José Mármol es un poeta que ha merecido lauros dentro y fuera del país, gracias a una obra diferente, profunda y escudriñadora del alma humana, su memoria, interioridades y desafíos. Como ensayista ha publicado libros que perfilan a un intelectual de alto rango en el que la filosofía, como la poética, asumen roles de primacía en el entramado de su pensamiento. De hecho, la generación de poetas de los 80, que lideró, tiene su base y proyección en la poética del pensar. Pero Mármol —quien, como T. S. Elliot, es banquero— es también, y quizás fundamentalmente, filósofo. La filosofía, siendo aún estudiante universitario, fue la fuente que nutrió su ejercicio poético permitiendo la publicación de textos hoy considerados fundamentales que le valieron el máximo honor de las letras dominicanas, el Premio Nacional de Literatura, en 2012, el autor más joven a quien se le ha concedido. Se licenció en Filosofía en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, hizo un posgrado en Lingüística Aplicada en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, un doctorado en Filosofía y una maestría en Filosofía en un Mundo Global en la Universidad del País Vasco.
Esta entrevista es un acto de provocación intelectual. Las preguntas tienen mucho de atrevimiento a fin de producir respuestas que aclaren al lector el rol de la filosofía en estos tiempos inciertos, entre pandemias, guerras, amenazas económicas, populismos y autoritarismos en auge. Tiempos líquidos que desconciertan. El resultado es, a nuestro juicio, una de las mejores entrevistas que ha concedido, con sus sabias y bien estructuradas respuestas, este distinguido intelectual dominicano. GLOBAL celebra que con las preguntas retadoras que asumió para esta entrevista ha logrado su real propósito: establecer de manera clara y contundente la presencia y valor de la filosofía en nuestros tiempos.
Para iniciar, desearía que me definieses qué es la filosofía y cuál es su destino y eficacia, si tiene alguna.
JM: Esa pregunta generó en el gran filósofo español José Ortega y Gasset, y esto lo he argumentado antes, una respuesta fenomenal, al menos para mí. Porque ocurre lo mismo con la primera, que es la pregunta, que con la segunda, que sería la respuesta. Dijo, para definirla de un tirón, que filosofía es el cuento de nunca acabar. Así remataba el hecho de que hay tantas, y seguirá habiéndolas, definiciones de esa materia como trabajadores de ella ha habido y habrá. Aunque Hegel le dio un giro inclinado hacia el placer de la especulación, creo, más bien, que la filosofía es, y sigo aún adherido al linaje reflexivo hegeliano, la disciplina que fundamenta la construcción racional de conceptos sobre la realidad y sobre el pensamiento mismo. Pero, antes que placentera especulación, considero con Kant que la filosofía es, sobre todo, un serio trabajo, que además, como aportó Heidegger, se hace con las manos, no solo con el pensamiento. Es ese trabajo, tanto con la tradición como con la innovación, tanto con la historia de la filosofía misma como con su prognosis, lo que a su vez hará de ella una disciplina para la acción, como lo proclamó Wittgenstein, más que para la meditación a secas o la teoría sin más. Porque, aunque se nutre de la actitud propia de la vida contemplativa, porque fundamenta y produce conceptos, es la vida activa la que toca con urgencia a las puertas del filosofar. Lo que hace a Platón purgar a los poetas en su República es el prejuicio de que estos permanecen en un estado de delirio y a merced de las musas, en tanto que el filósofo, conjuntamente con el político, orientan su quehacer a la formación, mediante la educación de nuevos espíritus pensantes, con capacidad para accionar en la política y, consecuentemente, ser parte de las tareas concretas de la dirección del Estado y la conducción de la sociedad. A decir verdad, la filosofía tolera todavía su definición prístina y un tanto escolar como amor por la sabiduría, pasión por el conocimiento, valoración del asombro como materia esencial para la revelación de la verdad, y no pasa nada. Y ese es, en efecto, el problema, que no pasa nada, cuando la filosofía debe ser provocación, llamado a la acción, púlpito de denuncia, terreno para la crítica o cuando menos, como preconizaba Nietzsche, en línea directa con Descartes, y luego como herencia para Foucault, como terreno de la sospecha, la duda, la mirada oblicua, la transgresión de lo establecido.
La filosofía es tal en la medida en que, desde el ámbito mismo del pensamiento, ella se metamorfosea en un pensar diferente a los saberes establecidos. Su valor disciplinar es directamente proporcional a su capacidad para transmutar, subvertir, disentir. Es más, y vuelvo a Nietzsche, voluntad de destruir para poder crear y fundar. ¿De qué valdría quedarnos en su tautológica definición, cuando su espectro semántico, en tanto que campo humanístico mucho más abarcador, podría aportarnos mayores beneficios en las búsquedas de la ciencia, las artes, la política, la teología, las ciencias sociales, el humanismo clásico y las nuevas humanidades digitales, incluyendo la innovación científica, tecnológica y social? No es en los límites de la definición donde radican la riqueza de la filosofía y su actualidad, sino, más bien, en su desborde, en su reconfiguración, su adaptabilidad y resiliencia frente a los acontecimientos del mundo, incluyendo la irrupción de la pandemia, la crisis social y económica que engendró, además del desafío inédito al estatuto de la ciencia que las variantes del coronavirus han significado. Hay, pues, un filósofo en todo ser de pensamiento y lenguaje que se interroga e interroga, que niega y afirma, que asimila una tradición gnoseológica, humanística y cultural, pudiendo reafirmarla, modificarla o contradecirla; que indaga y cuestiona aspectos del ethos, la techné, la episteme, el logos, el ser, el no ser, la física, la metafísica y la estética, entre otras disciplinas. El destino de la filosofía es el ser humano mismo, y con él, en la óptica de Protágoras, medida de todas las cosas: de las que son, porque son, y de las que no son, precisamente por no ser. De sus aciertos o desaciertos, logros y fracasos, victorias y derrotas, hallazgos y desconciertos va a pender siempre el destino de la vinculación del ser humano con la filosofía. ¿Su eficacia? Creo que estriba más en la carga semántica, en la apertura polisémica de una pregunta, que en la presunción semiótica o apodíctica de una respuesta.
Entonces, ¿para qué sirve la filosofía en tiempos grises para el mundo como los que actualmente vivimos?
JM: O la bajas del altar de la abstracción, la sacas de la capilla dogmática y la cátedra sentenciosa, o bien, la filosofía desaparecerá. Lo grisáceo del mundo actual, marcado por la incertidumbre, el individualismo, el consumismo desquiciado y la angustia propios de la hipermodernidad; lo nublado que percibió y analizó en profundidad Octavio Paz en el siglo XX a partir del fracaso de los grandes relatos de la historia; los avatares y también los avances inherentes a las grandes revoluciones experimentadas en los siglos del XVIII al XXI, a saber, la de la máquina de vapor en el primero, la de la electricidad y la producción en serie o en cadena para el consumo masivo entre los siglos XIX y XX, la revolución tecnológica clásica, del conocimiento y de la información que da lugar a las computadoras de uso personal y el internet, que corresponde al siglo XX y, finalmente, la llamada revolución 4.0 que contiene los atributos y problemas de la hiperconectividad, la sociedad en red o enjambre, el Big Data y la autoexplotación neuronal por medio de dispositivos digitales, cuyo uso adictivo conduce a la cretinización del individuo, todo ello, en fin, constituye un panorama de tiempos grises con diferentes matices y texturas. Ahora bien, algo similar ha ocurrido en las distintas etapas de la historia, porque ha habido, desde la Antigüedad a la tardomodernidad de hoy, tiempos de esplendor, de opacidad y de ominosa oscuridad. ¿Para qué́ sirve la filosofía en tiempos de ese jaez?, pregunta similar a la que se hizo Hölderlin sobre la poesía en tiempos de penuria. Sirve para lo esencial: encaminar al espíritu, en su grado de conciencia crítica y liberadora, a hacerse las preguntas pertinentes, aunque no necesariamente se tengan las respuestas a la mano, acerca del sentido del ser en el mundo, de la vida como evolución biológica o como milagro de ascendencia mítica, del carácter de la vida en sociedad, del mal como banalidad —disfrazado de los horrores de la guerra—, o del bien como atributo afirmativo en sí mismo convertido en voluntad de justicia, del decurso y futuro de la ciencia, de la fertilidad o la esterilidad de las artes, del sentido gregario o la vocación de soledad de las personas, del significado del lenguaje, de las batallas por la identidad en medio de la multiculturalidad, las migraciones forzosas, la xenofobia, los genocidios, preguntas incluso relativas al debilitamiento, hoy preocupante, de la cultura democrática y el resurgimiento de ideologías radicales con ropajes demagógicos de populismo, mesianismos de extrema derecha o izquierdismo totalitarista de nuevo cuño. Además, el peligro al que conduce el desplazamiento de la racionalidad por parte de la emocionalidad desbordada, la indignación o la ira frente a las promesas sociales y políticas incumplidas por la modernidad y el Estado-nación.
¿Por qué́ y para qué el dominio hegemónico del sapiens sobre las demás especies y sobre la naturaleza en la faz de la tierra? ¿Para qué y por qué́? ¿Hasta cuándo y hacia dónde? Será la conciencia filosófica la que aportará, en definitiva, desde la crítica, la irrupción o la subversión de los saberes mismos, la noción del color que prevalece en cada tiempo y cada espacio de la evolución del espíritu humano, de la sociedad y la historia. Ante toda la osadía autodestructiva que la nublazón o el tiempo gris puedan arrojar sobre el mundo, la filosofía, al igual que la poesía, sobrevivirá.
¿La filosofía salva a la humanidad de algo?
JM: Ciertamente, la filosofía es, siguiendo la aproximación de G. Deleuze y F. Guattari en su libro ¿Qué es filosofía?, el arte de formar, inventar o fabricar conceptos, de manera que con su praxis, con su inserción en la vida concreta y en las cuestiones objetivas de la naturaleza, la sociedad y la cultura, el filósofo termina siendo un especialista en conceptos. Hay que convenir con ellos, sin ambages, en que la filosofía es la rigurosa disciplina, ya no mero arte, que consiste en crear conceptos. Ahora bien, la filosofía no es un evangelio ni una receta ética ni una apuesta a resolver la cuadratura del círculo, tampoco la amenaza de hambruna producto de las guerras, la cuestión urgente del calentamiento global, o tal vez, la problemática de la gestión de las empresas en el mundo globalizado de los negocios, espacio donde los filósofos se han ido haciendo cada vez más importantes. No lo es. Sin embargo, contiene toda esa problemática y tiene por misión desmenuzarla y trascenderla. Cuando salvas algo o a alguien es porque los has separado, aun sea temporalmente, del riesgo inminente o próximo. Más aun, de la catástrofe como escenificación del riesgo mismo, en palabras de Ulrich Beck. La única evidencia en ese sentido es que, al menos, la filosofía lo ha intentado, más allá de los reductos religiosos. También de la filosofía del derecho, de la filosofía de la ciencia, de la ética, la estética, la política, la retórica, la poética, la ontología y la hermenéutica, entre otras.
En cada una de las áreas del saber como la ciencia, la ética, la política, la poética y la retórica, la ontología y la hermenéutica, incluyendo la innovación y el humanismo digital, la filosofía afinca su vocación radical de revelación de la verdad, aun sea relativa, y de instauración de un método racional de percepción del ser humano y de su entorno, en apartar esos saberes del dogmatismo, la ortodoxia, el fanatismo y el extremismo ideológico a que podría reducirse una relación antagónica entre phatos y logos. Sócrates eligió la muerte, a través de una pócima de cicuta, antes que renunciar a su propósito de salvar a la juventud, a las nuevas generaciones de griegos antiguos dotándolos del raciocinio como principio del conocimiento mismo y de la libertad. Lo que la filosofía sí ha hecho, y continúa haciendo, es prevenir a la humanidad acerca de los peligros que determinados caminos por ella trillados han podido y pueden representar para su presente y su sostenibilidad futura. De manera que, si bien no salva, porque no es una tabla de salvación, como tampoco un decálogo para la redención, lo que sí hace es crear los conceptos para las acciones de la propia humanidad conducentes a su preservación y a su evolución civilizatoria y culturizante. Así, en las primigenias tareas de la relación del ser humano con la necesidad de crear artefactos o instrumentos con los que modificar o incidir en su relación con la naturaleza, y de ahí la técnica. Luego en las bregas políticas por el establecimiento del orden social en la figura del Estado. Al mismo tiempo, la necesidad de imprimir un singular relieve a la educación y la ética como resortes morales y paradigmas de contención de los instintos básicos de la especie, para dar lugar a la cultura. En la Edad Media vivimos, en Occidente, los avatares de la relación dogmática, ortodoxa, fanática de la religión y la filosofía, capaz de provocar desmanes contra la vida y la paz. Con el advenimiento de la era moderna, lo primero que tuvimos fue, de hecho, una revolución filosófica iniciada por Descartes y su preocupación por dotar al mecanismo de la razón de un método riguroso para enfrentar sus dudas en todos los ámbitos, cuestión que, paradójicamente, nos lleva a la sentencia de Pascal según la cual el corazón termina teniendo razones que la razón misma no es capaz de conocer. Con esa ambigüedad, con esa paradoja nos instalamos en los prolegómenos de la modernidad, y luego las revoluciones sociales y políticas, las revoluciones industriales, las transformaciones en el uso del tiempo y del espacio, el apogeo de los inventos, los descubrimientos de nuevos y habitados espacios del planeta, hasta pasar por dos guerras mundiales, el apogeo del totalitarismo, la guerra fría y la cortina de hierro, la conquista del espacio, la carrera armamentista, las conquistas de derechos civiles y la total abolición de la esclavitud; también, la revolución de las nuevas tecnologías y la cultura de redes, los avances en las ciencias naturales y la innovación social y artística, la recomposición en la correlación de fuerzas ideológico-políticas, económicas y geopolíticas, con la caída del Muro de Berlín, hasta la crisis del modelo económico-político neoliberal y el derrumbe financiero global de 2008, el capitalismo de Estado de China, pasando por la recuperación de ideologías fosilizadas convertidas en nuevas dictaduras de izquierda en Latinoamérica y las añoranzas nostálgicas, neoimperiales y retrotópicas de Vladimir Putin que lo llevaron, primero, a la invasión de Crimea en 2014, y en febrero de este mismo año a la cruenta invasión de Ucrania, cuya población, convertida en ejército, resiste con la ayuda de Occidente y los países miembros de la OTAN. Con esto último, pasamos de la Guerra Fría a una suerte de guerra tibia, que, aunque hasta ahora no parece trascender las amenazas, crea las bases y nos coloca ante las puertas de una probable tercera conflagración mundial. ¿Pudo la filosofía, si en su propósito albergase la pretensión de salvar, como la religión, a la humanidad, evitar que sucedieran todos esos acontecimientos? No, en modo alguno. ¿Estuvo ausente o se colocó al margen de sus causas y efectos? No, tampoco. Su tarea consistió en crear los conceptos con los que se advirtieron los peligros, o bien, se anunciaron los beneficios, que esos y otros tantos acontecimientos inherentes a una civilización cuyo progreso ha descansado, en cierta medida, en lo que Samuel Huntington llamó, precisamente, el choque de las civilizaciones. La filosofía salva, en el mejor de los casos, al ser humano del peligro que este mismo representa para el presente y futuro de la humanidad. El valor ulterior de la filosofía radica en la fuerza y la agudeza con que, sin olvidar la riqueza en la tradición de su pasado, y mientras analiza las coordenadas desafiantes y miserables del presente, construye los cimientos de su porvenir. Es ahí donde cobra el pensamiento su atributo de camino al infinito como tierra prometida del lenguaje y la razón.
En situaciones de guerras, pandemias, hambrunas, regímenes autoritarios, desplome de la democracia, la criptomoneda, la política de género, las inclusiones sociales, ¿qué rol juega la filosofía?
JM: Me agrada creer, junto a Zygmunt Bauman, que el filósofo es la persona dotada de un acceso directo a la razón, lo más puro de la razón, a aquella razón despejada de las nubes del interés mezquino, de las sinuosidades del mercado y de la perversa manipulación del algoritmo y la hiperconexión. Cuando asume su esencial espíritu de rebeldía, iconoclasia y transformación, de destrucción para la creación, la filosofía se convierte en la voz de las víctimas. En las guerras, está comprobado, la primera víctima es la verdad, y la verdad es fundamento de la razón de ser de la filosofía. En la guerra de Donald Trump contra el sistema y la tradición democrática estadounidenses, la herramienta más poderosa fue la de la desinformación, por medio de las noticias falsas (fake news). El propósito ulterior era hacer de lo falso lo fáctico. No siempre la filosofía revoluciona. Pero no ha habido revolución sin fundamento filosófico. Antes que científico o clínico, el primer valladar que intentó contener el desconcierto y el miedo provocados por la pandemia de la covid-19 y su tormentosa secuela de morbilidad y letalidad, durante el fatídico año 2020, fue el pensamiento filosófico. Se lanzó al ruedo para ponderar la eficacia o el desacierto de los confinamientos y los efectos sociopolíticos del incremento de la seguridad colectiva frente al deterioro de la libertad individual y de los derechos constitucionales adquiridos. La ecuación, dentro de su propia complejidad, parecía simple: había que elegir entre seguir viviendo, aun fuera encerrados, o morir en ejercicio de la libertad. Fueron los filósofos, como por ejemplo, Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk, Slavoj Zizek, Byung-Chul Han, Edgar Morin, así como sociólogos, economistas e historiadores como Alain Tourain, Jeffrey Sachs y Yuval Harari, entre otros tantos, quienes movieron la opinión pública mundial y los medios informativos y digitales denunciando los peligros de orden sociopolítico y económico, como también ético, jurídico o educativo, respecto del estado de emergencia, el confinamiento y los tratamientos compulsivos de prevención de la enfermedad. A ellos siguió la guerra mediática de las grandes farmacéuticas que competían, y todavía lo hacen con sobrada deslealtad, por la conquista del enorme mercado potencial que representaba la eficacia de una vacuna. El episodio inadvertido, luego de una pausa de un siglo, por la pandemia del coronavirus generó una incontrolable infodemia, según la acertada categoría de Byung-Chul Han; es decir, una epidemia informativa y desinformativa cuya víctima no fue otra que la propia humanidad. En la fase temprana de la pandemia tuvo lugar una efervescencia del discurso filosófico y culturalista, como también del pensamiento que procuraba dar con el sentido ulterior de la ciencia. Considero que más que lamento, que lo vivimos sin duda por la morbilidad y letalidad de la pandemia en sus inicios, hubo, más bien, una reacción adecuada de las ciencias humanísticas, las naturales y las digitales en torno al impacto del nuevo coronavirus y sus secuelas en el pensamiento, los proyectos, la economía, la salud, el uso de las tecnologías y otros ámbitos de nuestro estilo de vivir en la hipermodernidad. Las criptomonedas, antes que conquistas tecnológicas, son el resultado de la especulación económica y financiera, como reflejo de una crisis ética, estrechamente atada a la insurrección tecnológica, porque no se trata de que el avance tecnológico modifica el pensamiento, sino, por el contrario, de que la revolución digital es el producto de una insurrección mental orientada al lenguaje de códigos (software) y a la fabricación de artefactos para el consumo individual (hardware). Hoy día, pese a que siguen teniendo lugar otras guerras, la emblemática ha pasado a ser la de Vladimir Putin contra Ucrania. El desenlace del conflicto sigue en el terreno de la incertidumbre; mientras, el ejército ruso ha cometido incontables crímenes de guerra masacrando a la población civil. El ogro retrotópico ruso sustenta que ese país libre, democrático, de Ucrania representa su frontera-defensa frente a una posible agresión occidental, y que, en consecuencia, debe ser terreno de su dominio para la garantía de la paz y del futuro de Rusia. El trasfondo de esa guerra de Putin no es otro que una afrenta a las democracias y a la paz del mundo, no solo de la Unión Europea. Espero que no sea sobre más muertos ni sobre la destrucción total de la nación ucraniana, su lengua, sus tradiciones y su cultura donde finalmente se impongan la sensatez y la paz.
Tras esa magnífica panorámica que ofreces sobre la presencia de la filosofía en este mundo convulso, pienso: en la vida práctica, ¿la filosofía puede «servir» a un ciudadano común?
JM: Dentro de la complejidad que presenta la expresión utilidad de lo inútil, muchas veces asociada a la literatura y el arte, creo, más allá de esos parámetros simbólicos, que sí, que, como la tisana en la medicina popular, sirve para algo al individuo ordinario y no solo al sabio. Le serviría para algo fundamental en la vida de una persona. Primero, para el autoconocimiento («Conócete a ti mismo», frase que se cuenta figuraba en la fachada frontal del templo de Apolo, en Delfos, y que llegó a ser una herramienta conceptual esencial en la mayéutica socrática y en todo cuanto entendemos por paidea griega, en términos de formación educativa y en valores), capaz de otorgar al individuo, de poner en sus manos y ante su vista la brújula que ha de orientar sentido y dirección éticos en su interrelación con los demás, su lugar en la sociedad y su responsabilidad de destino. Segundo, para confirmarnos que, dicho con la sapiencia del filósofo español Víctor Gómez Pin, somos animales de palabra y de razón. Existen dos tipos de filósofos, argumentaba Antonio Gramsci, en sus notas escritas en la cárcel. Uno, el filósofo sistemático, que se dedica a las cuestiones académicas, sistémicas, a las elucubraciones lógicas y filosóficas propiamente dichas, incluso, las metafísicas, y el otro, el filósofo espontáneo, que es aquel más orientado a reflexionar o meditar, siempre en procura de una praxis cotidiana y coloquial, en torno a la vida ordinaria, las costumbres y las rutinas; aquel al que solemos llamar sabio, no porque haya acumulado conocimientos formales, sino porque su agudeza de miras, aun sea a través de un refrán o una sentencia del lenguaje común o popular, transmite un conocimiento profundo de la vida, de los demás seres y del mundo. Como ves, son diferentes, pero ambos podrían ser útiles al ciudadano común. En la sociedad presente, que podemos tipificar como modernidad tardía, hipermodernidad, modernidad líquida o posmodernidad, sociedad del cansancio o del rendimiento, sociedad del conocimiento o de la información, en fin, las posturas filosóficas convencionales y unidireccionales han entrado en crisis. Por ejemplo, las religiones monoteístas, las doctrinas absolutistas en política, las ideologías totalizantes. Lo que prevalece al día de hoy es una lucha de aquello que Foucault llamó saberes menores o micropoderes, últimos que analiza y explica muy bien Moisés Naím en su noción de mutación y degradación del poder en la sociedad del siglo XXI.
Nos ha tocado la era de la fragmentación del espíritu, el tiempo y el espacio; la era de la dispersión emocional, el individualismo consumista, y el hedonismo y narcicismo centrados en la hiperconexión. ¿Sirve la filosofía para que el individuo o los colectivos actuales se hagan las preguntas pertinentes y procuren respuestas lógicas y atinadas a problemas como la ecología y el peligro del cambio climático, los desafíos éticos de la ingeniería genética, el viaje desde la naturaleza hacia la micronaturaleza y la nanotecnología en el ámbito de la tecnociencia, el reto cognitivo y conductual de la digitalización, la refriega por los derechos humanos fundamentales y por los nuevos espacios sociales, étnicos, sexuales, interculturales o multiculturales, el fenómeno migratorio, la idoneidad de la democracia, entre otros asuntos? Pero, además, ¿son siempre inconmensurables, esenciales o últimos los problemas que se plantea la filosofía? ¿O, acaso, caben también entre sus preocupaciones cuestiones más elementales y comunes como el alcance de la felicidad o la paz mental, el deleite frente a la obra de arte, el senderismo como ejercicio dual del cuerpo y del alma, incluso, por qué no, aquellas prácticas que Vicente Verdú envolvió bajo el concepto de industria del espíritu y que comprende asuntos relativos al yoga, la meditación, la literatura de autoayuda, el pilates, el budismo zen, hasta la problemática de trastornos como la vigorexia, la dismorfofobia, la anorexia o la bulimia, la pornografía virtual o la infoxicación, entre otros? En mayor o menor grado, con mayor o menor sentido profundo o práctico, sea como camino o como presunta panacea, en todos, sin excepción, gana un espacio la postura filosófica. No es banal la pretensión de excluir la filosofía en la formación de las nuevas generaciones de estudiantes y ciudadanos, en una sociedad tendenciada hacia la tecnocracia, la vigilancia digital y el rendimiento. Hay oculta, tras esa intentona, la aspiración mezquina a cercenar el espíritu crítico, el pensar diferente, la disensión liberadora frente a los saberes establecidos y encorsetados, los saberes útiles a los poderes fácticos. La filosofía nos sirve para dimensionar conceptualmente los fenómenos que atañen a la vida práctica, desde la economía, la política, la cultura, la religión, la ciencia, las artes, la interrelación humana, la vida animal, el espacio sideral, y en cada caso, es la filosofía la que nos va a dotar del lenguaje interpretador de esos y de los demás órdenes simbólicos que configuran el mundo, y también el espíritu, para su análisis, su comprensión y su transformación.
¿Tenían conciencia, si así es dable decir, los filósofos fundadores de que la filosofía estaba llamada a servir a la humanidad y a protegerla de los desvaríos humanos, desde cualquier vertiente?
JM: En un filósofo auténtico, la convicción de principios y el honor son una misma cuestión indisoluble, fundamentos inseparables. ¿Acaso no era consciente, de hecho, desde muy joven, Giordano Bruno, cuando producto de sus inquietudes filosóficas, de su espíritu rebelde, que conjugaba con su fe religiosa, leyó a Erasmo de Rotterdam y a Copérnico, ambos censurados por la Inquisición del siglo XVI, para forjar un pensamiento en torno al ser humano y al universo, para él heliocéntrico, que lo condujo luego a sufrir persecución, exilio, cárcel, tortura y muerte?
Al cabo de años de exilio y nomadismo, en los que su obra cosechó fama por casi toda Europa, vuelve a Roma y allí es apresado en 1592, víctima de una trampa de su supuesto protector, y entregado a la Inquisición en 1593. Defendió ante el tribunal el carácter filosófico de sus obras y proclamó la necesidad de libertad para el pensamiento, aunque tuviese como dique de contención la autoridad divina. Cuando se leyó su sentencia en febrero de 1600, se limitó a argumentar que veía más miedo en quienes la dictaban que aquel que él mismo podía sentir. No se retractó de sus convicciones e ideas. No temió a la hoguera; y sus cenizas, arrojadas al Tíber, todavía han de correr entre las confundidas aguas del planeta. Actitudes como la de Bruno, y las de otros filósofos que, conscientes del riesgo que para su tiempo, espacio y cultura podían implicar sus ideas, por revolucionarias o distintas, no las autocensuraron ni pudieron ser acalladas, son las que colocan el accionar filosófico en el exergo de su presente y en las sendas del porvenir. Bajo el hermoso y evocativo título de El honor de los filósofos, Gómez Pin narra y exalta la historia de múltiples formas de suplicio sufridas por pensadores que se mantuvieron firmes, es decir, conscientes, con los ojos abiertos y en defensa de sus principios, aun en los momentos finales de sus vidas, convencidos de que era mejor morir que vivir sin pensar. Así, resalta el compromiso y el sacrificio por las ideas y por la libertad del pensamiento humanístico, científico, artístico o incluso religioso en hombres y mujeres como Sócrates, Calístenes de Olinto (sobrino de Aristóteles), Hipatia (hija de Teón de Alejandría), Plinio el Viejo, Marco Tulio Cicerón, Miguel Servet, Descartes, Spinoza, Leibniz, Simone Weil, Olympe de Gouges, Condorcet, Tomás Moro, Boecio el decapitado, Shostakóvich el fusilado, Georges Politzer también, hasta la muerte oscura en un oscuro túnel de una calle de París del poeta Gérard de Nerval, entre otros héroes y heroínas de la dignidad humana. De igual forma, los sacerdotes jesuitas y de otras congregaciones católicas, así como pastores o líderes de otras denominaciones de la fe, que ofrendaron sus vidas a favor de los derechos, la libertad, la igualdad y la justicia aquí, sobre la tierra, lo hicieron conscientes de la trascendencia de su creencia y del riesgo personal que su postura conllevaba. Lo que hizo al monje budista o bonzo Thich Quang Duc, de 73 años, inmolarse pegándose fuego sin inmutarse, el 11 de junio de 1963, en una calle de Saigón, hoy ciudad Ho Chi Minh, fue la convicción de la trascendencia de su sacrificio como protesta por la persecución de los budistas protagonizada por el régimen de Vietnam del Sur que dirigía Ngo Dinh Diem, en el contexto de la guerra de Vietnam. El totalitarismo, en cualquiera de sus formas y vertientes, así como el dominio de lo absurdo han tratado siempre de oprimir el pensamiento filosófico, por cuanto ven en este el germen del disenso y, consecuentemente, la quiebra del conformismo, del cautiverio de las ideas y del orden económico, social, jurídico y político establecido. La filosofía no adoctrina para salvar a la humanidad. Por el contrario, salva a la humanidad del peligro y el horror del imperio de las doctrinas.
Pero sigamos en nuestro tiempo. Estudiar —y practicar, si fuese posible— filosofía hoy, ¿para qué?
JM: La filosofía, al igual que la poesía, tendrá siempre por misión aportar hasta sus últimos recursos para la construcción del honor del espíritu humano. Esa pregunta, ¿filosofía para qué?, ya no solo concierne a la presumible inutilidad de la filosofía, o bien, de las ciencias humanas o las humanidades, a su sesgada percepción de una actividad situada en el orbe de la abstracción. Con la digitalización, como primer motor de la globalización, y con la aceleración de la insurrección digital, como prefiere llamarla Alessandro Baricco, en vez de revolución digital, el conocimiento y los nuevos saberes disciplinarios, así como las llamadas profesiones clásicas, han entrado en un estresante estado de crisis ante las posibilidades de elección de estudios superiores o competitividad para el empleo de las nuevas generaciones de jóvenes en casi todo el mundo. La hegemonía de los gigantes tecnológicos (Apple, Microsoft, Amazon y Facebook, entre otros) está forzando a una radical oposición entre mundo online (digital) y mundo offline (análogo), reflejada en la nueva encrucijada mentalidad online o mentalidad offline, que ha dado lugar a un inédito universo de capacidades blandas que, a su vez, ha abierto decenas de nuevas formas de profesión o de empleos muy alejados de las profesiones y oficios tradicionales. Tu pregunta me hace recordar algunas anécdotas personales, relacionadas con el hecho de haber abandonado en la UASD la carrera de ciencias jurídicas, que en realidad elegí, para cambiarme a la de filosofías puras con aplicación en ciencias sociales. Pero prefiero relatar lo que contestó Wittgenstein a su hermana mayor Hermione, según su propio relato, cuando esta le cuestionó el que, pese a su manifiesto talento, él optase por ser maestro de escuela rural para párvulos, a lo que el pensador contestó: «Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie». La filosofía representa, para quien la elige como actividad vital, su forma de asumir su propia libertad. Pero, además, algo que le es consustancial, su propia responsabilidad como persona. La filosofía tiene por fundamento cuestionar, y en el cuestionamiento, en la crítica, en la pregunta incómoda e incisiva, en la sospecha de lo establecido como saber es donde radican el conocimiento mismo y la libertad humana. Habrá siempre una razón para filosofar, por cuanto el ser humano no se hará nunca una última pregunta. En el mundo actual, incluso, en el ámbito de la vida corporativa y de las cuestiones del Estado, la presencia del filósofo profesional se va haciendo cada vez más necesaria. ¿Por qué? Porque sin propósitos o estrategias bien definidas ni las empresas ni el Estado podrían sobrevivir. El propósito y la estrategia son materia del pensamiento, y filosofar es, esencialmente, pensar y actuar.
Ya que has mencionado la política en esta entrevista, en el mundo de la política, tan complejo en nuestros días a nivel global, ¿puede la filosofía contribuir a mejorar la sociedad y encaminar el mundo hacia un mejor destino?
JM: A este propósito recuerdo una idea sentenciosa de Zygmunt Bauman, respecto de las características primordiales del arte en la sociedad presente que dice: «La vida de la modernidad líquida es un ejercicio cotidiano de fugacidad universal». La política, se suele sustentar, es el arte, precisamente arte, de la simulación. Detrás, y quizás como fundamento de toda acción política, hay oculta la dinámica de una simulación, de un simulacro que, como lo adelantó Jean Baudrillard, pasó de lo fáctico a lo fractal mediante la pantalla, pero con la misma pretensión ideológica seductora. Hoy día, producto del apogeo y la aceleración del medio digital, la fugacidad implícita en la simulación del político ha pasado de los medios de comunicación de masas y del espectáculo presencial a un accionar incesante, estresante y agotador a través de las redes sociales y de los artefactos y plataformas digitales. El ejercicio del pensamiento, tanto en la ciencia como en la filosofía, que dio como resultado el pensamiento complejo, en la dilatada y productiva vida de Edgar Morin pone de manifiesto la vocación de permanencia interrogativa, crítica, dialógica y siempre orientada a la creación de nuevos conceptos frente a los acontecimientos y la nueva realidad, por parte de la filosofía. La ética, en la medida que se ocupa del ethos, es decir, de la costumbre y del carácter de un individuo o de una cultura, parecería ser la disciplina filosófica mejor encaminada a contribuir a mejorar la sociedad y encaminar el mundo hacia un mejor destino, como bien insinúas.
También podríamos pensar que esa misión parecería un atributo natural o inherente, por su naturaleza, a la teología o la filosofía de la religión. Si bien Platón y su relato de Sócrates, Aristóteles desde su Ética a Nicómaco, y los precedentes de las escuelas griegas estoica y epicúrea, más el ingrediente moral de los sofistas y hedonistas, intentaron modelar el comportamiento, el carácter o la conducta de los individuos y de la sociedad, pretensión que en algunos de sus preceptos básicos durará en la patrística, la escolástica, la mística y la ascética medievales, la ética de Spinoza, los fundamentos de las críticas kantianas y el trascendentalismo, comprendiendo además las lecciones morales en Hegel y los adoctrinamientos de sus propios representantes de su izquierda (quienes se dieron a la utópica, pero a veces distópica tarea de la construcción del nuevo hombre desde las raíces del materialismo, el historicismo y el socialismo real), hasta llegar a los fundamentos ontológicos y metafísicos de Heidegger o los preceptos éticos de Hannah Arendt, Levinas o Jonas, entre otros más recientes, como Adela Cortina; si bien, subrayo, constituyen esfuerzos por lograr que se impongan el bien sobre el mal, la paz sobre la guerra, la justicia sobre la injusticia y la vida sobre la muerte, la política, en cambio, ha escamoteado esos propósitos de la filosofía, en procura del logro de sus objetivos coyunturales, demasiadas veces mercuriales o de desbocada vocación narcisista y, consecuentemente, autoritaria. La política hoy día, contrario a la filosofía, en la medida en que se atiene al simulacro, se resuelve y consume en el ámbito de la fugacidad universal. Ya no es en la razón, como procuraba Carl Schmitt, donde habría de fundamentarse la intención política, la homogeneidad democrática. Ahora es en la oportunidad, a veces irracional, de llegar al poder, contando incluso con armas como la manipulación digital de los datos de los individuos o la utilización de desinformación para confundir y teledirigir a los votantes. Ahora, más que en su propio tiempo, tiene más trabas el pueblo para interpretar su propia voluntad democrática.
La política actual no procura el bien en sí mismo ni el servicio a las mayorías necesitadas, procura la permanencia a toda costa en el poder. He ahí un intersticio donde el pensamiento filosófico, junto al jurídico y político, tendría espacio de construcción analítica y de propuestas salvadoras, más allá de cualquier tipo de moral individual o social. Hay que convenir, quiérase o no, que con la vigilancia digital y la inteligencia artificial, el paradigma de verdad y mentira en política que, por ejemplo, sustentó Hannah Arendt para la autodefensa de su escrito Eichmann en Jerusalem, o para su análisis de la filtración de documentos en el Pentágono en 1970 ha dado un giro importante. Las noticias falsas y la guerra que a la verdad declara la desinformación no solo la desafían frontalmente, sino que persiguen destronarla hasta procurar presentarse como la verdad misma. También en este terreno tienen lugar la reflexión y la investigación filosóficas. Después de todo, destino es carácter, decía Heráclito. Ese aforismo nos deja entrever que no hay solo azar en el destino, ya sea de un individuo o de un pueblo, sino, sobre todo, determinación, voluntad, espíritu de lucha. La filosofía contribuye a la creación de conciencia acerca de la necesidad de que se construya el consenso que haga del destino el de la comunidad.
Con la muerte de las ideologías, desde hace rato, y las nuevas coordenadas en uso de los que antes militaron desde uno u otro lado de ellas, ¿murió y se modificó́ la filosofía que creó los conceptos con los cuales se concibieron los aparatos ideológicos del siglo XX?
JM: Las ideologías, por desgracia, no han muerto, solo se habían fosilizado algunas y otras se habían zombificado. La rebarbarización y el surgimiento de nuevas tribus, para expresarlo con términos del sociólogo francés Michel Maffesoli, nos indican claramente que esas viejas ideologías se han metamorfoseado y han resucitado, algunas ornamentadas con trapos de carnestolendas y otras con ínfulas de mesianismo del siglo XXI. La undécima tesis de Marx sobre el pensamiento de Feuerbach, de 1845, sentó las bases del rol de la filosofía y su reto de constituirse en praxis, en un mundo condicionado por las necesidades materiales que dicta la economía y por las tribulaciones que, a partir de la sentencia de Schopenhauer, «a cada voluntad un mundo», las cuestiones ideológicas, políticas, artísticas, religiosas e intelectuales que crean una confrontación, precisamente, con esas limitaciones y necesidades materiales. Esa tesis reza: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». Los aparatos ideológicos, sobre todo los del Estado, para responder a la conceptualización de entonces del filósofo y político Louis Althusser, fueron la respuesta superestructural a una cuestión de estructuras. Eran, en términos marxianos, el falseamiento discursivo y doctrinario para la autoridad omnímoda del partido en el ejercicio del Estado, manejo de las relaciones de producción y control de los individuos en una sociedad presuntamente homogénea e igualitaria, o bien, como parte del análisis de las estructuras capitalistas y desiguales de producción y consumo. Con la crisis del socialismo real y la desaparición de la Unión Soviética y la cortina de hierro de la Europa del Este, aquella unidimensionalidad de lo político, lo económico, lo filosófico, lo esté́tico y lo humano parecía haber cerrado su ciclo histórico. Las metamorfosis actuales del poder, la nueva polarización Oriente-Occidente expresada como frentes opuestos entre Rusia-Irán-China y Unión Europea-Estados Unidos-OTAN, la crisis de la democracia como sistema de representación de la voluntad de las mayorías, entre otros hechos, evidencian una recuperación de preceptos instaurados durante la Guerra Fría, así como una nueva necesidad de construir, en base a atropellos, guerras desiguales y derramamiento de sangre, nuevas fronteras de carácter geopolítico o imperiales. Los discursos de odio, el auge de las minorías y su estratificación por temas raciales, sexuales, culturales, de género, etc., el populismo y su apoyo al dataísmo manipulador, el neosocialismo o el neonazismo, en fin, son el correlato ideológico político de un nuevo contexto histórico, económico y social, que hace de caldo de cultivo para el renacer de ideologías pretéritas y para el advenimiento de nuevas formas de batallas ideológicas y de pensamiento. La filosofía tiene delante un mundo cambiante que, a partir de esa undécima tesis de Marx, deberá seguir transformando.
Finalmente, ¿te atreverías a proponer la filosofía, en la línea que tú creas o decidas, como solución al dilema de la vida, su trascendencia y su ocaso? JM: La filosofía no es remedio, mucho menos panacea. Es, más bien, sendero lógico, argumental. Ríos de ideas y de tinta hemos visto correr a propósito de posturas metafísicas o patafísicas, incluso, que han planteado soluciones a dilemas en los órdenes de la vida, su trascendencia o su definitiva decadencia. Los hallazgos no pasan del acomodo de un individuo o alguna comunidad a sus propias creencias. Es asunto de dogma o de doxa, no de razonamiento o creación conceptual. Doctrina, al fin y al cabo, no razón. Los trascendentalismos llevan aparejados los dualismos, la polarización, las antítesis. En ocasiones, y en su propósito ulterior de trascender los límites de la razón, han sido útiles a la vida; en otras han provocado su ruina y destrucción. Lo que imprime un sentido trágico a la vida humana es la constante amenaza de que está, en todas las épocas, ante la posibilidad de su ocaso. De ahí el sentido de las utopías. Pero, de ahí mismo, la fatal experiencia de las distopías. Antonio Porchia afirmó: «El no saber hacer supo hacer a Dios». Las sagradas escrituras nos hablan de que primero fue el verbo, luego la carne. Creo que la trascendencia del ser humano la faculta su propia consciencia inmanente. Y con ello vuelvo a Protágoras, porque será el humano la medida de todas las cosas: de las que son, en cuanto que son, y de las que no son, en tanto que no son. ¿El lugar de la filosofía? ¿Una propuesta o una proposición? Prefiriendo lo segundo, y solo me atrevería a sugerir, que el lugar de la filosofía sea siempre el de dignificar y honrar la vida humana.
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