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 Bernie Sanders: un candidato por 27 dólares

by Kurt William Hackbarth
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Parecía un ejercicio quijotesco cuando el senador socialista Bernie Sanders lanzó su candidatura para la presidencia de los Estados Unidos en abril del 2015: sin dinero, sin el respaldo de un partido y sin un nombre ampliamente reconocido por el electorado, proponía oponerse a la poderosa maquinaria de la ex primera dama Hillary Clinton. Un año después, la campaña de Sanders ha mostrado una resistencia y un apego popular que ha hecho temblar a la élite política, financiera, empresarial y mediática del país. ¿Quién es Bernie Sanders y cómo ha logrado, en tan poco tiempo, reescribir el guión de la contienda? 

Al ponerme a escribir sobre la candidatura de Bernie Sanders para la presidencia de los Estados Unidos, tengo que pellizcarme para asegurarme de estar despierto. Crecí en un pueblo pequeño de Connecticut en los años 80, la última década de la guerra fría y la primera de la época neoconservadora. El presidente Ronald Reagan hacía la guerra a América Central, financiando juntas militares en Guatemala y El Salvador y a la Contra nicaragüense, todo bajo pretexto de la lucha contra el comunismo. En nuestras escuelas, en cambio, los recortes al programa federal de comidas escolares requirieron que los condimentos en nuestras charolas empezaran a contar como verduras para satisfacer las normas nutritivas de la Administración de Drogas y Alimentos. El gasto militar aumentaba mientras que el impuesto sobre la renta bajaba, haciendo que el déficit y la deuda pública se dispararan y que Estados Unidos pasara del primer país acreedor en el mundo al más endeudado. Hasta tal grado llegó la demonización de cualquier cosa fuera del paradigma oficial que, durante la campaña para suceder a Reagan en 1988, el vicepresidente George H. W. Bush ni siquiera estaba dispuesto a pronunciar la tibia palabra liberal, refiriéndose con desdén a la L-word (la palabra que empieza con ele).1 

A lo largo de la década siguiente, la ideología de esta nueva época se consolidó aún más. Aunque la presidencia cambió de manos entre un partido y otro, el nuevo mandatario Bill Clinton aprobó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, provocando la pérdida de un millón de empleos; promulgó drásA ticos recortes en las prestaciones sociales, doblando la tasa de pobreza extrema, y, medida que habría de allanar el camino hacia la crisis financiera del 2008, desreguló la industria bancaria, permitiendo a los bancos realizar actividades de especulación de alto riesgo. Al llegar George W. Bush a la presidencia en la impugnada elección del año 2000, redujo los impuestos para los más pudientes, lanzó las guerras contra Afganistán e Irak, abrió el centro de detención de Guantánamo con sus privaciones y torturas y, al final de su segundo mandato, arrastró al país a la recesión económica más grande desde la Gran Depresión de los años 30. Desencantado por eso, yo ya había iniciado una nueva etapa de mi vida en México, desviando mi atención de mi país natal para enfocarme en la enseñanza y las letras. El capitalismo había vencido a sus rivales, Francis Fukuyama había proclamado «el fin de la historia» y la época de globalización y guerra parecía haber llegado para quedarse.

El cachorrito que alcanzó el coche

En 1981, año en que yo entraba a la primaria y Reagan a la Casa Blanca, un hombre de 39 años, con el cabello desaliñado, lentes espesos y un pronunciado acento neoyorquino ganó la alcaldía de la ciudad de Burlington, en Vermont. El margen de su triunfo fue escasísimo: tan solo diez votos lo separaban de su oponente, Gordon Paquette, quien, luego de cinco períodos como alcalde, estaba tan seguro de su triunfo que casi no se molestó en hacer campaña. Aunque se había postulado como candidato independiente, el nuevo alcalde proclamaba sin tapujos que era un socialista democrático. Su nombre era Bernard (Bernie) Sanders y, en palabras de un político local, era «el cachorrito que alcanzó el coche». 

El cachorrito en cuestión nació el 8 de septiembre de 1941 en Brooklyn (Nueva York) en el seno de una familia judía. Su padre, Elias, un vendedor de pintura, había arribado a Estados Unidos desde Polonia a la edad de 17 años; su madre, Dorothy, era hija de inmigrantes rusos y polacos. La familia vivía en circunstancias modestas en un departamento de alquiler regulado de tres piezas y media: «No nos faltaba para comer pero tampoco había dinero en el banco», dijo Sanders en una entrevista en los años 80. «El dinero era algo que preocupaba a mi familia y a todo el vecindario de manera constante». En la preparatoria, el joven destacó como corredor encabezando el equipo de atletismo y ganó el tercer lugar en la ciudad en la carrera de la milla. Desgraciadamente, poco después de concluir sus estudios de bachillerato, su madre falleció a la tierna edad de 46. Tres años después, su padre habría de seguirla a la tumba.

Bernie asistió a la Universidad de Chicago, donde obtuvo una licenciatura en Ciencia Política en 1964. Como él mismo reconoció, la mejor instrucción que recibió no fue dentro del aula, sino fuera de ella. Era el principio de los años 60, una década tumultuosa en Estados Unidos, y Sanders se involucró de manera activa en los movimientos de protesta que sacudían a la nación. En 1962, como miembro del Congreso para la Igualdad Racial (CORE, por sus siglas en inglés), participó en una toma de las instalaciones universitarias en protesta contra la política de no permitir que los blancos y los negros compartieran alojamiento. Al año siguiente, fue arrestado durante una manifestación en contra de la segregación racial en las escuelas de Chicago y asistió a la Marcha sobre Washington organizada por el pastor y activista Martin Luther King. Como miembro de la Unión Estudiantil de la Paz, Sanders se opuso también a la guerra de Vietnam.

De regreso a Nueva York y posteriormente al estado de Vermont, el joven realizó una serie de trabajos a lo largo de los siguientes años: maestro, carpintero, escritor y documentalista. Pero su gran pasión, nutrida por sus experiencias en Chicago, era la política.

De Burlington a Washington

Cuando Sanders derrotó a Paquette en Burlington en 1981, era fácil considerar su victoria como una casualidad irrepetible. Tan implacable era la oposición del consejo municipal a su gobierno que ni siquiera le permitían contratar a una secretaria. Pero cuando fue reelegido tres veces con porcentajes cada vez mayores, el joven político comprobó que había llegado para quedarse. Como alcalde, Sanders fomentó las viviendas asequibles –oponiéndose a los esfuerzos de los propietarios de convertir sus departamentos en condominios de lujo–, apoyó a los comercios y cooperativas locales, revitalizó la abandonada zona urbana frente al lago Champlain, demandó a la empresa de televisión por cable a fin de obtener tarifas más bajas para los consumidores, y persuadió a un equipo de beisbol de las ligas menores para establecerse en la ciudad, haciendo todo eso mientras mantenía un presupuesto equilibrado. También le dio tiempo a viajar a Nicaragua en 1985 para asistir a la ceremonia conmemo rativa del sexto aniversario de la victoria de los sandinistas sobre el dictador Anastasio Somoza –el único representante electo de Estados Unidos que estuvo presente–. En 1987, la revista U.S. News & World Report lo clasificó entre los mejores alcaldes de la nación. Hoy día, gracias a las iniciativas formuladas durante su mandato, Burlington es la primera ciudad del país que se alimenta totalmente de energía renovable.

En 1988, Sanders se postuló a la diputación federal del estado de Vermont, perdiendo por un escaso margen contra el republicano Peter Smith. Dos años después, derrotó fácilmente a Smith, convirtiéndose en el primer candidato sin partido en ganar una diputación en 40 años y el primer socialista en 70. Fue la primera de ocho victorias consecutivas. Al llegar el flamante diputado al Congreso, pocos le daban esperanzas. «Es casi imposible que un independiente sea eficaz en la Cámara», afirmó el diputado Bill Richardson. «Como independiente, eres como un niño abandonado de la calle», agregó su colega Barney Frank. Por su parte, Sanders logró contrariar a ambas bancadas de la Cámara: del lado derecho, el de los republicanos, por oponerse a los tratados de libre comercio, a ambas guerras contra Irak y a la llamada «Ley Patriota», la cual aumentó los poderes de vigilancia del Gobierno tras los atentados del 11 de septiembre; y del lado izquierdo, el de los demócratas, por afirmar que no había una diferencia real entre ese partido y los republicanos. En el 2003, lanzó una devastadora (y ahora famosa) crítica al entonces presidente del Banco de la Reserva Federal, Alan Greenspan. Durante una comparecencia de este en la Cámara de Representantes, Sanders lo reprendió por estar «muy ajeno a la realidad» del país y por usar su puesto para representar los intereses de los adinerados y las grandes empresas. «¡Los clubs de golf y los cocteles no son la verdadera América!», vociferó ante la fingida sonrisa del banquero.2

Pero Sanders pronto mostraría que también sabía tender puentes con sus colegas para lograr acuerdos. Aunque no se afilió al Partido Demócrata, se unió a su bancada en la Cámara, cofundando el Caucus Progresista del Congreso, agrupación que presidió durante sus primeros ocho años. Con el tiempo, llegó a ser conocido como el «rey de las enmiendas» por su capacidad de lograr cambios en los proyectos de ley, incluso en la época en que los demócratas eran minoría. Sanders consiguió la aprobación de enmiendas que permitieron el financiamiento a centros comunitarios de salud,prohibieron la importación de productos hechos con mano de obra infantil y obligaron a los sentenciados por fraude y otros delitos de cuello blanco a informar a las víctimas que tenían derecho al resarcimiento de daños.

En el 2006, cuando el senador Jim Jeffords anunció que no buscaría la reelección, Sanders se postuló para el escaño vacante. El Partido Demócrata lo respaldó indirectamente, negándose a postular a un candidato propio. Su contrincante republicano, el empresario Rich Tarrant, gastó 7 millones de dólares de su propia fortuna para vencer al candidato independiente, saturando los medios de comunicación con «la serie de spots más sucios que Vermont ha visto jamás», dijo entonces Garrison Nelson, profesor de ciencia política de la Universidad de Vermont. Fue un esfuerzo en vano. Sanders ganó la elección con un 65% de los votos; en su campaña de reelección en el 2012, superó este margen al captar un 71% de los sufragios.

En el Senado, uniéndose otra vez a la bancada de los demócratas, Sanders votó en contra del controvertido rescate de los bancos promulgado en los últimos meses del gobierno de George W. Bush. Dos años después, se opuso a la extensión de las rebajas de impuestos promulgada originalmente por Bush pero negociada entre el presidente Obama y el Congreso; los beneficios de los recortes, a su parecer, se inclinaban desproporcionadamente a los contribuyentes con los ingresos más altos. En un discurso de ocho horas y media consecutivas en la Cámara del Senado, que se volvió el segundo trending topic de Twitter a nivel mundial y sobrecargó el sistema informático del Senado por el número de espectadores, Sanders denunció en términos inequívocos el proyecto del ley: «¿Es este el futuro de los Estados Unidos? ¿Es eso lo que nuestros niños tienen que esperar? ¿Que van a ganar la mitad de los salarios de sus padres? Y en medio de todo eso, ¡acumulamos una deuda pública enorme, enviamos nuestros trabajos a China y recortamos los impuestos a los multimillonarios!»

Fue la tarjeta de presentación de Sanders a un público más allá de las fronteras de Vermont. Varias voces dentro de la comunidad progresista empezaron a hablar de la posibilidad de una campaña presidencial del senador en el 2012; algunos encuestadores se pusieron a medir su popularidad en estados clave. Pero Sanders, aunque veía con buenos ojos la idea de que alguien compitiera con el presidente Obama desde la izquierda, no tenía intención de proponerse como candidato. En mayo del 2012, anunció su respaldo a la campaña de reelección del presidente, la cual resultó exitosa en noviembre de ese año.

El lanzamiento 

Bernie Sanders anunció su candidatura presidencial en Washington el 30 de abril del 2015 en una franja húmeda de jardín fuera del Capitolio conocida como Swamp (el pantano). El acto duró tan solo diez minutos. Consciente de la nula posibilidad de que un candidato independiente sin fortuna propia ganara la presidencia, Sanders declaró que se postularía como miembro del Partido Demócrata. Reconoció que estaría en desventaja en un sistema en que «los millonarios pueden comprar elecciones», pero que esperaba financiar su campaña por medio de pequeños donativos de los ciudadanos. Tras reiterar su oposición al Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) y al oleoducto Keystone, que transportaría petróleo crudo de Canadá al golfo de México, el senador concluyó con una afirmación que habría de resultar profética: «Creo que la gente debería tener cuidado al subestimarme».

Su programa era ambicioso. Salud pública universal a través de la extensión del programa Medicare, actualmente disponible solo para los mayores de edad, a toda la población. Financiamiento público de las campañas a fin de eliminar la influencia corruptora del capital privado. Fraccionamiento de los bancos que se han vuelto «demasiado grandes para quebrar». Fin de las colegiaturas en las universidades públicas, las cuales han subido casi un 300% en los últimos 20 años. Transformación del sistema energético hacia fuentes renovables para frenar los efectos del cambio climático. Bajas de maternidad pagadas y equidad salarial para las mujeres trabajadoras. Una reforma migratoria que otorgue a los indocumentados la posibilidad de alcanzar la ciudadanía. Un alza del salario mínimo para llevarlo a 15 dólares la hora. Una reforma del sistema judicial para eliminar el racismo institucional (eso a la luz de una trágica serie de matanzas de víctimas afroamericanas a manos de policías). Un programa masivo de infraestructura para reparar las calles, los puentes y las tuberías del país (una propuesta cuya necesidad ha puesto de relieve la actual crisis de Flint, Michigan, una ciudad con el agua potable contaminada por niveles tóxicos de plomo). Y para financiar todo esto, un aumento de los impuestos a los ingresos más altos, la eliminación de las exenciones fiscales de las corporaciones, y un nuevo impuesto sobre las transacciones financieras, medida que tendría el doble objetivo de recaudar ingresos y desalentar la especulación. Para sus críticos, un derroche de dinero sin posibilidad alguna de ser aprobado por el Congreso; para sus simpatizantes, la única manera de frenar el deslizamiento hacia un país cada vez más desigual.  

En cuanto a política exterior, Sanders también fija una línea aparte, oponiéndose al intervencionismo y al derrocamiento de regímenes considerados hostiles. Al criticar a Hillary Clinton, su contrincante en las precandidaturas, por votar a favor de la guerra de Irak en el 2002 cuando era senadora, por apoyar la intervención militar en Libia como secretaria de Estado y por su postura bélica frente a la crisis de Siria, Sanders enumeró una serie de países donde la intervención estadounidense ha causado severos estragos, incluyendo Chile, Cuba, Guatemala, Irán y Nicaragua. Llegó incluso a rechazar la doctrina Monroe por arrogar a Estados Unidos «el derecho de hacer lo que quisiera en América Latina» (cabe mencionar, sin embargo, que apoyó la invasión de Afganistán en el 2001 y el uso de los aviones no tripulados llamados drones para combatir el terrorismo).

Para la prensa convencional, la candidatura de Sanders era, en el mejor de los casos, quijotesca. El periódico The Washington Post lo llamó «un contendiente improbable». El rotativo The New York Times, que había publicado en primera plana los destapes de los demás candidatos presidenciales, escondió el  anuncio del senador en la página 21. Para el encuestador Nate Cohn, la candidatura de Sanders «no cambiará el hecho de que Hillary Clinton ganará la candidatura demócrata sin una competencia seria». Los números parecían dar la razón a Cohn: una encuesta del canal de noticias CNN le daba solo el 3% de las preferencias de los votantes del Partido Demócrata; Hillary Clinton gozaba de un aparentemente inalcanzable 62%. Además del apoyo de su esposo Bill y la formidable maquinaria del partido, Clinton contaba también con una extensa red de simpatizantes entre la elite financiera, empresarial y mediática. En un signo del respaldo que tenía del partido institucional, solo se programaron seis debates entre los precandidatos en comparación con los 26 que se realizaron en el 2008, con el claro fin de limitar la publicidad que recibían sus rivales. Resumiendo el parecer de muchos, el diario The Wall Street Journal habló de la inminente «coronación» de la ex primera dama.  

Coronación interrumpida

Pero algo imprevisto sucedió en medio de la procesión real. En mayo, cuando Sanders lanzó su campaña en Burlington en la misma zona a orillas del lago que había rehabilitado como alcalde, un nutrido público asistió para escuchar su llamada a una «revolución política que transforme el país económica, política, social y ecológicamente». Y eso fue solo el principio: en actos posteriores empezaron a llegar audiencias todavía mayores, de tal modo que la primera persona en sorprenderse fue el propio candidato. El Washington Post reportó que, cinco días después de su lanzamiento en Burlington, Sanders se dirigió al estado de Minnesota para realizar su primer mitin en otra región. De camino al acto, su coche quedó atrapado en un atasco de tráfico. «¿Hay un accidente más adelante?», preguntó el senador. «No –contestó su director de campo, Phil Fiermonte–, están aquí para verte». 

En junio, 5,500 personas fueron a escucharlo a la Universidad de Denver, en Colorado; en Madison (Wisconsin) participaron unas 10,000 en julio. Más asombroso todavía fue el público que atrajo Sanders en estados más conservadores: 5,200 asistentes en Houston y 8,000 en Dallas (Texas); 11,000 en Phoenix (Arizona), el doble de los que habían acudido a escuchar al candidato republicano Donald Trump una semana antes. Pero el público más impresionante hasta esa fecha se congregó en Portland (Oregón): 28,000 personas colmaron el interior y las afueras del Moda Center en lo que fue, por mucho, el acto de campaña más grande de un candidato. 

En esos y muchos foros más, el fenómeno Sanders desafiaba todos los cánones de la época televisiva. Contradiciendo la idea de que los candidatos contemporáneos deben lucir bien, mover sus manos con moderación y elegir sus posturas políticas conforme a los resultados de encuestas y grupos de enfoque, Sanders camina con la espalda ligeramente encorvada, con los trajes arrugados y el canoso cabello a menudo sin peinar. Gesticula con desenfreno defendiendo las mismas posiciones que ha propugnado durante 40 años con una voz que se asemeja a un grito permanente. Muestra poca paciencia ante los miembros de la prensa cuyas preguntas considere tendenciosas o triviales. No recurre ni al patriotismo fácil ni a sesiones de fotos con sus hijos y nietos. Pero tiene un factor muy a su favor: una percepción generalizada de su honestidad. En un año en que los votantes están firmemente en contra de los candidatos del establishment, Sanders fue visto como «honesto y confiable» por un 68% en una encuesta reciente de la Universidad Quinnipiac, la cifra más alta de todos los candidatos de ambos partidos. Hillary Clinton, en cambio, quien ha modificado sus posturas sobre una larga lista de temas como el libre comercio, los matrimonios homosexuales, la inmigración y el control de armas, fue considerada «no honesta» por casi un idéntico porcentaje. 

Pero a pesar de la serie de actos a casa llena que convirtieron esos meses en the summer of Sanders (el verano de Sanders), el senador de Vermont apenas figuraba aún en las encuestas nacionales a mediados del 2015. Para la mayoría de los estadounidenses, seguía siendo un desconocido. Realizar una exitosa campaña presidencial requiere dinero, mucho dinero. En el 2012, los candidatos Barack Obama y Mitt Romney gastaron más de mil millones de dólares cada uno; según el portal político The Hill, las campañas de este año que sobrevivan hasta la elección general terminarán costando el doble. Y bajo el argumento de la libertad de expresión, la Corte Suprema derogó cualquier restricción en donativos de campaña en su fallo Citizen’s United del 2010, abriendo la puerta a contribuciones ilimitadas de individuos o corporaciones a través de «comités de acción política» (PAC, por sus siglas en inglés). Enfrentado a un panorama tan desfavorable, la campaña de Sanders optó por otro modelo de financiamiento: recaudar fondos de pequeños donantes en su sitio web. A la postre, una recaudación de este tipo proporcionaría un fuerte –y útil– contraste con los grandes intereses que han donado a la campaña de Clinton, incluyendo los bancos Citigroup y J.P. Morgan, el vilipendiado grupo de inversión Goldman Sachs, el multimillonario George Soros y figuras clave de las industrias de carbón, petróleo, gas natural, productos farmacéuticos, alimentos transgénicos y el sistema de cárceles privadas. Al cierre de este artículo, Bernie Sanders ha recaudado 183 millones de dólares de más de 6.6 millones de donativos individuales. El donativo promedio –cantidad que se ha vuelto un mantra en sus mítines– es de 27 dólares.

Arrancan las elecciones primarias 

La temporada de campañas presidenciales en Estados Unidos es extenuante al extremo, pues dura más de un año y medio desde que arranca hasta la última votación. Eso se debe en gran parte al sistema de precandidaturas de los partidos. A lo largo de cinco meses, los votantes de cada uno de los 50 estados –más territorios como Puerto Rico y Guam– escogen al candidato preferido de su partido por medio de votaciones directas (primaries) o asambleas (caucus), eligiendo delegados que representarán a su estado en las grandes convenciones que se realizan el verano antes de la elección general. Por tradición, las elecciones primarias arrancan con los caucus de Iowa, estado agrícola ubicado en el centro del país, seguido por el primary de New Hampshire, estado vecino de Vermont en el noreste.

La noche del primero de febrero del 2016 representó el punto culminante de nueve meses de campaña frenética entre mítines, debates, anuncios de radio y televisión, y la guerra entre simpatizantes en las redes sociales. El clímax fue digno de una película: al contabilizar los resultados de las asambleas, una diferencia microscópica de 0.3% separó a Clinton, en primer lugar, de Sanders, en segundo. Ya que el enrevesado sistema de Iowa cuenta delegados elegidos en lugar de votos emitidos, era incluso posible que Sanders hubiera ganado el voto popular. Una semana después, arrasó en la elección primaria de New Hampshire con una ventaja de 22 puntos, ganando más votos que cualquier otro candidato en la historia de las primarias en ese estado. Su buen desempeño en ambas demarcaciones se debía mucho al voto juvenil: un 84% de los jóvenes que votaron en Iowa y un 83% en New Hampshire optaron por Sanders, quien tendría 75 años al asumir la presidencia, el mandatario elegido más viejo.  

La contienda, sin embargo, estaba lejos de decidirse. Clinton ganó los siguientes caucus en Nevada por cinco puntos, frenando el ímpetu de la campaña de Sanders, que había invertido mucho con tal de conseguir un nocaut en las tres primeras contiendas. La ex primera dama siguió con una serie de holgadas victorias en los estados sureños, acumulando una apreciable ventaja en el conteo de delegados y provocando una ronda de febril especulación mediática acerca de la viabilidad de la candidatura de Sanders. Incluso el presidente Obama, en una reunión privada con donantes a mediados de marzo, indicó que se acercaba el momento de que el senador renunciara a sus aspiraciones en pos de la unidad del partido. 

Lejos de eso, la campaña de Sanders puso la mira en el camino largo, poniendo en práctica una estrategia que buscaba ir socavando pacientemente la ventaja de Clinton a lo largo de los siguientes meses. Al ganar varios de los siguientes estados en el centro, norte y, sobre todo, el oeste del país –región donde arrasó con márgenes de victoria incluso del 60%– dio prueba de su resistencia, mostrando que la competencia por la candidatura del Partido Demócrata sería un verdadero dogfight (pelea de perros). Dada la posibilidad de que ninguno de los dos candidatos tenga los delegados necesarios para asegurar la candidatura al final de las elecciones primarias, el camino está preparado para lo que podría ser una convención abierta en la ciudad de Filadelfia en julio. El una vez cachorrito de Vermont está peleando ahora en las grandes ligas. 

El espectro de la desigualdad

En la última generación, Estados Unidos se ha convertido en un país asombrosamente desigual. Como Sanders no se cansa de repetir en sus discursos y en los debates, un 0.1% de la población estadounidense ostenta la misma riqueza que el 90% del total. Mientras los salarios de la mayoría siguen estancados desde hace 40 años, un 58% de todos los nuevos ingresos están fluyendo al 1% más acomodado. La red política controlada por una sola familia, los hermanos Charles y David Koch, gastará unos 889 millones de dólares para apoyar candidatos e influenciar la campaña del 2016, « transformando efectivamente [su] organización en un tercer partido político» según The New York Times. El país relativamente igualitario de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial es una memoria lejana para los más viejos y una leyenda para los más jóvenes, quienes lidian con los efectos del desempleo y las deudas en que han tenido que incurrir para financiar sus estudios superiores. Un estudio realizado por los profesores Martin Gilens de Princeton y Benjamin Page de la Universidad Northwestern, publicado en el 2014, concluyó lo siguiente: «En Estados Unidos […] la mayoría no gobierna, por lo menos no en el sentido de poder determinar políticas públicas. Cuando una mayoría de ciudadanos está en desacuerdo con las elites económicas y/o con intereses organizados, suele perder». Incluso el expresidente Jimmy Carter, en una entrevista con la presentadora de televisión Oprah Winfrey, reconoció que Estados Unidos se ha vuelto «una oligarquía en lugar de una democracia». 

Esa desigualdad ha convertido mi país natal en un lugar más inflamado y polarizado. En su documental Inequality for All (Desigualdad para todos), el exsecretario de Trabajo Robert Reich muestra cómo el partidismo en el Congreso se ha agravado a la par que la creciente brecha de riqueza. La frustración e impotencia sentidas por grandes sectores de la población han sido capitalizadas por Donald Trump, quien, ominosamente, ha creado una campaña potente en la que culpa de las aflicciones nacionales a mexicanos, musulmanes y otros grupos marginales. En los mítines del magnate, la violencia contra manifestantes y miembros de la prensa está cada vez más presente. La posibilidad de que Trump pueda ganar la presidencia provoca miedo y consternación en todo el mundo. 

Aun con todo lo que ha logrado hasta ahora, la campaña presidencial de Bernie Sanders continúa yendo cuesta arriba. Pero hay algo más grande en juego. Como dice el periodista Jamelle Bouie, la campaña de Sanders ya ha ganado: «Con un lenguaje sin complicaciones y una sinceridad sencilla […] ha sacado la palabra “socialista” del reino del epíteto para convertirlo en un término legítimo». De esta manera, ha permitido a una generación como la mía, que no ha conocido otra cosa, soñar otra vez con una sociedad más justa, equitativa y –me atrevo a decir– más bella.

Yo, por mi parte, sigo en México, donde he hecho una vida feliz. Mi hermana me pregunta si regresaré a Estados Unidos si Sanders gana la presidencia. Le contesto que, antes de hacerme una pregunta así, que vaya y done sus 27 verdes dólares a Bernie.

Notas 

1 A diferencia de muchos otros países, liberal en Estados Unidos se refiere a una

tendencia política de centroizquierda.

2 <https://www.youtube.com/watch?v=BGt60lxpMvE>.


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