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 Cioran, el filósofo del insomnio

by Charles Simic
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¿Quién lee a Cioran hoy en día? Alguien debe de hacerlo, ya que la mayoría de sus libros han sido traducidos y están publicados. En las universidades en las que los estudiantes de posgrado y los profesores están familiarizados con todos los filósofos y teóricos literarios franceses recientes, es prácticamente un desconocido, pese a ser un pensador mucho más fino y poseer una prosa muy superior a casi todos ellos. Gran parte del olvido de Cioran se debe a su visión intransigentemente oscura de la condición humana; sus denuncias contra el cristianismo y la filosofía pueden leerse, en ocasiones, como los desvaríos de un loco.

Para confundir aún más las cosas, tenía dos vidas y dos identidades: el rumano Cioran de la década de 1930 que escribió en rumano y el Cioran parisino más reconocido que escribió en francés. Desde su muerte en 1995, las revelaciones sensacionales sobre sus simpatías juveniles por Hitler y su participación en la Guardia de Hierro (el movimiento rumano profascista, nacionalista y antisemita de la década de 1930) también han contribuido a su marginación. Y, sin embargo, después de la publicación en 1949 del primer libro que escribió en francés, fue aclamado en Francia como un estilista y un pensador de primer orden que estaba a la altura de los grandes moralistas de los siglos XVII y XVIII como La Rochefoucauld, La Bruyère, Chamfort y Vauvenargues. Esto es lo que hace que resulte tan valioso Searching for Cioran, de Ilinca Zarifopol-Johnston, quien falleció antes de terminar este libro.

Cuenta la historia de sus años rumanos y explica detalladamente las circunstancias personales y políticas en las que se formaron sus ideas filosóficas y su particular nacionalismo. El Cioran maduro habló raramente de ese período vergonzoso. A veces se refería a sus «locuras juveniles» cuando le preguntaban por su único tratado político, Transfiguración de Rumania (1936), un libro corto y demente donde planteó que la única forma en que su país natal podría superar su estatus histórico de segunda era a través de métodos radicales y totalitarios. Junto con Mircea Eliade, filósofo e historiador de la religión, el dramaturgo Eugène Ionesco y muchos otros, igualmente eminentes, pero menos conocidos en el extranjero, fue miembro de la «Generación Joven» de Rumania, conocidos también como los «jóvenes enojados», responsables tanto del renacimiento cultural como del nacionalismo apocalíptico de la década de 1930. Para entender qué llevó a Cioran a abandonar Rumania y desilusionarse con las ideas que propuso en su juventud, es mejor empezar desde el principio.

Emil Cioran nació en 1911, el segundo de tres hijos, en un remoto pueblo de montaña de Rasinari, cerca de la ciudad de Sibiu, al sur de Transilvania, que en ese momento todavía formaba parte del Imperio austrohúngaro. Su padre, Emilian, era un sacerdote ortodoxo rumano que, al igual que su madre, Elvira, provenía de un largo linaje de sacerdotes. Adoraba su terruño de arroyos, colinas y bosques, donde correteaba libre junto a otros niños. Incluso le confesó a un entrevistador: «No conozco a nadie con una infancia más feliz que la mía». En otra ocasión, en que no estaba para nada nostálgico, se refirió a este como un «paraíso maldito y espléndido», donde durante siglos su pueblo fue víctima de los caprichos y los desaires de la historia. Como muestra Zarifopol-Johnston, «Cioran heredó al nacer un problema de identidad». En Transilvania, que fue anexionada por Austria en 1691, los rumanos, que constituían la mayoría de la población, eran campesinos y siervos dominados por húngaros y alemanes, quienes además estaban reducidos al estado de «población tolerada» bajo el Imperio. La lucha por los derechos políticos hizo de Transilvania y Rasinari un centro de resistencia nacional. Debido a sus simpatías nacionalistas rumanas, los padres de Cioran fueron prisioneros políticos en campos de concentración húngaros. Las humillaciones, diría Cioran más tarde, son las cosas más difíciles de olvidar. Si Rasinari era un lugar de felicidad perdida, Sibiu —el pueblo donde sus padres lo enviaron a la escuela secundaria a la edad de diez años y donde vivió durante los siguientes ocho años, primero solo en una pensión y luego con sus padres cuando estos se mudaron— era un mundo especial gracias a su arquitectura centroeuropea, sus atractivos parques, sus escuelas, sus bibliotecas y su estilo de vida aburguesado.

No era un estudiante especialmente destacado; sin embargo, leía en exceso, especialmente las obras de Shakespeare, Novalis, Schlegel, Pushkin, Tolstoi, Turgenev, Rozanov, Shestov y Dostoievski —a quien admiraba por encima de todos los demás—. Qué mejor lectura podría haber para un joven rebelde —que a estas alturas se negaba a bendecir la cena con su familia y dejaba la mesa mientras rezaban— que Memorias del subsuelo, en la que Dostoievski escribe: «No era más que una mosca ante toda esa buena sociedad, una mosca repugnante y obscena, más inteligente, más cultivada, más noble que nadie, eso era evidente, pero una mosca, al fin y al cabo, que siempre cede el paso, humillada e insultada por todo el mundo». Aunque los padres de Cioran eran una pareja de clase media muy respetada, cercana a muchas familias ilustres de Transilvania —su padre, nombrado nuevo arcipreste y consejero del obispo metropolitano de Sibiu, y su madre, directora de la Liga de Mujeres Cristianas—, el hijo se sentía como un alma perdida, un extraño en su propio entorno. Los años en Sibiu fueron el preludio de lo que iba a ser una crisis de identidad que empeoró por su susceptibilidad al insomnio crónico que comenzó a sufrir a los diecisiete años. El único escape entonces eran los libros y poco después, cuando se hizo mayor, le sumaría los largos paseos nocturnos por las calles vacías y silenciosas de Sibiu. La ciudad se jactaba de poseer tres burdeles de gran calidad.

Emil se convirtió en un cliente regular. Los visitaba con una copia de la Crítica de la razón pura de Kant que sobresalía de un bolsillo, y se reunía allí no solo con sus compañeros de escuela sino también con sus maestros. Aun así, su misteriosa y secreta enfermedad no le daba tregua. Un insomnio que le causaría envidia a un mártir, dijo más tarde. Dicho insomnio afectaba su pensamiento, le ponía los nervios de punta y lo volvía constantemente irritable. Años después revelaría que escribió todos sus libros durante sus caminatas nocturnas y recostado en la cama sin poder dormir. En Bucarest, donde fue a estudiar filosofía en 1928, durmió aún menos. Por suerte, no tenía que recluirse en su fría y monótona habitación, ahora podía leer en la biblioteca de la Fundación Rey Carol, situada en la calle principal de la ciudad, justo enfrente del Palacio Real. Había llegado a la capital en un momento de gran agitación política. El partido liberal de la Gran Rumania de 1918 —responsable de la seguridad y la prosperidad económica— se vio sacudido por la crisis que asolaba a Europa, por las huelgas locales y por las violentas protestas estudiantiles. Pero sobre todo por el surgimiento de un movimiento profascista, la Guardia de Hierro, que trataba de arrebatarle el poder al rey. Pasarse el día leyendo en una biblioteca de un país al borde del caos, un país compuesto de rumanos, de húngaros, de judíos, de eslavos, de griegos, de rusos, de búlgaros y de turcos, un país en el que se mezclaba el medio oriente con el medio occidente, fortaleció en Cioran la convicción de que estamos solos y no nos queda otro remedio que descubrir nuestro destino en este universo absurdo. Lo puedo ver ahí, tieso y malhumorado, con su traje oscuro y ajado, con una cara ligeramente regordeta, con sus ojos verdes penetrantes y con el permanente ceño fruncido, hablando consigo mismo en su acento transilvano. «Llevo tres años aquí en Bucarest y nadie me conoce, porque ciertamente no lo he intentado», le escribió a un amigo.

Estaba exagerando. En la universidad asistió a los seminarios del profesor de filosofía Nae Ionescu, una figura carismática responsable de divulgar entre sus estudiantes un nacionalismo mesiánico y de inspiración religiosa. Allí conoció a muchos de los hombres que desempeñarían un papel principal en socavar el Estado democrático y el liberalismo para reemplazarlos por una serie de ideas totalitarias. Como Marta Petreu escribe en An Infamous Past: E.M. Cioran and the Rise of Fascism in Romania, la redención a través del sacrificio y la muerte en nombre de la nación se convirtió en la idea principal de la extrema derecha. «Éramos un montón de idiotas miserables», dijo más tarde Eugene Ionesco. El turno de Cioran de convertirse en un idiota político aún estaba por llegar. Aunque estaba preparando una tesis de pregrado sobre Henri Bergson, el tipo de filosofía que prefería era la nietzscheana, caracterizada por los ataques y la provocación. Rechazó la creencia cartesiana en la primacía del intelecto y la razón en el ser humano y, por lo tanto, no tenía interés en la especulación abstracta sobre la naturaleza del ser o la verdad. Al igual que Schopenhauer, aborreció el optimismo al analizar la historia y la sociedad humana, y se imaginó a la humanidad condenada a una ronda eterna de tormento y miseria. Afirmó que la mayoría de los filósofos fingen que no existen problemas insolubles. Que no tienen coraje para enfrentar sus dudas internas y admitir que cargan una existencia llena de contradicciones irreconciliables.

En su primer libro, En las cimas de la desesperación, publicado en Bucarest en 1934, cuando contaba con apenas veintitrés años, escribió: «Me gusta el pensamiento que conserva un olor a carne y sangre, y prefiero mil veces una idea que surge de la tensión sexual o la depresión nerviosa a cualquier abstracción vacía. ¿Todavía no han aprendido las personas que el tiempo de los juegos intelectuales superficiales ha terminado, que la agonía es infinitamente más importante que el silogismo, que un grito de desesperación es más revelador que el pensamiento más sutil…?». Para Cioran, el ser humano es una bestia infeliz desterrada del reino animal con la imaginación suficiente para hacerse la vida imposible. Su disputa con los filósofos se reduce a que ignoran la realidad del cuerpo, la más terrible de todas las realidades, y el dolor mental y físico. Está más cerca de un poeta como Baudelaire, que seguía insistiendo en que el infierno en el que se encontraba era representativo de la condición humana: «¿Cómo podría sostenerse el actor de un complejo drama del alma cuando su anticipación erótica choca con su ansiedad metafísica, su miedo a la muerte con su deseo de inocencia, su renuncia total con su heroísmo paradójico, su desesperación con su orgullo, su presentimiento de la locura con sus anhelos de anonimato, sus gritos con el silencio, su aspiración con la nada? ¿Cómo podría seguir filosofando de manera sistemática?». ¿Cómo?, me pregunto también. Cioran aborda todos los temas filosóficos principales en sus escritos, pero desde ese ángulo tan personal y angustioso.

A pesar de algunos pasajes de bravuconería romántica y autocompasión socavados por su cinismo y humor negro, En las cimas de la desesperación se caracteriza por una ambición y una valentía impresionantes. Compuesto de 66 capítulos, la mayoría de ellos de no más de un par de páginas, explora la moral, el amor, el mal, la pasión por lo absurdo, la obsesión por lo absoluto, el sufrimiento, la melancolía, el tiempo y la eternidad, la soledad y la muerte, en formulaciones que son incendiarias y tienen una profundidad y originalidad asombrosas para un autor tan joven. El libro fue galardonado con el prestigioso premio a jóvenes autores que otorgaba la Fundación Rey Carol en la categoría de literatura y artes. Su destinatario, mientras tanto, estaba en Alemania con una beca Humboldt, estudiando primero en Berlín y luego en Munich. Su intención era continuar sus estudios de doctorado, pero no asistió a una sola clase. Cioran estuvo en Alemania desde noviembre de 1933 hasta julio de 1935. Allí escribió y envió a Rumania varios artículos sobre las impresiones que le dejaba el país. Sus detractores enfatizan los pasajes en los que es más acríticamente entusiasta sobre el nuevo régimen nazi, y sus defensores buscan ignorarlos o minimizar su importancia. Algunos de estos artículos, aunque no todos, aparecieron en publicaciones de derecha. Algunos son políticos, pero la mayoría no lo son. Aun así, en un artículo del 15 de julio de 1934, Cioran anunció que «no hay ningún político hoy que me inspire mayor simpatía y admiración que Hitler», y continuó argumentando que la mística del Führer en Alemania estaba totalmente justificada.

Su mérito, afirmaba Cioran con cierto descaro, era la capacidad que tenía de seducir a todo un país y robarle su espíritu crítico. Esto, además, era «el destino dramático y la responsabilidad de cualquier visionario, dictador y profeta». Lo que presenció tanto lo cautivó como lo horrorizó y lo llevó a reflexionar sobre la fragilidad del instinto de libertad en la humanidad. Los seres humanos, dijo a sus lectores, aspiran a la libertad y se regocijan cada vez que la pierden. Vio a los alemanes levantar los brazos hacia su líder, pidiendo impacientemente que los esclavizaran y que los llevaran a su ruina colectiva.

Aunque nunca fue uno de esos imbéciles seguidores de Hitler, como lo muestra Zarifopol-Jhonston, fue algo aún peor. Mientras veía claramente lo que estaba sucediendo en Alemania, tenía una extraña afinidad por las cosas que en otra circunstancia detestaría. Se convenció a sí mismo de que solo esos monstruos pueden llevar a las naciones a la grandeza. Pese a que en otro momento había declarado que nunca sentiría un entusiasmo teórico por la dictadura, ahora pensaba que Rumania necesitaba un líder como Hitler para sacarla de su atraso. Su próximo libro, La transfiguración de Rumania, fue un intento de demostrar cómo debe llevarse a cabo dicha transformación. Es una obra de la que estuvo avergonzado toda su vida, aunque justo antes de su muerte y enfermo de Alzheimer, permitió que se volviera a publicar en Rumania, pero sin sus dos capítulos más ofensivos.

En el fino y detallado estudio que Marta Petreu le dedica a este libro fatuo observa que Cioran siempre se aseguró de que su posición sobre cualquier tema fuera original y únicamente suya; en consecuencia, en vez de injuriar a un solo grupo étnico en Rumania, los injurió a todos. Su objeción a los extranjeros y a los judíos en particular fue que estaban inhibiendo el surgimiento de la nación rumana. Sin embargo, a diferencia de los intelectuales asociados con la Guardia de Hierro que culparon a los judíos de todos los fracasos de Rumania, Cioran los consideraba superiores a los rumanos, que eran los únicos responsables de sus propios males. En cuanto a los húngaros, confesó su «odio nacional absolutamente natural» hacia ellos mezclado con «ternura hacia este pueblo incompleto» que gobernó Rumania durante un milenio. La transfiguración de Rumania es una obra de desprecio nacionalista de su propio pueblo, la obra de un fanático sin una doctrina racial. Sospecho que el libro no fue bien recibido entre los líderes y los intelectuales de la Guardia de Hierro. Si Cioran quería ver el mundo al revés, era porque quería apaciguar su propia desesperación religiosa y metafísica. Como escribió en «Engaño a través de la acción», un artículo publicado en diciembre de 1940, poco después de que la Guardia de Hierro alcanzara el poder: «Para mejorar la situación de una nación o de una categoría social, algunos están dispuestos a hacer el sacrificio supremo. Aun así, no lo hacen por el bien de esa nación o su categoría social, sino porque la vida sería insoportable sin las vibraciones desencadenadas por esos pretextos […] La necesidad de derribar todo y reconstruirlo proviene de un vacío que ya no puede vivir consigo mismo». Esta vil confesión procede de un hombre que en su primer libro expresó cautela sobre el apoyo a cualquier movimiento político. Y, sin embargo, lo hizo.

Escribió algunos artículos más execrables que respaldaban las causas de la derecha tras su partida en 1937 a París, donde, a excepción de una breve visita a su hogar en 1940, permanecería por el resto de su vida. En uno de sus textos de entonces acusó a la generación anterior de senilidad, decadencia moral y traición a los intereses nacionales, afirmando que el sistema parlamentario instituido por ellos había desmoralizado a la nación y que cualquier medio usado para destruirla sería legítimo. Un periódico concluyó que esto era instigación al asesinato, y le pidió al Ministerio de Justicia que tomara medidas. No hicieron nada, pero ese escándalo y la situación política inestable de Rumania, donde el rey Carol II había abolido todos los partidos políticos y arrestado a los líderes y algunos de los intelectuales asociados con la Guardia de Hierro, lo llevaron a prolongar su estadía en Francia. Su próximo libro, Lágrimas y santos, que fue publicado a su costa luego que el editor se asustara por su contenido blasfemo, apareció cuando ya estaba fuera de Rumania. Este tampoco fue bien recibido. Amigos y críticos estaban horrorizados por su tratamiento del cristianismo. Concebido en Sibiu, cuando Cioran estudiaba detenidamente las vidas de místicos y santos en una de las bibliotecas de la ciudad, el libro es una brillante meditación sobre el éxtasis religioso, realizada por un hombre que confesó que incluso mientras leía y admiraba las vidas y los escritos de estos hombres y mujeres, no podía creer en Dios. Aun así, el sufrimiento autoinfligido de los santos y místicos religiosos, el modo en que soportaron su martirio, su soledad y su silencio, lo conmovieron inmensamente. Prefería a los místicos puros, especialmente a los laicos y a las mujeres, una familia de marginados existenciales a los que llamó «Insomnes de Dios», cuyo enfoque de la fe cristiana era antiteológico y antiinstitucional, y cuyo único deseo era vencer el tiempo y el ego individual mientras negaban el mundo de las apariencias. Consideraba que sus revelaciones místicas dan respuestas precisas a preguntas que los filósofos ni siquiera se atreven a considerar. «No hay calor excepto cerca de Dios. Por eso la Siberia de nuestras almas clama por los santos», escribe. En cuanto a su propia falta de creencia, planteó que tanto el escepticismo como el misticismo son expresiones de nuestra desesperación por nuestra falta de conocimiento.

Este libro, como la mayoría de las obras futuras de Cioran, es un collage de párrafos cortos que recuerdan los fragmentos filosóficos de Schlegel y Nietzsche. Al igual que sus predecesores, es capaz no solo de grandes ideas, sino también de vuelos de fantasía irreverentes y maravillosos. «La única explicación para la creación del mundo es el temor de Dios a la soledad. En otras palabras, nuestro papel es divertir a Nuestro Creador. Pobres payasos de lo absoluto, olvidamos que actuamos una tragedia para aliviar el aburrimiento de un espectador cuyos aplausos nunca han llegado a un oído mortal. La soledad pesa tanto en Dios que inventó a los santos como socios en el diálogo.» «La mayor suerte que tuvo Jesús fue que murió joven. Si hubiera vivido hasta los sesenta años, nos habría dado sus memorias en lugar de la cruz. Incluso hoy, todavía estaríamos soplando el polvo del desafortunado hijo de Dios.» «Los latidos de nuestro corazón nos echaron del paraíso; cuando entendimos su significado, caímos en el tiempo.» «Todos los sabios juntos no valen ni una sola maldición de Lear o los desvaríos de Ivan Karamazov.»

La participación de Cioran en la vida política rumana duró ocho años. Tras mudarse a Francia fue perdiendo poco a poco el interés en la política. A diferencia de otros intelectuales de su generación que ocuparon diversos cargos en los servicios diplomáticos durante la guerra, el único trabajo que obtuvo en la legación rumana en Vichy duró del 1 de febrero al 16 de mayo de 1941. No está claro si renunció al cargo menor que ocupaba o si fue despedido tras una discusión con sus superiores. Nunca volvió a trabajar en ningún lado. Vivió en París de una beca del Gobierno francés y del dinero que le enviaban sus padres, así como de dádivas y préstamos de amigos acomodados; se mantuvo fiel a su ideal de ser un parásito eterno. Simone Boué, una francesa a quien conoció en 1942 y con quien vivió hasta su muerte, también lo ayudó. Era profesora de inglés y traductora ocasional, y debe haber contado con algunos ingresos. Vivían en pequeños hoteles, comían en restaurantes de estudiantes universitarios e incluso en cafeterías de escuelas secundarias, y no tuvieron un apartamento hasta 1960, cuando se mudaron a uno modesto en el ático de un edificio en la margen izquierda de París, donde permanecerían por el resto de sus vidas.

En diciembre de 1946, Cioran mencionó en una carta que había estado trabajando en un libro en francés llamado Exercises négatifs, un trabajo que describió como una despedida al pasado y a todas las creencias. El libro, renombrado Breviario de podredumbre, no salió hasta septiembre de 1949. Fue bastante elogiado y recibió el Premio Rivarol al año siguiente por la decisión unánime de un distinguido comité compuesto por André Gide, Jules Romains, Jules Supervielle y Jean Paulhan. Más importante aún, le dio a Cioran una nueva identidad como escritor francés, aunque se tratase de uno que vivía con el miedo constante a que los secretos de su pasado emergieran a la luz. El libro aborda su fanatismo de esos años, pero de un modo indirecto, sin recurrir a su propia biografía ni hacer ninguna referencia específica a la guerra reciente y a la muerte de millones de seres humanos inocentes: «La historia no es más que una procesión de falsos absolutos, una serie de templos elevados a pretextos, degradación de la mente ante lo improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, un hombre permanece sujeto a ella; agotándose para crear dioses falsos, los adopta febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología triunfa sobre la evidencia y el absurdo por igual […] Andamios, mazmorras y cárceles florecen a la sombra de una fe —de esa necesidad de creer en lo que ha infestado la mente para siempre. El diablo palidece al lado del hombre que posee una verdad, su verdad […] En la mente ferviente, siempre encuentras a la bestia de presa camuflada; ninguna protección es adecuada contra las garras de un profeta […]». Algunos han dudado de la honestidad de esta retractación.

No es mi caso, y tampoco lo es para Ilinca Zorifopol-Johnston ni para Marta Petreu, quienes conocen bien los escritos rumanos y franceses de Cioran. Cuando escribió: «La juventud, siempre y en todas partes, ha idealizado a los verdugos, siempre que realicen su tarea en nombre de lo vago y lo rimbombante», se describía a sí mismo. Sin embargo, lo que me parece que necesita mayor divulgación son los nueve libros que escribió posteriormente, cargados de ricos contenidos filosóficos y literarios, en los que hizo una aguda crítica de la historia de la filosofía que va desde Platón a Heidegger. Además, están sus ensayos sobre historia, tiranía, utopía, Rusia, y sus textos sobre figuras como Joseph de Maistre, Valery, Beckett, Borges y Scott Fitzgerald. Cioran estaba interesado en todo. Escribió sobre la música que escuchaba en la radio, vertió opiniones sobre sus infinitas lecturas, su fascinación interminable por el taoísmo y el budismo, su amor por poetas como Shelley y Emily Dickinson, y sus conversaciones con las prostitutas que encontraba en sus paseos nocturnos a través de París. Lo que muestran estos libros posteriores es cuánto creció y cambió como pensador, qué guardó y qué descartó de su juventud, a medida que prosiguió con una vida apacible, rechazando todos los premios y honores que se le presentaron.

Bibliografía Cioran, E. M., A Short History of Decay, Richard Saever/ Viking, New York, 1975. Anathemas and Admirations, Arcade, New York, 1991. Petreu, Martau, An Infamous Past: E. M. Cioran and the Rise of Fascism in Romania, Ivan R. Dee, Chicago, 2005.

Nota. Este artículo fue publicado originalmente en el libro The life of images (Charles Simic, Harper Collins, New York, 2015) y ha sido traducido del inglés por Giselle Rodríguez Cid


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