como podemos ver, el cuadrante tipológico del intelectual nos ofrece una perspectiva definitoria bastante compleja, pues los hombres de ideas, los hombres de pensamiento, los hombres de cultura, construyen un universo de haberes disímiles que apenas nos permiten situar pareceres y distinguir razonamientos dentro de una amalgama difusa y contradictoria. Ahora bien, cuando nos vamos al otro lado de la esfera, encontraremos que históricamente el poder establecido siempre ha sentido temor de los intelectuales a pesar de que todas las sociedades y sistemas necesitan de la crítica y del análisis de ellos. Empero, hay que tomar en cuenta un aspecto concreto de esta realidad. Cuando el poder está legitimado, cuando se parte de un poder nacido del consenso y la decisión mayoritaria de la sociedad, ese poder se constituye necesariamente en la posibilidad que tienen hombres y mujeres en un contexto histórico-social de decidir en qué tipo de sociedad quieren vivir, bajo qué aparato político, bajo qué organización económica han de desarrollar sus potencialidades. El poder en sí no es bueno ni malo, como afirma Gabriel Careaga. Sólo adquiere sentido por la decisión de quien lo utiliza. Ni siquiera es por sí mismo, constructivo o destructivo, tan sólo ofrece todas estas posibilidades, al estar regido esencialmente por la libertad. Podemos interpretar pues que el poder puede ser, en determinadas circunstancias y mediante condiciones y estrategias que no vulneren las esencialidades del quehacer intelectual, una forma de moldear la realidad para rescatar la identidad propia y colectiva y conducir, en libertad, un proceso de mejoramiento de las instancias sociales y políticas.
En este sentido, el intelectual puede perfectamente abrirse al diálogo con el poder como forma de reconquistar espacios perdidos y reorientar la conducta pública, el hecho social, la mira ética de los valores que entran en juego en la esfera del poder político. Naturalmente, ha de tenerse presente que hay ciertas condiciones que resultan inherentes al ser intelectual y que no deberían ser modificadas en el proceso de diálogo, interacción o inserción del intelectual con las estructuras de poder. Afirma Walter Mauro que «ni siquiera los atentados contra la propia dignidad humana llegan a convertir a los escritores en adultos y circunspectos, sobre todo a los poetas; existe en éstos cierta condición de car*cter virginal que les deja completamente indefensos frente al potencial de prevaricación del poder…Es la literatura, la fantasía poética, el rescate de la imaginación. El ‘precio de la palabra’ se yergue en defensa de la propia precariedad ‘política’, como alternativa de la honradez frente al engaño, como antídoto de la propia recuperación ante el universo disoluto».
Los intelectuales ciertamente, y debemos dejar clara constancia de ello, pueden contribuir a enrarecer las miras intelectivas de un proceso político al manejarse con torpeza o con acomodamiento a circunstancias específicas. Pero, frente a esa enajenada forma de desprendimiento del rol intelectual, desde su óptica orientadora, se levanta otra ola de intelectuales que ennoblecen, a veces hasta con el sacrificio, esta honradora y edificante tarea. Las situaciones históricas nunca son estáticas, y por eso cuando a causa de una desorientación o acomodamiento intelectual se produce el desgaste de las instituciones y la conciencia humana sufre un severo deterioro, se hace urgente una transformación en los individuos que ejercen como escritores, pensadores, poetas o filósofos, para, a tono con el espíritu gramsciano, inyectar un sentido de compromiso, o de acuerdo con las reflexiones orteguianas, pasar de la teoría a la práctica, utilizando la imaginación para racionalizar el uso del poder y modificar las instituciones sociales. En los peores años del estalinismo, la voz y la letra de Solzenitzin salva la entonces endeble intelectualidad rusa del colapso, denunciando en sus obras la ‘lógica de la arbitrariedad’. En plena ortodoxia en la Checoslovaquia de finales de los 60, se levanta la voz del poeta comunista Nazim Hikmet sentenciando en el Congreso de la Unión de Escritores que «el escritor puede y debe decir al político algo que aún no ha nacido, algo que ha llegado a intuir y a cosechar en el transcurso del tiempo, y que por tanto, su tarea no debe limitarse a ilustrar tesis ya conocidas». Cierto es que poetas de la talla del norteamericano Ezra Pound se colocan abiertamente al lado del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, pero al frente se encuentran voces de una intelectualidad que emprende el vuelo de la esperanza contra los totalitarismos de todo tipo: Carlo Levi, Neruda, Alberti, Ilia Ehrenburg, James Baldwin, Alberto Moravia, Eugenio Montale. (Neruda erró el tiro cuando compuso su famosa ‘Oda a Stalin’, pero sin dudas fue un abanderado de la represión totalitarista). Desde luego, los intelectuales yerran a causa de imperativos históricos. En una Europa sacudida por el nazismo, los intelectuales buscan refugio en lo que consideraban el universo liberador del marxismo, para encontrarse entonces con la dura represión estalinista, que abrió heridas casi incurables. Cuando los escritores sufren el sobresalto de conciencia que provoca el torpor ideológico, y el artista ve frenada su creatividad, amenazada su libertad creadora, invadida su intimidad, se abre esa intelectualidad frenada en las voces de Paul Eluard, Aragón, Alberti, Neruda, Quasimodo. Los intelectuales dominicanos, hartos de las luchas montoneras y de la infértil realidad de sus días, se acogen a las proclamas del Brigadier y rubrican su cruenta dictadura. Algunos los hacen de principio a fin, otros van alejándose en el proceso; alguno más, como Peña Batlle, se ve obligado a abandonar su postura oposicionista para plegarse a la nueva realidad. Pero, al frente está la intelectualidad incólume de Américo Lugo que pasa a la historia como ejemplo de dignidad y decoro.
Europa: un momento crítico
Consideremos brevemente la situación de los intelectuales en Europa, que atraviesa hoy por un momento crítico. No es la primera vez que esta situación ocurre. A lo largo de la historia europea ha habido períodos en que las crisis del pensamiento político ha acarreado dificultades en el comportamiento general. Las persecuciones antisemíticas de la Edad Media, debidas a causas diversas, coincidieron también con perturbaciones en el pensamiento europeo acerca de la relación entre el poder eclesiástico y secular, entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre. La emancipación de los judíos en los siglos XVIII y XIX, coincidió con el viraje del absolutismo a las teorías del republicanismo y la democracia. Hoy en día, los europeos atraviesan por lo que algunos intelectuales llaman un ‘período de estribo’: superada la Guerra Fría se inicia -según las afirmaciones de algunos- una nueva edad de las tinieblas. La Guerra Fría dio lugar a la omnipresencia de las ideologías y las pasiones políticas, y la relativa ausencia de un pensamiento político serio, entendido como la reflexión disciplinada e imparcial acerca de una experiencia claramente política. ¿Qué fue lo que sobrevivió a esa «decadencia» intelectual? Nombres específicos: Isaiah Berlin, en Inglaterra; Raymond Aron, en Francia; y, Norberto Bobbio (llamado el «Papa del pensamiento democrático liberal» por Francisco Umbral), en Italia. Y tal vez, algunos más. Estos intelectuales asumieron una actitud reflexiva independiente y alejada de pasiones políticas o ideológicas y, aunque debido al entonces irresistible atractivo del marxismo y el estructuralismo con todas sus variantes, la irreverencia de estos pensadores en el debate intelectual se vio muy limitada, al final, pasada la contienda ideológica, fueron los únicos que sobrevivieron. El alejamiento intelectual que se produce hoy en Europa, respecto de la reflexión política, parece un reflujo de lo ocurrido durante la Guerra Fría. Los intelectuales europeos occidentales de hoy dejaron morir muy rápida y silenciosamente la debatida propuesta del Estado-Nación. La Unión Europea todavía es vista con recelo por importantes sectores intelectuales.
El foco de la reflexión intelectual sobre la política europea es hoy, pues, muy ambiguo. Refiero la sentencia de un intelectual ‘maldito’, poco conocido entre nosotros, Joseph de Maistre, quien afirma lo siguiente: «Todavía no he conocido a un intelectual europeo: conozco intelectuales franceses, italianos, alemanes; hasta he escuchado rumores de que existen intelectuales ingleses, pero intelectuales europeos, no existen». De manera que, a pesar de que los intelectuales actúan desde sus capillas nacionales y adoptan posturas típicamente nacionalistas, la idea del Estado-Nación como forma concreta de vida política, no constituye un tema importante para los pensadores de Europa Occidental hoy día. Ellos han dejado de pensar en serio sobre la función política del Estado-Nación, pero también hace rato que abandonaron la posibilidad de responder a la premisa renaniana sobre qué es una nación. Tal vez, la debacle de los Balcanes a fines de los 90 y la respuesta penosamente lenta de Europa Occidental a las amenazas de desplome y hasta de genocidio político en la zona, han tenido que ver con esta parálisis intelectual. Hemos querido mostrar muy brevemente este escenario de la intelectualidad europea para que comprobemos cómo funciona el aparato de las ideas en esa parte importante del mundo contemporáneo.
Nuevos compromisos
Decía James Baldwin que «la tarea de un escritor está implicada en el problema de la conciencia del pueblo. El pueblo lo engendra: él proviene del pueblo, el pueblo puede incluso no reconocerle, pero tiene necesidad de él». Los tiempos actuales exigen nuevos compromisos y nuevas revisiones del rol del intelectual frente al poder. Hay que vertebrar un sistema de acopio intelectivo que una la realidad con el discurso de deseo, que construya el plasma de la fantasía y el hecho social, esa zona donde el arte se confunde con la vida y se hace la vida misma. Cree Witold Gombrowicz que la poesía hoy «exige la ingenuidad del niño, pero también la astucia y la listeza de quien debe conocer los límites de la vida y de la historia, o sea que lo más importante es ser hombre antes que poeta». Sin embargo, como afirma Jean Paul Sartre, hay que evaluar hasta qué punto la literatura puede salvar la distancia que la separa de la vida. Esto quiere decir que para cambiar la vida del hombre es necesaria una reelaboración, una reestructuración de la sociedad que fatalmente deja a la literatura en segundo plano. Y entonces es tarea del escritor tratar de reducir la distancia que le aleja de la vida. La política es una realidad concreta, contraria a la realidad de la imaginación.
El escritor debe plantearse, desde su mira crítica, cómo insertarse en los tiempos actuales en los intersticios del poder para producir en ese terreno las modificaciones esenciales a la realidad que lacera la vida, los haberes y las esperanzas de las mayorías. El rol del intelectual es sin dudas de elite, pero su misión es de masas, es orientadora, edificadora y, debe ser, ¿por qué no?, constructiva, que aporte concretamente. Un buen intelectual y un buen político comparten objetivos comunes; el principal, la autorreflexión de la sociedad sobre sí misma. Cuanto mayor sea la densidad de la comunicación y de la reflexión en una sociedad, tanto mayor será su capacidad de autodeterminación colectiva. Yerran los intelectuales cuando abrazan, en pos de intereses personales, el discurso de la codicia política. Cuando el intelectual se suma a derroteros que niegan el progreso social o retrasan la mejoría institucional, o buscan justificar desvaríos partidarios o de liderazgos políticos, colocando su letra al servicio de estrategias falsificadas, reñidas con la ética, no sólo niega su condición sino que deshace su propio discurso intelectivo o literario. El intelectual, en cualquier época, está obligado a decir la verdad ante el autoritarismo, la exclusión o la intolerancia, sea ésta política o ideológica. Julia Kristeva tal vez haya pasado de moda, pero en uno de sus libros afirma una verdad tan contundente como la siguiente: «La cultura en tanto rebelión crítica, nacida en la Grecia antigua y desarrollada hasta los años 60, ha desaparecido. Los intelectuales debemos volver a crear una cultura de la rebelión. Hemos de conservar la realidad psíquica, cultivando la memoria y la subjetividad…Si no deseamos convertirnos todos en robots o ser reducidos a una técnica de zapping, tenemos que guardar esa memoria, leerla, interpretarla, analizarla a la luz de nuestras experiencias presentes, dándoles continuidad a través de la creación». «Toda vez -decía el ya citado Wright Millsque se presenta a los intelectuales la oportunidad de hablar y no lo hacen, engruesan a las fuerzas que adiestran a los hombres para no pensar, imaginar ni sentir en forma moral y políticamente adecuada». En este pensamiento se condensa probablemente el aspecto crucial de la relación del intelectual con el poder, que no debe ser otra que la defensa de la verdad y la orientación firme sobre la realidad concreta.
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