Hace 35 años, de pie, en la última fila de la sala de Casa de Teatro –para entonces recién fundada–, abarrotada de público, asistíamos entusiasmados a la que, de seguro, fue la primera presentación pública en nuestro país de Mario Vargas Llosa. El escritor había llegado a Santo Domingo para la filmación de una película basada en su novela Pantaleón y las visitadoras, y aceptó comentar sus obras con aquel público que miraba –y ese era mi caso, sin duda– atento, y con muy particular devoción, al autor de textos que ya habían sido consumidos con la voracidad lectora que provocaba el denominado boom de escritores latinoamericanos, en pleno despegue hacia el reconocimiento. Mario Vargas Llosa era, como lo siguió siendo después con mayor fortaleza, uno de esos dioses mayores que todos leíamos con particular fruición, y cuyos libros iban pasando de mano en mano con delectación insuperable. Ya habían sido objeto de lectura compartida La ciudad y los perros, La casa verde y Pantaleón y las visitadoras. Y se había colado un poco tarde en alguna librería, y en pocos ejemplares, el conjunto de cuentos que databa de 1958, Los jefes, que con prólogo de José María Castellet fue consumido con avidez por los lectores de aquella época.
Bastaban empero las tres obras primeras para saber que estábamos frente a un resurgir glorioso de las letras latinoamericanas, y en presencia de una de las voces que comenzaba a forjar su nombre y su trayectoria utilizando recursos novedosos en la práctica narrativa. Ya hacía poco más de un decenio desde que Vargas Llosa había sorprendido a propios y extraños, a sus conciudadanos y a los de fuera, al ganar en 1962 el Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros, justo cuando nuestro país vivía días aciagos a causa de las vicisitudes surgidas a raíz de la decapitación de la tiranía trujillista. No había llegado a nuestras manos aún –y hablo de las manos y de los ojos de los lectores vargallosianos que comenzaban a multiplicarse, inclusive estableciendo parangones y creando activas diatribas literarias– La orgía perpetua, aquel ensayo de fulminante inteligencia descriptiva y auscultadora de los atributos de genialidad intelectual de Gustave Flaubert. Y llegarían más tarde también los otros textos que terminaron por hacer de él, desde entonces, uno de nuestros autores imprescindibles: La tía Julia y el escribidor, Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, y un texto que modificó pareceres y contrapuso ideas en el conocimiento sacudidor y vigoroso de la historia del trotskista Alejandro Mayta, esa Historia de Mayta que ha sido uno de los libros de Mario Vargas Llosa más apreciados –lo sabemos desde hace tiempo– del presidente Leonel Fernández.
Cercano a la realidad dominicana
Después de aquel 1975 en Casa de Teatro, la historia de la literatura latinoamericana fue conocida y vista de otro modo gracias a aquel contacto directo, por primera vez, con uno de los grandes de esa historia, Mario Vargas Llosa. Lo que no pudimos apreciar entonces era que, a partir de aquel momento inolvidable para muchos de los que hemos sido por decenios sus lectores consecuentes e invariables, Mario Vargas Llosa establecería una comunicación directa y una presencia constante con la realidad dominicana. Vendrían El hablador, Lituma en los Andes, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, El paraíso en la otra esquina, y ese trabajo memorioso que lo elevó a la cumbre después de los sinsabores de la política, El pez en el agua, donde acabó de reconfirmarse la calidad extraordinaria de su prosa en uno de los libros básicos de su amplia bibliografía. Con El pez en el agua culminaba una faceta importante de su trayectoria humana, desmontaba los demonios que sacudieron su vida en un Perú que luego se llenaría de ignominias, y pudo entonces Mario Vargas Llosa dedicar –como aspiraba en los finales de esa obra– “todo mi tiempo y mi energía a escribir, algo para lo que –toco madera– confío ser menos inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política”. Para los nuestros, fue La fiesta del Chivo, publicada hace justamente diez años, la nota culminante de esa presencia y de esa comunicación directa de Mario Vargas Llosa con el país dominicano. Me tocó junto a Bernardo Vega y Andrés L. Mateo hacer la presentación de esta obra gracias a los empeños de los mecenas del vargallosianismo dominicano: José Israel Cuello y Lourdes Camilo de Cuello. Allí pudimos vivir la emoción de reencontrarnos con Mario Vargas Llosa, esta vez en la escritura y lectura de la que, a nuestro juicio, es la novela fundamental de la era de Trujillo, la que mejor traduce su atmósfera de vileza, dolo, abyección y muerte. La que mejor transfiere a las generaciones de hoy y de mañana la realidad de esa época sombría y sin parangón, hasta entonces, en Latinoamérica.
Un enamorado eterno
Podríamos afirmar que solo con La fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa se convirtió, como bien sugiere Jesús Feris Iglesias en el artículo que publicó el diario Hoy el 28 de diciembre de 2010, en un escritor de la realidad dominicana, merecedor algún día del derecho a ostentar con orgullo nuestra nacionalidad. Pero no ha sido solamente La fiesta del Chivo la que permite considerar a Mario Vargas Llosa como un permanente enamorado de nuestra historia, de nuestra gente y de nuestra realidad democrática. Ha sido el escritor de renombre universal que con más frecuencia se ha referido a la República Dominicana en sus entrañables artículos para el diario El País.
El que con más fuerza y coherencia ha defendido la democracia dominicana en su foro de opinión que llega a miles de personas de todo el mundo. Ha visitado en innumerables ocasiones nuestro territorio y acaba de establecer residencia temporal en el país, donde también reside su hijo Gonzalo. Y por si fuera poco, en el discurso pronunciado en la Academia de Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 2010, se refirió en dos ocasiones a la República Dominicana. Primero, para destacar su desarrollo democrático y colocarnos en la lista de los países donde la democracia hace su andadura con firmeza y voluntad. Segundo, para señalar que este es uno de los países donde se siente siempre como en su propia casa. Finalmente, ha sido esta ciudad de Santo Domingo, primada de América, donde se acaba de celebrar el haber sido durante el 2010 Capital Americana de la Cultura, la primera que, a través de nuestro Gobierno, rinde tributo de admiración, cariño y respeto a Mario Vargas Llosa luego de haber recibido la máxima presea de las letras universales en Suecia. Con la venia del señor presidente, que estoy seguro comparte mi apreciación, afirmo que el de Mario Vargas Llosa es con toda seguridad el primer premio Nobel de Literatura de la República Dominicana.
Hace 35 años, don Mario, asistíamos impresionados a conocerlo en aquella memorable velada en Casa de Teatro. Siete lustros después, y diez años más tarde de La fiesta del Chivo, usted recibe el inmenso honor que le otorga la Academia Sueca del Premio Nobel de Literatura por su gran obra literaria y por su firme defensa de los valores de la democracia, de la libertad y del derecho inalienable al disentimiento, expresados con vehemente coherencia y valentía en todos sus escritos. El Gobierno de la República Dominicana, por intermedio de mi persona, tributa a usted el más cálido de los reconocimientos al otorgarle una de nuestras más altas distinciones oficiales, la Orden Heráldica de Cristóbal Colón en el Grado de Gran Cruz Placa de Plata, que le entrega el jefe del Estado. Recíbalo usted como prueba de gratitud por su vinculación permanente con la dominicanidad, como manifestación sensible y profunda de afecto y devoción por su obra narrativa, ensayística y teatral, y como testimonio del país cultural dominicano por todo lo que usted ha significado para la literatura producida en nuestra lengua.
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