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Los derroteros de las artes visuales en el contexto dominicano

by Lilian Carrasco
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En la República Dominicana, las artes visuales han estado signadas por el escaso apoyo institucional, lo que se ha agudizado en los últimos años, debido al escaso presupuesto y atención dedicados a esta área de la cultura. Hay que conectar con los orígenes para comprender mejor los derroteros del arte dominicano. Y es que en este país caribeño la academia se desarrolló de forma tardía en comparación con el resto de los territorios colonizados en América.

Aunque Santo Domingo fue el espacio en el que se erigieron las primeras construcciones y donde se inició el coleccionismo en el Nuevo Mundo, con las obras que acompañaron a don Diego Colón y doña María de Toledo, no hay registros de la fundación de una academia de arte en el período colonial a nivel institucional. Las primeras iniciativas surgen de manera individual y ocasional, porque el arte llegaba mayormente desde Europa para decorar los templos y las residencias de los grandes señores.

Con la declaración de la independencia dominicana en 1844, el naciente fervor patriótico animó a los artistas del momento a crear obras en el territorio nacional. De esta etapa se registran valiosos ejemplares como el retrato de Juan Pablo Duarte realizado por el artista Alejandro Bonilla, considerado como la primera figura que nos ofrece la historia del arte dominicano y quien mejor representa el nacionalismo en boga. A la referida obra le siguen otros modelos representacionales del padre fundador de la república correspondientes a los artistas Luis Desangles y Abelardo Rodríguez Urdaneta, de los primeros maestros del arte nacional. Debemos hacer una parada en Rodríguez Urdaneta, considerado como uno de los más polifacéticos artistas dominicanos. Incursionó lo mismo en la música que en la pintura, el dibujo, la escultura y la fotografía. En 1908 fundó su academia de arte con el apoyo del entonces presidente Ramón Cáceres, inaugurando así un nuevo ciclo para el arte dominicano.

Durante los años que van de 1920 a 1940, tres fueron los puntos focales para el desarrollo de la enseñanza del arte en el contexto dominicano: Santiago de los Caballeros, Santo Domingo y La Vega. En Santiago de los Caballeros, como figura clave estuvo el pintor Juan Bautista Gómez, quien orientó a los artistas Yoryi Morel y Federico Izquierdo. La maestra Celeste Wos y Gil se ocupó de formar en Santo Domingo a Delia Weber, Gilberto Fernández Diez, Elsa Gruning, Xavier Amiama y a su alumno aventajado Gilberto Hernández Ortega. Por su parte, Enrique García Godoy permaneció en La Vega, marcando el camino al artista Darío Suro.

No fue hasta entrado el siglo XX cuando se fundó, en 1942, la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA) y, junto con ella, la primera edición de la Bienal Nacional de Artes Plásticas, lo que activó el escenario artístico dominicano, conformándose con los egresados de la ENBA las primeras generaciones de artistas. La participación de Celeste Woss y Gil en la conformación de la academia fue de capital importancia. La experiencia de la maestra se unió a los aportes de grandes creadores del arte europeo que habían llegado a finales de la década de 1930. Sobresale el escultor español Manolo Pascual, quien fungió como director de la ENBA. Asimismo, se integraron a la docencia el maestro catalán José Gausachs y el pintor de origen alemán George Hausdorf. Más adelante, se unen los maestros españoles José Vela Zanetti y Eugenio Fernández Granell. Del primer grupo de egresados de la ENBA tenemos a Gilberto Hernández Ortega, Clara Ledesma, Gilberto Fernández Diez y Marianela Jiménez. También, a Nidia Serra, Luichy Martínez Richiez y Antonio Prats Ventós. Se trató de una matrícula diversa entre pintores, dibujantes y escultores que cultivaron el lenguaje moderno para expresar sus inquietudes sobre la realidad del momento.

La creación de la academia permite periodizar mejor el proceso creativo. Se desarrolló el juicio crítico y se activó el periodismo cultural. En este contexto hay que destacar como figura clave a doña María Ugarte en el periódico El Caribe. Se suman, asimismo, los aportes de los Cuadernos Dominicanos de Cultura, por medio de las entregas de Pedro René Contín Aybar.

Un punto importante para el arte dominicano en la década de 1940 fue la presencia de André Bretón en República Dominicana, así como la del maestro cubano Wifredo Lam. Ambos tuvieron intercambios con los principales grupos artísticos del país. El encuentro con Lam fue determinante, pues, al igual que los dominicanos, no era un negro puro, sino un mulato descendiente de la mezcla del chino con el negro. Su condición de hibridación le lleva a valorar lo negro desde el París que entronizaba la cultura africana, lo que hace que sus manifestaciones coincidieran con lo que encontró al llegar a Santo Domingo.

Otro gran acontecimeinto es el arribo de Jaime Colson, quien se había formado en Europa y fue condiscípulo de Salvador Dalí, además de alumno de Joaquín Sorolla. Colson crea su propia escuela desde las aulas de la ENBA, donde fue director en la década de 1950 y a finales de la década de 1960. Siempre estuvo en sinergia con Gilberto Hernández Ortega, Clara Ledesma y José Gausachs, con quienes conformó el grupo Los Cuatro. Mediante este conjunto los artistas combinaban sus técnicas y estilos, de lo que resultaron creaciones híbridas de gran trascendencia tanto en lo formal como en lo estético.

El arte dominicano producido en el siglo XX siguió los movimientos y estilos imperantes a nivel internacional, pero desde el punto de vista representacional, como es natural, los artistas se interesan por la realidad local. También se nutren de las nuevas ideas políticas y corrientes ideológicas que gravitaban en América Latina. De modo que se conservan importantes registros de paisajes, retratos y bodegones en los que aflora lo vernáculo.

A nivel compositivo dos aspectos marcan el arte dominicano: la luz y el color. Esta preeminencia obedece fundamentalmente a la ubicación geográfica, pues resultan inspiradores el multicromático mar Caribe y la incidencia directa de la luz del trópico. De manera que en las obras de los artistas dominicanos se registra una gama de tonos que difícilmente se pueden encontrar en la paleta de otros creadores foráneos.

No obstante, a pesar de que el arte dominicano se ha mantenido en ascenso, son escasos los textos que integran un análisis teórico en el que se promueva la investigación. Buena parte de las publicaciones que abundan están amparadas en la crítica y no en la documentación, por lo que los escritos se encuentran permeados por la subjetividad de sus autores. Desde el punto de vista historiográfico han sido notables los esfuerzos de varios especialistas, entre los que se destaca la figura de Danilo de los Santos, a quien le corresponde con sobrado mérito el nombre de padre de la historia del arte dominicano. Así lo avala su ardua y enriquecedora producción bibliográfica enmarcada, entre otras publicaciones, en su Memoria de la pintura dominicana (2003-2009), obra auspiciada por el Centro León Jimenes. Se trata de un amplio registro documental en el que el autor sistematiza, reflexiona y reproduce la labor de cientos de artistas en un amplio recorrido por el arte taíno, desde el período colonial, hasta llegar a los primeros años del siglo XXI.

De igual modo, hay que reconocer el significativo aporte realizado por el historiador de arte Cándido Gerón, quien ha logrado compilar el mayor acervo biográfico de artistas dominicanos. Esto se confirma al revisar sus Enciclopedias de las Artes Plásticas Dominicanas (publicadas desde 1994 al 2011) y la Enciclopedia de la gráfica dominicana, tomos I (1987) y II (2021), además de decenas de monografías sobre la producción visual de muchos artistas, y ensayos sobre arte en general.

Necesariamente, el artista debe estar acompañado por varios especialistas, entre ellos, el historiador del arte, figura clave, pues es el responsable de periodizar la vida y la producción visual del creador en diálogo con el momento histórico. Resulta imperioso que se generen registros documentales que puedan amparar la labor artística, además de que el grueso de información sea difundido en universidades, museos, centros de bienes culturales, galerías y otros espacios afines. De no agotarse este proceso, los esfuerzos serán nulos, pues todo permanecerá en el anonimato.

Si bien es verdad que dentro del plan de estudios de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) se encuentra la carrera de Historia y Crítica de Artes, y se reflexiona sobre la materia a través del Simposio Internacional, no menos cierto es que son pocos los egresados. Esto se atribuye, en gran medida, a que no es un oficio bien remunerado. Con la intención de cambiar el escenario descrito, un grupo de profesionales se ha agrupado en la Asociación Dominicana de Historiadores de Arte (ADHA), entidad sin fines de lucro que procura impulsar las funciones del oficio para avivar el análisis, estudio e investigación del arte dominicano, su desarrollo y promoción.

En el 2004, se inició un proceso de actualización del plan de estudios de los centros de enseñanza a nivel artístico, y el Consejo Nacional de Cultura aprobó el Reglamento de formación artística especializada, el 15 de febrero del 2006. En ese contexto, al remodelarse su edificio en el 2008, la Escuela Nacional de Bellas Artes pasa a denominarse Escuela Nacional de Artes Visuales. El cambio se hizo con el fin de insertar nuevas asignaturas en la siguiente revisión del plan, pero todo continúa como en un principio. Hay que revisar y actualizar la oferta académica de la Escuela Nacional de Artes Visuales (ENAV). Asimismo, se precisa mayor integración entre los artistas. El Colegio Dominicano de Artistas Plásticos (CODAP) debe convertirse en una entidad más visible, a través de la cual los creadores se sientan representados, desarrollando una agenda conjunta con la Asociación Dominicana de Artistas Visuales (ADAV). Estas entidades deben promover el intercambio y trabajar para mejorar las condiciones de la clase artística.

Es tema pendiente la activación de la economía naranja con la finalidad de valorar la creación como un trabajo legítimo que genere una remuneración digna. De igual forma, urge la puesta en vigencia de la Ley de Mecenazgo No. 340-19, a través de la cual se establece un régimen de incentivos para la clase artística. La norma cuenta con un reglamento de aplicación mediante el decreto No. 558-21, y puede motorizar la inversión en obras de arte para mejorar así la condición de la clase artística.

Uno de los mayores patrocinadores del arte dominicano es el Estado, aunque no siempre de manera institucional, sino a partir de iniciativas independientes. Se han conformado valiosas colecciones desde la administración pública. En este plano, sobresale la figura de Miguel Cocco, gran mecenas del arte dominicano. Muestra de ello es la colección de la Dirección General de Aduanas. Al igual que Miguel Cocco, otros gerentes de instituciones se han identificado con el coleccionismo, propiciando así la creación de la colección del Banco Central, la del Banco de Reservas, la de la Cámara de Diputados y la colección del Banco Nacional de la Vivienda, actual Banco de Desarrollo y Exportaciones. Desde estas instancias se ha logrado recoger un grueso de obras representativas del arte dominicano.

Hay que entender que la cultura permea todas las áreas de la sociedad y que el arte, en tanto elemento de la cultura, pasa a ser una de las manifestaciones más estimulantes. Se debe educar, sensibilizar y difundir nuestro patrimonio, pero para ello hay que desplegar una amplia agenda de trabajo que permita la reivindicación de todo el entramado. Con esfuerzo, constancia y dedicación, creemos que esto puede lograrse.


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