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Corto que te quiero corto

by Tanya Valette
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El cortometraje es visto muchas veces como una manera de hacer oficio en el aprendizaje hacia una forma de producción que conlleva una maquinaria más costosa y arriesgada: el largometraje. Sin embargo, en la última década en la República Dominicana, a través de festivales y circuitos alternativos, se ha incentivado no solo el placer de hacer sino también de ver relatos cortos en la pantalla. En estos encontramos una diversidad de miradas y estilos que enriquecen el cine nacional.

Hacer cortos es un ejercicio de estilo de lo más complicado. Se deben tener muchas ganas, es lo primero, pero las ganas no suelen faltarnos cuando andamos por los veinte años. Entonces, las ganas no bastan. Debe haber una necesidad desasosegada de contar algo en específico. Una de esas necesidades que te quitan el sueño, el hambre, la voluntad de pensar en otra cosa. Necesidad y ganas juntas son una buena combinación para ir más allá de las complicaciones que nos podemos encontrar cuando queremos contar una historia que posiblemente nadie nos comprará, que a otros muchos no les importará y que solo quienes se sienten a verla lo harán con un placer cercano al nuestro cuando logramos, por fin, sacarnos la historia de muy adentro. 

Porque de eso se trata: un cortometraje, cariñosamente «un corto», es una pequeña historia de amor y entrega entre la obra y su autor. Porque tiene mucho de artesanal, porque suele haber pocos recursos, porque se comprometen contigo los amigos, la familia, algunos festivales. Porque sí, porque se trata de necesidad y de ganas.

Sin embargo, esa aventura casi épica de hacer un corto fue el comienzo de la historia del cine, cuando los hermanos Lumière salían de manera desenfadada, con aquella gran cámara que inventaron, a documentar instantes de la vida cotidiana francesa. Apenas minutos de planos fijos que luego eran disfrutados por un público que tuvo el privilegio de asistir como testigo al nacimiento de una nueva manera de percibir el mundo. El cine entonces fue corto y documental, dos formas que luego han ido perdiendo su arraigo entre el gran público, para instalarse en una necesidad de contar desde otra instancia, desde una contemplación y un gozo cómplice, lúdico y a veces testimonial.  

Muchos realizadores que han alcanzado la consagración y la madurez en el oficio guardan durante toda su carrera el amor por el formato del corto, y recurren a este cada vez que encuentran un espacio posible. A lo largo de la historia del cine son muchas las ocasiones en las cuales grandes realizadores han trabajado en colaboración, a partir de un tema central, para hacer cortos que conforman una obra colectiva, alcanzando así la extensión de un largometraje. En las últimas décadas, las obras audiovisuales han llegado también a los museos, que enriquecen sus colecciones de arte contemporáneo con piezas cortas, muchas veces experimentales o muy personales, de cineastas y artistas plásticos. Estas piezas suelen tener como característica fundamental su libertad formal, no sujeta a leyes narrativas o de mercados.  

En 1990, la recién nombrada Bienal de Artes Visuales creó la categoría de mejor obra en video, premio que fue otorgado en esa ocasión a Juan Basanta, con su corto El diablo y su hermana (1989). De esa manera el formato entró por la puerta grande en el arte contemporáneo del país y formó público y expectativas en torno al desarrollo del naciente cine nacional en la República Dominicana. Basanta, recién egresado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, de Cuba, era parte de esa nueva generación de artistas del género que añadían, a la necesidad y a las ganas, una formación sólida y una voluntad de expresarse y hacerse sentir.

En los últimos años, con el desarrollo y la democratización de las nuevas tecnologías, el acceso a un pequeño dispositivo de filmación y a que, por esta misma razón, económicamente se pueda asumir una producción sin necesidad de grandes recursos económicos, ha habido un boom en la realización audiovisual que ha hecho posible que en el país, de manera espontánea y descentralizada, el cortometraje se haya convertido en una forma de expresión para jóvenes, y a veces no tan jóvenes, artistas. La creación de espacios de formación del audiovisual, además de la emblemática Escuela de Cine de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (uasd), ha contribuido a que la calidad y el rigor expresivo y narrativo marquen un antes y un después en la historia de nuestro cine. El cortometraje dominicano de la última década se destaca por alcanzar una diversidad temática y una frescura formal que la pantalla y el público agradecen.

El corto, como el cuento, dispone de poco tiempo para conmovernos, para sorprendernos, para hacernos soltar una carcajada o llevarnos de regreso a casa cabizbajos, buscando respuestas que casi nunca se encuentran. Es un difícil ejercicio de síntesis que amerita, para lograr su objetivo, claridad en las intenciones, motivaciones profundas, pasión y riesgo a la hora de la puesta en cámara y en escena. En estos últimos años he tenido la oportunidad de ver algunos cortos hechos por artistas locales que, de una u otra manera, han logrado devolver a mi imaginario una ciudad que a veces pareciera que ya no existe, la certeza de pertenecer a una cultura plural que se renueva, emociones inolvidables, y preguntas, muchas preguntas, que saben ellas mismas que nunca encontrarán respuesta.

Entre esa colección de imágenes que me rondan, pertenecientes a cortometrajes en algunos casos casi desconocidos por el público, están Piña Punch de Rita Indiana Hernández: filmado entre amigos, de manera muy artesanal, este corto es el retrato de una generación que empezaba a quedarse sin límites ni banderas y en él la ciudad es un personaje fantasma, imposible de atrapar. Efecto Kuleshov Caribe, de Luis Arambilet, es una obra experimental y aparentemente solitaria que invita a la implicación, haciéndonos partícipes de manera casi hipnótica de la dolorosa memoria emotiva de su realizador. A cien mil, de Amauris Pérez, con acabada factura y rigor en las actuaciones, nos saca una risa amarga al reflejar la necesidad de partir a toda costa que tiene el dominicano; el paisaje urbano tiene una presencia permanente en este corto, y el mar y el sol ardiente parecen condenarnos a la picaresca. Bajo la sombra de la sangre, de José B. Vargas, empieza un recorrido maduro en el conocimiento del lenguaje cinematográfico y en la necesidad de contar historias en las cuales su autor se implique de manera más personal y arriesgada; con un talento especial para el manejo de los actores, Vargas da muestras también de dominio del espacio y el encuadre.

Es de destacar, entre la filmografía nacional de estos últimos años, la obra de Freddy Vargas, cineasta de la diáspora, criado y formado en Nueva York. Sus cortos, pertenecientes a distintos géneros y formatos, se inscriben dentro de una temática dominicana, con un sentido de compromiso social evidente y con inquietudes que van desde la identidad y los prejuicios raciales en la comedia musical Pinchos y rolos hasta los deseos de hacer palpable nuestra diversidad cultural –y, a la vez, la negritud y los vasos comunicantes de ese tronco común y latente que encontramos a lo ancho y largo de la isla– con el corto Hispaniola, ganador del Festival Latino hbo en 2007. Parecería que desde lejos se ve más claro. Freddy Vargas pone el dedo sobre algunas de nuestras llagas, llamándonos a la reflexión y a la tolerancia. Con La mujer de Columbus Circle incursiona en el género del thriller, dejándonos ver que posee el talento y la formación para moverse dentro del oficio sin dejar a nadie indiferente.

Entre largos y cortos 

Dentro de esa cacería de imágenes e historias que nos identifiquen, podemos notar una marcada diferencia en la temática entre la mayoría de los largometrajes dominicanos –así como en su estilo y uso del lenguaje cinematográfico– y los cortos que hemos tenido la oportunidad de ver. Parecería haber en los realizadores de estos últimos una necesidad de explorar otros universos, de huir de los caminos ya recorridos, de apostar por caras nuevas a la hora de buscar actores y actrices. El hecho de no tener que estar atados a cuotas de público para recuperar inversiones y quizá obtener alguna ganancia otorga a nuestros realizadores de cortos la libertad de crear, con rigor y afán experimental, historias con motivaciones más personales.

Así es como nos encontramos con el corto ganador del primer premio del Festival de Cine Global Dominicano (fcgd): Pedro de Bella Vista y su sueño, de Rodrigo Montealegre. Traspasando continuamente la frontera entre la ficción y el documental, esta historia contada desde dos subjetividades, la del realizador y la de su sujeto, convirtiendo a ambos en personajes entrañables, es una obra alejada de pretensiones de estilo y, sin embargo, muy bien lograda, que marca una madurez conceptual y formal en el cortometraje nacional. Su realizador, formado en Nueva York, nos demuestra con este corto que las historias pueden ser contadas desde el espacio íntimo, haciéndonos partícipes de las angustias del creador, desde y durante el proceso, al develarnos los dispositivos utilizados para su filmación, y que se puede, a la vez, explorar y contar el universo popular, la dominicanidad y su sueño de trascendencia. El personaje de Pedro, tratado con respeto y pudor, nos resulta todavía difícil de olvidar.

Papá está en el cielo, de Francisco Rodríguez, ganador también del primer premio en el Primer Concurso de Cortos del Festival de Cine Global Dominicano (fcgd), en 2008, nos sorprendió por la economía de recursos y emociones con que cuenta una historia que a muchos nos podría parecer que ha sido contada: los horrores de la dictadura de Trujillo. Sin embargo, Rodríguez se escapa de los lugares comunes y filma con sobriedad, en un 35 milímetros muy bien fotografiados y con una dirección de arte extremadamente cuidada, el miedo y la inocencia de la infancia ante la maquinaria perversa de la tiranía. Este es el segundo corto de Rodríguez; el primero, La carta, fue premiado en varios festivales. La filmografía de este realizador, egresado de la uasd, es de la que nos deja con ganas de saber cómo será su paso hacia formas más largas del relato cinematográfico.

Argenis Mills y Carlos Soriano, egresados de las dos últimas promociones de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, de Cuba, son dos jóvenes cineastas que prometen seguir sorprendiéndonos, para bien. Con sus cortos de fin de grado: Vecino, en el caso de Mills, y R, la maldita ilusión, de Soriano, nos adentramos en temáticas más universales, aunque también rabiosamente personales y existenciales, donde el ser y sus circunstancias no son un mero detalle. 

Vecino, que ha estado en competencia en muchos festivales de cortos alrededor del mundo con notable éxito, y ha obtenido algunos premios, nos habla de las dificultades de comprensión y adaptación por las que atraviesa un trabajador inmigrante en una metrópoli del primer mundo. El personaje principal, en este caso evidentemente dominicano, podría ser un ciudadano de cualquier país pobre del planeta. Abrumado entre la necesidad de sobrevivir en medio de la hostilidad y la intolerancia a la diversidad y su rechazo a perder su esencia, este personaje, que tiene como único antagonista a una voz que nos habla en una lengua imposible e inquietante, sucumbe, poco a poco, ante nuestra mirada impotente, dejándonos con muchas interrogantes. Filmado en estudio, en 35 mm, Mills se propuso, con una honestidad  que nos conmueve, un reto desgarrador que posee no pocas pinceladas de su historia personal. El corto merece ser difundido en la isla, no solo para su disfrute, sino también para poner sobre la mesa elementos que nos lleven a la reflexión sobre nuestra identidad y el desarraigo existencial al que viven sometidos cientos de miles de nuestros compatriotas en tierras extranjeras. 

R, la maldita ilusión, en un registro muy distinto, con una sordidez que es a la vez tragedia y melancolía, nos brinda el retrato descarnado de personajes en los márgenes de una sociedad que en este caso es la cubana, pero que bien podría ser la nuestra. Hay en la puesta en escena una desnudez que no busca preciosismos, aun cuando se pasea por una Habana estremecedoramente bella. Cercano a una estética hiperrealista, con una dirección de actores impecable, la historia, escrita sin fisuras, conmovedora, pero sin sentimentalismos baratos y nada complaciente, nos pasea por calles y personajes condenados –como nosotros, parecería decirnos– a perderse. Estamos ante otro corto que merece la difusión en nuestras salas, en las cuales seguramente encontrará un público que hará empatía con esos antihéroes de ingrato destino.

Etéreo, de Candy García y Jenny Gamundi, es un videoarte que explora, con la técnica del stop motion, el universo femenino y las trampas del deseo y el abuso, de una manera a la vez lúdica y reflexiva. El cuerpo y sus fantasmas. El cuerpo y sus formas, como condena. El cuerpo y sus atavismos. Y también la liberación fecunda. En apenas dos minutos y algunos segundos, y con una frescura inusitada, García y Gamundi nos hablan de un tema que es, tristemente, primera plana casi cotidiana en nuestra prensa: la violencia de género y cómo el cuerpo puede ser a la vez trampa y liberación de una condena social que las nuevas generaciones de mujeres se resisten a aceptar. Las realizadoras han empezado a mover el corto por los festivales con una especificidad de género, pero merecen un público más amplio, de modo que su obra pueda servir como vehículo de transmisión de otro tipo de postura y, por ende, de discurso. 

Se extrañan más miradas femeninas en el cortometraje nacional, pero hay que destacar que dentro del formato del largometraje hay mujeres con miradas y universos muy particulares, entre ellas Laura Amelia Guzmán y Leticia Tonos, ambas con formación y oficio para seguir enriqueciendo nuestro cine. Tonos tiene uno de los cortos emblemáticos de nuestra cinematografía: Israel, adaptación de un relato corto de Junot Díaz y realizado durante sus años de estudiante de cine en Londres. Anhelamos que, entre las sorpresas de la nueva década y con los fondos para la realización de cortos, surjan miradas nuevas y transgresoras que nos conmuevan.

Voz global del cortometraje  

Los incentivos para la realización de cortos, medios y largometrajes, a partir de la convocatoria hecha por primera vez este año por la Dirección General de Cine (dgcine) –que responde a una política de estímulo al cine nacional a través de fonprocine y cumpliendo con lo estipulado por la Ley de Cine–, más las muestras y festivales que en los últimos años han abierto espacios para el concurso y la difusión de los mismos, dejan augurar un futuro promisorio para que el cortometraje se instale en el universo audiovisual dominicano, sirviendo así como forma de expresión primera de jóvenes creadores que irán, de esa manera, adquiriendo oficio, tomando confianza, arriesgando y experimentando formas, hasta encontrar la suya propia, llevando a nuestro cine a encontrar una voz plural, específica y, a la vez, global, que pueda representarnos con orgullo en las pantallas del mundo.  

Queda exhortar a los distribuidores y exhibidores de nuestros circuitos, y a la televisión pública, a encontrar espacios para que estos cortos tengan una difusión que vaya más allá de la cinefilia, llegando a un público más amplio y diverso. De esta manera, el cortometraje y sus diferentes formas –ficción, documental, videoarte, híbridos, experimentales– encontrarán y se apropiarán por largo rato de un espacio no solo de realización, sino también de contemplación, reflexión y disfrute. Razón de ser y estar del Arte en sus distintas manifestaciones.


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