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A un siglo de «La utopía de América»

by Carlos María Romero Sosa
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Repaso histórico y analítico del gran texto de Pedro Henríquez Ureña, que destaca su vigencia actual, a pesar de haber transcurrido un siglo desde que leyera su contenido en una universidad argentina. Un acontecer dialéctico como proceso y totalidad para rectificar agravios ancestrales y elevar los horizontes hispanoamericanos de nuestros días. El 14 de octubre de 1922, se cumplió un siglo de que Pedro Henríquez Ureña (1884- 1946) pronunciara, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, la conferencia «La utopía de América», uno de sus trabajos más emblemáticos.

El disertante fue presentado en la ocasión por el escritor y crítico Rafael Alberto Arrieta, quien tanto bregara luego para que el dominicano fuere designado profesor en alguna institución educativa argentina, algo que ocurrió en 1924 cuando se hizo cargo de las cátedras de Castellano en el Colegio Nacional de La Plata, dependiente de la casa de estudios que creará Joaquín V. González. Al día siguiente, domingo 15 de octubre, La Prensa de Buenos Aires informaba a dos columnas, en la página 18, respecto de las particularidades del acto titulado: «La Utopía de América Mensaje de Confraternidad». Destacaba el periódico la personalidad del orador, la concurrencia al evento de Arturo Marasso y su discípulo el poeta reformista y americanista Héctor Ripa Alberdi, resumía las partes principales de la disertación y transcribió entre otros pasajes las palabras iniciales: «La América necesita su espíritu haciendo práctica de las frases que la Universidad de México ha estampado en su escudo: Por mi raza hablará el espíritu».

Henríquez Ureña había arribado al país poco antes proveniente de Brasil como integrante de una comitiva oficial mexicana enviada para participar en los actos de traspaso del mando presidencial de Hipólito Yrigoyen a Marcelo T. de Alvear, a llevarse a cabo el 12 de octubre de aquel año. Esa comisión, detalla Enrique Zuleta Álvarez,1 estaba encabezada por el secretario de Educación del país azteca, José Vasconcelos, y de ella también formaban parte, entre otras figuras, el poeta Carlos Pellicer, el pintor Roberto Montenegro y el académico Julio Torri, precursor del microcuento que tanto y tan magníficamente desarrollarían después su compatriota Juan José Arreola y el hondureño exiliado en México Augusto Monterroso.

La carta introductoria al editor de «La utopía de América»

La exposición de Henríquez Ureña, que publicó completa en 1925, con pie de imprenta también en La Plata, Ediciones de Estudiantina, a cargo de Juan Antonio Villarreal, ha sido desde entonces innumerables veces reeditada. Sin embargo, en general, se suprimieron las dos carillas preliminares, que sí figuran en el opúsculo de 1925 y corresponden a la carta, suerte de introducción explicativa y justificativa retrospectivamente del alto ensayo. Esa epístola fue enviada por el autor al citado Villarreal, quien, en dato de Carlos Paz presente en Efemérides literarias argentinas,2 era un platense escritor y abogado nacido en 1905, director en 1928 de la revista Don Segundo Sombra.

Su omisión se puede constatar, por ejemplo, en Plenitud de América: ensayos escogidos,3 con nota preliminar del escritor y diplomático argentino Javier Fernández.4 También, en la antología intitulada La utopía de América, publicada en 1978 en la colección de la Biblioteca Ayacucho de Venezuela, con prólogo de Rafael Gutiérrez Girardot y compilación de Ángel Rama y Rafael Gutiérrez Girardot.

Sin embargo, es también en sus breves párrafos donde si bien se revela Henríquez Ureña algo escéptico: «el mundo no mejora con la rapidez que ansiabamos cuando teníamos veinte años», da cuenta de que, soñador quijotesco al fin, no depuso su aspiración juvenil a que «nuestra América suba adonde quiero». Intuyó, pues, una suerte de elevadora Anábasis colectiva en beneficio del género humano y marcó para tan altos fines, como antes hicieran los padres fundadores de nuestra Independencia, desde Simón Bolívar a José Gervasio de Artigas y desde José de San Martín a José Francisco Morazán, la necesaria empresa de la unidad de nuestros países, a condición no de sumar poblaciones, territorios y recursos, sino de servir más y mejor a filantrópicos ideales. Diferenció la creación de una «magna patria» del mero hecho de constituirse en un bloque puramente defensivo o, lo que sería peor, con posibilidades ofensivas e imperialistas.

Esas nociones que subyacen en la carta a Villarreal fueron expuestas con más detenimiento en «Patria de la justicia», ensayo utópico también de 1925: «Debemos llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal propósito fuera su límite en sí mismo, sin implicar mayor riqueza ideal, sería uno de tantos proyectos de acumular poder por el gusto del poder, y nada más. La nueva nación sería una potencia internacional, fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores en el seno de la humanidad atribulada».

Cartesianamente distinguió, asimismo, en la carta que resume su sentido de unidad hispano- americana, entre dos ideas claras y distintas: el nacionalismo espiritual, «el que nace de las cualidades de cada pueblo cuando se traducen en arte y pensamiento», y el nacionalismo político, «que sólo se justifica temporalmente como defensa del otro espiritual».

Eran los tiempos de la Unión Internacional Paneuropea, tras la propuesta del Estado Europeo Unificado del conde austriaco Richard Coudenhove Kalergi, situaciones de las que evidentemente tomó nota el maestro dominicano: «¡Mientras la rencorosa y abigarrada Europa no se ruboriza de su federación futura, nosotros por miedo a parecer ingenuos, no sabemos romper la lugareña estrechez que se da aires de malicia desengañada!».

Como un Sócrates moderno, bregaba desde esas líneas prologales por el reinado de la justicia, como virtud sustentadora de la armonía social consistente en que cada cual haga lo suyo. Quizá pensaba menos en una justicia propiamente legal que en el ejercicio de la equidad: «Lo justo y lo equitativo son la misma cosa, y, sin embargo, pese a que ambos son buenos, lo equitativo es mejor», enseña Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Justicia entonces en grado de equidad abierta a la solidaridad humana; y sin forzar la interpretación de sus palabras, justicia dada a reparar, a través de la «restitutio» a cargo y a conciencia de la comunidad, las desproporciones de índole material patentes: «cuando el dolor humano golpea inútil- mente a la puerta de nuestra imaginación».

Anticipó así a Villarreal lo mucho que iba a desarrollar su pensamiento en ese sentido en las siguientes páginas de La utopía de América y sobre todo en «Patria de la justicia», en sus palabras el corolario de aquella.

Una utopía en un siglo de distopías

En busca de antecedentes de su Utopía, Henríquez Ureña se remontó a la Atenas de Aristófanes y a sus comedias, que satirizan al propio Sócrates en «Las nubes» y a la sociedad ideal de

«La República» en «Las asambleístas», para admitir que ese burlarse de personajes y construcciones intelectuales representaba ya una forma de comprensión y se diría de naturalización del género utópico, del cual la platónica «República» constituye el punto más alto. (Rafael Gutiérrez Girardot remite a Ernst Bloch y su obra Geist der Utopie como posible influencia del ensayo de Pedro Henríquez Ureña).

Lo cierto es que, adelantado de la Utopía merecedora de ese nombre en el continente en un siglo de distopías, desconfió de soluciones económicas, poco probables con las recetas del «capital disfrazado de liberalismo» (sic) y postuló al mismo tiempo que el justo y bienvenido «intento de reforma social y justicia económica no sea el límite de las aspiraciones». Porque, aparte de esos imperativos, su Utopía, vigente y urgente hoy a más de cien años de concebida, vislumbra el fin de los círculos viciosos de la postración por el analfabetismo: «demos el alfabeto a todos los hombres», clamó, sarmientino; de la explotación capitalista: «demos a cada uno los instrumentos para mejor trabajar en bien de todos», y de la sumisa balcanización contranatural de la unidad de Hispanoamérica. Por contrario, el imperio marca el norte de la conformación espiritual de nuestra «magna patria» resultante de la tradición y del proyecto, de la realidad y de la visión ensanchada del porvenir, en la brecha abierta milenios atrás a orillas del Jónico y el Egeo.

De afirmarse el hombre hispanoamericano sobre sus potencias individuales, sin renunciar a las energías comunitarias encaminadas a activar la justicia social y la libertad en ineludible tarea colectiva, convertirá el pasado en historia e iluminará el futuro precisamente con utopías. Ese sujeto dará el salto no mortal, sino vital, vitalismo al «hombre universal», sin antecedente intelectual en el «superhombre» nietzscheano, aquel que entiende el altruismo como decadencia y ve en la compasión una muestra de moral de esclavos. Amores son realidades y la universalidad propuesta en 1922, bien lo entendió Henríquez Ureña, no es descastar: «en el mundo de la utopía no deberán desaparecer las diferencias de carácter, que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones».

Nada contradictorio por lo demás resulta que el autor del libro Plenitud de España, publicado en 1940, haya ahondado tanto y se identificará de tal modo con las culturas precolombinas al punto que las primeras páginas de La utopía de América elogian lo autóctono de México, sin pasar por alto la peculiaridad de los ocasionales equilibrios entre sus tradiciones ancestrales y los nuevos impulsos progresistas del país azteca integrado al orden occidental con su Revolución reformadora de estructuras arcaicas y su promovido constitucionalismo social: «Advertiréis que no os hablo de México como país joven según es costumbre hablar de nuestra América, sino de país de formidable tradición, porque bajo la organización española persiste la herencia indígena, aunque empobrecida». Y destacó como símbolo palpable de ello a su ciudad capital: azteca, colonial e independiente.

Era el mismo americanista que admitió en su hora: «España, única en especie de pueblos conquistadores, engendra junto al hombre de la violencia, al hombre de la caridad. Este hombre de la caridad no es el misionero que va tras el hombre de empresa y santifica las usurpaciones y aplaude el éxito material, declarándolo premio a la virtud: es la encarnación de la conciencia moral que dice al conquistador: no tienes derecho a la esclavitud de tu hermano; al hermano salvaje te liga el deber: el deber de enseñarle el camino de la verdad. Como Grecia es el primer pueblo que discute la esclavitud, España es el primer pueblo que discute la conquista».

Un parecer hispanista que no desmintió ni disimuló el conflicto irresuelto entre el indigenismo y la defensa a ultranza de la colonización española por los abanderados de la leyenda rosa. Mal podría suprimir el pasado originario quien abogó contra los intentos de borrar lo indígena por parte de una presunta «alta cultura», incapaz de asumir y vertebrar lo genuinamente popular, germen de la verdadera cultura.

Animosa y ejemplar Utopía de América la de Pedro Henríquez Ureña, tan espiritualmente jugada como ajena al optimismo positivista del progreso indefinido, en consonancia con la densidad de su humanismo inmanentista más cercano al Spinoza del precepto «verum index sui et falsi» que, a los empiriocriticismo, sin descuidar que entendió con marcas de postkantiano idealismo al continente americano como un ente «en sí» con extensión física e historia y no un producto de su propia conciencia. Ajeno a todo determinismo, se advierte en su pensamiento cierto racionalismo, de rastrear otro antecedente ideológico a su empresa utópica, en los principios liminares de la Revolución francesa de Libertad, Igualdad y Fraternidad que, en su humanitarismo caritativo, despejaba del terror y la guillotina.

Al interrogarse Ernesto Sábato sobre la posición filosófica de Henríquez Ureña, concluyó:

«Aunque de estirpe platónica, yo me inclinaría a afirmar que su pensamiento estaba muy cerca del “personalismo”. Así lo señalan su encarnizada defensa del hombre concreto, su posición con- tra la tecnolatría y al mismo tiempo su fe en las ideas y en la razón vital».6 Opuesto al realismo de Spencer, «su combate fue contra las formas comtiana y spenceriana del positivismo», sigue diciendo Sábato. En 1909, en el México heredero  ideológico de Barreda y contemporáneo de «Los Científicos» de José Yves Limantour, al comentar don Pedro unas disertaciones del pensador Antonio Caso sobre el autor del Curso de filosofía positiva, dejó en claro su parecer sobre el positivismo y su ocaso: «Nadie habla de un retorno a Comte como se habla de un retorno a Kant […] El curso de sucesos de la vida de Comte le impidió acaso dar a sus concepciones de organización social el vigor, la congruencia y la actualidad oportuna que requerían para influir prácticamente».7 Luego en Las corrientes literarias en la América hispánica,8 que reúne sus conferencias de la cátedra Charles Eliot Norton que impartió en el año académico 1940-1941 por invitación de la Universidad de Harvard, destaca favorablemente el hecho de que a fines del siglo XIX las concepciones filosóficas sufrían un cambio en la región, pese a que «el positivismo seguía preponderando con José Ingenieros como su último y más popular representante». Y positivista, bien que con fuertes influencias del filósofo idealista alemán Karl Christian Friedrich Krause, fue su admirado Eugenio María de Hostos, el pedagogo y moralista puertorriqueño de tanta actuación en la República Dominicana, creador de su instrucción pública junto a Salomé Ureña y del que Henríquez Ureña, que elogió su racionalismo y su «profunda fe en la razón para descubrir la verdad», lamenta que no pudo ver cumplida su propia utopía de independencia de Puerto Rico, de España primero y, después del Tratado de París de 1898, de los Estados Unidos de América. Un Puerto Rico independiente, «no como nación minúscula, sino como miembro de una confederación de las Antillas, junto con Cuba y Santo Domingo».

La Utopía de Henríquez Ureña aporta otro rigor a la decimonónica razón de la ciencia cuando intenta una comprensión empática del futuro humanamente apuntalado en su transcurrir, más allá de la irreversibilidad cronológica. No es un apunte sociológico ni es literatura de anticipación. Mejor que una ilusión elaborada con excelente estilo, su Utopía exige no ahorrar esfuerzos para hacer posible su construcción, insostenible sobre pensamientos débiles o líquidos posmodernos. Utopía cimentada en las certezas del reto a un mañana adornado con valores éticos y culturales en obsequio a toda la especie humana, en un universalismo cuya perversión sería hoy el globalismo atlantista, fruto de una distopía pergeñada en la segunda mitad del siglo XX: el fin de la historia en el extendido Magog del capitalismo internacional. Esa Utopía viene a activar un rol distinto del que al continente le deparó Hegel, al desconocer su presente por considerar que América no había ingresado en la historia. De acuerdo con el filósofo de Stuttgart, cómo pensar algo parecido a la formulación de Henríquez Ureña en un ámbito de naciones con el futuro regateado a su no ser aún. Al contrario, La utopía de América suya debería de acontecer dialécticamente como proceso y totalidad, para rectificar agravios ancestrales y así poder medirse en su completitud del «en sí y para sí»9 hispanoamericano, con la línea siempre a mano y tentadora de los horizontes.


1 comment

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