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Otra vuelta de tuerca: Obama, el presidente mulato, en Cuba

by Víctor Hugo Pérez Gallo
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La historia nos había mantenido alrededor del fuego casi sin respirar, y salvo el gratuito comentario de que era espantosa, como debe serlo toda narración contada en vísperas de Navidad en un viejo caserón, no recuerdo que se pronunciara una palabra hasta que alguien tuvo la ocurrencia de decir que era el único caso que él conocía en que la visión la hubiera tenido un niño». Así comienza Otra vuelta de tuerca, de Henry James, una novela que tiene muchas interpretaciones y cuyo inicio sirve para ilustrar la visita del presidente norteamericano a Cuba, una visita anunciada hace mucho y que ha ocurrido bajo nefastos augurios de todas las partes posibles. Es como en la novela homónima de James: una historia espantosa, una horrible historia de fantasmas que está siendo interpretada de dos formas: un presidente mulato que secretamente es comunista y quiere echar por la borda más de cincuenta años de embargo a la isla del Caribe y apoyar al «régimen cubano»; o un mandatario estadounidense más astuto que sus predecesores y que muestra su bella sonrisa y su garra enguantada en seda, y quiere bombardear Cuba con coca-colas, internet y McDonald’s, y de paso corromper el sistema desde adentro. Ambas tramas son novelescas, fantasmagóricas y, por tanto, no necesariamente verdaderas.

Obama ha visitado Cuba: es un hecho. Y ha tenido detractores en ambas partes, dentro de Estados Unidos y en Cuba. En su país, los de extrema derecha, sobre todo de procedencia cubana, piden su cabeza; en Cuba, los viejos miembros de la burocracia ven el fantasma (digno de estudiar por Tzvetan Todorov) de la perestroika y la glasnost; luego de su visita, en los medios de difusión del Gobierno, que son la mayoría en Cuba, le echan con el rayo a Obama y entran en contra- «L dicciones. Tratan de convencer a sus lectores de que Obama no es el salvador esperado, sino un presidente más que nos visita, eso sí, un presidente que de repente se apropia de la cotidianidad del cubano, saluda al cubano de a pie con la frase «qué volá» y juega dominó con el humorista más popular de la televisión en este momento. Y precisamente esta comparación deja en mal lugar a muchos mandatarios que han visitado Cuba y a los mismos dirigentes cubanos, cuya vida cotidiana es mantenida en un hermetismo casi total. Y es que Obama es un presidente histriónico, con una sonrisa Colgate que deslumbra a quien lo ve y un discurso contundente; un presidente con aire juvenil que, una vez más, gana en la comparación con sus homólogos cubanos de rostros ceñudos y adustos. Y los periodistas que lo acompañan evidencian su calidad profesional, mandando a un segundo plano a los colegas cubanos, que se ven perdidos, dubitativos, haciendo tímidas preguntas, porque aún no han recibido orientaciones exactas de hacia dónde va la marea, y es que temen preguntar algo que no deben, o extralimitarse en sus libertades. Evidentemente, sus mismos jefes no lo saben, ya que no les han enviado las «instrucciones por la canalita», como otras veces. A nivel de la burocracia dirigente, hay esencialmente dos alas que se preguntan sobre las oportunidades y peligros de la presencia del rutilante presidente norteamericano en Cuba. Un ala comprende que el país debe abrirse al mundo, y particularmente al comercio con el vecino del norte. Este grupo ve que, cada día que pasa, la Revolución pierde adeptos entre la población cubana y especialmente entre la juventud; se percata de que ha ocurrido un cambio generacional: ahora están los hijos del «período especial», jóvenes que usan iPhone y iPad, que quieren vivir mejor y tener oportunidades que en Cuba no tendrían, y un claro indicador de esto son las migraciones de miles de cubanos hacia el «sueño americano», y ya no en bote a través del arriesgado estrecho de la Florida, sino a través de países latinoamericanos, una ruta no menos difícil y llena de peligros.

El otro grupo, de línea dura, prefiere seguir manteniendo las cosas como están, víctimas de un infantilismo que es sumamente peligroso, prefieren no aceptar los regalos del capitalismo y seguir en una pureza doctrinaria que, precisamente por su desfase, es más peligrosa para la conservación del sistema político que quieren sostener, sistema ahora asediado no solamente por una grave crisis económica que comenzó con la caída del campo socialista, sino por la deconstrucción y pérdida de legitimidad de la ideología revolucionaria entre las nuevas generaciones. Estos apuestan por el fortalecimiento de la enseñanza histórica en las escuelas y el rescate de las tradiciones cubanas. Y Obama les ha movido el piso precisamente a estos, porque es a los jóvenes, sobre todo, a los que Obama ha dirigido su discurso, que ya podemos decir histórico, un discurso donde pide olvidar las viejas discusiones y los rencores entre los países. Hay que ser muy valiente para dar un discurso así, porque evidentemente él también tiene sus propios detractores en su país. Y esta es la otra parte del pastel: aquellos halcones que se oponen a Obama en su propio país no se percatan de que evidentemente es la cara que necesitan los Estados Unidos para volver a ocupar la posición preeminente que tenían en América Latina, el soft power que volvería a convencer a gobiernos de derecha y de izquierda latinoamericanos de que la Administración norteamericana no es la loba famélica que aúlla a sus puertas. Los que se oponen a su política no se percatan de que están montados en el mismo carro de la burocracia partidista cubana de línea dura; aunque no lo crean, los dos extremos se toman las manos, y enarbolan un discurso petrificado en los ochenta del siglo pasado y un embargo económico que sus mismos tanques pensantes han declarado que ya no funciona.

Quieren llevar al pueblo cubano una guerra convencional estilo siglo XX, una guerra de hambre, de bloqueo, cuando en este contexto lo importante es lo simbólico, el énfasis en las cotidianidades de las personas y el consumo desenfrenado. Es decir, resulta más elegante conquistar a un pueblo con coca-colas, zapatillas Adidas y McDonalds que a base de disparos, sangre y bloqueo. Que, además, dan muy mala publicidad. Y eso lo sabe el excelente equipo asesor de Obama y lo demostró todo el tiempo durante su estancia en La Habana. Cualquiera hubiera podido confundirlo con el vecino de al lado, que nos ofrece un trago de café por las mañanas y sonríe dándonos los buenos días con un «qué volá». Y es que el presidente norteamericano de repente se metió en la vida cotidiana de mis compatriotas tomando por asalto una de sus dimensiones vitales más importantes: la del humor cubano. Ya Jorge Mañach lo decía en Indagación del choteo, su excelente libro sobre esa forma de burla en Cuba: «Esta misma época nuestra, arisca a toda gravedad, insiste en reivindicar la importancia de las cosas tenidas por deleznables, y se afana en descubrir el significado de lo insignificante. Los temas se han renovado con esta preeminencia concedida por nuestro tiempo al estado llano de las ideas. Nos urgen los más autorizados consejeros a que abandonemos las curiosidades olímpicas y observemos las cosas pequeñas y familiares, las humildes cosas que están en torno nuestro». Y de repente pareciera que el presidente mulato se haya asesorado con Mañach y percatado de la importancia de esas «humildes cosas» que están alrededor del cubano, y en las que hace un énfasis histriónico. Pero esto va mucho más allá: el choteo, la burla, el carnaval tienden a suavizar el control, a burlarse de lo serio, a desacralizar al poder. Volviendo a Mañach: «Un choteo, es decir, confusión, subversión, desorden; –en suma: “relajo”. Pues ¿qué significa esta palabra sino ese, el relajamiento de todos los vínculos y coyunturas que les dan a las cosas un aspecto articulado, una digna integridad?».

Y es precisamente lo que Obama ha logrado con suma habilidad y eficacia, y se debe decir que en esta guerra de ideas su actuación se le ha puesto en bandeja de oro. Para todos fue una sorpresa ver al presidente hablando de tú a tú desde la Casa Blanca con Pánfilo, artista puntero dentro del humor cubano, interpretado brillantemente por Luis Silva, profesor universitario y actor. Este fue un golpe de efecto: el mandatario del país más poderoso del mundo, desde su mismo despacho, habla con naturalidad con el humorista más brillante de un pequeño país asediado durante más de cincuenta años y lo hace en el mismo lenguaje cotidiano que hablan millones de cubanos fuera y dentro del país. Esto, indudablemente, tuvo un impacto simbólico en todos ellos, y acercó la figura de este presidente mulato a todas las casas, derribando o debilitando de paso decenas de años completos de construcciones ideológicas donde se atribuían los peores gestos a los presidentes norteamericanos; de repente uno de ellos mismos hablaba con uno de nosotros, con naturalidad y con una sonrisa resplandeciente. De repente este señor va y come con toda su familia en un paladar en Cuba, y va y echa un juego de dominó con Pánfilo hablando del bloqueo a Cuba y de los viejos carros de la década de los cincuenta, denominados almendrones, de los que está lleno el país.

Él tiene clara la importancia de la familia en nuestra cultura, y no solo vino acompañado de sus asesores, guardaespaldas o periodistas, sino de su suegra e hijas, dando una proyección simbólica del buen hombre de familia que tanto le agrada a la cultura latina. Obama no deja ningún cabo suelto. Su primer encuentro es con el cardenal Jaime Ortega, un jerarca de la Iglesia católica cubana y uno de los principales mediadores entre la isla y su país para la normalización de las relaciones a través del Vaticano. Fue contraproducente para muchos burócratas partidistas el hecho de que el pueblo habanero aclamara a Obama en muchos lugares, y que incluso bajo una lluvia pertinaz fueran a verlo. Y no fueron precisamente disidentes del Gobierno cubano los que se mojaban, sino personas humildes, de a pie, con sombrillas viejas y ajadas, en pantalones cortos, sandalias y chancletas. Personas que estiran su salario hasta el fin de mes. Personas que ven en el presidente mulato un posible solucionador de sus problemas cotidianos. Esas personas no quieren internet, iPhones o computadoras de último modelo, o televisión por cable: solo desean que su salario tenga más poder adquisitivo para comprar más alimentos para el viejo enfermo que tienen en casa o para mejorar la merienda de los niños que van a la escuela. Todos querían verlos, tocarlos, contemplarlos comiendo y saliendo del paladar. Alguien me comentó que la visita de Obama a Cuba se había parecido mucho a la entrada de Cristo en Jerusalén, pero sin burro y sin hosannas (o tal vez con una hosanna muy cubana cantada por Pánfilo y sus colegas del programa Vivir del cuento: «Obama, Obama, qué bueno que viniste a conocer La Habana»). Y este hecho envió evidentemente un mensaje claro a las autoridades cubanas, un mensaje de peligro ante la deconstrucción de una ideología nacionalista y antimperialista que ellos consideraban más fuerte, pero que precisamente ha sido erosionada por la crisis económica que azota el archipiélago, el intercambio migratorio con cubanos residentes en el extranjero y el mínimo acceso a la información en sentido general.

Se nota que muchos jóvenes no sintonizan con el Hombre Nuevo que la Revolución cubana les ha intentado inculcar. Estos jóvenes, en su mayoría hijos de padres que sufrieron el período especial, añoran un mundo capitalista que aún no han visto, pero sobre el que quisieran decidir. Estos jóvenes visitan la Fábrica de Arte, aspiran a una conexión en sus móviles de 4G y quieren vestir de Levis o Converse. De repente el capitalismo ha perdido la aureola negativa en que fueron educados cuando les decían que más allá de las costas cubanas todo era similar a Mordor, y solo había orcos capitalistas dispuestos a drogarse, matar y violar, y donde si estaban enfermos y no tenían cómo pagar el tratamiento, morían frente a los hospitales. Y de repente llega Obama y le da agua al dominó, desarrollando un discurso que en buena parte va encaminado a estos mismos jóvenes, que van a ser los herederos de la tradición revolucionaria, y que deberían, en teoría, seguir enarbolando la bandera de los barbudos de la Sierra Maestra. Les habla de enterrar los resentimientos comunes, hundir el hacha de guerra; les habla de prosperidad, de facilidades de vida, del poder de la negociación. Les habla, sobre todo, de la paz: «Cultivo una rosa blanca. En su más célebre poema José Martí hizo esta oferta de amistad y paz tanto a amigos como enemigos. Hoy, como presidente de Estados Unidos de América, yo le ofrezco al pueblo cubano el saludo de paz». Su retórica destruye de paso el discurso de enfrentamiento en que fueron educados estos jóvenes y la población cubana en sentido general.

Obama se marchó. ¿Qué ha dejado atrás? Ha dejado la memoria de un juego de béisbol entre los Tampa Bay Rays y una selección cubana que dejó mucho que desear, que perdió, dejándonos con el mal sabor de reconocer que el deporte nacional no es lo que era. Dejó la algarabía del concierto de Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ron Wood, los míticos Rolling Stones, que se desarrolló con éxito y en el que se demostró la maestría musical de dicho grupo. Pero tras su marcha hubo un momento de silencio en la prensa nacional y luego fue como la apertura de una represa: todos los medios oficiales comenzaron a atacarlo, a criticarlo, como una orquesta invisible dirigida por un omnipotente director. De repente alguien tuvo miedo, o se percató de que se había ido muy lejos en la erosión de las representaciones colectivas sobre el significado del imperialismo y dieron una marcha atrás rotunda, tratando de quitar la aureola mesiánica del presidente mulato, representante «camuflado del enemigo histórico» y tratando de meter de nuevo a las personas esperanzadas en la trinchera, vestirlas de un uniforme descolorido, esperando a un enemigo que cuando llegue lo hará vestido de turista, con un puro en una mano y una Havana Club en la otra.

Este es un síntoma claro del miedo al cambio, que, si bien debe ser paulatino y sistemático, no puede esperar más: la calidad de vida del cubano de a pie cae a sus niveles más bajos, esa calidad de vida del cubano que no recibe remesas del extranjero ni tiene acceso a los dólares de las firmas extranjeras o del turismo, de ese cubano para el que los complejos entresijos y negociaciones del poder están muy lejos y solo aspira a un plato de comida digno en su mesa. Estas condiciones socioeconómicas conllevan que el discurso político de muchos dirigentes se separe más de la vida cotidiana del cubano de a pie, que es mayoría, haciendo que busque su mejoría en la intervención de una entidad sobrenatural o extranjera. Obama se ha ido. El Congreso del Partido Comunista de Cuba ha terminado. Nada ha cambiado en la vida cotidiana del cubano. Los productos básicos tienen los mismos precios de siempre. Hay personas en la calle dándose tragos de un pomito percudido lleno de café claro y una jaba en la sempiterna cola de los productos normados. ¿Hay cambios? Bueno, sí, en La Habana se está filmando la última parte de la franquicia de Rápido y furioso y hay desfiles de moda en el paseo del Prado. ¿Hará falta otra vuelta de tuerca o esperarán a que esta pierda su rosca definitivamente?


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