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El Principio Democrático y Sus Consecuencias En El Sistema Constitucional

by Nassef Perdomo Cordero
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El objeto de una Constitución es el poder y su ejercicio. Esto puede olvidarse en los análisis de las constituciones reformadas de manera reciente –como es el caso de la dominicana–, que suelen centrarse en cómo las nuevas disposiciones interactúan unas con otras. Los principios políticos, eje fundamental del constitucionalismo como forma de gobierno, quedan de esta manera supeditados al examen casi matemático de las disposiciones constitucionales y sus consecuencias. Nos proponemos aquí hacer un análisis sobre el principio democrático y sus consecuencias en el sistema constitucional dominicano, poniendo el énfasis en cómo este argumento de legitimación debe teñir la manera en que se entiende y aplica la Constitución. Los puntos de partida 

Lo político, en todos sus órdenes, es la fuente y el fundamento de los sistemas constitucionales. Es un hecho indiscutible que el Derecho existía antes del surgimiento del constitucionalismo. Igual puede decirse de las tradiciones jurídicas más influyentes hoy en día el common law y el derecho romano-germánico–, cuyas formas generales ya estaban configuradas en el momento en que se escribe la primera Constitución. No se puede asumir, entonces, que la posición suprema de la Constitución en la jerarquía normativa signifique que es anterior al Derecho o a las tradiciones jurídicas predominantes en Occidente. Tomando en cuenta la importancia que en el Derecho tiene el sistema de fuentes formal y material la nomodinámica y la nomoestática kelsenianas–, hay que preguntarse por qué las constituciones son normas supremas de un ordenamiento que las preexiste históricamente. ¿Cómo se justifica que un tipo nuevo de norma haya sido ubicado en una posición dominante del sistema jurídico? La respuesta no la da el estudio de las ciencias jurídicas, ni siquiera su lógica, sino que se encuentra en los procesos políticos del siglo xviii. Una vez la burguesía emergió triunfante de los procesos revolucionarios de ese siglo, tuvo que enfrentarse a una necesidad doble. Primero, la de establecer los principios rectores de la nueva realidad política. Segundo, la de crear un argumento de legitimidad apropiado para su proyecto político. La respuesta la encontró en el constitucionalismo. Decretó un nuevo comienzo, con una Constitución escrita y suprema que operaba como fuente del Derecho sin contar con las tradiciones. Pero que también incorporaba en el tejido político-jurídico de la sociedad los principios y mecanismos de control del poder propios del pensamiento liberal. Es por esto que, tal como afirma Manuel Aragón, “el establecimiento mismo de una Constitución no es sino la consecuencia de una forma muy concreta de entender el orden político y supone, por ello, un intento de racionalizarlo […] de organizar un tipo de Estado congruente con ese orden que se considera modélico o, al menos, preferible”.1 

El problema de la legitimidad 

Naturalmente, un nuevo comienzo implica un nuevo fundamento. Y no solo en términos jurídicos, sino también en términos políticos. En el caso que nos ocupa, el constitucionalismo debe buscar nuevas formas de legitimarse. Entendemos la legitimidad como la existencia de un grado de consenso general que garantice la obediencia de los gobernados sin que sea necesario el uso de la coacción, con lo que se convierte en “el elemento integrante de las relaciones de poder que se desarrollan en el ámbito estatal”.

Se trata de “la justificación a través de la cual la colectividad acepta la vigencia del poder”.2 La obediencia que trae la legitimidad es, en propiedad, un fenómeno sociológico. Se produce en el marco de la sociedad como tal, que es la que acepta o no obedecer al gobernante al margen de la amenaza de sanción y por encima de la conveniencia personal de los individuos.3 Es decir, que –en principio– la legitimidad del sistema debe ser superior a la aceptación que tengan normas jurídicas o incluso gobiernos determinados. El gobernado que acepta la legitimidad del sistema que enmarca estos sistemas de poder se desenvolverá con las herramientas que le ofrece el sistema mismo, asegurando su estabilidad a pesar de la poca aceptación que tengan elementos específicos del mismo.4 El sistema así aceptado pierde su legitimidad solo en los casos en los cuales las injusticias causadas por las normas emanadas de él son tantas o de tal magnitud que los gobernados llegan a la conclusión de que es el régimen mismo el que es injusto.

Según Weber, para que un tipo de legitimidad –entendida como justificación del poder– sea efectivo, es necesario que exista la creencia extendida en la legitimidad del gobernante o el sistema político.6 Con la suma de este factor se distingue entre simple obediencia, que puede ser fruto de la coacción, y la legitimidad, en la cual el gobernado obedece voluntariamente aun si no está completamente de acuerdo con todo el sistema.

La aceptación de la legitimidad de un sistema de gobierno trae consigo la integración del grupo social y la adhesión de los gobernados a las decisiones del gobernante y al sistema político.7 Este doble beneficio de la cohesión social y la adhesión generalizada impulsa a los sistemas políticos a buscar legitimarse frente a los gobernados. La legitimidad tiene carácter decisivo para las pretensiones de validez de un ordenamiento, ya que esta “precisa […] esforzarse por integrar a los súbditos en una comunidad de voluntad y valores que ennoblezca su pretensión de poderío; […] debe intentar justificar sus pretensiones de dominación mediante contenidos ideales y hacer que los súbditos las acepten interiormente como una obligación normativa”.8 En otras palabras, de igual forma que no puede subsistir un sistema de gobierno en el que no exista obediencia voluntaria sino que toda sea fruto de la coacción, tampoco es probable que exista obediencia voluntaria si no existe un reclamo de legitimidad aceptado por los gobernados. De ahí que los principios de legitimidad sean, sobre todo, justificaciones del poder. Son las explicaciones sobre las cuales los gobernantes fundamentan su derecho a mandar sobre los demás.9 Pero, como ya se ha señalado, estas explicaciones tienen que estar basadas en valores y esos valores son los que acepta la sociedad. 

La legitimidad democrática en la Constitución dominicana 

El argumento legitimatorio más importante que expone la Constitución dominicana es el principio democrático. Este está expuesto en su artículo 2, que se lee de la siguiente manera: “Soberanía popular. La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes”. Este artículo es muy claro: todo el poder del Estado, todas sus decisiones, son válidas en razón de un poder que emana del pueblo. En otras palabras, el pueblo es la fuente del Estado y de su poder. La Constitución dominicana reconoce no solo la preexistencia de la comunidad política, sino también su preeminencia.10 El uso de la soberanía popular como argumento de legitimación enfrenta el obstáculo de que, en el mundo contemporáneo, ningún poder es ilimitado. Entonces, si la soberanía es un tipo ideal que, además, está siendo cuestionado en la actualidad, ¿qué papel juega en la Constitución dominicana? Esto puede responderse de dos formas. De una parte, la minimalista que plantea Hans Lindahl, para quien la soberanía nacional es un simple símbolo que no tiene por qué existir en la realidad, que no es un fin a alcanzar y carece de resultados prácticos porque “la soberanía nacional es la validez de un símbolo, no la eficacia de una causa”.11 Esta es una concepción minimalista que limita el papel del concepto de soberanía al de simple reclamo de legitimidad con tal de convencer a la población de que la Constitución es “su” Constitución, pero sin tener ningún efecto real ni siquiera como reconocimiento del derecho de participación que, en principio, debe seguir a tal declaración de soberanía. En otras palabras, el único papel de la declaración es que el pueblo consienta ser dominado bajo la ilusión de que, en realidad, quien domina es él. 

Otra posición es la que consideramos maximalista, pues entiende que solo a partir de la soberanía popular se puede entender el Estado constitucional moderno. Para Peter Häberle, “el Estado constitucional democrático de la actualidad se entiende y se vive a partir del poder constituyente del pueblo. Por un lado, este poder se deriva expresamente como tal de los textos constitucionales […]; por el otro, dicho poder fue desarrollado de manera –no escrita– por la doctrina y la práctica, vaciado en conceptos, refinado y traducido, de manera parcial o plena, en textos constitucionales”.12 Es decir, que las doctrinas de soberanía popular y el contrato social están tan arraigadas en la actualidad que no es concebible un Estado constitucional-democrático que no tenga como premisa y principio fundamental la supremacía de la voluntad popular. Incluso si no se encuentra presente de manera clara en la Constitución que se estudie, este es un principio no escrito que se puede deducir de los textos constitucionales y que los permea, definiéndolos finalmente. Para el estudio del caso dominicano ambas posiciones deben ser matizadas. La minimalista, porque resulta inconcebible que el reclamo de legitimidad no comprenda algún tipo de efecto jurídico. Como citamos con anterioridad, la legitimidad se fundamenta en la voluntad de las personas de obedecer las directrices de los gobernantes. Beetham señala que para ser legítimo el poder tiene que provenir de una autoridad reconocida como válida.13 Si el reclamo de legitimidad de la Constitución dominicana es precisamente el del poder popular, entonces se debe asumir que esta es una autoridad válida. Si no basta esto, debemos recordar que la Constitución dominicana no se limita a proclamar la soberanía del pueblo, sino que además afirma que en razón de esto es depositario –el pueblo– del poder estatal que “emana” de él y se ejerce por representación. 

Pudiera afirmarse, como hace Balaguer Callejón, que esto implica que el poder soberano del pueblo se ejerce a través de la Constitución y que, por tanto, se encuentra dividido y limitado en la medida en que esta divide y limita el poder, convirtiendo así un poder que se presume soberano (poder único, indivisible, extraconstitucional, no relegado) en un “poder dividido, estructurado, reglado, democrático y constitucional”.14 Es decir, que no existe tal soberano porque el poder que ejerce responde a un modelo de poder limitado y dividido de un pueblo que no es unánime. 

De ahí que, siguiendo la línea argumental establecida, la Carta Magna no puede provenir de un supuesto pueblo soberano, porque este solo existe como unidad política con capacidad de decisión a través del Estado y organizado por la Constitución. El pueblo es pues el “hecho” legitimatorio, mas no el motivo. La legitimidad democrática no deriva ni de un Gründnorm kelseniano ni de una decisión soberana, sino del telos del Estado.15 La proclama de la soberanía popular solo sirve para afirmar la calidad democrática del Estado, y es esta última y no la capacidad que tengan los ciudadanos de ejercer el poder lo que legitima el sistema político-constitucional. En otras palabras, basta con que la Constitución proclame que el pueblo es soberano para legitimarla democráticamente como si de hecho este lo fuera: el triunfo de la apariencia de la legitimidad democrática sobre la sustancia. 

La posición maximalista, por igual, debe ser matizada al analizar el papel de la soberanía popular en la Constitución dominicana porque implica dos cosas que en este trabajo hemos considerado incorrectas. La primera, que la soberanía es el único reclamo de legitimidad. No debemos confundir la primacía del reclamo de legitimidad democrática con la inexistencia de los demás. El sistema jurídico-político dominicano no se conforma con proclamar el origen democrático de la Constitución dominicana, sino que también utiliza su contenido (en la forma de los derechos fundamentales) y la forma en que organiza y limita el poder (en la forma del constitucionalismo) para legitimarla. 

El otro aspecto que la posición maximalista no toma en cuenta es el hecho comprobado de que la Constitución dominicana no es fruto de la voluntad de todos los dominicanos. En ningún momento de la historia se ha llevado a cabo una verdadera proclamación popular de esta Ley de Leyes. De hecho, es dudoso que esto se haya producido en ningún lugar ni momento de la historia moderna de Occidente. Además, debe señalarse el hecho de que en una sociedad contemporánea, con más de 10 millones de miembros, resulta difícil –por no decir imposible– que todas las personas participen directamente del gobierno de la nación. No es posible, por tanto, la manifestación unitaria y simultánea de la voluntad de todos convertida en una –que es lo que en principio reclama la idea de soberanía popular–. La aproximación maximalista no es aplicable en el caso dominicano, aunque el desarrollo de la Constitución dominicana y sus principios hayan seguido la lógica del fortalecimiento del concepto de soberanía popular. De hecho, por la doctrina dominicana, la crítica más socorrida a las reformas constitucionales es que han sido hechas sin rigor científico, interés por desarrollar las instituciones o inclinación hacia la profundización de la democracia. Afirma que se ha tratado de reformas personalistas sin un objetivo más allá que la consolidación del poder político del gobernante de turno.16 Además, obvia el hecho de que, aunque es utilizada de forma casi unánime por el constitucionalismo contemporáneo, la soberanía popular dista mucho de ser la única forma posible de legitimar un sistema político-jurídico. De hecho, como lo demuestra el desarrollo de las formas de gobierno, se trata de un fenómeno históricamente reciente.

Cuando se la usa como reclamo de legitimidad, no se quiere decir que exista en los hechos, o que sea necesariamente el origen de hecho del sistema constitucional, sino que es lo que lo justifica. Adolfo Posada describe esa naturaleza ambigua de la soberanía cuando dice de esta que es “un mito, se ha dicho, pero de acción eficaz, en cuanto expresa o simboliza una idea, o una aspiración ideal: la del pueblo que se gobierna a sí mismo”.17 

Las consecuencias 

Tal y como señalamos al principio de este artículo, no analizaremos una por una las nuevas formas de participación ciudadana que contiene la Constitución. Nuestra intención es estudiar el alcance de la presencia del principio democrático como argumento legitimatorio fundamental de la Constitución dominicana. Que la soberanía popular sea un ideal no implica que sus efectos solo deban ser políticos (esto sería más bien una aproximación a la concepción minimalista), aunque tampoco implica la necesaria desaparición del sistema constitucional a favor de una democracia directa o ignorar que la soberanía popular no es la única forma posible de legitimación de un Estado (esto es una aproximación a la concepción maximalista). Lo que implica su condición de ideal es que no puede ser concretado o alcanzado de manera definitiva o total. Aunque no deja de ser un objetivo a ser perseguido, por lo que, al reconocer la soberanía popular como la fuente fundamental de la legitimidad del sistema, la Constitución dominicana obliga a que se la tome también como motivo subyacente y criterio de coherencia en todo cambio y aplicación de sí misma. Esto, naturalmente, incluye la reforma constitucional, en la que, por tratarse de una reformulación de las reglas de juego jurídico-políticas fundamentales, se debe tener en cuenta más que en ningún otro momento la fuente de legitimidad del sistema. Podría sostenerse que la posición maximalista es más coherente con el argumento democrático – incluso con la lógica interna del argumento que aquí presentamos–, pero entendemos necesario rechazarla para fortalecer la soberanía popular como reclamo de legitimidad de la Constitución dominicana. Esto así precisamente porque al no ser un criterio de legitimidad obligatorio, sino una opción política tomada, debe ser asumida en su totalidad. El constituyente dominicano pudo haber escogido otro criterio, pero asumió el de la soberanía popular. Las consecuencias de esta elección tienen que manifestarse en el texto y el funcionamiento del sistema constitucional. De tal forma que la interpretación de todas las disposiciones de la Constitución tiene que tender hacia la concreción de un sistema en el que la participación de los ciudadanos no sea vista como una excepción, sino como una regla. 

Como ya hemos dicho, la representación es válida y necesaria en una sociedad como la dominicana. Sin embargo, este mandato representativo no quiere decir que los ciudadanos se vean limitados en su participación a los mecanismos de participación directa. Implica, en realidad, que las facultades que se ejercen como representante están sujetas a una obligación ineludible de responsabilidad frente a los ciudadanos. Esto fortalece, como corresponde, mecanismos como la rendición de cuentas (que se hace frente al Congreso, pero en beneficio también de la ciudadanía) y el libre acceso a la información, así como una interpretación amplia de la capacidad de los ciudadanos de participar en los procesos de planificación de políticas públicas. El principio democrático no solo legitima a quienes ejercen el poder, sino que también los ata. Y, por lo escrito aquí, es la Constitución la que manda a que su efecto sea expansivo cuando se ejerce el poder en la comunidad política dominicana.


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