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Creatividad periodística en el entorno digital

by Josep Lluís Micó
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La industria del periodismo está inmersa en un proceso de transición. Sin embargo, esta transformación no debe interpretarse únicamente como la sustitución de la antigua información analógica por la moderna información digital. Lo que se está dando es un cambio de ciclo entre dos culturas periodísticas. Después de una época de transmisión unidireccional, llega el momento de los auténticos espacios de encuentro donde cultivar de manera adecuada las relaciones sociales. Sin olvidar la esencia de la profesión, por supuesto.

Entre el extremo que consiste en asaltar abruptamente al público con nuestros contenidos y el que se fundamenta en la seducción a partir de un material más atractivo, hay una amplia gama de posibilidades. La información radiofónica, por ejemplo, está en el primer ámbito. En el polo opuesto se emplaza el cine, que congrega a los espectadores con una amabilidad que ni siquiera puede ambicionar la televisión. Con respecto a Internet y las nuevas tecnologías, lo intrusivo está representado por el correo electrónico y las alertas de los teléfonos móviles. La navegación por la red, a través de cualquier dispositivo (ordenador, tableta o smartphone), es justo lo contrario.

Para lograr nuestro objetivo, los medios debemos dejar de perseguir a los ciudadanos de un modo tan groseramente desesperado. No podemos basar nuestra táctica en acecharles tanto en los soportes tradicionales como en los nuevos escenarios comunicativos: redes sociales y teléfonos celulares. Si no somos capaces de anudar lazos de interés mutuo y beneficio recíproco, lo tendremos muy difícil en el futuro. Es decir, para sobrevivir en el universo digital no basta con ser un cazador al estilo clásico. Ellos, los cazadores de la comunicación, tienden a reducir a un paquete básico y estándar todo lo diverso que quieren contarles a personas y grupos muy diferentes y que están en situaciones y contextos que poco tienen que ver entre sí. Y no, no es eso lo que debemos hacer.

La polifonía está imponiéndose hoy a la voz solista; la buena educación, a los malos modales. Es un error dirigirse a millones de individuos según nuestra posición de emisor hegemónico. Lo más inteligente y elegante es fijarse en su condición plural antes que en nuestra naturaleza profesional. Si seguimos clonando contenidos en medios y soportes distintos, aparentemente ahorraremos porque la producción será más barata. Sin embargo, lo que realmente puede pasar es que en última instancia tengamos menos ingresos, puesto que los usuarios acabarán buscando material a medida. No debemos perder de vista que somos medios. Durante décadas hemos sido egocéntricos, nos hemos peleado con nuestros competidores con acritud y hemos sido soberbios al minimizar las críticas y quejas de nuestros consumidores. 

Hemos sido cazadores. Pese a esos problemas, somos buenos aprendiendo. A partir de este instante deberíamos esforzarnos por sortear la amenaza de las marcas blancas o genéricos de la información: las secciones de noticias de los buscadores, los agregadores, los portales de oscura procedencia y dudosa reputación. Gran parte del material que acogen estas plataformas ha sido fabricado por empresas genuinamente periodísticas. Sin embargo, estos genéricos dan por supuesto que el vínculo con el cliente es más frágil que en el pasado y obran en consecuencia. Rehúsan la lealtad de sus usuarios a medio o largo plazo a favor de la satisfacción inmediata de su curiosidad informativa. Entre el (para) medio y el lector no hay compromiso alguno, y no puede haber traición si previamente no ha habido compromiso. Su lección nos ilustra acerca de lo que no tenemos que hacer.

Los biólogos llaman estrategia R a la conducta propia de las denominadas especies persistentes u oportunistas: tienen muchos hijos pero les dispensan pocos cuidados, por lo que su tasa de mortalidad es elevada. Ese patrón equivaldría en nuestro negocio a la producción de un gran número de piezas con la esperanza de que nuestros mensajes, por su abundancia y contumacia, llegarán hasta algunos destinatarios. Da igual si determinadas informaciones como los tweets fallecen en el ínterin, el medio –la marca– no se resiente.

La estrategia K es la característica de las especies con una descendencia escasa que, además, requiere mucha atención y esmero para que crezca sana. En periodismo significaría poner en circulación producciones complejas –sí, pueden tener una cierta extensión, nadie lo prohíbe– con la idea de que capten audiencia por sus potencialidades: infográficos bien animados, documentales multimedia, por ejemplo. Frente a los genéricos y las marcas blancas, creatividad y calidad.

No es grave que fracase una noticia compuesta de acuerdo con los preceptos que establece la estrategia R. No obstante, si se da ese desenlace a partir de un material confeccionado según la estrategia K, estamos ante un desastre –periodísticamente hablando–, porque la puesta en circulación de este material solo se compadece con el trabajo lento, costoso, complejo… Como señala el ensayista norteamericano Nicholas Carr en su libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Madrid: Taurus, 2011), la audiencia está sometida a un bombardeo de información sin precedentes, motivo por el cual se está convirtiendo en una experta en los secretos de la selección y la discriminación de mensajes. No es fácil, pero el público se está entrenando para ignorar lo accesorio y dedicarse a lo prioritario.

El exceso de datos por doquier enseña a los niños que no hay que prestar atención a los anuncios y que la información periodística es secundaria si se puede disfrutar de contenidos de ficción, ocio y entretenimiento. Por todo ello, publicistas y periodistas nos sentimos como si fuésemos mendigos del interés de la audiencia. Más allá de los desmanes que describe el economista alemán Max Otte en El crash de la información (Barcelona: Ariel, 2010), no hay duda de que el alud de datos que se cierne sobre los consumidores a todas horas les complica la tarea de centrarse en determinados contenidos, en especial si son muy serios o densos.

Los publicistas y nosotros Arquitectos, urbanistas, instituciones y vecinos comunes se lamentan a menudo por el deterioro estético y medioambiental de sus ciudades, pueblos y paisajes. Sin embargo, es raro que los periodistas y los empresarios de la comunicación nos quejemos por la contaminación informativa, en cantidad y en calidad, a la que estamos asistiendo en nuestro tiempo. La sobreabundancia afecta a la publicidad; también esa industria, que es una aliada, no una enemiga, está atravesando una transición. De la serie de breves promociones sin interrupción está pasando a las acciones y contenidos con sustancia. Ellos –los publicistas– y nosotros –los periodistas– tenemos que comprender que la audiencia de nuestras webs está siempre a punto de irse a otros sitios. Debemos ser más hospitalarios con nuestro(s) público(s), en la red y en el resto de medios y soportes. Incluso los espectadores más pasivos, los que no se mueven del sofá durante horas, están dejando de ser cautivos.

La expresión “arquitectura de la información” se emplea para teorizar sobre la construcción, o sea, se utiliza pensando en nosotros, los arquitectos, no en los moradores y visitantes de las páginas de Internet, en quienes entran y salen, regresan y se quedan mientras recorren el área habitable. Es tan peligroso sentirse desubicado en un ciberdiario como aburrirse en él. El orden, la organización y la disciplina estructural no tienen que anestesiar al público. Lo recomendable es que la gente explore, descubra y redescubra contenidos y opciones. Los datos de la Asociación Europea de Publicidad Interactiva constituyen una prueba de que los residentes del Viejo Continente invertimos más minutos navegando por la red, con ordenadores o dispositivos móviles, que viendo la televisión, lo cual invita a considerar que el periodismo no se plasma en media docena de soportes aislados, sino que se expande por un entorno global –lo abarca todo– y de lo más versátil –se vale de cualquier gramática inventada y crea otras nuevas–.

Internet, los teléfonos inteligentes, las tabletas… no son soportes sin más. No son flamantes contenedores para los contenidos de siempre. Son las puertas hacia un todo informativo que Los medios debemos dejar de perseguir a los ciudadanos de un modo tan groseramente desesperado. 68 está incorporando los otros medios, que a su vez se suman a esta fuerza que no se detiene. Es la Convergence Culture (Barcelona: Paidós, 2008) a la que se refiere el profesor estadounidense Henry Jenkins aderezada con El mundo Groundswell (Barcelona: Empresa Activa, 2007), de sus compatriotas Charlene Li y Josh Bernoff, consultores y, a regañadientes, gurús.

Insistimos: es crucial que los medios de comunicación ganen la batalla por la atención, o como mínimo que no la pierdan estrepitosamente. Por muy relevante que sea lo que le queramos explicar a la audiencia, si no nos ve ni nos lee ni nos escucha, nuestra labor servirá para muy poco. En las fricciones surgidas entre la información de interés público –por lo común, hard news– y los contenidos que suscitan el interés del público –a juzgar por algunas clasificaciones de las noticias más leídas, soft news– se manifiesta esa incertidumbre. No obstante, podemos salir airosos del combate… afrontar con garantías el siguiente, el de la credibilidad. No es (cronológicamente) la primera guerra, pero sí la más importante. Si mentimos, no estamos haciendo periodismo. 

Es una evidencia, aunque nunca está de más recordarla. Con todo, ya que no se puede aprehender la verdad absoluta, habría que aspirar al máximo nivel. La credibilidad y la confianza son consecuencia y causa en esta cadena. Nosotros confiamos en quienes conocemos, y nuestra audiencia lo hace igual. Para que nos conozca debemos acercarnos. Los ciberdiarios son unos privilegiados en este campo. Lo son por su lenguaje y porque operan en un terreno flexible de relación y convivencia. En caso de que una de nuestras lectoras vea en su muro de Facebook que su vecina está embarazada, se lo creerá. Raramente sospechará que su compañero en la oficina le está engañando sobre sus vacaciones de verano si observa varias fotografías suyas en Tailandia. Si esa misma mujer nos sigue en las redes sociales, no podemos defraudarla con trampas y embustes. Facebook y Twitter son dos de las ventanas por las que se asoma a la vida y le costaría mucho –demasiado– perdonarnos esa tropelía.

Tocar a los medios 

Hasta ahora el periodismo ha podido verse, oírse y tocarse toscamente. Los aparatos digitales contribuyen a refinar el sentido del tacto. Los medios ya no se tocan como se hacía antaño, con los periódicos y las revistas. Hoy son manipulados interactivamente, lo cual transporta a nuestros usuarios a una nueva vertiente. A veces este salto cualitativo no se refleja en lo cuantitativo, porque no se incrementan las ventas, pero no hay que desdeñarlo, ya que trae otros beneficios: culturales, sociales y morales. Son réditos que no se capitalizan con una repercusión en la cuenta de resultados. Con todo, no hay que obviarlos. El boca a boca es una tendencia mediante la cual el usuario que comienza ese mecanismo se siente propietario –o partícipe– de aquel material periodístico que le ha gustado. Por esa razón lo ofrece a los demás, por ejemplo en las redes sociales. 

Las empresas están aprendiendo a aprovechar esa extraña inclinación que transforma a ciudadanos normales en promotores, distribuidores y publicitarios de primera magnitud. Esa actitud casa a la perfección con la apertura y la impaciencia de los internautas. Si estalla una noticia, hay quien no quiere ni puede esperar a leerla a la mañana siguiente en el periódico. Aunque continúa habiendo navegantes menos impetuosos, el consumidor medio que hace un hallazgo, lo difunde, lo comenta, lo modifica… Esperar a que la radio le revele el marcador de un partido de fútbol o de béisbol se le antoja una hazaña.

La tecnología acorta la distancia entre el deseo y su materialización. Los contenidos pertenecen a la audiencia más que nunca. Los medios edifican su personalidad pública no solo mediante su discurso –intencionado–, también a partir de su comportamiento –planificado o espontáneo– en el ciberespacio. Las compañías periodísticas no son lo que dicen ser, son lo que transmiten a partir de cómo se manejan. Sus actos dejan un rastro que en ocasiones solo puede ser aceptado con grandes dosis de condescendencia. Si sus valores periodísticos no están cimentados con solidez, la audiencia se alejará sin piedad. El mundo se mueve, la competitividad en el mercado permanece.

De manera que el anhelo por tener el titular redondo, la imagen espectacular o el audio subyugante no se esfuma entre los periodistas. Lo que sucede es que en paralelo hay que discurrir sobre las conversaciones que se entablarán con la audiencia. ¿De qué vamos a charlar? ¿Con qué tono transcurrirá el debate? ¿Cómo podemos ayudarle sin renunciar a nuestra identidad –ni a nuestros beneficios–? 

Cuando decimos “nuestro público” debemos saber que, en el sector de la información, un posesivo es siempre relativo, dado que su intensidad es tan variable que si “nuestra” audiencia recibe unos estímulos externos que sean lo suficientemente gratificantes, nos abandonará y no detectaremos en ella el menor atisbo de remordimiento. Los internautas forman parte de una sociedad (hiper) consumista, en palabras del filósofo francés Gilles Lipovetsky, que los ata a una lista infinita de necesidades. En el momento en el que un medio entra en ese selecto grupo, el de las necesidades de consumo, se hace con la fidelidad de su público.

Los orígenes de las redes sociales Tal vez a los más jóvenes les dé la impresión de que Facebook, Twitter o Google+ son las primeras redes sociales. Pero se equivocan. Mucho antes del nacimiento de Internet ya las había, y la mayoría sigue en activo. Puede que las madres o las abuelas de los cibernautas más audaces ya participasen en las reuniones comerciales en las que se demostraban las bondades de los recipientes domésticos de Tupperware. Eran actos eminentemente comunicativos, dotados de una dimensión interactiva que hacía de ellos toda una experiencia. Sin el añadido 2.0 –fueron concebidos por Brownie Wise en 1954–, ya eran participativos, recuerda el publicitario español Daniel Solana.

En cualquier caso, lo más participativo no es siempre lo mejor. Igualmente ahí hay límites. El hecho de que conceptual y técnicamente exista la posibilidad de que el público elija su itinerario informativo y de que la audiencia pueda personalizar los contenidos no significa que todos los lectores, oyentes, espectadores o internautas quieran hacerlo. No hay nada de malo en sentarse cómodamente en una butaca y esperar a que alguien nos cuente una buena historia, sin apenas intervenir. Sin más clics que los producidos por nuestro parpadeo. Algunos sujetos se lo tomarán como un delicioso paréntesis en medio de la vorágine digital; otros, como el modo normal –típico, frecuente– de consumir periodismo.

Profesionales e investigadores nos maravillamos por el alcance que tenía y tiene Google sin haberse anunciado. Era lógica esta reacción de admiración ante tal despliegue comunicativo. Sin embargo, nuestra visión era errónea. Google sí se publicita. Lo hace en su página, una de las más visitadas en todos los países del mundo.

Se sabía que los medios son marcas, pero es que las marcas son también medios. Por ahora se emplean de forma predominante como soporte para anunciarse, como ocurre con las latas de refrescos, la pasta dentífrica o los vehículos monovolumen [minivan]. No obstante, están cerrando acuerdos entre sí para compartir audiencias: servicios para dispositivos móviles que alojan contenidos de firmas de corporaciones ajenas porque generan tráfico, periódicos que recomiendan producciones audiovisuales aunque no sean originarias de empresas de su grupo. Algunas informaciones de la web consiguen un impacto en la audiencia. Otras, quizá las mejores, propician que gracias a ellas su público tenga una experiencia. Su efecto no es el del impacto: ruidoso pero efímero. Los usuarios se involucran en ellas por su profundidad. Los impactos se pueden contabilizar; en cambio, es difícil medir las experiencias. La preocupación por evaluar numéricamente cualquier aspecto de la realidad ha contagiado al periodismo. 

Esa obsesión es tan pertinaz que muchos medios menosprecian lo que no se puede calibrar. Para ellos es invisible. Sin embargo, el periodismo está repleto de elementos invisibles e intangibles: la singularidad, la poética, la belleza… Sea como fuere, los periodistas –y aun más nuestros jefes y sus asesores– estamos horas y horas jerarquizando al público según criterios como la edad, el lugar de residencia, el nivel de estudios, la escala social, entre otras características. Las cifras connotan utilidad. Con ellas se pueden diseñar gráficos y nutrir tablas y estadísticas. La pena es que estas investigaciones cuantitativas no nos valgan para saber con qué actitud se mueven por la vida nuestros seguidores.

Hay quien entiende la creatividad como el ingenio extraordinario que permite rejuvenecer relatos viejos con maquillaje y otros cosméticos periodísticos. O como la habilidad excepcional de romper la barrera de la indiferencia o la saturación que nos aparta a los medios de los consumidores. La creatividad, que en parte es eso, también es mucho más. Funciona como un componente primordial en la conformación de los artefactos informativos contemporáneos. En el máster de reporterismo que dirijo en la Universitat Ramon Llull (Barcelona) en colaboración con el Grupo Godó, les repetimos a las sucesivas promociones de alumnos que la innovación no es un complemento aconsejable, sino un ingrediente imprescindible de las piezas periodísticas del presente. Es lícito empezar por atraer así a la audiencia para, a continuación, proporcionarle novedades de interés público convenientemente elaboradas, con rigor, honradez y ética. Podemos encontrar audiencia aunque esta no nos haya buscado y, al final, sorprenderle agradablemente superando sus expectativas.


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