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Eugenio María de Hostos y la República Argentina

by Carlos María Romero Sosa
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El puertorriqueño Eugenio María de Hostos consagró su vida a un nuevo sistema educativo en la República Dominicana. Así, hasta su muerte. Pero, poco se sabe de sus recorridos por el mundo proclamando la independencia de Cuba y Puerto Rico, sus estancias en Chile y su ejemplar presencia en Argentina, donde, como en Santo Domingo, algunos elevaron y respetaron, y otros denostaron y rechazaron sus ideas. Este texto arroja luz sobre esa casi desconocida presencia suya en la patria de Sarmiento, de Borges, y también del dominicano Pedro Henríquez Ureña. 

A la visión desolada del desierto, la sabana o las cordilleras, opusieron nuestros educadores junto al empeño político de poblar los territorios el de instruir los cerebros, para generar comunidades de personas a las que el conocimiento sacara del desamparo, más intelectual que inevitablemente geográfico en el que subsistían, impulsándolas a socializarse y dar así el paso hacia la plena ciudadanía, responsable y protagónica. 

Andrés Bello en Chile, Domingo Faustino Sarmiento en la República Argentina, José Pedro Varela y Carlos Vaz Ferreira en Uruguay, Cecilio Acosta en Venezuela, José Vasconcelos en México, el padre Félix Varela y Rafael María de Mendive —mentor de José Martí— en Cuba, Joaquín Capelo en el Perú, Franz Tamayo en Bolivia o Eugenio María de Hostos especialmente en la República Dominicana, fueron en los siglos XIX y XX apóstoles de la instrucción popular en Hispanoamérica. Si con justicia es tenido por símbolo de esa cruzada el sanjuanino «Maestro de América», menos conocida por aquí es la actividad que cumplió en materia pedagógica en el Continente, así como su accionar por la libertad en las Antillas, Eugenio María de Hostos. 

Nació en 1839 en Puerto Rico, en la costera localidad de Mayagüez, y falleció en la capital dominicana en 1903. Su labor civilizadora, cumplida en algún momento en Chile en el ejercicio del rectorado del Liceo Miguel Luis Amunátegui y el mejoramiento de sus programas de estudio1 y mayormente en la República Dominicana, donde reorganizó la educación y fundó la primera Escuela Normal de enseñanza laica, le reserva un lugar privilegiado entre los promotores de la instrucción pública. En 1881 creó en Santiago de los Caballeros otra Escuela Normal y siete años después, en Santo Domingo, la Escuela Nocturna, para hacer posible también la ilustración de los trabajadores. El Gobierno dominicano lo designó en 1902 Director General de Enseñanza, con retención de la titularidad de la Escuela Normal de Santo Domingo donde desde 1884 egresaban promociones de maestros. 

Bajo la influencia de las ideas pedagógicas y pro feministas de Hostos, la poeta Salomé Ureña de Henríquez fundó en 1881 la Escuela de Señoritas, en su casa de la calle Isabel la Católica de Santo Domingo, con el apoyo entusiasta del esposo, el doctor Francisco Henríquez y Carvajal, años después presidente de la República Dominicana. Ambos fueron padres, entre otros hijos, de Max Henríquez Ureña, escritor y embajador de su patria en la República Argentina, y de Pedro, el humanista maestro de varias de nuestras generaciones. Hostos, al enterarse en Santiago de Chile del fallecimiento de Salomé Ureña —tal como lo reseña el dominicano Miguel Collado—, envió el 30 de mayo de 1897 una carta a los deudos proponiendo que la tierra Quisqueya realizara tres ofrendas en su memoria: «El primer homenaje, para la educadora: una suscripción nacional para un Instituto Salomé Ureña; el segundo homenaje, la publicación de todas sus poesías; el tercer homenaje, una patria como la que soñaba ella».

El olvido de Hostos se hace más injustificado en la Argentina de pensar que la visitó entre septiembre de 1873 y febrero de 1874, escribió sus impresiones sobre el país y su gente en libros como Mi viaje al sur3 y Temas sudamericanos,4 atesorados en nuestra Biblioteca Nacional donde existen 57 registros de él y sobre él; ejerció el periodismo en Buenos Aires; trató, admiró y retrató en una extensa estampa literaria a Sarmiento y estrechó una fuerte amistad con José Manuel Estrada, quien le extendió las páginas de su recién fundado medio gráfico 

El Argentino, para que el puertorriqueño volcara frecuentemente sus artículos. Y cabe destacar que el vínculo entre el laicista y el católico tenía antecedentes, ya que en su periplo chileno Hostos reseñó La Educación Común de Estrada en el diario La Patria de Valparaíso. 

Además de con el futuro rector del Colegio Nacional de Buenos Aires, trabó fuertes vínculos con Vicente Fidel López, que en su carácter de rector de la Universidad de Buenos Aires le ofreció una Cátedra de Filosofía y otra de Literatura Moderna, cargos que agradeció y rechazó absorbido como estaba en sus denuncias sobre el colonialismo español en las Antillas. Y otro tanto ocurrió con Carlos Guido Spano, con Juan María Gutiérrez, con Luis y Héctor Varela, director uno y columnista el otro de La Tribuna, periódico que también acogió varias de sus notas, con Adolfo Alsina o con Wenceslao Pacheco, director de El Nacional, cuyas páginas se hicieron eco de su campaña por la independencia de Puerto Rico y de Cuba. 

Pese al desconocimiento en el país de su figura, existen excepciones. Por ejemplo, al cumplirse su centenario en 1939, se formó́ una comisión de homenaje que integraron el entonces vicepresidente de la Nación, Ramón Castillo, el rector de la Universidad de Buenos Aires, Vicente Gallo, el decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Coriolano Alberini, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Juan G. Kaiser, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Roberto Repetto, y el escritor y empresario Constancio C. Vigil. Y décadas después, Enrique Anderson Imbert en su Historia de la literatura hispanoamericana (1961) lo consideró «una cumbre» y lo proclamó «uno de los grandes maestros de América». Así como en este siglo XXI, Adriana María Arpini escribió el libro publicado por la Universidad Nacional de Cuyo en 2002: Eugenio María de Hostos, un hacedor de libertad; Carlos Piñeiro Iñiguez le dedicó un capítulo en su obra «Pensadores latinoamericanos del siglo XX» (2006) y el historiador Pablo Pozzi dio a conocer en el boletín Huellas de Estados Unidos su estudio «Hostos, el panamericanismo y la sociedad política argentina, 1873-1874» (2019). 

Sin embargo, ni esos homenajes póstumos ni las amistades que cosechó en su hora nos redimen de no haber comprendido y compartido sus luchas independentistas con el entusiasmo que sí sucedió en Chile, donde en la Revista de Santiago había denunciado en 1872: «Cuba y Puerto Rico son esclavas, y mientras las dos mejor situadas islas, más pobladas, más instruidas, estén en poder de España, estarán esclavizadas; y mientras no sean dueñas de sí mismas, serán un paraíso inhabitable».5 Y no era para menos algún reproche suyo al respecto: un día le manifestó Sarmiento, el mismo que años antes en Nueva York recriminó al gobierno de Mitre que no hubiera reconocido la beligerancia cubana: «Quiero la independencia de Cuba y Puerto Rico; pero la República tiene un gran comercio de tasajo en La Habana». Mal habrá recibido ese retaceo de la solidaridad en materia de soberanía quien estuvo lejos de supeditar los valores a los intereses y asentó en su obra Moral social de 1888, un texto deontológico, reparos al lucro y anatemas contra «la industria [que] se hace solidaria de la inmoralidad de la civilización». 

Empero, nunca se rindió frente a ambigüedades o negativas ajenas. Venía de experimentar ya la frustración y masticar largamente la respuesta que le dio Emilio Castelar cuando en su juventud, siendo estudiante en la Madre Patria donde fue discípulo de Sanz del Río, abogó ante el entonces presidente de la Primera República Española por la libertad de Cuba. «Primero soy español y después republicano», le escuchó decir al mayor orador de la lengua, poniendo entre paréntesis su republicanismo unitario y antimonarquismo y haciendo ostensible su espíritu conservador, el que enfrentó a Castelar con el proudhoniano Pi y Margall, su antecesor en el gobierno como otro de los presidentes de aquella efímera república de intelectuales. 

Impresiones de la Argentina 

En las páginas del citado Mi viaje al sur dedicadas a la Argentina, se advierte la fuerza de sus convicciones que lo eran solidarias hasta lo filantrópico en lo humano, emancipatorias de dogmas en lo ideológico y con realistas propuestas de progreso material y social, con miras al común beneficio económico y no de grupos de privilegio. Así abogó constructivo y ajeno a la iconoclasia de un Ned Ludd, por la construcción de un ferrocarril que vinculara la Argentina con Chile, es decir, el Atlántico con el Pacífico, anticipándose en décadas a la inauguración del Huaytiquina que une Salta con Antofagasta. 

No es casual que lo primero que advirtió en Buenos Aires fue el fenómeno de la inmigración y, lejos de poner reparos a ella, auguró la integración de los extranjeros como un horizonte necesario para fraguar el cuerpo de la Nación. Algo que vislumbraba posible y a realizarse mediante el trabajo fecundo de los recién llegados. No obstante, el educador miró con cierto recelo el analfabetismo o poco menos de los empujados a nuestros puertos por el hambre y las guerras del Viejo Mundo, falencia que aseguró redimirían mediante las labores rurales y manuales: «El trabajo educa, y los elementos semibárbaros que arrojan sobre estas ciudades y estos campos las ciudades y los campos de Europa menos culta, se civilizarán en el goce de las satisfacciones sociales que no conocían, y cuando no den en sí mismos coeficientes concienzudos a la patria adoptiva, le darán en sus hijos elementos de progreso moral e intelectual superiores a los que ellos constituyen. América, haces bien en recibir con tus brazos abiertos a los recién llegados». 

Ya en una anterior correspondencia con José Manuel Estrada, quizá intuyendo los prejuicios de las oligarquías contra los inmigrantes, anotó: «En América Latina no hay europeo que sea extranjero porque su trabajo lo nacionaliza y lo hace hijo de América Latina». Escribió también sobre el periodismo y su función en las siguientes páginas de Mi viaje al sur, sin duda impresionado por la proliferación de medios que se editaban en Buenos Aires, como representantes de las diversas tendencias políticas en pugna. Hostos no abundó en esas rencillas y se centró más en pregonar la ética de los informadores públicos, algo que desarrollaría más tarde en el capítulo XXXVI de su Moral social. De ese modo instó a que nuestros periódicos no solo persiguieran la verdad, sino que se abstuvieran de toda tentación demagógica y convocaran a los lectores a ejercitar el deber cívico de ser dignos de la historia y sus próceres: «Aquí hay un pueblo que nació con fuerza, que brilló con digna gloria, que fue apóstol armado de la idea que redimió a América Latina en toda la parte del continente. Aquí el periódico tendrá siempre patente ante el espíritu de la sociedad ese pasado generoso, no para embriagarlo en el torpe deleite de la vanagloria, sino al contrario, para obligarlo a descontentarse de sí mismo si no continúa la dignamente gloriosa tradición». 

Convencido de que la prensa es una institución auxiliar del derecho «y la que más continua y eficazmente podría servirle siempre», el compañero de ideales patrióticos de José Martí, quien llamó a Hostos «una hermosa inteligencia puertorriqueña que ha hecho en los Estados Unidos causa común con los independientes cubanos», no pudo menos que tener cuentas pendientes aquí con El Correo Español, al que tildó de «innoble periodicucho». No era para menos, ese medio que se proclamaba liberal —y «liberal extremo» lo calificaba su colega La Voz de la Iglesia— llenaba sus columnas apostrofando contra la «quiscosa que llaman Cuba Libre». Incluso más tarde no mostró ni siquiera piedad para con los patriotas filipinos fusilados Andrés Bonifacio y de Castro y José Rizal,6 el mártir al que tanta admiración póstuma le demostró Miguel de Unamuno. 

Al sociólogo y al jurista autor de Lecciones de Derecho Constitucional (1887) le interesó sobremanera acercarse a las comunidades del interior y observar su organización política y funcionamiento administrativo. Viajó en tren a la ciudad de Río Cuarto, a la ciudad capital de la provincia de Córdoba y a la de Rosario en la provincia de Santa Fe. Al asomarse a ellas a bordo del ferrocarril reverdeció su valoración de ese medio de trasporte como factor de civilización. Dedicó extensos párrafos a la función a cumplir en ese sentido por el británico Ferrocarril Central Argentino inaugurado en 1866. Tal vez se ocultaba a sus ojos que tras la fachada de un progreso siempre bienvenido se estaba produciendo una fuerte penetración económica extranjera. Una realidad que los más lúcidos miembros de nuestra Generación del Ochenta, muchos sus contemporáneos, tampoco advirtieron. 

En la ciudad del Río Suquía, Hostos, nada clerical, describió pese a ello con la emoción y la captación del novelista de La peregrinación de Boyoán, su obra de imaginación juvenil publicada en Madrid en 1863, la arquitectura entre barroca y renacentista de la iglesia catedral, la neoclásica de la iglesia de Santo Domingo y la igualmente monumental de otras iglesias. Claro que la visión de tantos templos le dio motivo al moralista agnóstico para cuestionar el poder temporal del clero. Aunque deísta al fin y no tan lejano del «panenteísmo» de Tiberghien,7 lejos de despreciar a los creyentes con prevención cientificista, anotó, aunque mal parangonando la fe en el progreso «reflexiva y previsora en la potencia indefinida de los esfuerzos industriales»8 con el don sobrenatural de la fe religiosa: «¡Oh! Bienhallados los que oran de rodillas; pero, por Dios, también es oración el trabajo y cualquier tierra que se labre, cualquier cerebro que se roture, cualquier sociedad a que se sirva, cualquier idea buena que se secunde, son templos dignos de la divinidad». 

Más adelante anotó frente al Observatorio Astronómico cordobés fundado por Sarmiento en 1871, sin que quedara constancia de haber conocido allí a su director Benjamín Gould: «Voy al Observatorio, y me parece una honra para la ciudad, una gloria para toda la nación, un progreso honroso y glorioso para toda la raza latinoamericana». Aparecía de cuerpo entero en el interés por las ciencias exactas el positivista comtiano que era, como que el filósofo de Montpellier redactó un Tratado de astronomía popular. Aunque Hostos fue un positivista suavizado por el idealismo krausista, en el que lo iniciaron en Madrid Sanz del Río y Giner de los Ríos. Por eso seguramente en sus escritos filosóficos en los que, si bien no puede hablarse de vuelo metafísico, se desprende cierta apertura a lo inabarcable por la mente humana, algo así como el absoluto o, en sus palabras, «la causa desconocida». La búsqueda de la verdad no era solo para él un quehacer experimental sino en mucho intuitivo. El positivismo que prendió en las burguesías europeas para de algún modo justificar el colonialismo, representó en su caso y el de tantos otros patriotas americanos, lo inverso de la dominadora apelación a la superioridad racial o cultural de las metrópolis dominantes. En su temperamento estoico, la exaltación por las libertades de los territorios cautivos y sus poblaciones sometidas provenía más del romanticismo a lo Byron que del cálculo racionalista y, sobre todo, de la cosmovisión de una razón heroica americana cuando no una razón mártir despiertas desde esas «trincheras de ideas» que dijera Martí en Nuestra América. En síntesis, las potentes dosis de krausismo vivas en la formación teórica de Hostos encajaban bien con su alma generosa y, por lo tanto, ajena al darwinismo social y a justificar con neutralidad fatalista el triunfo del más fuerte en la lucha por la vida. 

Prueba de ello es que cuando llegó a Cartagena de Indias en la escala primera de su viaje sudamericano iniciado en octubre de 1870 a bordo del vapor Arizona, no ahorró frases contra la historia de esclavitud que ensangrentó durante centurias el mar turquesa del Caribe colombiano. Abanderado del antiesclavismo, había pregonado en 1866: «Es imposible que el siglo XIX legue al XX la infame herencia de la esclavitud». Asimismo, al meditar en el triste destino de los indios y condenar los latrocinios de la Conquista, imaginó lo que podría ser una defensa a mano de sus propios antepasados europeos que le reclamarían en favor de la colonización, eufemismo del exterminio y la marginación de los pueblos originarios: «Pero [sin ella] entonces usted no hubiera existido». Frente a lo que Hostos estampó la respuesta: «Hubiera existido la Justicia, que vale más que yo», refutación dictada tanto por su altruismo cuanto por la sana razón que debe conducir a la verdad, según su Tratado de la lógica, que dejó inédito y probablemente es anterior a la Lógica viva del uruguayo Carlos Vaz Ferreira de 1910. Texto que el profesor Juan Bosch trascribió, como otros varios trabajos de Hostos, para la edición de 1939 de sus Obras completas en San Juan de Puerto Rico.

En su paso por la República Argentina, su positivismo insuflado de evolucionismo social y humanitarismo en contrapeso del individualismo spenceriano, no pudo confrontarse por motivos cronológicos con la mayoría de los epígonos locales de Comte, Spencer o Durkheim, mucho más jóvenes que él a excepción de José María Ramos Mejía. Muestras de esa diferencia generacional son por ejemplo Carlos Vergara que nació en 1859, José Alfredo Ferreira en 1863, Carlos Octavio Bunge en 1875, José Ingenieros en 1877 o Aníbal Ponce en 1898. Naturalmente, puso énfasis en la Universidad de Córdoba: «donde se prepara la juventud de casi todas las provincias andinas para tomar bajo el sol y bajo la libertad el puesto a que aspira honrosamente, me parece un laboratorio en que se funden los diversos tipos psicológicos y los varios caracteres provinciales que decidirán del porvenir». 

Ignoramos si Deodoro Roca, que en el Manifiesto Liminar de la reforma universitaria de 1918 proclamó: «Si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el sagrado derecho a la insurrección», supo de la impresión que recibió Hostos de la mediterránea casa de estudios, cuyos últimos progresos y reformas de los programas databan casi de los tiempos del rectorado del prócer deán Gregorio Funes: «Es tan oscura en su recinto la Universidad de Córdoba, que parece un emblema de oscurantismo. Es tan blanca en sus paredes interiores y exteriores, que parece un sepulcro blanqueado». De lo que no cabe duda es de que el antillano hubiera aplaudido la reforma de 1918 de tanta influencia en los países de Hispanoamérica, gesta que anticipó: «[…] es necesario predicar una cruzada contra la enseñanza actual. […] Se necesita un solo plan de estudio, y es necesario que corresponda a las necesidades científicas y políticas de las nuevas generaciones». 

No obstante que ajeno al sectarismo porque razón, pasión y conciencia se equilibraban en su espíritu superior, no tuvo problema para admitir que la Compañía de Jesús, a la que confiara el obispo Hernando de Trejo y Sanabria en 1613 el Colegio Máximo de San Carlos que después se llamó Universidad, «ha representado en la América colonial todo lo que el coloniaje negaba o deprimía: la capacidad jurídica de los extranjeros; la reducción de los indígenas a la vida civil; la educación de las generaciones que nacían». Y esto no lo escribió el padre Guillermo Furlong en el siglo XX, sino Eugenio María de Hostos en la octava década del XIX. 

Equitativo en los juicios, sus desvelos filosóficos, políticos, sociológicos, jurídicos, pedagógicos, estéticos y de crítica literaria se sustentaron en un acendrado moralismo sintetizado en máximas tales como «Convertir los deberes en costumbres». Al hombre de su tiempo que lo fue con intuiciones reformistas geniales, qué más puede pedírsele. Es cierto que fijó su compromiso a descontar que abnegado, sobre normativas positivistas en el límite con el biologismo y tesis neokantianas aunque emergiendo de la ética de los deberes algún atisbo preaxiológico; y si bien previó la dependencia de los Estados Unidos sin poder imaginar la futura agonía de su compatriota Pedro Albizu Campos, líder del Partido Nacionalista de Puerto Rico, irradiado por los yanquis en la prisión en los años cincuenta de la pasada centuria, lo hizo sin tomar demasiado en cuenta la consolidación del capitalismo y la consiguiente división internacional del trabajo, por lo que recibió más de un posterior reproche ideológico. Excesivo aparece el del argentino Jorge Abelardo Ramos que desde un nacionalismo popular de izquierda, en Historia de la Nación Latinoamericana elogió su propuesta de Confederación Antillana, e increíblemente criticó el empleo de sus energías a la educación (¡!) y «a la redacción de tratados morales». 10 Con sus más y sus menos, bien le hubiera valido leerlos al menemismo de pizza y champaña al que Ramos representó como embajador argentino en México. Pero, Quod homines tot sententiae… 

Notas 

1 Boyoán Lautaro de Hostos: Eugenio María de Hostos íntimo, 2da. edición. 2000. Ediciones Librería La Trinitaria. Santo Domingo.
2 Miguel Collado: «Eugenio María de Hostos y el Instituto de Señoritas Salomé Ureña», en: www.acento.com. do/opinión/. 

3 Eugenio María de Hostos: Obras completas. Tomo VI. Edición conmemorativa del Gobierno de Puerto Rico 1839-1939.
4 Eugenio María de Hostos: Obras completas. Tomo VII. Edición conmemorativa del Gobierno de Puerto Rico 1839-1939. 

5 Yolanda Ricardo: Un haz de luz: Hostos y Martí, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com.
6 Carlos María Romero Sosa: «El Correo Español, La Prensa y un olvidado poema de Rubén Darío», en La Prensa, 4 de marzo de 2018. 

7 Adriana María Arpini: Eugenio María de Hostos, un hacedor de libertad. Universidad Nacional de Cuyo (República Argentina), 2002.
8 Eugenio María de Hostos: Moral social. Secretaría de Estado de Cultura, Editora Nacional. República Dominicana, 2009. 

9 Consultamos a Miguel Collado sobre el año exacto de publicación del Tratado de la lógica y gentilmente nos informó́ que ese texto, como otros varios de Hostos, quedó inédito y que probablemente haya sido escrito entre los años 1879 y 1898, que según palabras textuales de Collado fue «la etapa de mayor cosecha intelectual del insigne educador». 

10 Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, tomo II, Ed. A. Peña Lillo, Buenos Aires, 1975. 


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DavdidCrync febrero 11, 2024 - 6:22 am

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