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Cómo cabe el infinito en cien años

by Paul Brito
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La nostalgia que provocan sus personajes, el incesto que nubla sus páginas, los pergaminos de Melquíades como representación de la vida humana, las fantasías de una gran novela asociadas al elemento concreto que las contiene, los alardes épicos de la historia que se narra, José Arcadio Buendía consolándose con el sueño de los cuartos infinitos, los diecisiete hijos que el coronel tendrá con diecisiete mujeres distintas y que ¿morirán? asesinados la misma noche, la bestia apocalíptica que se muerde la cola. El formidable narrador colombiano Paul Brito nos invita a realizar una nueva lectura de Cien años de Soledad, su tensión entre la repetición y la unidad, entre la rutina y la soledad. 

Al contrario del número abierto de Las mil y una noches que invoca el infinito, Cien años de soledad siembra desde un comienzo un límite: un siglo exacto. La razón es sencilla: la novela busca totalizar la realidad, abarcar el comienzo y el final de su espacio. Con mucha razón algún crítico se refirió a Cien años de soledad como un relato compacto. Y todos han advertido siempre los números exactos en que están metidas sus hipérboles: las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, por ejemplo, o los doce centímetros (ni uno más ni uno menos) que levita el padre Nicanor Reyna sobre el suelo son una forma de amansar el infinito, de domesticarlo. 

No son los únicos compartimientos cuantitativos que maneja la novela para comprimir el universo. El incesto que predomina en sus páginas es también una forma de mantener la estirpe volcada hacia su propio tronco, de contener el desafuero multiplicativo de la especie, hasta el punto de que termina mordiéndose la cola, esa cola de puerco que la amenaza desde un comienzo. Se necesita precisamente de esa amenaza para que no se desborde la fertilidad de la sangre y de los genes, para frenar la vocación de infinito de sus células. La soledad a la que alude el título también es un muro de contención. La novela trata de un pueblo, de una familia, pero a la larga familia y pueblo están condenados a la misma soledad indivisa del individuo, están englobados por ella. Y lo único que puede redimirlos es el amor, pero el amor les está negado de antemano como una incapacidad congénita, como una maldición. 

Úrsula Iguarán es el único personaje que atraviesa casi toda la novela. Su figura doméstica es necesaria para mantener el pulso hacia el interior de la casa, para fijar los límites del espacio y del núcleo familiar. Es el personaje que barre para adentro, mientras los hombres lo hacen hacia afuera. De ahí que el crítico Ángel Rama hablara de dos fuerzas en la novela que se contrarrestan: una centrífuga y otra centrípeta. La centrífuga siempre requiere ser más fuerte para que no se desborde la historia y su material narrativo. 

Toda obra de arte contiene un epicentro, pero también una válvula de escape para poder retroalimentarse. Y también, como cualquier sistema, es una ecuación basada en un número cerrado de variables. Se escogen unas y se dejan por fuera otras, como en una especie de probeta de laboratorio. De la misma forma, una obra literaria siempre demarca un territorio, un campo de estudio, pues no puede abarcarlo todo, por más ambiciosa que sea. Al igual que la ciencia, el arte también trabaja con muestras y pequeñas constelaciones. Con toda su avidez narrativa, Cien años de soledad está delimitada. La obra ejemplifica el sistema cerrado de la vida y su número limitado de años, donde también debe condensarse el mundo. La novela es un experimento que emula la existencia. Está acotada en un intervalo, en un parámetro, desde el cual se experimenta el universo bajo un punto de vista, bajo una interioridad. La novela gira en torno a esa cosmovisión, a ese ombligo en el que se arremolina el mundo y alrededor de la ranura por donde se volverá a escurrir. 

Los pergaminos de Melquiades exprimen ese mundo circular que es la vida misma del ser humano. En ellos está inscrita la secuencia original de la historia y en sus márgenes está circunscrita la continuidad del universo. Los vagones del tren se necesitan para contener los bultos interminables de muertos por las masacres de las bananeras, pero también se requieren otro tipo de vagones y compartimientos. Cuando los habitantes de Macondo pierden la memoria, por ejemplo, el infinito se apodera de la historia y amenaza con desbordarla. No hay entonces dónde meter el universo, dónde clasificar su infinidad, su multiplicidad. La enfermedad del insomnio que sufre el pueblo es también una amenaza para la finitud de la novela. Si no dormimos, no podemos acotar el torrente de los días, no podemos cerrarlos, dosificarlos. 

La ciudad de los espejos 

Las fantasías en la novela siempre están asociadas a un elemento concreto que las contiene: las sábanas de Remedios la bella al ascender al cielo, el chocolate caliente con que levita el padre, la estera sobre la que vuelan los gitanos, etc. La intuición y la irracionalidad siempre van acompañadas de un lazo lógico que las soporta y las controla. Otra vez la fuerza centrífuga oponiéndose a la centrípeta para mantener el equilibrio. La obra rompe con la racionalidad de la novela realista, potencia la plasticidad de la experiencia, el asombro frente a la realidad; juega con sus intersticios, con sus agujeros negros, pero igual que el borracho se abandona al sueño con un pie aterrizado al suelo, por si acaso. 

Los alardes épicos de la historia también tienen esos polos a tierra: el coronel Aureliano Buendía suscitó treinta y dos levantamientos, pero los perdió todos. Aparece siempre ese nudo que detiene la multiplicación. En el caso de los hijos que tuvo el coronel Aureliano Buendía, el nudo aparece por anticipado: en el primer párrafo del cuarto capítulo de Cien años de soledad se anuncian diecisiete hijos que el coronel tendrá con diecisiete mujeres distintas y que morirán asesinados la misma noche. Quizá por error o tal vez por cierta unidad de efecto, el narrador no considera una excepción que más tarde se habrá de verificar: Aureliano Amador no morirá esa noche, sino años después frente a la misma casa de los Buendía. El error, sospecho, fue intencional: es una manera de sellar por anticipado la fisura para evitar que se filtre por ella el infinito.

Por otro lado, las nostalgias de los personajes suelen toparse con una mueca de cinismo, de desconfianza por parte del narrador, la cual no deja que los personajes pierdan la vista en lontananza. Los arranques líricos y sus efervescencias románticas están regulados también por un aislamiento o distanciamiento irónico. Las tragedias se neutralizan con la risa, con la comicidad y el absurdo de las situaciones: a pesar de toda la dignidad que Úrsula había lucido a lo largo de su vida, acaba sus días como una muñeca de trapo saboteada por la inocencia de sus bisnietos; Fernanda se lamenta más por las sábanas que por la desaparición de Remedios la bella, y así. 

Antes de morir, José Arcadio se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, de ahí a otro exactamente igual, y así hasta el infinito. Pero una noche se quedó en un cuarto intermedio creyendo que era el cuarto real. Ese mismo procedimiento es el que desarrolla la novela al extenderse por galerías de espejos paralelos y volver siempre (ese sería su verdadero realismo mágico) al primer reflejo de la realidad, a su primera intuición, a ese primer fogonazo frente al pelotón de fusilamiento, de modo que no se pierda el hilo de la historia y su detonación inicial. Por eso Macondo es llamado al final la ciudad de los espejos o de los espejismos. El narrador no se cansa de rotar el brillo de una superficie a otra, de una dimensión a otra, de una anécdota a otra similar, de un personaje a otro con el mismo nombre. Y por eso la novela solo termina cuando el último de los Buendía queda encerrado en un cuarto y ya nunca puede salir, y solo puede mirar su propia cara en el espejo de los pergaminos. La novela acaba justamente cuando el narrador no puede seguir conteniendo el infinito ni reproducirlo, cuando no puede aplacar la explosión en cadena del primer fogonazo, y cuando ese último Buendía ya no puede salir del primer cuarto, el de Melquíades, deslumbrado por su propia revelación. 

La última casilla indivisible 

Cien años de soledad se iba a llamar La casa, pero también se podría haber llamado El cuarto, El cuerpo o cualquier otro recipiente. La novela trata sobre ese encerramiento esencial del ser humano y su necesidad de acotación para no dispersarse y desintegrarse en la muerte. Jean-Paul Sartre decía que estamos condenados a la libertad. Y lo estamos a pesar de estar encerrados, o por esa misma tautología reverberante que nos abisma en el espejo de nosotros mismos y de nuestra autonomía. El autor de una novela es el encargado de nivelar esa libertad infinita con las reglas de su imaginación. De lo que se trata no es de poner a volar la imaginación, sino de ponerle cauces, límites. 

«Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca», dice el narrador sobre el coronel Aureliano Buendía. Hay constantemente esa tensión entre la repetición y la unidad, entre la rutina y la soledad: «Cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y casi repetía las mismas palabras a la misma hora». La refundición de los pescaditos de oro en otros sería para el coronel Aureliano Buendía un modo artificial de demarcar el tiempo, de contenerlo, de darle forma y canalizarlo. La única manera de enfrentar el infinito repetido de la realidad, sus reflejos dispersos y exponenciales, es administrarlo con una repetición limitada, o sea, con una especie de engranaje que aterrice la indefinición de las cosas y la vuelva otro piñón, una especie de raíz al cuadrado. 

La búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, dice el narrador, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas. El novelista sabe buscar en su propia red de referencias la punta perdida del hilo que le servirá para renovar el horizonte nuevo de su narración, su variación inédita, sin caer en un error de cálculo o en un círculo vicioso, que los matemáticos expresan con el signo del infinito. 

Cuando se desborda la prosperidad y fertilidad del pueblo, cuando trasciende sus parámetros naturales, en especial cuando se multiplican extraordinariamente los chivos, las vacas y la plata de Aureliano Segundo, Úrsula llega a decir, blandiendo esa fuerza centrífuga con que viene domesticando el infinito y la riqueza desbordante de la novela: «Dios mío, haznos tan pobres como éramos cuando fundamos este pueblo». De una forma equivalente, como si fuera otra narradora que adapta a una escala manejable la historia, Amaranta comienza a tejer su propia mortaja para poder morirse al anochecer del día en que la termine. El narrador de la novela también sabe que cuando termine de desgranar la última casilla indivisible de la soledad, su último grano impenetrable, su último átomo, habrá acabado la cuenta de la historia. Y solo le quedará por agregar aquel apéndice postergado desde el comienzo, ese pequeño límite definitivo: la cola de cerdo que anuncia el Apocalipsis, la bestia que se muerde la cola. 


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