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Juan Bosch y los indios

by Marcio Veloz Maggiolo
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Fue en 1935 cuando Juan Bosch publicó su libro «Indios, apuntes históricos y leyendas. El autor, quien ya en 1932 se había iniciado con gran éxito literario debido a su cuento “La mujer”, había trillado primero los caminos de la poesía en el periódico Listín Diario, en 1931. Para esa época tendría Bosch 22 años. Su vocación literaria emergía ya con vigor; su enorme sentido de observación y su torrencial imaginación comenzaban a superar en mucho los de sus coetáneos. La poesía fue para Bosch la escalinata inicial, el peldaño prístino hacia su posterior literatura. Toda la obra de Bosch en los aspectos literarios está impregnada de una sencilla materia poética que la transparenta y la hace tan potable como el agua clarísima de los charcos. Juan Emilio Bosch Gaviño, nacido en 1909, traía entre sus virtudes humanas la de transformar lo cotidiano en arte, la de interpretar la naturaleza confiriéndole categoría de objeto estético inteligible.

En 1933 ya había escrito prosa varia y cuentos de valía, y era un asiduo asistente a las reuniones de La Cueva, en donde el preciosista Rafael Américo Henríquez, la voz más transparente de nuestra poesía, sentaba opiniones junto a Franklin Mieses Burgos y Héctor Incháustegui Cabral, entre otros, poetas estos últimos que vendrían a ser maestros del verso y de la expresión más pura del idioma. Franklin acudió siempre a su recurrente y genial manía de meter en el verso la filosofía, navegando metáforas, los paisajes caminando por dentro del cuerpo de sus personajes, como el del ahogado Tomás Sandoval, quien debajo de las aguas casi dona a los peces “el último paisaje del sol” que había en sus ojos. En Héctor nacía entonces el canto a lo terreno, al que luego daría conformación en su primer libro, titulado Poemas de una sola angustia, cuyo poema “Canción triste a la patria bienamada” tanto entusiasmó a los emigrantes españoles de la Guerra Civil, mucho después que Bosch partiera hacia el exilio en el año 1938.

Los precedentes más inmediatos al libro Indios son las Fantasías indígenas de José Joaquín Pérez y el Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, lo mismo que Iguaniona, de Javier Angulo Guridi. Pérez elevó al rango de poema su imagen personal del indio, una imagen romántica y teñida por la gran influencia hispánica. En Iguaniona priman dentro de lo teatral las fórmulas europeas del tema. Galván partió de la obra del padre Las Casas y olvidó la cotidianidad indígena, el entorno tribal del personaje que era Enriquillo. Destaca en su obra la importancia de lo cortesano, la anuencia de los valores hispánicos, mientras que se olvida del dolor de la conquista y la desaparición en menos de 50 años de la población indígena de la isla. Si Enriquillo es el héroe indígena, es también la encarnación de un aborigen que se mueve dentro de un mundo ya mestizo con preponderante cultura española.

Una nueva visión 

Cuando en 1935 Juan Bosch publica su libro «Indios, apuntes históricos y leyendas trae entre sus manos una nueva visión. Lo primero sería poner al tanto a los dominicanos de la existencia antigua de formas y modelos de vida que no se reflejan con claridad ni en la literatura dominicana anterior, ni en los textos históricos del momento, en los que “taíno” era un nombre aplicado a todos los grupos humanos de la isla –error que sigue en boga–, y en los que el indio aparece supeditado a la acción del español, como si no hubiesen datos sobre el pensamiento de un grupo de etnias con creencias propias, modelos propios de narrar su historia, maneras propias de hacer sus modelos tribales de supervivencia. Con este libro de 1935, escrito por Bosch mucho antes, el dominicano comenzó a tener conciencia de que existían diversos grupos humanos en la isla, y de que posiblemente ellos, al momento del contacto con el europeo, habían desarrollado sus propios patrones vitales. El propio Bosch, al comienzo de su obra, explica certeramente cuál es el objetivo de la misma. Lo dice poéticamente, como poético será el texto de su libro hasta culminar en las tres leyendas en donde alcanza el autor excelencia de prosa. Dice Bosch: “Las fuentes de nuestra historia son muy turbias. He estado acechando bajo las estrellas a que aclararse el agua; pero como no lo consiguiera, hube de esforzarme en limpiarla sin pedir ayuda”.

El escritor agrega que se ha valido de la intuición porque los datos estaban, pero confusamente. “Ahora que me perdonen los auténticos historiadores, a quienes respeto y saludo tímidamente, en la puerta de este paquetito de papeles”.

Trillar con exclusividad 

Quien como literato se presentaba señalando tímidamente que la mala o rala interpretación de la época aborigen necesitaba aclaraciones y transparencias, se iniciaba sin saberlo también por un camino que después trillaría con exclusividad, cuando abandonó precisamente la jugosa literatura de los años mozos por la pluma y el documento historiográfico. El plan de Indios, apuntes históricos y leyendas es simple. Bosch va primero a las fuentes de su época –que no eran tantas como las que hoy podemos consultar– y escoge ordenadamente un comienzo que no es otro que el del capitán español que sobre cubierta ve la tierra que ha de sojuzgar; el español de la cruz y la espada, del misal y el rosario, del perro destripador y el ansia sexual desbordada, del domeñador de “salvajes”. Entonces, como si este hispánico de cuerpo delgado y ceño enjuto mirara su nuevo ámbito en contradicción con este “español” del siglo xx que somos nosotros con tanto de africano, de chino, de árabe o de lo que sea, la imagen del indio comienza a ser tratada en su contexto original, en la distancia de su pasado triste y real.

Pasan por las páginas del libro las concepciones de Bosch sobre los macorijes y ciguayos. A los primeros los trata con vehemencia luego en sus tres leyendas. Esgrime críticas muy ciertas; por ejemplo, la de que los que trataron nuestra historia hicieron poco caso a las diferencias entre las etnias tribales, realidad que hoy la arqueología ha establecido con claridad. Pero el libro no es pura historia, es también poesía en prosa cuando se desborda el poeta sobre el literato. Oscila entre el dato de la crónica y el retozo del verbo. Hay una parte del libro en la cual el autor se detiene a analizar el resto arqueológico como parte de la historia como documento. Existe según Bosch –y esto me concierne como arqueólogo que ha luchado contra el saqueo de nuestro patrimonio– “la mano aventurera, la mano ignorante, la mano negociante y la mano coleccionista que han ido extrayendo de la negra tierra” el resto arqueológico. Las piedras, los restos del pasado no ligados a la escritura, son ellos también escritura, material para desentrañar la historia de los que la construyeron, puesto que toda obra es pensamiento congelado, y detrás de cada forma está la historia que ha desarrollado una comunidad para alcanzar su expresión material última.

Esto es fundamental. Bosch mantiene esta visión de la vida cotidiana a través de la crónica. Cuando analiza el nombre que pudieran haber dado los indígenas a nuestra isla acierta con acierto que es más palpable aún en nuestros días: no existía un nombre total para la isla; es dudoso que existieran los cinco cacicazgos que nos llegará Xavier Charlevoix y que José Gabriel García aceptara; las lenguas eran varias, o bien las variantes de la lengua arahuaca original de las costas nororientales de Venezuela que nuestros aborígenes del período agrícola hablaban; por lo tanto ellos, los habitantes de este ámbito antillano, nombraban trozos de una realidad. Bosch lo señala bellamente cuando dice: “Cabe suponer que la nombraran a pedazos, puesto que en sus escasos medios de relación (las piernas), esta isla, con ser tan pequeña, debió parecerles de mensuras descomunales. El indio, tan hábil para el detalle, tan meticuloso, no tenía visión de amplio horizonte. De ahí que no le dieran un nombre que la expresara toda”. 

Cada cultura dijo el nombre de su espacio: bohío, babeque, haití, palabras que conformaronuna visión sin sentido de fronteras, puesto que las fronteras son un invento de la sociedad de clases, y en las Antillas precolombinas no hubo clases sociales, no hubo gran propiedad, y el trabajo era el bien común ritualizado por una producción repartible. Pese a que los trabajos de Jesse Walter Fewkes se habían ya publicado desde 1907 con este enfoque, y en el año 1921 Fewkes publicó un libro clave aseverando esa posibilidad, pocos antillanos se hicieron eco de lo que planteaba este investigador del Smithsonian Institution en una monografía titulada Prehistoric culture areas in the West Indies. Es más, en esos años, un compueblano de Bosch –y, además, con el mismo apellido–, don Narciso Alberti Bosch, tenía la impresión y expresaba la teoría de que los aborígenes de las Antillas tenían relación con los viejos fenicios bíblicos, y confundía marcas geológicas con escrituras cuneiformes, y al igual que Remesal o el propio Las Casas, se manifestaba creyente de la posibilidad de que fenicios, judíos o pueblos relacionados con las doce tribus de Israel hubiesen podido llegar a las Antillas. Sin embargo, ya desde 1904-1905 Fewkes hablaba de una relación inter-antillana en su monografía The Aborigines of Porto Rico and Neighboring Islands. Los últimos trabajos de Narciso Alberti Bosch –quien pareció cambiar sus apreciaciones ya en los finales de su vida– se publicaron en 1932, y aparecieron en la Revista Bimestre Cubana con el título de “Sepulturas indígenas de Santo Domingo”. En 1935, otro Bosch, llamado Juan Emilio, quebraría con su libro Indios la visión bíblica de su compueblano, yéndose a fuentes modernas y desdeñando, por qué no, las hipótesis “veganas” del pionero de la arqueología nacional.

Referencia al hombre 

Bosch hace permanente referencia a la historia, pero también al hombre. La suavidad y la dulzura del taíno, del hombre de la tierra, se relata en este libro que no es un canto romántico como el que se genera en los poemas de José Joaquín Pérez, ni la invención de una época, como acontece con Galván. A Bosch le interesan la organización política, la vida en comunidad, la función del buhitío o bohití, los rituales de la muerte. Y con la muerte viene Bosch a las leyendas e historias; aquellas recogidas por fray Román Pané cuando luego de aprender la lengua de los macorijes, allá cerca del fuerte de Buenaventura, fuera enviado a tierra de Guarionex, en Maguá, para aprender la lengua de los taínos, más general que las demás. El resumen de las leyendas recogidas por Pané es lo único que tenemos sobre creencias indígenas en las Antillas. Bosch las ha ido concatenando. Desde la cueva de Cacibajagua, donde nacieron los hombres, hasta el pronóstico de la llegada del hombre blanco, y la escapada de Opiyelguobiran, aquel dios con cuerpo de perro y rostro humano que desapareció para siempre con la llegada de los invasores hispánicos y que aparece hoy representado en la talla en madera original que el Museo del Hombre Dominicano exhibe para los estudiosos de la leyenda.

La persistencia de la leyenda es bellamente tratada por el autor. Alguien en algún lugar y en algún tiempo le dijo a Bosch que Opiyelguobirán existía aún transformado en un santo de cuatro patas, habitante huraño de cuevas y del rumor transparente de los arroyos y ríos de la selva. Mucho después recuperamos la estatua en los depósitos de la Smithsonian Institution, que fue prestada a largo plazo al Museo del Hombre Dominicano. Los cemíes se quedaron en la tradición popular, y todavía durante la infancia de Bosch vivían en los cerros de las cercanías, en las cavernas, en los abrevaderos de Bayacanes. Según Bosch, un campesino de Tavera llamado Eliseo Veloz “me juró haber tenido en la pata de su catre una ciguapa amarrada. Yo sé que ese hombre de campo hablaba de buena fe, y que a mentir no lo llevaba el deseo de engañar, en raíces freudianas hay que buscar el origen de su ingenua mentira”. La ciguapa, indígena para Bosch, para otros africana y para algunos mezcla de tradiciones negras y aborígenes, alcanza en el libro un cenit, un glorioso momento de mítica expresión.

La obra culmina con tres leyendas. Y esta vez el autor no tiene ya por qué atarse a la pujante realidad que ha comentado con prosa maestra; esta vez es ya el autor de cuentos el que nos va a mostrar cómo es posible tomar el texto histórico, transformando su contenido en algo totalmente nuevo. Así como Miguel Ángel Asturias con Leyendas de Guatemala (1930) cubre un ciclo de la tradición de su país, Bosch, con Tres leyendas, inventa los orígenes del pasado. Las leyendas son siempre narradas por un personaje tribal importante. Tienen el sabor de lo añejo, el sonido del viejo tambor llamado mayohuacán, hecho de un tronco hueco cuyo retumbar alcanzaba el corazón distante de cualquier poblado.

En la primera estamos frente al tema del amor: Guasiba, el macorix, habrá de salir en búsqueda de la ciguapa. El rumor de la tradición es tan poderoso que el pequeño macorix crece con la imagen de la ciguapa en el alma. La voz se lo dice en primera persona; la voz es la de algún bohití que narra la historia lejana del conglomerado indígena. El bohití, contador de historias, vivía en Maguá, y hacia Maguá se fue Guasiba el macorix y allí aprendió la historia quien la narra. Maguá era tierra taína, Maguá tenía valles y sabanas grandes y grande luna. Bosch utiliza todo cuanto es mito y leyenda en lo narrativo. Usa nombres y con gracia los inventa. La ciguapa es el ideal que sólo se paga con la muerte. Así, en su búsqueda de la ciguapa, Guasiba muere.

Poemas en prosa 

Parte de estas leyendas son realmente poemas en prosa; en Atariba, que es la historia del nacimiento de la luna, el amante joven deberá ir en busca del caimoní, fruta con los colores de la sangre que habrá de curar a “la niña Atariba, cuyos cabellos negros y largos brillaban siempre como si el fuego los besara continuamente; la niña Atariba, que tenía la mirada honda como los charcos de los ríos; y que ahogaba las palabras entre dientes blancos y labios rosados, estaba enfermita desde días olvidados”; ni siquiera los cemíes quisieron curarla. Niguayona iría en busca de los caimonies. Su aventura sería larga, su trayecto húmedo y lleno de opias, cemíes y espíritus de la noche. Encontró la anona con la cual consideraba que quizá podría volver al lugar de origen y curar a la niña; pero no, la anona se desprendió de sus manos, voló hacia los cielos y entonces se transformó en luna, y desde entonces hay luna, y el río, entendiendo las aflicciones de Niguayona, se transformó para él en densa cinta de plata sobre la cual el indito pudo viajar hasta dar con los sembrados de caimoníes y volver al lugar de origen, ese lugar de origen y de regreso que tantas veces trató en sus obras Alfred Metraux, y que fue tema del gran Mircea Eliade cuando escribió un libro ya clásico llamado El mito del eterno retorno. La voz de la higuaca, nuestra cotorra parlanchina, tiene aquí sentido premonitorio. Los pericos y cotorras son los mensajeros de la sierra, Yocahu Vagua Macrocoti, dios de la yuca, es el ser supremo que organiza y desorganiza las vidas humanas. En tierra de las opias, Soraya, la muerte, espera sentada a los viajeros.

La última leyenda es también temática que se eleva desde la famosa caverna de Cacibajagua. Quien narra es uno de los padres del género humano. Porque de la cueva nacieron los hombres, y cuando uno de ellos se escapó con las mujeres, entonces hubo que fabricar otras mujeres, para lo que el pájaro carpintero, Inriri Chauvial, hubo de hacerles sexo con el pico. El personaje es un anciano que ha vivido el principio y ahora espera vivir el fin. Él predice que vendrán gentes de color diverso. Algunos serán de otras tierras cercanas, macorijes quizás, pero otros vendrán del mar distante, extranjeros. Maniobainoa tiene edad infinita, porque así se lo concedió Yocahú. Otra vez la acción se desarrolla en Maguá, tierra que luego Colón llamará La Vega Real, y tierra del autor de estas leyendas. Como era costumbre entre los taínos, los árboles con fuerza de cemí pedían ellos mismos ser transformados en imágenes. El padre de Maniobainoa vio una vez un árbol y el árbol le dijo: “Yo soy el cemí Guaricol. Córtame, hazme en forma de iguana y ponme bohío”. El padre del narrador nunca había oído hablar de bohíos, porque era todo virgen cuando él se quedó en Cacibabajua y casi tuvo que inventar las cosas y los hombres. Era un Adán nominando sus criaturas. El cemí hizo las primeras mujeres, repuso las mujeres perdidas cuando se marcharon los primeros hombres.

La flor de la palma, la del mamey, la de la guanábana, simbolizaban la llegada de tres culturas, una de las cuales, la blanca y barbada, se impondría para siempre. Indios, apuntes históricos y leyendas sigue siendo una joya de la literatura dominicana. Puede que algunos datos sugeridos por el autor, siempre con el interés de no ser definitivo en sus juicios, hayan podido cambiar. Los ciguayos fueron más tardíos que tempranos en la isla según las investigaciones arqueológicas; los macorijes abarcaron gran parte del noroeste de la isla y casi todo Haití y buena parte del oriente de Cuba, y al parecer llegaron a la isla de Santo Domingo en el siglo viii después de Cristo en un proceso migratorio hasta ahora discutido por arqueólogos como Alberta Zucchi y Erika Wagner, de Venezuela, y quien escribe estas palabras. Las sociedades macorijes alcanzaron el cacicazgo y sus técnicas agrícolas fueron tan importantes como las taínas. Pero todo esto es harina de otro costal. Datos que contribuyen a completar esta visión poética que Bosch nos ha legado sobre una sociedad más compleja de lo que habitualmente se cree.


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