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Barack Obama: valores y expectativas

by Carlos Dore Cabral
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Nunca antes la elección de un presidente de Estados Unidos concitó tanta atención en el mundo. La candidatura del afroamericano Barack Obama y la interconexión del planeta a través de las redes digitales y la televisión por cable lo permitieron. Donde empezó todo, en la Convención Demócrata de 2004, en la que participó como orador especial, Obama deslumbró con un discurso que le sirvió como piedra angular de un proyecto sabiamente concebido para arribar a la oficina oval de la Casa Blanca. Cuando el 4 de noviembre de 2008 se convirtió en el primer presidente afroamericano de la más poderosa nación capitalista, este hijo de negro africano y blanca estadounidense, coronaba con éxito una de las más difíciles y novedosas contiendas electorales de la historia de los Estados Unidos de América. Difícil, por el significado político y cultural que implicaba la candidatura de un ciudadano no blanco en un país en que apenas 45 años atrás existía legalmente la segregación racial en varios estados; novedosa, por que su estrategia de campaña utilizó con sabiduría, eficiencia y pragmatismo, los recursos tecnológicos disponibles en una sociedad paradigmática del capitalismo post industrial que caracteriza la denominada Era de la Información y el Conocimiento.

Como todo desenlace electoral, este puede explicarse por la conjunción de múltiples factores, tanto de estructura como de coyuntura; unos referidos a la relación sistemaentorno, otros, desarrollándose en ámbitos más particulares, donde lo demográfico, lo partidario, la acción de los actores claves, el liderazgo y su relación con las fuerzas sociales y políticas, y las estrategias de campaña, destacan.

En ese sentido, predominan los análisis centrados en subrayar la confluencia de la crisis económica financiera que explotó en medio de la batalla electoral, la personalidad de los candidatos y el diseño de la estrategia electoral de los involucrados, para explicar los resultados. Pero sin que necesariamente cuestionemos la validez de esos enfoques, entendemos necesario considerar el triunfo de Barack Obama íntimamente relacionado con la caída estrepitosa del proyecto de dominación neoconservador.

De igual manera, entendemos relevante el contenido discursivo de la campaña, centrada en valores. Estos tuvieron un peso específico de primera magnitud respecto a los resultados y, en el caso del candidato ganador, las demás determinaciones se habrían quedado en el rango de necesarias sin alcanzar la categoría de suficientes si los mismos no hubiesen formado parte de la estrategia de sensibilización al ciudadano en una primera fase hasta transformarlo en sufragantes a favor de Obama en noviembre.

La pulsión entre el proyecto neoconservador y una élite política estadounidense replegada desde el impulso que como visión dominante en el corredor de Washington tuvo el primero con el arribo de Ronald Reagan, esta vez se resolvió en un entorno geopolítico que puso en relieve el mito de un mundo unipolar de un solo centro y modelo capitalista. Gobiernos de países centrales del capitalismo que pertenecen al eje de los aliados, así como los de naciones periféricas, en condición de subalternos, abandonaron la tradicional postura de pasividad frente al fenómeno electoral estadounidense. Definido el ganador, esas expectativas latentes se manifestaron con fuerza en la arena pública mundial, constituyéndose en un marco transfronterizo que sin duda gravitará en las ejecutorias del presidente Obama y su equipo de gobierno. Sobre este tercer elemento a considerar nos ocuparemos más adelante.

La bancarrota de los neoconservadores y el triunfo de Obama
Al profesor de la Universidad de Chicago Levis Straus se le considera el padre ideológico de lo que hoy conocemos como los neoconservadores, grupo emblemático de la nueva derecha estadounidense que se afianza en el poder en el período Reagan-Thatcher, inicio de la implementación de las políticas neoliberales en el mundo.

En su conformación como factor de poder predominante en el pasillo de Washington, los neoconservadores tuvieron, con el acontecimiento del 11 de septiembre, la oportunidad de consolidar el pensamiento hegemónico que motorizó el proyecto de dominación imperial bajo las administraciones de Bush hijo. A pesar de no ser tan homogéneos como popularmente se los concibe, los neoconservadores tienen en común la pretensión de expandir la democracia y el modelo capitalista estadounidense privilegiando el uso de la fuerza.

Esa visión unilateral, fundamentalista, de la política exterior, parte de que a Estados Unidos le asiste el derecho natural de imponerse sobre los demás. Esta racionalidad expansionista de nuevo cuño se expresó con la sentencia del “fin de la historia” esbozada por el ideólogo de derecha Francis Fukuyama que, tras la caída del bloque soviético, proclamó la sempiterna superioridad de la versión americana del modelo capitalista; continuó con el diseño de la política de guerra preventiva concebido antes pero expuesto públicamente en marzo de 2003 por el presidente George W. Bush ante la decisión de atacar a Iraq, y se reiteró en la actualización, en 2006, de la Estrategia de Seguridad Nacional (esn) diseñada en 2002 tras los ataques del 11 de septiembre.

Esa nueva versión de la esn no modificó lo esencial de la anterior y dejó clara la determinación belicista de la administración Bush (aunque amplió el horizonte para la resolución vía diplomática de conflictos regionales, así como también la necesidad de ampliar el eje de los aliados) para imponer un nuevo orden y el modelo económico que le es consustancial. De ese modo, militarismo y política económica de liberalización de los mercados se convierten en dos polos de una misma relación.

Pero en la medida en que evidencias empíricas demostraban las fallas del esquema económico neoliberal (capitaneadas por el capital financiero, ocioso, especulativo) y las dificultades mayores en la guerra de Iraq, así como el estancamiento del conflicto bélico en Afganistán, el peso de los neoconservadores fue resquebrajándose, primero de manera sutil y ya para el 2006 con la reelección de Bush, más abiertamente se mostraba la fisura en el bloque de poder estadounidense. Proyecto económico financiero basado en la especulación y gendarmería global caían estrepitosamente en su versión neoconservadora.

La burbuja inmobiliaria, la caída de las bolsas de valores, la inminente debacle del sistema crediticio, convirtieron la crisis financiera en económica, imponiendo serios límites a la reproducción ampliada, erosionando la tasa media de ganancia. Esa situación no sólo tiene características de una crisis sistémica cuya manifestación más evidente y temprana ha sido la expansión de los ciclos recesivos en los países capitalistas centrales, sino que, además, es el marco de la derrota del proyecto neoconservador y, en consecuencia, el pivote sobre el cual se apoyó la victoria de Obama.

Los valores de la campaña de Obama
“El cambio, en el que se puede creer” y el “Sí, podemos” fueron las dos ideas fuerza que, con la perseverancia de un predicador, llevaron a Obama a proclamarse presidente de Estados Unidos con una participación electoral del 66%, una tasa desconocida desde 1908. Estas dos ideas fueron el valladar contra el que se estrellaron las campañas sucias tanto de Hillary como de McCain.

Al devolverle a la política su valor de ejercicio ciudadano y practica abierta, posibilitó que otros fenómenos latentes en la sociedad estadounidense se expresaran con fuerza determinante. No es casualidad que una mujer y un negro fueran los principales emergentes. No es el mismo sector social y humano que sustenta a quienes llegaron y a quienes se fueron el 20 de enero de la Casa Blanca.

Barak Obama, desde los albores de su campaña electoral y ahora como presidente, ha planteado abordar la realidad de su país y el mundo con los instrumentos que dan los valores e ideales por encima de las ideologías subrayando: “… resistamos la tentación del partidismo, la mezquindad y la inmadurez que han envenenado nuestra vida política hace tanto tiempo”.

No es pequeña la diferencia luego de un gobierno hiperideologizado. El día de su triunfo, Obama contó la historia de Ann Nixon Cooper, de 106 años: “Nació sólo una generación después de la esclavitud, cuando no había automóviles en las carreteras ni aviones por los cielos; cuando alguien como ella no podía votar por dos razones: porque era mujer y por el color de su piel. Y esta noche pienso en todo lo que ha visto durante su siglo en Estados Unidos: la desolación y la esperanza, la lucha y el progreso; las veces que nos dijeron que no podíamos y la gente que se esforzó por continuar adelante con ese credo estadounidense: sí, podemos”.

Obama sustentó su campaña en los principios de equidad, igualdad, democracia, gobierno para un futuro mejor, ética en los negocios y una política exterior fundada en valores. Los valores que enfatizó: preocupación por los demás y responsabilidad; protección; realización en la vida; justicia; libertad; oportunidades; prosperidad; comunidad; servicio; cooperación; confianza; honradez; comunicación abierta.

Y las líneas de su accionar político: economía centrada en la innovación; seguridad basada en la fuerza militar y en las alianzas diplomáticas; salud asequible para todos los ciudadanos; educación pública bien financiada; medio ambiente limpio, saludable, seguro y conservado; energía renovable; apertura gubernamental; igualdad de derechos, y protección a consumidores, trabajadores, jubilados e inversores.

Su triunfo marca un hito en la historia política estadounidense y habla a las claras de la fuerza de la esperanza como motor movilizador de los pueblos en los tiempos actuales. De hecho, la apelación al cambio fue una llamada a la unión por encima de las diferencias partidarias, étnicas o religiosas para dar la batalla contra la pobreza, la crisis económica, el terrorismo, a favor del seguro médico universal y la defensa del medio ambiente.

Supo identificar y llegar a los sectores sociales claves poseedores de la energía y fe necesarias para empujar el proceso en dirección al cambio y las oportunidades: los jóvenes y la clase media –muy golpeada por la crisis– con ambiciones de movilidad social ascendente. Y no se equivocó: fueron la fuerza social central de la campaña y el voto Obama.

En todo el trayecto evitó los clisés y lugares comunes del discurso político, transmitió convicción, frescura, sentimientos y esa ingenuidad que fue objeto de tantas burlas, a veces, de quienes creen que el “sueño americano” es una hechura de los creativos de la publicidad. No lo es. Hay un “sueño americano” que está en los orígenes mismos de la creación de Estados Unidos, como una tierra de libertad, de trabajo, de individuos soberanos y no de castas, en la que las leyes y la moral se confunden para garantizar el bien común dentro de la convivencia en la diversidad y el estímulo permanente a la iniciativa y a la creatividad del ciudadano.

Ese sueño ha pasado por períodos de receso y trauma, pero ha regresado una y otra vez y es el que está detrás de los grandes episodios de la historia estadounidense, el prodigioso desarrollo industrial y científico, la recepción e integración en su seno de decenas de millones de inmigrantes de todas las tradiciones y culturas, el reformismo liberal profundamente enraizado en la sociedad, la campaña a favor de los derechos civiles, la lucha contra el fascismo y el nazismo durante las dos guerras mundiales y la defensa del mundo occidental ante el totalitarismo en los años de la Guerra Fría.

Algo de todo eso asoma en la figura de este hijo de un africano y una blanca de Kansas, que, gracias a su talento, pasó por la mejor universidad de Estados Unidos, al igual que Michelle, su esposa –Harvard–, y, luego de esa sobresaliente formación, en lugar de ir a hacerse rico en un gran bufete de abogados neoyorquinos o en la ejecutiva de una transnacional, prefirió ir a sepultarse 10 años en las barriadas más miserables de Chicago, organizando a los marginales y a los desempleados para dotarlos de los recursos políticos y culturales que les permitieran salir de la pobreza.

El senador Obama es el primer dirigente de color en Estados Unidos que ha llegado a la vez al corazón de los blancos, de los negros y de los hispanos, con un discurso en el que jamás se apela a su condición racial. Tanto el victimismo como el racismo al revés brillan por su ausencia en sus discursos y entrevistas, en tanto que es constante su prédica para superar las barreras artificiales que suelen levantar las ideologías, el racialísimo (que no hay que confundir con el racismo, aunque está contaminado de éste), el feminismo y el ecologismo, con las nociones superiores de libertad, justicia, legalidad y oportunidades, educación y seguridad para todos sin excepción.

Son ideas sencillas, generales, sin duda, pero que han hecho vibrar a millones de estadounidenses, recordándoles de pronto que la política puede ser algo más generoso y sincero que la versión que dan de ella los políticos profesionales, porque quien las promueve las respalda con una vida entregada a hacerlas realidad.

Por otro lado, uno de los atractivos de su persona es la insensata sinceridad con que ha desnudado su vida en su autobiografía y en su campaña. Los estadounidenses saben perfectamente quién es Obama: de dónde sale, qué ha hecho con su vida hasta ahora, los errores que cometió –las drogas que marcaron a su generación, por ejemplo–, y han concluido que, en el balance, prevalece lo positivo. Por eso se han movilizado de esa manera, convirtiendo en realidad algo que hace apenas unos meses era un imposible.

La gigantesca victoria de Obama evidencia que los pueblos –en este caso el de Estados Unidos– están por la vida, por la paz. Enseña que los estadounidenses, pese a su deambular “equivocado”, tienen memoria de sus valores; con Obama ha recuperado la esperanza y la fe en que es posible vivir de un modo diferente. Él supo despertar esos sentimientos, invocar los mejores valores de la idiosincrasia nacional y constituirse en el ser humano que la personifica.

Por todo eso ganó.

Esta situación permite también tomarle el pulso al universo: marca el fin del señorío absoluto del realismo cínico del neoliberalismo y del racionalismo chato que imperaron hasta ahora como horizonte máximo de lo único posible, y anuncia el retorno de la fe y la confianza en la posibilidad de construir y vivir en un mundo mejor. Con estas llaves, Obama alimentó la esperanza y estimuló la movilización de miles de millones de hombres y mujeres en Estados Unidos, con ecos en todo el planeta.

Expectativas

Pero esos ecos alrededor del mundo son indicadores de la brecha entre las expectativas y su satisfacción, que terminará ensanchándose o constriñendo en el ejercicio del poder. Al entrar a la oficina oval de la Casa Blanca, Obama entrará también al grisáceo mundo de la política real, gran depósito de sueños rotos.

Y es que la configuración del poder económico y político en el mundo en esta fase del desarrollo capitalista se distingue claramente del articulado en la posguerra, donde Estados Unidos era el centro indiscutible. Hoy ese poder es policéntrico, difuso, desterritorializado, transnacional. El bloque económico del sureste asiático adquiere principalidad; la Unión Europea consolida su vía de desarrollo con mayores grados de autonomía y decae la autoridad estadounidense de unificación alrededor de una cruzada a favor de la democracia impuesta al estilo neoconservador. Sólo su hegemonía militar no está cuestionada y, sin embargo, tampoco se escapa de los esfuerzos entre los aliados para fortalecer su capacidad ofensiva.

Con su mayor aliado en occidente, la Unión Europea, la élite política de Washington no ha escatimado esfuerzos para impedir que se difunda un modelo europeo de expansión capitalista. Importantes regulaciones al consumo, al medio ambiente, política laboral, contención armamentista, etc. –que lo diferencian notablemente del capitalismo salvaje de factura estadounidense–, los enfrentan en espacios institucionales donde las relaciones idílicas distan mucho de lo que ocurre en la realidad.

Y en ese escenario, las decisiones se alejan cada día más del consenso, signo inequívoco de un liderazgo de múltiples aristas: Estados Unidos no pudo lograr el consenso necesario para su embestida contra Iraq; la otan sigue actuando como mecanismo que asegura los intereses estadounidenses y perpetúa la dependencia militar de la Unión Europea; así como la reiterada imposición unilateral en organismos internacionales que debilitan la opción europea ejemplifican las tensiones en la nueva división internacional del trabajo.

Y ya en la medianía y el ocaso del segundo gobierno de Bush, resurgen tensiones de alta peligrosidad con Rusia a propósito de la guerra contra Georgia, en la que no pudo alinear a Alemania ni a Francia, que optaron por no poner en peligro sus intereses en su relación con Rusia. De más está decir que en el conflicto en Oriente Medio, a la guerra de Iraq se le suman amenazas de comenzar las hostilidades contra Irán, prioridad del lobby israelí en Washington, que sólo el estancamiento en Iraq y el estallido de la crisis económica al parecer han impedido.

Por otro lado, la política de la nueva derecha de recuperar terreno perdido en América Latina, esbozada en los documentos de Santa Fe, en cuya primera versión recuperan (readecuando) la doctrina Monroe, implicó una ofensiva de democratización del Sur, combinando una diplomacia francamente intervencionista con la política del garrote, cuando se ameritaba. Por supuesto, en lo económico se expresó primero con la imposición de las reformas estructurales que sentaron las bases para el proyecto económico neoliberal. El endurecimiento del bloqueo contra Cuba; la instalación de la cárcel de Guantánamo en ese mismo país; la operación del Plan Colombia; el enfrentamiento con el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, así como con el de Evo Morales en Bolivia, pincelan lo que en esencia es la política exterior estadounidense de factura neoconservadora en la región.

Esa es una síntesis de la herencia con la que Obama tendrá que bregar como presidente y jefe supremo de las Fuerzas Armadas de su país. Una carga nada ligera si consideramos la prioridad de resolver los problemas internos que de por sí demandan esfuerzo e imaginación por encima del normal promedio.

Las expectativas crecientes en el mundo por la elección de Obama son directamente proporcionales al sentimiento antiestadounidense desatado por las administraciones de Bush y la nueva derecha. Y así como en el plano local, la elección del candidato demócrata tiene un alto componente de castigo a Bush y los republicanos; en el mundo, la llamada obamamanía no está reclamando un tipo nuevo de tutelaje sino relaciones basadas en mayores niveles de igualdad en el intercambio comercial así como en el ámbito de la soberanía política de los Estados nacionales.

Pero si algo tienen las campañas electorales es la activación de las áreas socioemocionales en los seres humanos. La propia naturaleza de los mecanismos de seducción al votante implica anular aunque sea parcialmente el juicio crítico dándole paso a los motivos del corazón. Pero cuando las aguas de los sentimientos recuperan su nivel, es posible hacerse una idea sobre el devenir con mayores grados de objetividad. En ese sentido, un punto de partida esencial es volver sobre las huellas discursivas del presidente electo, los poderes fácticos que apoyaron su campaña y la constitución del gabinete en el período de transición.

A grandes rasgos, su discurso demasiado general en temas tan importantes como la migración; el cambio de retiro inmediato al despliegue gradual de las tropas en Iraq; sus declaraciones sobre el conflicto palestino-israelí evidenciando una coincidencia de perspectiva con la derecha israelita; su posición dura con Afganistán; el voto a favor del plan de rescate para salvar a los banqueros con la intervención de 700,000 millones de dólares de las finanzas públicas, que contrasta con los 50,000 millones prometidos para obras públicas y gastos sociales, entre otras cosas, dejan un gran vacío y muchos interrogantes. Como sea, la esperanza es lo último que se pierde y los pueblos del mundo prefieren asirse a la promesa del nuevo presidente estadounidense de cambiar el garrote por una ofensiva diplomática anclada en el diálogo que persigue la resolución pacífica de los conflictos… salvo honrosas y orientales excepciones.


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