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Un verso que es una novela

by Paul Brito
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Un punto ciego, un dato escondido, un narrador escéptico. La novela requiere para su construcción de estrategias y visiones, a diferencia del cuento, ya que el cuentista debe tener siempre una verdad a mano para desnudarla. Paul Brito realiza un paseo evaluador sobre la obra de su compatriota Gabriel García Márquez para encontrar en los destellos de su imaginación creadora los elementos que la configuran, donde, siempre, la poesía jugará su rol luminoso y necesario.

En una columna de opinión, el escritor Javier Cercas enunció una teoría según la cual toda novela debe contener un punto ciego: un ángulo adonde no llega la visión del autor ni la del lector. Ese punto ciego ya había sido explicado por Mario Vargas Llosa cuando, tomando de referencia la teoría del iceberg de Hemingway, hablaba en Cartas a un joven novelista de datos escondidos definitivos, abolidos para siempre de una novela; él los llamaba elípticos para diferenciarlos de los que solo han sido encubiertos provisionalmente para crear expectativa o suspenso, como en las novelas policiales.

Sin ese punto ciego o sin ese dato escondido elíptico, sin ese gran porcentaje sumergido del iceberg, sería imposible el desarrollo de una novela. Por la misma razón, una narración novelesca nunca debería estar basada en una verdad sino en una visión, nunca debería apoyarse en una respuesta sino en una pregunta. De ahí también que un novelista deba ser más bien escéptico: asumir que puede acercarse al núcleo de la historia y dar vueltas alrededor, aproximarse bastante, pero nunca tocarlo. La novela escamotea la respuesta central, incluso la de tesis, donde esta opera más bien como pista o hilo conductor. Para que pueda funcionar, una novela debe ser una suerte de prestidigitación, un juego de espejos o muñeca rusa que se desviste en otra más pequeña sin llegar nunca a la última. Por eso Vargas Llosa afirmaba que una novela es un striptease al revés.

Estas ideas sobre la novela me hacen pensar que un cuentista debe ser todo lo contrario. Alguien que cree ciegamente en una verdad y en que puede desnudarla en algún momento. Al contrario del novelista, debe ser crédulo y confiar en que esa verdad primordial habrá de asomarse en algún instante milagroso de la historia. Nada de quedarse latiendo entre líneas o entre páginas o entre capítulos, como en una novela. En un cuento, el punto de luz debe transparentarse, salir a flote en forma de comprensión, de entendimiento profundo, de epifanía. Por eso en un cuento siempre hay un personaje que al final comprende, que se eleva sobre sus circunstancias y se da cuenta de algo importante para sí mismo. Si no, el lector va a sentir que le quedan debiendo algo, que el cuento no fraguó.

Un cuento es lo más cercano a una esperanza efectiva, a una plegaria atendida. Una novela, en cambio, es una expiación, una confesión detallada que nunca llega a la revelación final. El cuentista se encamina ciegamente hacia un punto de luz que promete disipar las tinieblas. El novelista no camina a ciegas, pero su voz es una linterna que no alcanza a iluminar la meta, apenas deja ver el camino por donde el narrador se va internando en lo más profundo de la selva.

Un punto ciego y uno luminoso

Crónica de una muerte anunciada es un buen ejemplo de punto ciego en una novela. A pesar de su estructura policial, nunca sabremos si Santiago Nasar cometió realmente el crimen, esa gran falta contra los códigos sociales del pueblo que es mancillar la honra de una muchacha. De principio a fin la historia nos mantiene indecisos entre la culpabilidad y la inocencia del protagonista, sin llegar nunca a un fallo definitivo. La pregunta central de la novela se multiplica en otras preguntas. Su elocuente oscuridad reproduce otros agujeros negros igual de fértiles e igual de gravitatorios, que generan otras órbitas narrativas. El lector debe inventarse su propio cuento de la verdad a partir de los matices y claroscuros de la novela, así como el lector de un cuento debe inventarse la novela que el cuentista ha dejado por fuera del clímax de la historia, de esa «unidad de efecto o de impresión» que pedía Edgar Allan Poe para el cuento.

«La prodigiosa tarde de Baltasar» es un buen ejemplo del punto luminoso de un cuento y de cómo ese punto ilumina el resto de la historia y sus personajes, y sobre todo la vida del lector, su historia personal, su propio contexto. En el relato de García Márquez, un carpintero fabrica una jaula nunca antes vista, un encargo del hijo del hombre más rico del pueblo. La jaula resulta ser una creación maravillosa, «una aventura de la imaginación», como la define el doctor Octavio Giraldo, un personaje que está interesado en comprarla. El artefacto es tan extraordinario que, según Giraldo, «ni siquiera será necesario ponerle pájaros, bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola». Sin embargo, este no es el punto luminoso del relato sino apenas su anticipo. El punto de luz será la decencia a toda prueba del carpintero, su innegociable y hasta brutal honestidad, en contraste con la soberbia y el utilitarismo de José Montiel y la cosificación a que ricos como él someten todo lo que les rodea. El cuento se convierte en una épica del pobre, del individuo marginal. ¿No es acaso esa la meta de todo cuento?: la épica discreta del perdedor, del solitario, del que responde a sus propias leyes antes que a la ley social y sus férreas convenciones, la épica discreta pero en algún momento explícita del que pierde externamente para ganar por dentro.

En últimas, un cuento siempre debe producir la redención de un personaje, su salvación individual, por encima de los códigos de su entorno e incluso por encima del sentido común, que sí son activos y determinantes en el marco de la novela. Los ricos prepotentes como Montiel se amparan en marcos distintos a los de su interioridad para evadir la responsabilidad de sus actos; los pobres como Baltasar se bastan a sí mismos y no necesitan del entorno ni de las circunstancias colectivas o históricas para redimirse. Los ricos como Montiel no se limitan al ámbito de su conciencia, porque esta les parece una jaula y no propiamente como la de Baltazar. Baltazar llega a ser consciente del brillo de su dignidad y de cómo alumbra a las personas del pueblo: «Se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado». Como ya dije, en un cuento la luz viene de adentro de un individuo y se amplifica a un marco más amplio, se desborda, se derrama; en la novela es el mismo alumbrado público de la historia lo que orienta a cada personaje y lo permea, lo ayuda a mirarse por dentro. Las novelas, más que redondear una lección individual, reflejan el estado de cosas, y sus héroes solo pueden imponerse si saltan sobre ese entramado y se impulsan con la propia tensión de esa red.

Mientras que en el cuento el brillo debe salir del interior de un personaje para llegar a los otros, en una novela la única forma de que un personaje brille es que el contexto le sea propicio, que los astros de la historia se alineen a su favor. Por todo esto pienso que El coronel no tiene quien le escriba es más bien un cuento. La dignidad del coronel es una respuesta más que una pregunta, un centro de luz, una epifanía. Su salvación es individual y procede profundamente de su voluntad, de sus fuerzas internas. Lo mismo pasa en «Un día de estos»: a cada momento y en cada gesto se transparentan la valentía y la dignidad del dentista del pueblo, al margen de las fuerzas externas representadas por su paciente de turno, el alcalde. 

Una novela que es un poema

La novela nace como una respuesta a las epopeyas, a las historias heroicas. Es una revaluación de la épica. Ya no hay un héroe que se imponga a su entorno y lo transforme, sino un antihéroe moldeado por su entorno, aunque a veces el ambiente logre transformarlo precisamente en un héroe.

Una novela es una épica discreta, una epopeya que lleva al extremo la discreción y la ambigüedad del cuento, y por eso termina siendo en líneas generales una tragicomedia. El héroe novelesco debe extraer su victoria del contexto y no a pesar de este. Por eso en Cien años de soledad la comprensión de los pergaminos de Melquíades solo es posible cuando desaparece literalmente el pueblo, su marco colectivo, las fuerzas externas que supeditaban la novela y no le permitían volver a su esencia de cuento. Cien años de soledad es una novela con la forma medular de un cuento, una novela con muchas capas narrativas encima de un solo y único relato. Y eso solo es posible porque, como quizá ningún novelista lo había hecho antes, García Márquez no solo se encarga de crear un mundo sino de clausurarlo; ese cierre definitivo que le da a su enorme marco narrativo es lo que le permite tratar a su novela como una pieza cuentística con epifanía incluida. Y es quizá el gran mérito y la trascendencia de ella.

La rebeldía contra la ley social, contra los poderes externos, la dignidad innegociable en medio de la derrota, tan patentes en personajes de sus novelas-cuentos, como el viejo coronel que espera la pensión y el mismo coronel Aureliano Buendía, están presentes con mayor razón en sus cuentos. Además de los relatos que hemos comentado y que pertenecen a Los funerales de la Mamá Grande, hay otro tipo de cuentos en su siguiente recopilación (La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada), donde la diferencia la establece un cambio real, colectivo, generado desde el interior de los personajes: una proyección interna invade la realidad social. En «Un día de estos» y en «La prodigiosa tarde de Baltasar» del primer libro de cuentos, el cambio es virtual y comedido; lo vemos en la superficie del personaje y de la historia, pero no logra trascender al resto de los hombres de forma concreta. Hay una afirmación individual que no alcanza a ser una afirmación propiamente colectiva.

Por el contrario, en su segundo libro de cuentos, y más exactamente en «El último viaje del buque fantasma», un barco que supuestamente habitaba solo en la imaginación de un personaje, termina irrumpiendo y encallando en el pueblo: «Pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia». En «El ahogado más hermoso del mundo», la irrupción de un muerto bello y monumental termina amplificando sus ondas de grandeza a los habitantes de todo el pueblo, quienes desde su aparición habrán de soñar con pisos más fuertes, puertas más anchas, techos más altos. Son cuentos que aspiran a la intensidad de un poema, y no solo en el contenido sino también en la forma. La continuidad que rastrean entre el mundo real y el imaginario pasa también por la continuidad poética de su lenguaje y de sus imágenes, y por esa fluidez y prolongación sintáctica que busca su plenitud en una sola oración, en un solo verso, y halla su máxima expresión en El otoño del patriarca.

¿Qué otra cosa son los capítulos circulares de esta novela y qué otra cosa los capítulos concéntricos de Crónica de una muerte anunciada, y todas las generaciones intensivas de Cien años de soledad que una ambición poética? La aspiración de García Márquez habría sido entonces no solo volver una novela un cuento y no solo volver un cuento un poema, sino proporcionarle directamente a la novela la unidad y la intensidad de un verso.


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