Más que por el genio de la creación literaria y por la gloria de figurar como estrellas tutelares de aquellas generaciones de artistas que hubieron de precederlos, Shakespeare y Cervantes parecieran estar hermanados por un vínculo mucho más enigmático. Los detalles de la vida del segundo son harto conocidos por legos y entendidos. Hijo de Leonor de Cortinas y Rodrigo de Cervantes, el futuro autor del Quijote nace en Alcalá de Henares aproximadamente en 1547, cuando España se encontraba bajo el reinado de Felipe II. Vive en Valladolid, Córdoba, Sevilla y Madrid, y a la edad de veintidós años, eludiendo, al parecer, una orden de captura por haber herido a otro hombre en un duelo, aparece en Italia trabajando para el cardenal Acquaviva. Seis años más tarde pierde el movimiento de una mano después de recibir un proyectil de arcabuz en la batalla de Lepanto.
De regreso a España, la embarcación en que viajaba es interceptada por una flota de embarcaciones turcas que lo lleva hasta la ciudad de Argel, donde permanece cinco años prisionero del arráez Dalí Mami. Esta es una de las partes de su vida que más se ha comentado, pues allí dio muestras, según sus biógrafos, de una gran fortaleza de ánimo y altruismo al responsabilizarse de la organización de varios intentos de fuga, terminados en fracaso, para absolver a sus compañeros de presidio de cualquier castigo. El resto es una búsqueda constante por encontrar una posición en las Indias (Cartagena era una de las ciudades que más le atraía), apelando a los servicios prestados a la corona en calidad de soldado, y una incursión en distintos géneros literarios (noveletas, poemas, obras de teatro) bajo el patronazgo de personajes nobiliarios como el conde de Lemos. La pobreza fue, realmente, la gran compañera de Cervantes a lo largo de su vida. Como se sabe, nació en una época en la que no existían los derechos de autor y cada quien podía reproducir la obra que quisiera sin reconocerle un solo céntimo a su autor. Hay cientos de anécdotas que ilustran esta condición. En una de ellas aparece el arzobispo de Toledo conversando en Madrid con un embajador francés, a propósito de las nupcias entre las familias reales de ambos países. Cuando el tema derivó hacia la literatura, el diplomático reconoció ser un admirador entusiasta del manco de Lepanto, a lo cual respondió el religioso tocando el tema de la pobreza de Cervantes: «Si la necesidad le ha de obligar a escribir –dijo el forastero–, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que, con sus obras, siendo él pobre, haga rico al mundo» (Marqués Torres, s.f., s.p.).
Si añadimos a ello un matrimonio infeliz y dos encarcelamientos injustos, habría sido apenas entendible encontrar en sus obras alusiones pesimistas. Pero no fue así. En el prólogo del segundo Quijote, al dirigirse al licenciado de Avellaneda, que se presentaba como el autor del llamado Quijote apócrifo con el fin de denostar a su verdadero artífice, Cervantes no responde con la misma saña. Por lo demás, tanto el primero como el segundo tomo están llenos de escenas ante las cuales es imposible reprimir la risa. A veces es solamente un modo de hablar artificioso, o una de las tantas aventuras de que está llena la obra, y casi siempre los excesos de una imaginación desmedida que transforma la realidad a su acomodo, pero siempre tratando de dejar a buen seguro la dignidad del caballero manchego. Dicho de otra manera, nos reímos con el Quijote, no de su persona como tal, o, para ser más exactos, no de lo que representa. Por lo menos, esa no era la intención de Cervantes, al contrario de lo que opinan algunos lectores, que han visto a don Quijote como un payaso de baja estofa. Los mismos duques, representantes de un sistema cruel de explotación, se hacen lavar las «barbas» cuando una criada, queriendo pasar por graciosa, se toma la libertad de jugarle una broma al enamorado de Dulcinea, sin comunicárselo previamente a sus amos, pues de otro modo su figura habría quedado malparada ante los lectores. Con Cervantes ocurre lo que con cualquier otro autor clásico.
No se puede abordar su obra sin tener la sensación de recorrer un camino trillado hasta el cansancio. A mí, personalmente, más que la polifonía del contenido y la consabida pugna entre el mundo real y el ideal, me ha llamado la atención el modo en que el humor describe una parábola que va de la simple sonrisa a la hilarante carcajada, pasando por el rictus amargo de las sonrisas apesadumbradas. Desenfadada, libre de reprimendas, la risa aparece en el Quijote contrapuesta al acartonamiento de la literatura anterior, para visibilizar al pueblo raso y restar seriedad a las jerarquías. Al reírse de todo, Cervantes se reía de sí mismo, como si quisiera hacernos saber que no hay que tomarse nada en serio, porque a diferencia del Quijote, quien pudo enterarse, a través del testimonio del bachiller Sansón Carrasco, de lo que había escrito sobre él CideHamete Benengeli, no habrá historiadores capaces de devolvernos a la vida cuando lleguemos a la última página.
Los datos sobre la vida del llamado Cisne de Avon son un poco más borrosos, al extremo de generar la duda sobre si fue o no el auténtico creador de sus obras. El origen de la controversia data de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando un grupo de investigadores, conocidos como los anti stratfordianos, preconizó la teoría de que Shakespeare era un simple actor sin la suficiente formación académica para escribir las obras que se le atribuyen, detrás de cuya identidad habrían de ocultarse nombres como los de Francis Bacon, Ben Johnson, CristophervMarlowe, Thomas Nashe y George Peele. Lo cierto es que el 26 de abril de 1564 (fecha que se ha tomado como la de su nacimiento) fue registrado en la parroquia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon un niño con el nombre de Gulielmus Filius Johannes Shakespeare (Halliday, 1985, p. 22).
La leyenda lo muestra vendiendo carne en su adolescencia antes de huir hacia Londres (acusado del robo de unos ciervos), donde habría de emplearse como cuidador de caballos o subalterno de jurista. Pero no es verdad que Shakespeare fuera un aldeano sin preparación intelectual, toda vez que, como miembro de la burguesía inglesa (su padre fue comerciante de lanas y, muy probablemente, alcalde de Stratford, y su madre provenía de una familia de ricos granjeros), tenía derecho a la educación gratuita hasta los 16 años (Halliday, p. 33). Además ¿quién podría probar que, como tantos otros autores, Shakespeare no hubiera encontrado ocasión de instruirse por sí mismo leyendo cuanto libro cayera en sus manos? También se conserva el registro de su matrimonio, a la edad de 18 años, con Ana Hathaway y el nacimiento de tres hijos, uno de los cuales moriría a los 11 años, aunque se ignora a ciencia cierta qué fue lo que hizo desde ese momento hasta cuando, nueve años después, estrena su primera obra.
Quizá el hecho de que, a excepción de Venus y Adonis, La violación de Lucrecia y Los sonetos, apenas se hubieran publicado en vida suya 16 obras teatrales de las 38 admitidas en el canon, y todas sin su autorización, ha contribuido a complicar las cosas a la hora de fijar la cronología de las mismas. A esto habría que agregar el pasmo que debió haber producido a sus predecesores la belleza de una obra que parecía haber sido escrita por un ser sobrenatural. La verdad es que Shakespeare contó con una serie de circunstancias a su favor para convertirse en el que fue. En la primera mitad del siglo XVI, por ejemplo, los actores eran vistos como unos vagabundos por la sociedad puritana de la época, las representaciones tenían un carácter religioso o estaban inspiradas en los autores grecolatinos, y se llevaban a cabo en posadas, casas señoriales, plazas o, incluso, carromatos (Iriarte, 1996, p. 3; Astrana Marín, 1969, p. 27). Pero hacia 1585 empezaron a construirse en España, Italia e Inglaterra los primeros teatros desde la época del Imperio romano; los actores, apoyados por una nobleza culta, adquirieron estatus en el medio (lo cual no los absolvió del todo de la mirada acusadora de los puritanos), y en el reino de Isabel I empezaron a escribirse las primeras obras nacionales.
Así estaba Londres cuando Shakespeare empezó a ganar renombre como poeta y dramaturgo, hacia 1592, en la compañía teatral de James Burbage. No tardaría en granjearse los celos y la enemistad de autores como Robert Greene, aunque un reconocido autor de la época habría señalado ya la inutilidad de competir con un rival que, por sus muchas cualidades, carecía de contrincantes (Wilson, 1960, p. 47). El gran mérito de Shakespeare no fue solamente el haber creado personajes complejos en una abigarrada galería de situaciones (celos, poder, traición, codicia), presentes en todas las sociedades y en todos los tiempos, sino también el haber subvertido las reglas dramáticas predominantes desde los tiempos de Aristóteles, mezclando géneros, escenificando batallas y suicidios, pasando de un lugar a otro y de una época a otra en un santiamén sin más recurso escénico que el discurso verbal y la imaginación de los espectadores, y dejando fluir por el escenario un torrente de hermosas y poéticas sentencias. Es sabido por todos los lectores de sus obras que estas eran refundiciones de piezas existentes con anterioridad, pero, bien mirado el asunto, ¿no habla esto, más bien, de su capacidad de sacar agua del pozo seco y candela de la leña mojada, antes que hacerlo pasar como el cuervo que supo disimular su fealdad bajo las plumas de un cisne, como habría de sugerir Robert Greene?
La primera circunstancia que salta a la vista desde el punto de vista del contexto, cuando uno equipara el genio de Cervantes con el de Shakespeare, es la guerra que libraban entre sí sus países de origen. Así que mientras el primero recaudaba vino y cereales en 1588 para la fallida expedición marítima que se llevaría a cabo contra Inglaterra, Shakespeare se abría paso como actor en la flamante escena londinense. Pero a diferencia de Cervantes –destacado guerrero en la batalla de Lepanto–, las únicas hazañas guerreras de Shakespeare fueron llevadas a cabo por personajes como Otelo. Esto no sería obstáculo para que Shakespeare leyera a los autores españoles del Siglo de Oro en la lengua vernácula, y que rindiera honores a Cervantes a través de la puesta en escena de Cardenio, una obra que no sobrevivió hasta nuestro tiempo. Por lo demás, la hispanofilia de Shakespeare quedó demostrada en múltiples trabajos escénicos, unas veces para alabar la calidad de su cultura, otras para incluir vocablos españoles en la misma obra (Astrana Marín, p. 18). Quizá allí podamos encontrar una metáfora de lo que es la dialéctica de la producción artística, puesto que desde el extremo de las antípodas se puede forjar finalmente una alianza en la que sea la producción literaria la que lleve las de ganar.
En lo que respecta a los puntos en común entre el Quijote y algunas obras de teatro del autor isabelino, como hijas del mecenazgo propio de la época, puede identificarse una actitud obsecuente ante los excesos de los nobles, una tendencia a lavar sus culpas de una rápida pincelada, tal como ocurre en las historias de Cardenio/Luscinda y don Fernando/Dorotea, del autor español, y Los dos hidalgos de Verona, del dramaturgo inglés, sin querer decir con esto que no hallaran ocasión, en otros pasajes, de tirar la piedra antes de esconder la mano. Además, el hecho de que la trama del Quijote pueda apreciarse como un conjunto de escenas independientes las unas de las otras, con un problema específico que, por lo general, se resuelve en el transcurso de la misma, facilita su puesta en escena en la palestra donde solía batirse Shakespeare. El mismo tono grandilocuente del caballero manchego, con una modulación marcada por un ritmo solemne, y la manera en que los diálogos pueden acaparar completamente la atención del lector durante páginas enteras, con la total ausencia de acción externa, se corresponde con la recitación propia de los personajes mayestáticos de Shakespeare y con la naturaleza dialógica del teatro.
Hablando del teatro dentro del teatro, tan común en las obras de Shakespeare, encontramos equivalencias en el Quijote en lo que podríamos llamar teatro dentro de la historia, pero a través de la presencia de un personaje que encarna a un actor determinado para obtener en respuesta un efecto particular. El caso más notable lo encontramos en el capítulo XXIX del primer libro del Quijote, cuando varios personajes fingen componer la corte de la reina Micomicona para llevar al «desfacedor de agravios y enderezador de entuertos» de regreso a su tierra natal.
El hecho de que al barbero se le caigan las barbas postizas en frente de amo y escudero, sin que por ello se interrumpa la farsa, expone el papel de la teatralidad de la que habla Vsévolod Meyerhold, entendida como «la cualidad propia de un teatro en el que el público no olvida que está ante un actor que representa, ni el actor olvida que está sobre un escenario» (como se cita en Iriarte, p. 35). Ni más ni menos que aquello que ocurría en el teatro isabelino, en el que los espectadores, incluso, interpelaban a los actores en plena interpretación. Otros ejemplos de este tipo los hallamos, asimismo, en el segundo libro del Quijote. Entre estos están la interpretación que el bachiller Sansón Carrasco hace del Caballero de los Espejos, la historia representada en el retablo de Maese Pedro, la representación de Basilio ante Quiteria, el travestismo de los personajes femeninos y las aventuras transcurridas en casa del duque y la duquesa, quienes, valiéndose de su poder y capacidad de crueldad, no solamente escenifican el vuelo del caballo Clavileño para hacer befa de la credulidad del Quijote, sino que llevan su osadía al extremo de crear ante los ojos de Sancho Panza la ilusión de gobierno de la ínsula Barataria. Otro tanto podríamos decir de los locos cervantinos y shakesperianos, del salvoconducto de los cómicos que van montados en la carreta de la Muerte en concomitancia con la lengua indomable del bufón que aparece en El rey Lear, de las similitudes entre Falstaff y Sancho, pero acaso no sea este el momento ni el lugar para hacerlo.
Voy directamente a la manera en que la naturaleza parece haber metido su mano para que Shakespeare y Cervantes murieran, hacia 1616, con una semana escasa de diferencia. Tal vez el uno era el espejo del otro, y Shakespeare fue don Quijote, y Cervantes el fantasma del rey Hamlet. Tal vez a ambos, sin que nunca llegaran a saberlo, los hermanaba el vínculo secreto de la poesía, y no podía el uno dar un paso sobre la tierra sin que el otro hiciera otro tanto. Al final, su paso por el mundo fue como el de esos cometas que iluminan el cielo de milenio en milenio, dejando tras ellos una estela difícil de borrar.
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