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Genética del constitucionalismo moderno

by Helena Itziar Caballero Camino
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La autora trata de demostrar que el modelo de Estado (monarquía absoluta) que Filmer defiende en Patriarca no se corresponde con el elemento político (el modelo de Estado) que el sistema capitalista necesitaba para su desarrollo en ese momento. Recientemente, Helena Itziar Caballero puso a circular en la Fundación Global Democracia y Desarrollo, con el auspicio del Instituto Global de Altos Estudios en Ciencias Sociales, su libro La genética del constitucionalismo moderno

En principio, dudé si centrarme primeramente en el estudio de la obra Patriarca de sir Robert Filmer y luego ocuparme del análisis del Segundo ensayo sobre el Gobierno Civil de John Locke u operar a la inversa. De todas formas, realizado el análisis de los dos modelos (primero el de John Locke y luego el de Robert Filmer) me di cuenta de que el resultado poco difería de los trabajos tradicionales que se hacen en la Ciencia Política y desde la Ciencia Política. Entonces, consideré necesario contextualizar ambas obras y eso requería bucear en otras áreas de conocimiento además de la que nos ofrece la Ciencia Política. Pero, la contextualización también me resultó insuficiente y volví a replantear y reiniciar el trabajo, ahora, enmarcándolo en una narrativa histórica nueva, relacionando el tiempo largo con el hecho puntual, esto es, en ese enfoque histórico desarrollado por autores como Henri Febvre, Marc Bloch, Jacques Le Goff, que se ha dado a llamar la historia de las mentalidades

Decía Theodor Caplow, refiriéndose a la justificación de la elección de un tema de investigación en el campo de la sociología (que pudiera ser extensible a cualquier campo del saber), que «nadie está obligado a rendir cuentas de su elección ni a explicar las razones psicológicas, sociales o morales… que le indujeron a tal elección. La elección de un tema por el investigador es tan arbitraria como una elección amorosa». Y otorgando un cierto grado de certeza a la afirmación de Caplow, debo decir que, en mi caso, la explicación de los hechos históricos, de la evolución de los fenómenos jurídicos, de la modificación de las concepciones filosóficas, de la mutación de las ideas políticas, a partir de la transformación de los imaginarios, esto es, de las mentalidades, se ha constituido en mi pasión como investigadora. 

Mi mochila intelectual inicial 

Debo decir que, cuando inicié la búsqueda del objetivo de esta tesis, esto es, de una o varias respuestas al interrogante ¿Por qué́ la nueva propuesta política de legitimación del poder de los reyes de sir Robert Filmer llegó tarde?, ya mi mochila intelectual había almacenado las lecturas de La Chanson de Roland (anónimo), Mahomet et Carlemagne (H. Pirenne), Les trois ordenes ou l’imaginaire du féodalisme (G. Duby), La Civilisation d’ Occident médiéval (J. Le Goff), Der Burgeois (W. Sombart), Protestantischeethik (Max Weber), Two Treatise on Civil Government ( J. Locke), Le Contrat Social ( J. J. Rousseau), Law, Legislation of Liberty (F. A. Hayek)… Cada una de esas lecturas me fue inoculando, en distintos momentos de mi vida, sin que yo fuera realmente consciente, el «veneno» de la investigación social. De esa investigación que explica que la mayor parte de las causas generales y escondidas que son el origen de los hechos no obedecen a simples relaciones de producción, como diría Marx, ni a meras razones sociológicas, económicas, jurídicas, psicológicas… sino al conjunto de todo ello y de todas ellas que acaban conformando los imaginarios, esto es, las mentalidades de las sociedades. 

Mi punto de partida 

En el caso que nos ocupa, he considerado necesario estudiar un espacio temporal de casi nueve siglos. Novecientos años pueden parecer muchos años, pero en realidad no lo son tanto. En cálculos sociológicos, como, por ejemplo, los de Karl Mannheim, podrían suponer alrededor de treinta generaciones. Tratando de dar visibilidad a ese espacio de tiempo, resultaría ser el que abarca la era feudal, su voladura y la cimentación del capitalismo. 

Partí del hecho de que el imaginario cumple una función fundadora-cohesionadora en las sociedades. Mi objetivo tenía que ver con la transformación del conjunto de la sociedad y su relación con la evolución de su mentalidad, esto es, de su conciencia colectiva en terminología de Durkheim, del Volkgeist en la de Savigny o de psicología social en la de muchos otros autores. He tratado de relacionar el tiempo largo con el suceso puntual y, a ambos, los he asociado con lo económico, lo sociológico, lo político, lo espiritual-religioso, lo estructural, para tratar de conocer las tendencias de evolución de la mentalidad que, en términos generales, camina de lo pre-racional a lo racional o dicho en términos de la ley de Max Weber, «hacia una racionalización constante». 

El ejemplo que he elegido para determinar su con-temporalidad o anacronía, teniendo en cuenta esa evolución de la mentalidad colectiva, ha sido el de la obra Patriarca de sir Robert Filmer (escrita hacia 1630) y su anacronía vendrá del hecho de que, para cuando fue difundida, un nuevo imaginario como conjunto de ideas —imágenes que servían de base a una nueva forma ideológica de la sociedad que conformaba a su vez nuevos mitos políticos que fundaban las instituciones de poder— había ya tomado carta de naturaleza. Las ideas-imágenes de monarquía constitucional, de la propiedad individual como derecho natural, del progreso, de la democracia y de la libertad… habían ganado el terreno a las ideas, imágenes de la monarquía absoluta y su mitología en el imaginario colectivo. ¡Filmer había llegado tarde! 

El prefacio de un orden perfecto 

Así, pues, sin necesidad de remontarme a los tiempos del Imperio romano, acepté como cierta la afirmación de Saint-Simon: «no hay, ni puede haber, más que dos sistemas de organización social realmente distintos, el sistema feudal o militar, y el sistema industrial; y en lo espiritual, un sistema de creencias y un sistema de demostraciones positivas. Toda la historia del género humano se divide, necesariamente, entre estos dos grandes sistemas de la sociedad». Y, como afirma Emile Durkheim, a cada uno de los sistemas de organización social le corresponde una mentalidad particular y colectiva específica. Y esa mentalidad es la resultante de su pasado histórico y de la actividad racionalmente coordinada de los subsistemas que la forman orientada a lograr la perfección del propio sistema. Es por ello por lo que coloqué en el origen de la era feudal, el punto de partida de este trabajo. 

Pero el origen de todo, descubierto o por descubrir, tiene un porqué. ¡Y la era feudal también lo tiene! Para responder a la cuestión de la razón del surgimiento de un modelo como el feudal me pareció adecuado (para una época en la que el historiador se mueve en las sombras de la especulación) comenzar trayendo a colación las afirmaciones del historiador belga Henri Pirenne respecto al papel jugado por la invasión del islam en Occidente. Henri Pirenne dice que «el orden mundial (que se reducía a la comunidad mediterránea en aquel momento) que había sobrevivido a las invasiones germánicas no pudo hacerlo a la del islam que se proyectó́ en el curso de la historia como un cataclismo cósmico». Como resultado de ello, se acabó́ la comunidad mediterránea que se agrupaba a su alrededor. El mar cotidiano y casi familiar que relacionaba todas sus partes va a convertirse en una barrera entre ellas. El mediterráneo va a transformarse en un gran lago musulmán ¡con todo lo que ello supone desde el punto de vista de las creencias, del derecho, de la economía… de la política! Sí, ¡también de la política! Y es que (he aquí la tesis de H. Pirenne a la que nos adherimos) Carlomagno sin Mahoma no hubiera existido

No se puede explicar Carlomagno (y lo que su figura conlleva) sin Mahoma (y lo que significa a los efectos de expansión del islam). Fue la expansión de la Iglesia romana sobre la realidad sociológica de las iglesias territoriales (ciudades episcopales) germánicas ya existentes llevada a cabo por Carlomagno a través de la translatio imperio, en alianza con el papado, la que asignó a la Iglesia el papel de reafirmadora de una mentalidad cristiana y unificadora de una cultura: la cultura europea. Yendo un poco más lejos, la tesis de Pirenne nos autoriza a afirmar que, sin el islam, el Imperio romano-germánico no hubiera existido. De ahí que, a partir del hecho histórico real de la existencia del Imperio carolingio, se impone que me pregunte: ¿cómo surgió el orden feudal? 

Tras la muerte de Carlomagno, el imperio pasa a manos de su hijo Ludovico Pío. Tras el fallecimiento de Ludovico, el Imperio romano-germánico se fragmenta en tres partes para sus tres hijos: Francia Oriental para Luis el Germánico, Francia Occidental para Carlos el Calvo y Francia Media y el título de emperador para Lotario. Esta fragmentación que supuso el desmoronamiento del «sueño europeo de Carlomagno» corrió en paralelo a la descomposición interna del Imperio en multitud de condados. Hasta ese momento, el rey había podido conservar sus vasallos. Pero salvo los de su propio dominio, estos, al final del siglo IX, pasan a colocarse bajo la soberanía de los condes. Porque a medida que el poder declina a partir de las guerras civiles que marcan el final del reinado de Ludovico Pío, los condes se independizan. El reino pierde el carácter administrativo para transformarse en un bloque de principados independientes vinculados al rey por un vasallaje que ya (el rey) no puede hacer respetar. El poder real se disemina en las manos de sus detentadores. Se inicia la época de la Imbecillitas Regis. 

Un orden perfecto: el orden feudal 

No obstante, el sistema ideológico carolingio se había ido consolidando en la medida en que en un marco de fraccionamiento territorial y de poder se iba afianzando el sistema feudal y el poder real se iba diluyendo de manera progresiva. 

La Iglesia como organización religiosa de señorío supraindividual se va a comprender sociológicamente como una comunidad ordenada y estructurada según una división de funciones y coincidente plenamente con la situación social y la mentalidad (jerárquico-militar) específicas de la Edad Media. De ahí que la perspectiva estamental aplicase también para la Iglesia. 

El orden social medieval, al igual que el orden de la Iglesia, no se puede entender desde una perspectiva simplemente funcionalista porque esto supone dejar de lado su verdadera razón de ser y de existir que no es otra que la materialización de la voluntad de Dios en la tierra. No podemos ignorar que se trata de la estructura de la sociedad perfecta, de la construcción armónica de una sociedad resultado no solo de la complementariedad funcional, sino que, además, se trata de una sociedad que está sometida al refrendo teológico. En última instancia, lo que da sentido al todo, sociedad política e Iglesia, es la salvación del alma humana, esto es, la vida eterna. Para ello se reforzó la simbología inherente a toda sociedad por la aplicación de un sistema ideológico de interpretación simbólica de cada una de las actividades de la vida. 

En qué consistió el orden feudal 

Pero, en realidad, ¿en qué consistió ese sistema ideológico del orden feudal? Los obispos (del norte de Francia) Adalberón de Laon y Gerardo de Cambray, hacia el 1025, fueron los verdaderos artífices del modelo. Estos obispos franceses sabían que la clave de la solidez del modelo radicaba en encontrar el encaje perfecto del tercero de los órdenes (pauperes) en los dos del modelo que había establecido el Papa Gelasio (oratores, bellatores) puesto que la sociedad trabajadora comenzaba a estar no solo en ebullición latente sino en una evolución que se manifestaba en una tensión social larvada, en eventuales sublevaciones y esporádicos desórdenes. 

Como consecuencia, a partir de la rotunda afirmación de San Pablo de que «todo poder proviene de Dios» se trataba de implementar un modelo tan acabado que cualquier proyecto de reforma en ese estado exigiese un esfuerzo tan descomunal como el que se requiriese para vencer la ley de la gravitación universal. De ahí que se buscara colocar convenientemente al pueblo bajo la autoridad de los dirigentes de la Iglesia y bajo el poder de los señores de los castillos. Se pretendía que el pueblo fuese obediente, que se resignase. Se le trató de seducir con los méritos del trabajo consentido. Se le prometió la redención en el mundo de los muertos, la indulgencia que muy pronto se prometería a los cruzados. Se intentó persuadir de que los servicios eran mutuos, de que se le servía, de que los nobles se sacrificaban por él, legitimando de esta manera sus privilegios. Se gestionó, material y mentalmente, el miedo al mañana, a la miseria, al otro, a las epidemias, a la violencia, a la exclusión eterna en el más allá. Se trató de crear un cosmos ideal en el que lo trascendente constituyese una unidad con el mundo visible, determinando su ordenación y quedando sometida a la voluntad indeleble de Dios y a la tentación del Diablo. El más allá va a operar sobre el mundo material determinándolo y constituyéndolo como un cosmos cerrado. 

Realmente, ¡el cosmos del primer medievo fue una construcción fantástica! Pero… ¡nada que, en definitiva, resulta terrenal, por muy sobrenatural que pareciera ser en el fondo, dura eternamente! 

Las primeras fisuras del orden perfecto 

Y el orden medieval de la Iglesia comenzó a agrietarse cuando en el marco de un mundo exclusivamente rural-agrícola aparece una cuarta función, esto es, la figura del comerciante

Las cosas no suceden de la noche a la mañana. Ni tampoco por efecto del designio divino (y menos en este caso) se pasa de una sociedad casi totalmente dedicada a la tierra a una sociedad en la que la actividad comercial va permeando el pétreo entramado de la sociedad agrícola y poco a poco va tomando carta de naturaleza. ¿No era precisamente este el modelo social que, sobre las premisas de San Agustín, San Gregorio, San Jerónimo, Pseudo Dionisio, San Isidoro de Sevilla… habían edificado los obispos Adalberón de Laon y Gerardo de Cambray? ¿Cómo en el orden de estos obispos podía darse cabida a una actividad que rompía el orden trifuncional, que ponía en riesgo la sacralidad de la jerarquía, y la misma jerarquía, que suponía una proclamación implícita de la libertad y, por tanto, una condena de la servidumbre y que consecuentemente «no era querida por Dios»? 

Como afirma G. Duby, «la cifra de tres conducía al espíritu hacia las perfecciones de lo celeste. La cifra cuatro, hacia la materialidad de la tierra». Y esto último se produjo cuando la sociedad rural que parecía inmóvil comienza a despertar de su letargo observando que junto a ella emergía una sociedad urbana y que aquella uniformidad profesional del campo se transformaba en una pluralidad de nuevas profesiones. De manera más amplia podría decirse que esto sucede en el siglo XI cuando los habitantes de la ciudad se transformaron, a través de los combates por el poder, en los protagonistas cuya fuerza era imposible subestimar. De ahí que la división de clases impuesta por el modelo de producción empezó a deslizarse lentamente obligando a distinguir en el interior del pueblo a los «hombres de negocio» de los hombres de «labor». 

El comerciante frente al orden perfecto… 

De todas formas, en medio de una organización social cerrada en la que la moral de los obispos carolingios había predominantemente distribuido las funciones, y en la que el pueblo estaba vinculado a la tierra y en la que cada miembro dependía de un señor, los comerciantes presentaban el insólito espectáculo de marchar por todas partes sin poder ser reclamados por nadie. En definitiva, al igual que la civilización agraria había hecho del campesino un hombre cuyo estado habitual era la servidumbre, el comercio hizo del mercader un hombre cuyo estado habitual era la libertad. 

Es por aquí, esto es, por la libertad, por donde la fortaleza ideológica de la Iglesia del medievo, que mantenía una sociedad tridimensional perfecta, herméticamente cerrada, comienza a agrietarse. Las nuevas prácticas mercantiles, introducidas a través del mercader itinerante y de los diferentes mercados, fueron cambiando lentamente las mentalidades hasta el punto de que el discurso trifuncional, como sistema ideológico, comenzó a tener dificultades y la Iglesia como «ideóloga» tuvo que comenzar a cambiar su estrategia. Un autor reputado como Le Goff asocia la «innovación» que supuso la creación del purgatorio con el desarrollo del comercio y la contabilidad, diciendo que: «a fines del siglo XII, cuando comienza la época de los mercaderes, germina la idea de una especie de mercado entre el Todopoderoso y los hombres: los beneficios de las buenas acciones de los vivos se pueden depositar en la cuenta del difunto para ayudar a liberarse de su culpa». 

De todas formas, quede claro que la Iglesia condenó el mercado. En realidad, la condena que la Iglesia hace del mercado se deriva del hecho de que en las prácticas mercantiles se generaliza el fraude en el intercambio y esta manera de proceder atenta directamente contra el fundamento de la sociedad, esto es, contra el orden mismo. Así, cuando se comete fraude en el intercambio, el que lo comete no solo perjudica al otro, sino que desprecia el vínculo mediante el cual ambos son partícipes de la misma sociedad, que puede ser tan amplia como la humanidad misma. Si la actividad fraudulenta se generaliza, lo que habría de ser vínculo social se transforma en causa de disociación. Y si para cometer el fraude se saca provecho de la necesidad de los otros, es decir, de la misma dependencia en razón de la cual existe la sociedad, entonces se atenta contra lo más esencial de esta: el vínculo de hermandad, o de amistad civil o de amor al prójimo que son el sustento o el alma de la vida en común. 

Así pues, la Iglesia veía con claridad que «el cuarto orden» (mercator) traía consigo un arsenal de prácticas que atacaban directamente el mandato esencial del propio Cristo de amarás al prójimo como a ti mismo. En definitiva, la Iglesia es consciente de que la concepción y la propiedad de los absolutos, espacio y tiempo, del modelo trifuncional, están en peligro, es decir, está en riesgo la mentalidad, como depositaria de la concepción del mundo y de la vida en el momento. Por tanto, ¡la ideología que soporta su sistema está en grave riesgo! La gravedad de lo que está ocurriendo viene del hecho de que pone en juego estructuras mentales más complejas todavía y más fundamentales, esto es, la propia concepción cristiana del tiempo. 

Es evidente que por muchos cambios que en la sociedad se fueran produciendo y que, por tanto, el modelo trifuncional se encontraba en el prefacio de la voladura, un sector conservador importante de la Iglesia permanecía fiel al sistema feudal y a su ideología. Por otro lado, la jerarquía eclesiástica que era consciente de su impotencia, puesto que uno de los grandes fracasos de los escolásticos había sido el de no haber sido capaces de dar una respuesta moral adecuada a un fenómeno inevitable (el comercio), optó no solo por su tolerancia sino por su participación absoluta en el «negocio». Así, pues, Le Bras dirá: «Al papado sobre todo, pronto le fue imprescindible el concurso de los grandes banqueros italianos; y en todas partes obispos y abades debían apelar a los grandes mercaderes y cambistas locales. No es arriesgada la suposición de que estos, en una sociedad impregnada de religión, presionaron al clero para obtener que la Iglesia los rehabilitara y los justificara. La Iglesia canonizó mercaderes como canonizaba, por política, a miembros de dinastías reales». 

El final de la tensión mantenida entre la Iglesia con todos sus mecanismos coercitivos y el mundo comercial concluirá cuando superando el rigor con que se aplicaba la regla moral a los comportamientos económicos se desemboca en una total separación entre la conducta en el mundo de los negocios y la ley moral. 

Inglaterra: el laboratorio de un nuevo orden 

Nos encontramos en el prefacio de la era capitalista y orientamos la mirada hacia Inglaterra. ¿Por qué Inglaterra? Quizá la justificación pudiera venir del hecho de que un autor de la talla de Marx entendiera que en los comienzos del siglo XIX el desenvolvimiento del maquinismo en Inglaterra introdujo un elemento nuevo en la producción: nacía la gran industria. Siendo el comercio universal la condición de la gran industria, Inglaterra iba a exportar los productos manufacturados al mundo entero, recibiendo a cambio los productos agrícolas. Esto constituía, según Marx, una transformación esencial que, tarde o temprano, se extendería al continente europeo y a toda la Tierra y supondría la concentración de capitales, la superproducción, las crisis industriales, las huelgas, y acarrearía fatalmente un desquiciamiento general en las relaciones económicas de los hombres y en las instituciones sociales. 

No obstante, la justificación, respetando la opinión de Marx, he querido encontrarla en causas más profundas y que tienen que ver con la particular evolución de la mentalidad inglesa que sin duda obedeció a determinantes singulares: podría decirse que, a pesar de profesar una religión común a la del Imperio carolingio, sus gentes (los ciudadanos ingleses), en un marco de insularidad (que es preciso tener en cuenta), tuvieron la oportunidad de forjarse una concepción del mundo y de la vida más abierta que explica en gran medida la génesis y el posterior desarrollo del capitalismo. 

Y es que, desde los tiempos de Alfredo el Grande, a finales del ochocientos, que encarna la figura de un rey al servicio de la comunidad, que estimuló el orgullo de pertenencia, algo así como la conciencia de identidad, esto es, un sentimiento patrio, Inglaterra fue la única que poseyó en Europa un gobierno nacional, cuya acción se ejerció en todo el país sin encontrar el obstáculo de una feudalidad de príncipes. Dicho país gozó de una administración económica superior a la de todos los Estados del continente que permitió hacer una verdadera «política económica» en la que, antes que en parte alguna, comenzó a tomar cuerpo la idea de bien común. Un fenómeno particularmente interesante resultó ser, para Inglaterra, la implementación de los fueros en las ciudades nuevas donde tuvo consecuencias jurídico-políticas singulares. Esto va a significar la conformación de un nuevo tipo de ciudadano que ya no se caracterizará por la servidumbre sino por la libertad que, a su vez, la ciudad va a comunicar y proyectar sobre el campo. 

Si a todas estas «novedades» añadimos la no menos singular Carta Magna de 1215 y las sucesivas reformas parlamentarias que se dieron en los siglos siguientes (que afectaron al número y la naturaleza de los parlamentarios así como a la estructura del propio parlamento y, consecuentemente, a las relaciones de poder), así como la singularidad del Common Law, parecería que tendríamos razones más que suficientes para afirmar que Inglaterra ofrecía el escenario adecuado para que sucediera «algo diferente». 

Si a todo ello, además, agregamos que durante el reinado de Enrique VIII (1509-1547) finaliza la tradicional separación de los poderes del rey y de la Iglesia adoptando la singular opción de la unificación de ambos en la persona de aquel mediante la aprobación por el Parlamento, en 1534, del Acta de Supremacía, los fundamentos para la particularidad inglesa están servidos. A partir de ese momento se disuelven los monasterios y nace la Iglesia de Inglaterra como Iglesia anglicana totalmente separada de la Iglesia de Roma (y desde el reinado de Eduardo VI, del catolicismo como doctrina) recayendo, para el futuro, en los monarcas ingleses la jefatura de la nueva Iglesia. ¡La solución en nada fue pacífica! La Iglesia anglicana beberá de las fuentes de la Reforma protestante y del principio de la libertad de conciencia. De ellas, también, surgirá el calvinismo cuya versión puritana, no solo va a traer la radicalización en el ámbito de las crisis religiosas entre Iglesias, sino que, además, va a servir de pista de aterrizaje al acontecimiento ideológico (con su modelo social, económico y político) más trascendente de la modernidad. Ese acontecimiento ideológico al que hacíamos alusión más arriba como «algo diferente» será el capitalismo moderno. 

Durante el siglo XVII, Inglaterra se va a convertir en un gran laboratorio axiológico-económico-político al socaire de la Reforma, de los grandes descubrimientos geográficos y científicos y de la radical transformación económica cuyo resultado va a ser el hallazgo (en terminología sistémica) del subsistema político (el modelo de Estado liberal en versión monarquía constitucional) del sistema capitalista naciente. 

J. Locke y el gran «inventor» político 

Y es que, con anterioridad, desde la Reforma, los elementos fundamentales (el axiológico y el económico) de ese gran sistema capitalista moderno se habían ido colocando. El primero de ellos lo había aportado la Reforma luterana y calvinista (en especial, esta última versión del protestantismo). De ahí que fuera la ética ascética protestante (la conformadora del espíritu capitalista) la superadora de aquella moral feudal de los obispos carolingios. 

El segundo elemento, el subsistema económico, participando de la misma racionalidad sistémica que el elemento axiológico aportado por la Reforma, fue la economía monetaria que, desterrando la doctrina económica natural, hizo posible convertir en abstractos, intercambiables y medibles todos los valores, movilizó el patrimonio, despersonalizó los valores, convirtió en absoluta la propiedad privada (proclamándola como derecho natural) y racionalizó la previsión, la inteligencia y el cálculo. 

El tercer elemento, el subsistema político, la monarquía constitucional fue el gran descubrimiento del gran laboratorio inglés. El hallazgo de un modelo de Estado que, en sintonía con la racionalidad axiológica y la económica, garantizase y protegiese la propiedad individual (entendida como derecho natural) era imprescindible para el funcionamiento correcto del sistema capitalista. 

Los Hobbes, Hooker, Milton, Sidney, Tyrrell, Harrington, Coke, Locke, Filmer, Cumberland, Cudworth, Culverwel, More, Conway, Smith, Whichcote, Newton, Boyle, Norris, Shaftesbury, Bacon y otros (entre ellos algún extranjero como Descartes, Grocio, Spinoza, Puffendorf, Malebranche…) hicieron grandes aportaciones particulares, cada uno desde su perspectiva y su área de conocimiento. No obstante fue John Locke quien, sobre esa gran base, mediante la experimentación empírica y la reflexión conjetural, la observación, la medida, el cálculo, en el Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil, dio forma definitiva a una estructura institucional que se inspiraba en principios políticos tales como el de la libertad, la igualdad, la sumisión del rey a la ley, la soberanía popular, la división de poderes y que se correspondía con el nuevo imaginario colectivo que, en definitiva, lo representaban las nuevas élites económico-sociales inglesas. 

Robert Filmer carecía ya de sentido 

¿Por qué Patriarca de Robert Filmer llegó tarde? Porque los tiempos estaban cambiando y al viejo imaginario del sistema feudal le había sucedido la nueva mentalidad del sistema capitalista: la defensa radical que hace Filmer del patriarcado-monarquía, en base a una bíblica «ley natural» de paternidad como forma de legitimación del poder para neutralizar cualquier otra forma de gobierno surgida del principio de la libertad de elección, carece ya de sentido. 

Hugo Grocio, en su De iure belli ac pacis (Del derecho de la guerra y de la paz), publicado en 1625, había dado la puntilla definitiva a la concepción voluntarista del derecho natural cercana a la primera escolástica, en la que se podría ubicar a sir Robert Filmer que, además, hacía tiempo había ya sido superada por los autores de la Contrarreforma (Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Roberto Bellarmino y otros). Ya Hugo Grocio había afirmado la independencia del derecho natural de Dios destruyendo todo presupuesto trascendente, teológico, religioso de la moralidad y fundando el derecho natural en la sola naturaleza humana, proclamando su carácter absolutamente inmanente, racionalista y laico. 

Resultará́ anacrónica la afirmación de Filmer: «es antinatural que la multitud elija a sus gobernantes, gobierne o participe en el gobierno» en el momento en el que Locke, observando el cambio que en la mentalidad inglesa se había producido, proclamará la vida, la libertad y la propiedad privada como la esencia de la propia ley natural y confirmará a la persona humana como sujeto de todo derecho y, por tanto, fuente y norma de toda ley, esto es, sujeto de autodeterminación. 

El principio «quod principi placuit», esencial en el planteamiento de Filmer, deja de tener sentido cuando Locke, finalmente, introduce en el estado de naturaleza el imperio de la ley natural, que es, en adelante, fuente y norma de las leyes civiles para una sociedad civil en la que el poder superior común (Estado) se crea por asentimiento común a través del contrato social y cuya tarea será la de confirmar y asegurar el derecho natural de la propiedad. 

La convicción de Filmer, expresada en Patriarca, de que la propia conformación del Parlamento es «mera gracia del rey» alcanza la condición de obsolescencia política frente al principio lockiano de la división de poderes. No obstante, con Filmer se alinearon autores como F. Kynaston, R. Sanderson, H. King, E. Forsett o R. Mocket, que se negaban a aceptar el paso de los tiempos. Implacablemente, el determinismo de la evolución de la mentalidad convertía en marginal y residual la pretensión, común a todos ellos, de «persuadir de que todos los hombres somos esclavos proclamando la procedencia divina de los reyes». 

A pesar de reconocer la «originalidad» de Patriarca, dado que se trata de uno de los primeros discursos políticos que pretenden demostrar la procedencia divina del poder sin contar con la Iglesia de Roma como mediadora (soslayando la teoría del «poder indirecto del Papa», esto es, la plenitudo potestatis), es preciso reconocer que ¡Filmer había llegado tarde! Propuestas suyas como «los primeros reyes fueron padres de familia», «es antinatural que el pueblo gobierne o que elija a sus gobernantes» o «las leyes positivas no menoscaban el poder natural y paternal de los reyes» ya resultaban anacrónicas y eran ajenas a la racionalidad del nuevo subsistema (el político) naciente que se va a asentar sobre una nueva forma de legitimación del poder. Así, pues, un nuevo concepto de ley natural, el nuevo dogma de la soberanía popular, el por mucho tiempo añorado axioma de la sumisión del rey a la ley y el principio de la división de poderes contribuirán a conformar el nuevo imaginario sobre el que descansará el constitucionalismo moderno. (La genética del constitucionalismo moderno, H. Itziar Caballero Camino, Editorial Funglode, 2021; 429 págs.)


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