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Metáfora de una ficción, apuntes sobre la literatura de la diáspora y otros cuentos

by Josecarlos Nazario
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Treinta de enero de 1901. Nueva York es una masa gris de edificios gigantescos e irregulares. La niebla se confunde con la nieve. El joven Pedro, mulato, de bigote adolescente, mira mientras camina hacia el coche. No puede ocultar en el brillo de sus ojos cierto estupor. Está pisando el suelo norteamericano. No piensa, todavía, en el Ariel de Rodó. No hay tiempo para hinchar el pecho de nacionalismo. Contempla. “Busca la luz como el insecto alado”. Lo mismo que hizo de niño, lo mismo que hará durante el resto de su vida. Con esa imagen comienza lo que hoy la crítica y la prensa se empeñan en llamar la literatura de la diáspora. Es el primer registro histórico de un escritor en suelo extraño. Debe haber muchos anteriores, pero ese arribo de Pedro Henríquez Ureña a la gran ciudad marca un antes y un después. Allí cultivará sus pasiones entre música, ópera y teatro; entre Shaw, Gorki, Kipling, Sheridan y Shakespeare. Se decantará por Ibsen y Wagner, devorará cientos de libros. 

Visitará universidades, museos y bibliotecas. Beberá la savia sabia de una ciudad para quien cada uno es indiferente. Y luego se irá, dejando el montón de niebla y concreto, pero repleto, hacia Cuba. Aquel primer exilio cultural marcaría el comienzo de un largo viaje que lo llevaría, con la pequeñez que le imponía su modestia, a brillar entre astros de la talla de Borges y a enseñar, dejando huellas imborrables, a maestros del nivel de un Sábato. La política repartió las suertes en la primera mitad del siglo xx y Pedro, Camila y Max Henríquez Ureña pasaron de hito a estadística. Partieron, entonces, José M. Bernard, Fabio Fiallo, Manuel Florentino Cestero, Jesús Alfau Galván, Gustavo Bergés Bordas, Ángel Rafael Lamarche, Virginia de Peña, Andrés Francisco Requena y otros. Con ellos comienza la literatura en el exterior. Pero ¿comienza la diáspora?

Génesis 

Cuenta la historia que tras haberse asentado en la tierra palestina, las dos tribus fueron expulsadas una y otra vez y condenadas a errar. Sus templos, quemados por el rechazo de unos y de otros, sus ritos apedreados, su hambre burlada. Relata la leyenda que su castigo por haber sido un pueblo rebelde fue ese: estar diseminados y no encontrar la paz en la tierra que les había sido prometida. La palabra diáspora encuentra su origen en el vocablo griego διασπορά: dispersión. Se remonta al mito bíblico que plantea el exilio del pueblo de Israel y su instalación en diversas naciones. Destaca la connotación étnico-religiosa de la expulsión de las tribus judaicas de la tierra palestina. 

Se trata pues de una movilización colectiva (¿dirigida?) que, fruto de la expulsión, deja a todo un pueblo diseminado por el mundo. Pero ¿se puede hablar realmente de una literatura de la diáspora dominicana? ¿Es posible utilizar la palabra diáspora, siendo fiel al término? La magnanimidad de la profesora dominicana Ylonka Nacidit Perdomo (poeta, ensayista y crítica) nos permitió viajar por los diferentes procesos migratorios en la isla en busca de una respuesta.

Migraciones 

Año 1605: la colonia estaba en vilo. Un enemigo acechaba la tranquilidad de la Corona afectando el comercio e insertando sus biblias herejes. El poder de la Casa de Asturias se resentía ante el incontrolable golpe contra su monopolio. La respuesta de Felipe III no se hizo esperar. Antonio de Osorio dirigió la movilización concretando la primera migración en suelo dominicano. 

Los pobladores de San Miguel de la Atalaya, Hincha, Monte Cristi, Puerto Plata, Bayajá y Yaguana fueron reubicados con todas sus pertenencias en las nuevas provincias del Este: Monte Plata y Bayaguana. La otra parte de la historia es conocida por todos.

Año 1795: debido a las devastaciones, la Compañía de las Indias Occidentales, francesa, se había establecido en la isla Tortuga, asumiendo el dominio comercial. Tras expulsar a filibusteros y bucaneros, Francia decide ocupar la parte oeste de la isla y comisiona a Bertrand D´Oregon para tal fin. Tras los enfrentamientos, con la Paz de Basilea, España termina cediendo el territorio a Francia. 

Año 1822: luego de largos años de prosperidad y ya establecida como la primera república negra, la parte oeste de la isla de Santo Domingo, bajo el nombre de Haití, decide ocupar el territorio oriental comenzando a la denominada ocupación haitiana de Boyer. El contingente militar, recibido por algunos con entusiasmo, ocasiona la migración de las élites académicas y económicas y constituye el primer exilio político y la tercera ola migratoria en lo que luego sería suelo dominicano. 

Los sectores de mayores privilegios conformados ya por criollos, hateros y académicos de la clausurada universidad, parten a México, Curazao, Venezuela, Cuba y Puerto Rico. Años 1862 y 1863: la anexión del territorio dominicano a España, luego la guerra, producen disidencias, autoexilios y destierros. Años 1930-1961: se producen autoexilios y exilios debido a la instauración y permanencia del déspota Rafael L. Trujillo en el poder; también en 1961 con la decapitación de la dictadura trujillista. 

Años 1961-1974: los procesos de inestabilidad, guerra civil y la instauración del proyecto de hegemonía de Joaquín Balaguer (los doce años) facilitaron las denominadas válvulas de escape para que tanto la población desempleada como aquellos intelectuales y políticos de la resistencia salieran del país. De este modo se logró, en cierto sentido, neutralizar gran parte de la disidencia, llevando algunas veces a un exilio dorado a reconocidos dirigentes contrarios al Gobierno.

La diáspora 

La investigadora Ramona Hernández1 afirma que la diáspora dominicana surgió de una voluntad estatal respaldada por el Gobierno estadounidense. Promover la migración hacia otros suelos buscaba, de entrada, reducir el excedente laboral y neutralizar la disidencia política. El objetivo principal, según la autora, era proveer un espacio de acción al proyecto desarrollista de Balaguer a partir de 1966. Luego vino el inesperado impacto de las remesas de los emigrantes, que constituyó una de las principales fuentes de ingresos para los dominicanos. 

Las políticas públicas fueron viendo la posibilidad, guiadas por recetas del consenso de Washington, de mantener a flote la estabilidad económica a partir de este extraño rubro. Así mutamos hacia una economía de servicios, dependiendo de los envíos de familiares fuera del territorio. Se va haciendo tradición la salida del país movida por la búsqueda. Una fiebre del oro sembrada por el mito del sueño americano difundido en nuestro país. Nace la historia de los viajes ilegales, el cuento del ‘‘bisnes’’, los tenis, el crack, Juanita y su maleta, y tanta lata subsiguiente.

La década de oro de la diáspora 

Junto con la grave crisis económica de la clase trabajadora de Estados Unidos surgió una ventana para que se destacara un grupo pequeño de dominicanos, profesionales calificados provenientes de las clases acomodadas. Así, en la década de los noventa, mientras la población de origen dominicano en Estados Unidos, más específicamente en Nueva York, se convertía en una de las más excluidas y pobres, se daban las condiciones para construir un esquema político y social que permitió lograr posiciones y espacios de poder a unos pocos habitantes: la mal llamada diáspora. Los cambios estructurales y políticos de la República Dominicana también fueron un motor para la organización de este grupo en una fuerza social con capacidad de presión tanto en la República Dominicana como en Estados Unidos.

¿Hay o no hay gato? 

Pero ¿qué hay detrás de todo este entramado? La necesidad de movilidad social, insostenible en circunstancias normales debido a la diferenciación de la formación y, sobre todo, al origen de clase de los habitantes dominicanos y sus descendientes hacen posible el montaje de la denominada diáspora dominicana. La mal utilizada metáfora pasa entonces a ser instrumento político ante la necesidad, en el interior, de reconfigurar el escenario tras diez años de gobierno de un Joaquín Balaguer desgastado. Así surge el reconocimiento constitucional de la doble nacionalidad y, con esto, la gran oportunidad de un grupo excluido de la sociedad en que vive y no reconocido en la dominicana. Una necesidad política aprovechada por otra. Un avance que suple las carencias, el rezago en la academia y en los mercados económicos de dominicanos y descendientes.

La diáspora es un instrumento de avance social supranacional patrocinado para el poder político de un grupo reducido. Un esquema que asume un costumbrismo maniqueo, regido por el folclore del librito y dirigido para obtener ventajas. Jugando dobles roles ante el poder local y norteamericano, la denominada diáspora es un total misterio para el emigrante dominicano promedio. Se trata de un núcleo humano que ha alcanzado grandes logros en la escena (alcaldes, jueces, nombres de calles, desfiles…). Avances aislados que permiten asegurar cuotas de poder y negociados. La diáspora, esa ficción, reflejo de una dominicanidad también ficticia, se proyecta como una gran maquinaria prebendista en busca de fondos federales y ventajas políticas.

Mariposas en el sur 

Argentina, 2010: parado, rodeado de gente con abrigos hediondos, me dispongo a esperar mi estación. Faltan tres y miro a todas partes. A mi lado, una joven porteña se abstrae. Viaja en subte y en libro. Curioso, descubro a Julia Álvarez en la solapa. Despega la vista del papel y me mira, me ignora. Comenta a una amiga sobre la novela. Habla de mi país. De Nueva York a Buenos Aires viaja la mirada de una mujer de origen dominicano. Viaja el fruto del trabajo de la escritora que no debe su arte a nacionalidades. Una porteña, con marcado dejo lunfardo, comenta la historia de las Mirabal. Yo callo. Sonrío y bajo en mi estación.

¿Literatura de la diáspora o gueto literario? 

Lo que sí existe son escritores dominicanos en el exterior. Los hay buenos y no, con suerte y sin ella. Pero eso es otro tema. Ninguna de las migraciones dominicanas comparte rasgos con la diáspora judía. Ninguna plantea la diseminación (dispersión) forzada de una etnia, con todo lo que implica. Ni nos aceptamos como caribeños, ni como africanos, ni como latinoamericanos: no somos etnia. Somos el fruto de una construcción dirigida a la imagen y semejanza del poder y sus complejos, a lo largo del tiempo. 

Sobre el tema, Rey Enmanuel Andújar, reconocido escritor itinerante, nos dice: “Crecí con la imagen de cierto grupo de dominicanos que realizaban su literatura desde la costa este de los Estados Unidos de América, y según lo que se nos presentaba, era esa la diáspora. Ahora hay gente que vive y trabaja en México, en Canadá, en Puerto Rico y en España. Hay que revisar el concepto. Pero tanto en Santo Domingo, como fuera, se discute muy poco de literatura dominicana”. 

Podríamos pecar de excluyentes, pero las mejores letras de escritores dominicanos que viven fuera o de autores de origen dominicano están alejadas de ese mundillo que planteamos como gueto, ajenas al carrerismo literario. Son los que apuestan a una literatura sin apellidos y que han sabido sobrevivir a las corrientes del mercado y sus ventoleras, pero también a los esfuerzos por hacer invisible su talento. Aquellos que no se prestan a poner su literatura en manos de una falsa identidad y cambiar el disfrute de la creación por la montaña rusa de la fama. Hay también los buenos con fama. Sus nombres están ahí, algunos borrosos, y no queremos dejar de resaltar unos cuantos por miedo a dejar otros fuera (cosa que haremos, humanos al fin): Juan Dicent, René Rodríguez Soriano, Eduardo Lantigua, Jimmy Valdez, Alexis Gómez Rosa, Carlos Rodríguez, Norberto James, Rey Andújar, Rosa Silverio, Ariadna Vásquez y muchos más.

¿Diáspora o escritores de ultramar? 

Al preguntarle sobre los escritores de ultramar, Miguel Ángel Fornerín,3 referente a la diáspora expone toda una cantera de autores que hicieron brillar nuestras letras en diversos países: “Francisco Muñoz del Monte y Félix María del Monte, que vivieron en Cuba y Puerto Rico; José Ramón López, que vivió en Caracas y Mayagüez; Francisco Carlos y Virginia Elena Ortea, quienes también vivieron en Mayagüez; Jesusa Alfau y Manuel de Jesús Galván, quienes vivieron en San Juan de Puerto Rico y Nueva York; Juan Bosch, que publicó cuentos en Cuba y Chile y ensayos en Venezuela y Puerto Rico. A lo que debo agregar el trabajo de Pedro Henríquez Ureña en México y Argentina, Fernández Spencer en España, y Manuel del Cabral en Argentina… En fin, siempre hemos tenido una literatura dominicana en ultramar. Pero sé que de lo que me preguntas es de la llamada diáspora de la literatura dominicana. Estos no son escritores exiliados, que por razones políticas viven en el extranjero. Son personas que han nacido o que han emigrado muy temprano en su vida a Estados Unidos y otros países”.

Giovanni says: do you speak english? 

Las capillas vernáculas y extranjeras reparten suerte. Escritor dominicano es quien puede, no quien quiere. Pasa en la media isla y pasa en el gueto. La lengua, para muchos, es el factor definitorio, el permiso. Si escribes en inglés no eres dominicano; si escribes en castellano, ya se verá si eres escritor. Influyen amores y odios, incide la política y el oro; a veces la calidad. Lo cierto es que, en su matarile, obvian escarabajos de la talla de Kafka (que escribía en alemán siendo checo) y marineros a la altura de Conrad (que escribía en inglés siendo polaco). 

En un esfuerzo que pone la identidad y la lengua por encima del estilo (craso error) quieren desconocer muchos autores que han logrado miradas más acabadas que selectos maestros castizos que predican, con refinamiento, lo que debe ser narrar. Sábato4 dice que: “los retóricos consideran el estilo como ornamento, como un lenguaje festival, cuando en verdad es la única forma en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y si el resultado es insólito, no es porque el lenguaje lo sea sino porque lo es la manera que tiene ese hombre (esa mujer) de ver el mundo”.

Los nombres 

Los esfuerzos de Silvio Torres Saillant y Daisy Cocco de Filippis (entre muchos otros) por mantener vivas las letras dominicanas fuera de las fronteras son loables. Lo que no debe ser aceptable, dentro ni fuera del país, “es hacer diciembre” con etiquetas creadas por y para las 78 ventajas. La literatura es dispersa por sí misma. El escritor que se decanta por el gremio deja de ser escritor para ser político, la mayor parte de las veces, medrador.

A Rhina Espaillat, Julia Álvarez, Nelly Rosario, Annecy Báez, Carlos Rodríguez, León Félix Batista, Alexis Gómez Rosa, René Rodríguez Soriano, Ligia Minaya, Junot Díaz, Josefina Báez, Angie Cruz, Loyda Maritza Pérez, José Acosta, Miguel Aníbal Perdomo, Norberto James, Franklin Gutiérrez, Néstor Rodríguez, Miguel D. Mena, Miguel Ángel Fornerín y todos los demás, hay que evaluarlos por la calidad de sus obras. No vale la cantidad de ventas, ni premios hechos a la imagen y semejanza del gueto. Tampoco importa el lugar en que residen o las becas otorgadas por la endogamia. El escritor debe pesar lo que su pluma: muchos de ellos romperían cualquier balanza con su calidad.

Ventajas 

Vivir afuera representa ciertas conveniencias para un creador. Mirando de reojo los amores y los odios. Tomando distancia de las cosas que distraen del proceso creador. El escritor, el artista, es hijo de la perspectiva. La mirada, la visión que tiene de su mundo, de su realidad (y de otras), marcará la obra desde antes de su génesis. Vivir afuera puede resultar una gran ventaja. No solo están los meandros de la creación, no se trata únicamente de la mirada poética. La distancia supone, también, una poética de la mirada (en el sentido griego originario de la palabra). ¿Y el acceso a novedades editoriales? ¿Y la posibilidad de descubrir tesoros literarios que ni en sueños aparecerán en la odisea cultural criolla? ¿Y el confort de estar lejos del corro de intelectualoides de pasillo y supermercado? Afuera está la clave de la creación. La posibilidad única de vivir por y para la escritura. Ahí es posible mirar hacia adentro sin reparos, con la visión más descarnada y sórdida que puede, que debe tener un escritor. 

“Se va, se va. Se fue”. 

Treinta de enero de 2012. Santo Domingo es un cable masticable. El sol no sale. Pedro mira por última vez su casa, su calle. Respira el olor de su barrio. En la mano izquierda un bulto pequeño que sabe que perderá. Se pierde, como el bulto, en cientos de recuerdos. Se da ánimos. Nueva York es una masa borrosa de esperanza. La balsa, la salida a todas sus miserias. Camina. En pocos minutos llega a la esquina. El motor lo está esperando. Antes de montarse palpa sus bolsillos. Ahí está el fajo: todo lo que pudo ahorrar, más lo que le quitó a tío Bartolo. La vida pende de un hilo; de un par de golpes de ola y las múltiples dentaduras (¿dentelladas?) de un tiburón. Piensa en eso. Imagina las olas y el tiburón. La boca le sabe a miedo. En el bulto que roza el mofle del Honda 20 hay una muda de ropa y dos o tres cuentos cortos enrollados. No piensa en eso. Solo hay miedo. Al fin llegan a la playa. Hay un grupo que ya se le adelantó. Pepe no lo deja llegar, le pide el pago. Pedro le pasa el fajo y sigue absorto. Mira la balsa, traga en seco. En el horizonte asoma el sol.

Notas

1 Hernández, Ramona (2007), The mobility of workers under advanced capitalism, NY, Columbia University Press.
2 Andújar, Rey Enmanuel (Entrevista informal con el autor vía correo electrónico).
3 Fornerín, Miguel Ángel. Entrevista en Mediaisla: .
4 Sábato, Ernesto (2007), El escritor y sus fantasmas, Seix Barral, Buenos Aires.


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