Revista GLOBAL

El poeta pluralista

by Frank Baéz
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El libro o la invención de la realidad 

El conocimiento, la memoria, los sueños,las leyes humanas y las ultraterrenas,
los habitantes de este mundo y de los imaginarios, los hechos históricos y los universos paralelos; un cúmulo de versiones sobre lo que somos y hemos sido y seremos, late en las profundidades del libro como objeto crucial, anticipado e impredecible. ¿Es nuestra la realidad, o acaso será una ilusión más de ese espejo dudoso que nos origina y nos sobrevive? ¿Nos pertenece el lenguaje, la historia, la poesía? Una visita a estos interrogantes de vieja data para celebrar ese abrazo enigmático que nos mantiene unidos al libro. 

Para empezar, vale confesar que estas líneas se proponen escapar de cualquier pretensión de veracidad. Casi todo lo que cabe bajo la etiqueta del conocimiento es un territorio tan vago e incierto como el de la ficción, intentar diferenciarlos es ya un desliz. Pero, además, ¿se puede hablar del libro sin acudir a alusiones, incertidumbres y metáforas? ¿Es posible extraer las paradojas escondidas en el libro con el imán de unos pocos párrafos? Antes que verificarlo, prefiero intentar una maqueta sugestiva, dibujada desde quien se ha puesto del lado menos hedónico de la literatura, el del escritor, para ofrecer una percepción personal del libro y la escritura. En todo caso acudiré a referencias habituales, más que comoglosa, como quien señala un mapa desteñido para no extraviarse del todo en parajes tan leves. 

El libro es el objeto más inquietante que tenemos, un artefacto en el que se cifran las ambiciones del conocimiento y los vapores inciertos de la poesía; sobra señalar la narrativa como el meridiano de ambos confines. Al margen de las clasificaciones de género o de su discutida utilidad, una leyenda moderna nos informa que los libros dialogan entre sí. Es natural que una enciclopedia engendre otra enciclopedia, puesto que el artículo referente a Marte debe ser ampliado a medida que la ciencia afina su versión sobre el espacio exterior y corrobora la interpretación del vocablo en diversos contextos. Pero a su vez Marte y otros cuerpos celestes catalogados por la astronomía, y también todos aquellos que según ella no existen, constituyen uno de los laboratorios más prolíficos de la literatura: el de la ciencia ficción. 

De cualquier forma, Crónicas marcianas, de Bradbury, no pretende ilustrar sobre las condiciones del planeta rojo sino sobre la porfía del colonizador, aun así la actual enciclopedia debe incluir la ficción de Bradbury en sus posibilidades de consulta. Crónicas marcianas y la enciclopedia tienen mucho más en común que un vocablo. 

Ambos libros se alimentan de una deuda mutua, charlan en el parque de la simbiosis. Otras ficciones sobre Marte y sobre la colonización, y otros estudios y tratados sobre lo que hay más allá de la superficie terrestre y sobre la codicia y la violencia, y en consecuencia una miríada de textos concernientes a la gloria y la ignominia de las expansiones humanas, ocupan la misma banca. Por extensión, los temas sobre los que se discurre en otros rincones de ese mismo parque se suman al coro insondable del corpus literario. 

Ese diálogo a largo plazo, ese fragor del inconsciente colectivo, que también puede verse como un extenso monólogo propiciado por el lector, con- vierte a la humanidad en instrumento de su propia creación. Desde hace unos cinco siglos podemos considerarnos apéndices del libro, como sin más lo hizo el Quijote. Escritores, lectores, editores, críticos y académicos quizás no hacemos más que sostener la Biblioteca Infinita prefigurada por Borges, esa suma inagotable de estanterías hexagonales custodiadas por unos pocos y sombríos humanos que al morir son devorados por la nada del espacio central, o la sucesión de las generaciones no hace más que releer el Libro Total, ese Libro absoluto que es el mismo Universo, conjeturado por Mallarmé, sacando en limpio apenas una vaga impresión de la descomunal tarea. O con absoluta y necesaria humildad podríamos decir que nos limitamos a tratar de llevar al mundo material todo lo que nos susurra al oído la ficción desde el principio de los tiempos, justo como también acertó a hacerlo el caballero de la triste figura. 

Que el viaje a Marte haya sido una aventura literaria antes que un hecho científico puede verse como una eventualidad prosaica, pero también como un velado voto. En cualquier caso, a la Luna fue antes Julio Verne que la nasa, y diecisiete siglos antes Luciano de Samosata, y después de él otros tantos que no viene a cuento enumerar. Pese al linaje literario que precede a casi todo hito histórico, nuestra civilización tiende a privilegiar el mundo empírico sobre los ficcionales, como si pretendiera negar esa electricidad estática de la ficción que mantiene erizada la superficie del conocimiento y de la misma historia. A lo mejor por eso la ficción puede verse como la cenicienta de la escritura, mientras que la Ley y la Ciencia se arrogan los dominios de la certidumbre y la construcción material del mundo. Mejor así, el código civil reviste una utilidad práctica que sería absurdo intentar en Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez. Más aún: cuando a Saramago le preguntaron cuál consideraba que era la utilidad de la literatura, respondió que le había servido para ser mejor vecino y para querer más a sus perros. Toda idea sobre la utilidad de la literatura debería ser capciosa, ya que en ella el saber se convierte en especulación, un insumo más de la inventiva. El libro no solo fija el conocimiento sino que a la vez lo diluye, lo distorsiona y lo recompone para, en definitiva, desvanecer la naturaleza misma de la realidad. A propósito, Paul Auster citó un silogismo apócrifo que nos viene como anillo al dedo: «La ficción es imaginación y la imaginación es real, luego ¿la ficción es real?». 

El libro nos sitúa en la disyuntiva de la percepción versus la constatación, acaso la contienda más vieja de la historia. Y es que en el fondo el lenguaje nos engaña: dice que dice, pero dice más sobre sí mismo que sobre lo que trata. La frase más sencilla, del tipo «Son las cinco de la mañana; llueve sobre la ciudad», se refiere no solo a un paisaje y unos sucesos convocados por las palabras en orden sintáctico, sino a una conmoción semántica invocada por el solo hecho de poner el lenguaje en movimiento. La naturaleza arbitraria e ilusoria del lenguaje convierte toda certeza en un territorio tan frágil como el de la ficción. ¿No existe Macondo solo por no poder hallarlo en ninguna coordenada geográfica ni en ningún mapamundi o es que ni siquiera puede encontrarlo Google Earth? ¿Cuántos lectores tienen su propio Macondo?; ¿qué tanto difiere del que tenía en mente Gabo? En últimas, ¿cuántos Macondo existen?; ¿cuántos Mordor, cuántas Nueva York y París y Bogotá y Santo Domingo somos capaces de admitir? ¿Cuántos paraísos mentales le pisan los talones a la inmaculada planicie de todos los días? 

Pierre Menard, personaje de Borges que encarna las actualizaciones a menudo inconscientes que efectúa todo lector, nos recuerda la cada vez más tenue línea divisoria entre lector y autor. La literatura se ocupa del hambre compartida, de los vacíos olfateados, de los reflejos amorfos del futuro que sin descanso asedian el presente. Es un hecho que el lector también escribe; el autor ofrece apenas el escenario de la concepción, es decir el libro. Pero es el lector quien, ignorando el paso del tiempo, incansablemente reanima y recompone los tendones que ponen en acción una misma historia. Es una curiosa relación, en todo caso, porque el libro pareciera obviar la existencia del lector tanto como la del autor, absorto en transacciones con sus precedentes, mientras en paralelo da pie a sus predecesores. Con el fin de encubrir esta operación natural, muchos libros hacen pensar al lector que es su destinatario inmediato, bajo argucias del tipo: «mi desocupado lector», o «el libro que el gentil lector tiene en sus manos». La mayoría de los lectores caemos redondos en la trampa retórica, tendida para encubrir la paradoja: que los libros solo hablan con sus semejantes; la humanidad es su necesaria cohorte, el engranaje fortuito, su temática de carne y hueso. 

Indiferente al soporte de turno de cada una de sus edades, llámese tableta de arcilla, códice, ejemplar de imprenta o tableta digital, el libro modela la civilización con paciente sigilo. Es capaz de resguardar el pasado tanto como de soslayar el futuro, de modo que construye la memoria del porvenir mientras custodia la pretérita. El mundo de lo perecedero no le concierne sino para la construcción de aquello que está destinado a persistir. En el libro, la memoria, el tiempo y la existencia adquieren una dimensión inhumana, inusitada, enamorada de lo imposible. Nuestra pasión por el libro está signada por una mezcla de admiración y aprensión, pues la escritura representa todo lo que jamás seremos. Las quemas, los vetos, las detracciones y demás operaciones de censura son gestos falaces que subrayan la vesánica dependencia y el miedo típicos del amor febril. Bajo la astucia de la escritura, la ficción y el conocimiento comparten en el libro una frontera difusa, que iguala el saber a los sueños. Una de las mejores apuestas de Maurice Blanchot declara que nada precede a la escritura, sentencia que parece advertir la gozosa sujeción de la humanidad a un conjunto de páginas que, como retratos mórbidos, le devuelven fisonomías adulteradas, con gran frecuencia fuera de su alcance. La historia de la humanidad y el prospecto de su futuro, regidos por la divisa de la civilización del libro, bien pueden verse como un relato perverso acerca de un vasallaje no solo consentido sino elogiado, una épica del pavor al vacío que constituiría la ausencia de la escritura. 

Es indudable que necesitamos constatarnos, aunque el reflejo que nos devuelve el libro sea monstruoso y declinante. Nada mejor que la literatura para decirnos justo con palabras, esa materia contradictoria que nos define, todo lo que somos y todo aquello que pretendemos ser. Bastante agua ha pasado por el río desde que la literatura era subsidiaria exclusiva de la oralidad, cuando la lectura en voz alta implicaba un acto social, un convenio. La lectura silenciosa, en solitario, es quizá el más importante paso de la humanidad: nos abrió la posibilidad de leer y pensar a solas, de interpretar a discreción y asumir lo interpretado con libertad absoluta. 

Cuando el escenario común se disipa porque una ficción se ha puesto en marcha y el lector se sumerge en esa otra arena transitoria que poco a poco ve erigirse ante las certidumbres del mundo, lo único cierto es que la realidad se desdobla, se multiplica, se amplifica y se complejiza hasta adquirir una complexión totalmente nueva, única, semejante al asombro. Es el punto en que el lector inaugura la realidad, su realidad. En la geografía mínima de ese instante la escritura por fin da su brazo a torcer, cede todos sus dones. Y cuando el lector vuelve a su cotidianidad, retorna distinto, contagiado. Ya no será el mismo, y el mundo exterior tampoco, sin importar cuánto persista. Ambos fueron dislocados por unas cuantas combinaciones alfabéticas. Así la invención de la realidad tiene lugar una y otra vez, antes y después de todo, cada vez que se abre un libro, cada vez que comienza una historia. 

Nota: Este texto fue presentado y leído en el marco de la XVIII Feria Internacional del Libro de Santo Domingo. 


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