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El término de calidad de la democracia, que comienza a abrirse paso desde hace apenas una década, tiene un carácter complejo al estar vinculado tanto a significados diferentes para el término de calidad de acuerdo con los sectores industriales y de mercadotecnia, como a visiones dispares del concepto de democracia. En efecto, la calidad puede estar vinculada a un procedimiento por el que un producto de calidad es el resultado de un proceso riguroso de acuerdo con un protocolo preciso, pero también lo está al contenido, es decir, es inherente a las características estructurales de un producto, y finalmente tiene que ver con el resultado medido por el grado de satisfacción del usuario. Así mismo, hay una visión de la democracia donde se enfatiza más su capacidad de provocar la participación de la ciudadanía, de estimular debates y deliberación sobre las opciones que enfrenta un país o una comunidad, de proteger los derechos de los individuos y grupos marginales frente a los grupos de poder, de promover la justicia social. Esta perspectiva es diferente a la de una democracia configurada sobre los valores de libertad, igualdad política y el control sobre las políticas públicas y sus hacedores a través del funcionamiento legítimo y legal de instituciones estables. Esta segundo versión, próxima a la conceptualización de Dahl, puede medirse en función de su calidad si se satisfacen ocho dimensiones. Cinco de ellas tienen carácter procedimental, y son: el imperio de la ley, la participación, la competición, la responsabilidad vertical y la responsabilidad horizontal. Dos tienen carácter sustantivo: el respeto de las libertades civiles y políticas y la implementación progresiva de mayor igualdad política (y, consecuentemente, social y económica). Por último, se encuentra la dimensión “responsiveness” [receptividad] que enlaza las dimensiones procedimentales con las substantivas, proveyendo una base para medir aproximadamente cuántas políticas públicas (incluyendo leyes, instituciones y gastos) corresponden con las demandas de los ciudadanos según han sido agregadas a través del proceso político. Empíricamente, pueden considerarse varios índices que, con metodologías diferentes, abor dan aspectos relativos al desempeño de la política, intentando medir distintos grados de calidad de la democracia. Como a continuación se va a constatar, todos estos análisis, cuya similitud es altamente significativa, han puesto sobradamente de manifiesto las grandes diferencias que existen entre los países de América Latina. Se trata de los índices de Freedom House –el más antiguo de ellos–, el idd (Fundación Konrad Adenauer), el de The Economist Intelligence Unit (eiu) y el elaborado por Levine y Molina (2007). El índice de Freedom House se establece anualmente sobre la base de opiniones subjetivas de expertos que evalúan el estado de la libertad global según la experimentan los individuos. Por consiguiente, no se trata de una evaluación del rendimiento de los gobiernos per se, sino de los derechos y de las libertades que gozan las personas. El índice cuyo propósito es evaluar el grado de libertad, entendida como oportunidad para actuar espontáneamente en una variedad de terrenos fuera del control del Gobierno y de otros centros de dominio potencial, se traduce en una escala de 1 a 7 con dos apartados bien diferenciados para los derechos políticos y las libertades civiles. Los derechos políticos capacitan a la gente para parti cipar libremente en el proceso político, incluyendo el derecho a votar libremente por distintas alternativas en elecciones legítimas, competir por cargos públicos, incorporarse a partidos políticos y a organizaciones y elegir representantes que tengan un impacto decisivo sobre las políticas públicas y que sean responsables ante el electorado. Las libertades civiles tienen que ver con las libertades de expresión y de creencia, los derechos de asociación, el Estado de derecho y la autonomía personal sin interferencias desde el Estado. Todos los países latinoamericanos analizados por Freedom House, menos Cuba, están considerados dentro de la categoría de democracias electorales, aspecto que supone la satisfacción de los siguientes cuatro criterios: un sistema político competitivo y multipartidista; sufragio universal para todos los ciudadanos; elecciones periódicas competitivas llevadas a cabo bajo condiciones de voto secreto, seguridad razonable en el voto, ausencia de fraude electoral masivo y que los resultados sean representativos del deseo de la gente; finalmente, acceso público significativo de los partidos políticos más importantes al electorado a través de los medios de comunicación y a través de fórmulas de campaña generalmente abiertas. Freedom House establece como “libres” a aquellos países cuyo índice se sitúa entre 1 y 2.5, de manera que algo más de la mitad de los países latinoamericanos considerados se encuentran en esta categoría; “semilibres” son aquellos en los que el índice se sitúa entre 3 y 5; en la categoría de “no libres” para valores comprendidos entre 5,5 y 7 solamente se encontraría Cuba. El Índice de Desarrollo Democrático (idd),5 que descarta a Cuba por su carácter no democrático, permite establecer cuatro grupos de países plenamente diferenciados de mayor, medio-alto, medio-bajo y menor desarrollo democrático. El primer grupo lo integran Chile, Costa Rica y Uruguay. El segundo, Panamá, Argentina, México, El Salvador, Brasil, Honduras y Colombia. El tercer grupo, de desarrollo democrático mediobajo, está compuesto por Honduras, Colombia, Brasil, Perú, El Salvador y Paraguay. El de menor desarrollo está integrado por Guatemala, Bolivia, Ecuador, República Dominicana, Venezuela y Nicaragua. El tercer índice considerado es el de democracia de eiu, 6 que clasifica y agrupa en cuatro categorías a 167 países y tiene, por tanto, una característica muy relevante y es la de contextualizar a los países latinoamericanos en el panorama mundial.

El primer grupo de democracias plenas apenas si representa el 17 por ciento del total, el segundo grupo de democracias devaluadas son el 32 por ciento, los regímenes híbridos que constituyen el tercer grupo son el 18 por ciento, y finalmente se encuentran los regímenes autoritarios que suponen el 33 por ciento. Es decir, grosso modo, la mitad de los países del mundo considerados no tienen el carácter de democráticos según esta clasificación y un tercio son directamente autoritarios. De 19 países de América Latina abordados en dicho estudio, la gran mayoría se sitúa entre los dos primeros grupos de democracias plenas y devaluadas: Costa Rica y Uruguay están en el primero de ellos, y 13 países se encuentran en el segundo. Lo relevante es, por consiguiente, que solamente hay tres casos de regímenes híbridos (Nicaragua, Ecuador y Venezuela) y uno de régimen autoritario (Cuba). Las dos variables constitutivas del índice que provocan la menor calidad de la democracia en los países latinoamericanos se sitúan en el ámbito, muy complementario por otra parte, de la participación política y de la cultura política. Los 13 países concebidos como democracias devaluadas cuentan con un bajo rango en la expresión de una ciudadanía poco activa políticamente hablando, apática, muy desconfiada y ajena al debate político. Finalmente, el índice de Levine y Molina7 parte de una definición de la calidad de la democracia como la medida en que los ciudadanos participan informadamente en procesos de votación libres, imparciales y frecuentes; influyen en la toma de decisiones políticas, y exigen responsabilidad a los gobernantes, y por la medida en que estos últimos son quienes efectivamente toman las decisiones y lo hacen respondiendo a la voluntad popular. Esta definición identifica cinco dimensiones de la calidad de la democracia que son consideradas individualmente y que se agregan conformando el propio índice; se trata de la decisión electoral, la participación, la responsabilidad (accountability), la respuesta a la voluntad popular (responsiveness) y la soberanía. Los resultados de este índice permiten constatar nuevamente la escala diferenciadora de la calidad de la democracia en los países latinoamericanos. Aunque las distancias reflejan un continuo muy estrecho entre los valores de Costa Rica y de Honduras, dejándose en los extremos a Uruguay en la cima de mayor calidad y a Ecuador y Guatemala como polo de menor calidad, los restantes países proyectan un grupo de calidad alta compuesto por Costa Rica, Chile, Argentina, México y Panamá, otro de calidad media integrado por la República Dominicana, Brasil, Perú y Bolivia, y un tercero de calidad baja en el que se da cabida a Nicaragua, Colombia, El Salvador, Paraguay, Venezuela y Honduras. La relación entre los cuatro índices pone de manifiesto una clara identidad a la hora de señalar cuáles son los países más aventajados democráticamente hablando, así como los que ocupan lugares mucho más atrasados y, además, identifica nítidamente las diferencias existentes en la escala, de manera que avala la tesis de la heterogeneidad regional.

Hipótesis

El hecho de que estos índices se basen fundamentalmente en criterios tendentes a analizar la calidad de los procesos desde el estricto imperio de los mecanismos institucionales que articulan el juego político permite intentar esbozar una serie de hipótesis cuyo carácter exploratorio requiere de mayor análisis. Desde la perspectiva de la oferta, se puede considerar la calidad de los servicios gubernamentales. Desde la perspectiva más inclinada hacia la demanda, cuatro son los elementos de índole institucional vinculados todos ellos al carácter representativo de la democracia que pueden estar en la base interpretativa de los diferentes niveles de calidad de la democracia, y que vendrían ligados: a la operatividad electoral, el funcionamiento de los partidos políticos, las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo y los procesos de descentralización. A todos ellos habría que añadir un factor metainstitucional que se referiría a la calidad de los políticos como sostén explicativo de la calidad de la democracia.

Voy a desarrollar muy brevemente en las páginas siguientes algunas ideas que pueden servir para la operacionalización de estos elementos y para intentar descomponer su peso en el esbozo de una senda explicativa.

La calidad del gobierno, en su condición de Administración Pública, no ha mejorado en la región en la última década. Los diferentes indicadores que miden su rendimiento muestran un nivel claramente inferior al de otras regiones en vías de desarrollo. Además, ponen de relieve que no se trata tanto de algo debido a la cuantía del gasto público dedicado, cuyo monto es ciertamente escaso, sino de aspectos ligados a tener pendiente la superación de la debilidad institucional. Esta se traduce en el mantenimiento de fórmulas de clientelismo y de patronazgo a la hora de la contratación y de la promoción del personal donde brillan por su ausencia los procesos de selección competitiva, neutra y por mérito, y se mantienen diferentes formas de desigualdad interna como sucede en el ámbito de la remuneración (sueldo distinto por trabajos similares) o de la promoción de la mujer. Igualmente se encuentran ausentes mecanismos de definición de una carrera de servicio público y otros de evaluación del rendimiento.

La operatividad electoral quiero articularla en dos dimensiones. La primera es relativa a cuestiones estrictamente organizativas y procedimentales que tienen que ver con el estricto desarrollo del proceso. Aspectos ligados a la confección y actualización del padrón que garanticen la efectiva participación; al establecimiento de los colegios y de las mesas electorales para hacer más accesible el sufragio; a la puesta en marcha de procedimientos de recuento rápidos y fiables, en fin, a la existencia de mecanismos garantes de la totalidad de los derechos de electores y de candidatos. La segunda se refiere a la satisfacción efectiva de las funciones de representación sobre la base de asegurar la inclusión de los distintos grupos que proyectan su presencia en la arena política en función de su tamaño y, a la vez, de posibilitar la conformación de mayorías que den estabilidad y faciliten la acción de gobierno.

Los partidos políticos mantienen la posición más baja en la tabla de confianza institucional regional, como otras instituciones representativas de la democracia liberal que languidecen por debajo de los 50 puntos en una escala de 0 a 100 (el valor de los partidos es 35, el sistema judicial 43 y el legislativo 44, frente a las Fuerzas Armadas con 60 o la Iglesia con 69).9 Sin embargo, comparando esta baja marca de los partidos con la que se da en otros países y tomando en consideración que una mayoría de los latinoamericanos considera que la democracia es inviable sin su presencia,10 en mi opinión y contrariamente a un extendido sentir, no debería ser tomado el punto del repudio de los latinoamericanos a los partidos como un eje significativo de su papel presente en la política regional. Es la oligarquización de los mismos el aspecto probablemente más relevante. Si bien es un aspecto general de cualquier partido, en América Latina tiene que ver con bajos niveles de institucionalización, tanto de los sistemas de partidos como de los propios partidos. El primer ámbito ha venido siendo objeto de atención, constatándose su relación con otros aspectos del sistema político. El segundo se vincula a los matices organizativos propios de la misma maquinaria del partido, que pasan por su financiación, el reclutamiento de su personal y las vías de su promoción y profesionalización, y a otros derivados del entramado democrático en el que están insertos, lo que lleva a replantearse los procesos de selección de sus líderes y de elaboración de sus programas mediante canales de mayor o de menor participación y transparencia.

Poderes

Las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo componen un escenario que ha sido fruto de una abundante literatura acerca de su impacto en el devenir de la democracia en América Latina, un espacio político dominado por el presidencialismo. Sin embargo, lejos de contemplar el problema como algo derivado de una determinada arquitectura constitucional, la evidencia empírica requiere de análisis más minuciosos desde la perspectiva de las funciones desempeñadas por uno y otro Poder del Estado y de la manera en que interactúan. El Poder Legislativo en América Latina ha sido con frecuencia ninguneado como actor relevante del juego político y ello es de particular importancia en una región donde el número de países en los que el presidente cuenta con un apoyo mayoritario estable en el Congreso es minoritario. Por consiguiente, deben analizarse con cuidado las funciones de los Ejecutivos y de los Legislativos,13 así como los mecanismos que pueden llegar a producir consensos amplios en los que se debe tener en cuenta no solo factores institucionales o de relación de fuerza partidista existente, sino también elementos de carácter más subjetivo.

Los procesos de descentralización, desde la perspectiva de la representación, configuran un escenario donde pueden estrecharse los lazos entre representantes y representados en la medida en que se den tres circunstancias: se reduzca y desagregue el tamaño del universo político, se distribuyan los recursos materiales y simbólicos a lo largo de diferentes unidades de poder, y se definan mecanismos de democracia horizontal y de rendición de cuentas. No obstante, la incidencia de estos factores en la calidad de la democracia no es evidente. Los procesos de “devolución” no siempre conducen a iguales resultados en función del caso concreto en el que se producen. Hay al menos cuatro eventualidades cuya presencia (o ausencia) puede afectar significativamente el resultado: se trata de la presencia de una (s) elite (s) con fuerte capacidad de liderazgo; de la existencia de grupos con identidades diferenciadoras muy marcadas; de una situación global de alta desigualdad social, económica o cultural; y de factores internacionales que catalicen el proceso. Los acontecimientos vividos en el mundo andino son un excelente taller de prueba para constatar en qué medida esta variable juega contra la calidad de la democracia, mientras que en Brasil o en México el sentido de la relación es positivo.

Finalmente, la clase política es una variable independiente que desempeña un papel muy importante en el proceso global de calidad de un sistema democrático, como se ha demostrado con énfasis muy recientemente.15 La calidad de los políticos es un concepto difícil de establecer, pero puede integrar en el mismo su experiencia en el seno del partido, su experiencia en el oficio público (como representante o como cargo ejecutivo con un nivel mínimo de responsabilidad) y su nivel educativo. Los datos de un reciente trabajo16 ponen de relieve que solo dos de las tres democracias consideradas más fuertes y con mayores niveles de calidad de América Latina, Chile y Uruguay, se caracterizan también por tener una mayoría de diputados de calidad.17 Las democracias más débiles de la región andina

y de Centroamérica, o con bajas puntuaciones de calidad democrática como Guatemala, Ecuador o Bolivia, obtienen también bajas puntuaciones en la clasificación de calidad de sus legisladores. La calidad de los políticos es un apartado que requiere ser tenido en mayor consideración que la manifestada hasta el presente.

Notas

Sobre diferentes medidas de calidad democrática en la región latinoamericana puede consultarse Altman y Pérez-Liñán (2002). Una aproximación teórica y empírica puede verse en O ́Donnell, Vargas Cullell e Iazzetta (2004); también en diferentes trabajos en Journal of Democracy, vol. 15, n.o 4, 2004, y más ampliado en Diamond y Morlino (2005).

Ver Diamond y Morlino (2004: 21).

Ver Amaral y Stokes (2005: 11).

Ver Diamond y Morlino (2004: 22).

El idd está compuesto por indicadores que miden los atributos de la democracia formal sobre la base de elecciones libres, sufragio universal y participación plena (dimensión I) y otros de la democracia real articulados en tres dimensiones: el respeto de los derechos políticos y libertades civiles (dimensión II), la calidad institucional y la eficiencia política (dimensión III) y el ejercicio de poder efectivo para gobernar (dimensión IV), esta última escindida en la capacidad para generar políticas que aseguren bienestar y, en segundo término, eficiencia económica. Son, por tanto, indicadores procedentes de percepciones subjetivas pero también de rendimientos empíricamente cuantificables.

Este índice es el resultado de la integración de cinco variables: los procesos electorales y el pluralismo, el funcionamiento del Gobierno, la participación política, la cultura política y las libertades civiles.

Ver Levine y Molina (2007).

Ver Clements, Faircloth y Verhoevewn (2007: 18-21).

Ver Seligson (2007: 89).

El 44 por ciento de los latinoamericanos, como promedio, está de acuerdo con la pregunta: “¿Puede haber democracia sin partidos?”, con casos excéntricos como los de Ecuador y Haití, con 50,5 por ciento y 62,2 por ciento, respectivamente. Ver Seligson (2007: 90).

La obra pionera de Mainwaring y Scully (1995) debe ser considerada en este sentido. Ambos autores establecieron cuatro condiciones para que un sistema democrático de partidos estuviera institucionalizado: la estabilidad de las reglas y de la naturaleza de la competición interpartidista, la posesión de raíces estables en la sociedad por parte de los principales partidos, las elecciones como ruta primaria para acceder al gobierno y la relevancia de las organizaciones de los partidos (Mainwaring y Scully, 1995: 5).

Todavía Valenzuela (2004) ha argumentado sobre el componente conflictivo del propio presidencialismo latinoamericano que se había cobrado la cabeza de una docena de presidentes en las últimas dos décadas. Argumento que venía a coincidir con el elaborado por Fish (2006), aplicable a los países poscomunistas, donde demuestra la vinculación existente entre la fuerza del Poder Legislativo y la consolidación democrática.

Sobre estas últimas y su peso puede verse Alcántara, García Montero y Sánchez López (2005).
 Con una correlación de fuerzas muy similar, un entramado institucional idéntico y siendo del mismo partido que su predecesor, Felipe Calderón ha establecido en menos de un año de gobierno una agenda colaboradora con el Congreso mexicano superior a la que en seis años llegó a definir Vicente Fox.

Ver Alcántara (2006).

Ver Martínez Rosón (2006).

Concepto que alude a las capacidades personales del político y a su integridad (Martínez Rosón, 2006: 181).

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