En las distintas encuestas del Latino barómetro que en los últimos 10 años se han aplicado en América Latina, hay un elemento perturbador que emerge de manera constante: la inconformidad o insatisfacción de los ciudadanos con el sistema democrático. Esa inconformidad contrasta, sin embargo, con la eufórica alegría que estremeció a la región cuando a fines de los años setenta y principios de los ochenta se produjo el proceso de transición de regímenes autoritarios a gobiernos civiles electos. En aquel entonces, las razones para el alborozo eran obvias. La transición hacia la democracia había simbolizado el fin del abuso, del atropello, del despotismo y de la violación grosera y permanente de los derechos humanos.
Para empezar a despejar las interrogantes que plantea esta situación, es preciso recordar que en el momento de producirse el fenómeno de la transición democrática en América Latina, había, en adición a una violación constante de los derechos humanos, como hemos dicho, un panorama de severa crisis económica y social, que colocaba a las dictaduras en una incapacidad absoluta para continuar gobernando, y de ahí, naturalmente, su colapso total.
No obstante, lo importante a observar aquí es que, a diferencia de otros procesos históricos, en América Latina la instauración del sistema democrático no se produce como consecuencia natural del desarrollo del sistema capitalista, sino por el contrario, como resultado de la crisis por la cual el modelo se encontraba atravesando a finales de los años setenta. Esa crisis, a su vez, era fruto de la debilidad intrínseca del desarrollo del capitalismo en los países de América Latina desde la época misma de la conquista y la colonización, y extendida más allá del período de las luchas por la independencia nacional. La falta de desarrollo capitalista en la evolución histórica de los pueblos latinoamericanos fue la causa determinante de la inestabilidad política permanente, de la presencia de tantos gobiernos dictatoriales y de la incapacidad orgánica para hacer de la democracia el sistema político por excelencia, garante de libertades y de justicia social. Todo eso es lo que explica la trágica paradoja de que inmediatamente desaparecen las dictaduras (en la década de los ochenta) y emergen los primeros gobiernos civiles electos de manera democrática por los ciudadanos, en América Latina se entra en la etapa de la década perdida. El fenómeno de transición de regímenes autoritarios hacia gobiernos democráticos coincidió, en América Latina, con uno de los momentos más críticos y difíciles, desde el punto de vista económico y social, que la región había experimentado a lo largo del siglo XX.
Esa es una singularidad del proceso de democratización latinoamericana que en gran parte viene a darle sentido al gran hallazgo del Informe del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) sobre Democracia, de que tal vez América Latina resulte ser el único lugar del mundo donde la democracia se construye en un contexto de pobreza y desigualdad social. En la actualidad hay más de 220 millones de seres humanos en la región latinoamericana que viven por debajo de la línea de pobreza y, como se ha indicado en distintos informes y estudios, es también el lugar del planeta con mayores niveles de desigualdad social. En esas condiciones y circunstancias, ¿cómo puede, realmente, articularse un proyecto de naturaleza genuinamente democrático, en los términos en que lo conocen los países desarrollados del mundo occidental? El desplome de las dictaduras de los años setenta y ochenta, o, para decirlo de otra manera, la incorporación de América Latina en la Tercera Ola de democratización global, como le llamara el reputado politólogo Samuel Huntington, trajo consigo el disfrute de anheladas libertades públicas, pero ha dejado sin resolver viejas aspiraciones de desarrollo económico y de movilidad social. El mayor desafío que en la actualidad enfrentan las jóvenes y frágiles democracias latinoamericanas es el de cómo al tiempo que fortalecen las instituciones de un Estado democrático, propician las condiciones, en una era de globalización, para un modelo de desarrollo económico y social que proporcione progreso y bienestar para los pueblos.
Más allá del Consenso de Washington
Al iniciarse los años noventa, con la activa participación de los organismos multilaterales, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo, se procuró darle un giro a la situación, adecuando a los países del área para un nuevo paradigma económico identificado como el Consenso de Washington. En virtud de ese nuevo modelo se logró superar la situación de hiperinflación, déficit fiscal, inestabilidad macroeconómica, etcétera, que afectaba a varios países del área, y se crearon las condiciones para un proceso de apertura y liberalización de mercados, lo cual, teóricamente, debería conducir a una mejor inserción de la región en la economía mundial.
Con respecto al caos y la incertidumbre económica de la década perdida de los ochenta, América Latina cambió. De la inestabilidad se pasó a la estabilidad y del modelo desarrollista, de corte populista, se pasó a una filosofía de economía de mercado. Nuevas inversiones se instalaron en la zona. Las infraestructuras han mejorado significativamente. Las telecomunicaciones se han expandido. Hay un mayor proceso de integración regional y el comercio internacional se ha incrementado.
¿Qué es, por lo tanto, lo que mantiene el disgusto y el desencanto de los ciudadanos con la democracia en la región? La desilusión se debe a que, a pesar de las reformas económicas, los ciudadanos todavía no sienten el beneficio directo que se les había prometido. Por el contrario, perciben que no hay suficientes puestos de trabajo, que los salarios son bajos, que hay escasez de viviendas, que falta acceso a la educación y la salud, y que son lanzados a la marginalidad social. En fin, el gran reto de América Latina hoy es el mismo que ha trazado su devenir histórico en los últimos 200 años, esto es, cómo crear una base económica y social a la democracia política que desde hace ya más de dos décadas se pretende construir. Por los resultados alcanzados hasta ahora, sin embargo, es evidente que las reformas económicas emprendidas dentro del marco del Consenso de Washington no han sido suficientes para garantizar un crecimiento sostenido del producto interno bruto, disminuir la pobreza o eliminar la desigualdad social. Es por ello que resulta imprescindible superar este Consenso e ir más allá, sin que eso implique un retorno a las viejas prácticas populistas de intervención del Estado en las principales acciones de la vida económica de los pueblos.
Un modelo de desarrollo que vaya más allá del Consenso de Washington y que al mismo tiempo constituya una superación de la etapa populista implicará la aplicación de políticas económicas que representen una especie de balance entre mercado y Estado. Si bien la aplicación de mecanismos de mercado resulta ineludible dentro de una economía de libre competencia, en América Latina, para superar los males ancestrales que la agobian, será importante apelar a mecanismos extra-mercado, como son la integración y la solidaridad. Es a través de una aplicación conjunta de políticas solidarias y de mercado que podrá llegarse a concebir un modelo de desarrollo económico y social, que, por un lado, garantiza estabilidad macroeconómica y crecimiento del producto, pero por el otro, ofrece oportunidades que permiten a los ciudadanos superar la pobreza y la inequidad social. En síntesis, América Latina necesita ir más allá del neoliberalismo y del populismo como fórmula para avanzar hacia el progreso, la modernización y el bienestar social. Los pueblos deben albergar la esperanza de un mejor futuro. Las amarguras y las frustraciones generadas por carencias e insatisfacciones deberán ser reemplazadas por el optimismo y la ilusión que se deriven del avance que se va experimentando con el surgimiento de nuevas oportunidades que permiten desarrollar el talento y el potencial creativo de cada ciudadano.
Mientras no se creen esas oportunidades, no habrán desaparecido las condiciones que dieron lugar a que 14 jefes de Estado libremente electos por sus conciudadanos no hayan podido concluir sus mandatos, y que la calle se haya convertido en el escenario preferido de protesta que anuncia el desplome, por vía de la ira y el enojo, de gobiernos democráticos.
Responsabilidad de los actores
Ahora bien, además de fortalecer las instituciones de un Estado democrático y promover un paradigma de desarrollo económico y social que garantice crecimiento sostenido y que sea incluyente, América Latina requiere que los actores fundamentales del sistema democrático actúen con responsabilidad y visión de futuro.
En tal virtud, es de gran importancia el papel que pueden desempeñar los partidos políticos, los gremios profesionales, los medios de comunicación, las iglesias, los sindicatos, los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil. Los partidos políticos, a nuestro modo de ver, se han convertido, de manera casi exclusiva, en maquinarias electorales, y eso, naturalmente, tiene el inconveniente de que ha distorsionado su papel de ser instancias de mediación y de representación entre los ciudadanos y el Estado. En la actualidad, los partidos políticos constituyen más bien instrumentos de movilidad social de sectores que ven, fuera de la participación política, la obstrucción de sus posibilidades de progreso y ascenso personal. Al colocarse en esta perspectiva, los miembros de los partidos actúan más bien motivados por su afán de avance individual que por una genuina representación de los intereses de sectores de la sociedad en nombre de los cuales afirman actuar, provocando, de esa manera, una deslegitimación y desprestigio de la democracia.
Los gremios profesionales, los sindicatos y los movimientos sociales añaden presión al sistema al reclamar, en múltiples oportunidades, demandas que exceden las posibilidades y los recursos de los gobiernos. En la medida en que esos reclamos –la mayoría de las veces justos y legítimos– permanezcan en el plano de lo institucional, siempre se podrá, por la vía del diálogo y la concertación, llegar a acuerdos satisfactorios. Pero cuando esas peticiones desbordan el marco de lo institucional y acuden a la protesta callejera, el asunto se convierte en un desafío a la estabilidad política, la cual se ve agravada cuando los partidos de oposición, por razones de oportunismo político, las alientan, produciéndose, de esa manera, una situación de polarización y fragmentación política. Al ser la democracia un sistema abierto, que exige transparencia y rendición de cuentas, los medios de comunicación desempeñan actualmente un rol más activo en informar a la ciudadanía del desempeño de los gobiernos. Pero esa labor informativa, ejercida en muchas oportunidades de manera irresponsable por redes de comunicadores organizadas por los partidos políticos, produce confusión en la opinión pública y, por consiguiente, incapacidad, por parte de la población, para discernir acerca de los temas de trascendencia para el progreso de la sociedad en sentido general. Lo mismo puede argumentarse de los demás actores del sistema. En general, casi todos participan del debate y de la acción social, imbuidos del deseo de aportar a la realización del bien común.
Sin embargo, en su forma de proceder, a veces se produce también una confusión de roles, pues en lugar de formular propuestas o ideas alternas a las que sirven de fundamento a la acción gubernamental, asumen el papel que tradicionalmente había estado reservado a los partidos políticos, con lo cual se genera una situación de tensión o disgusto entre los integrantes de distintas instituciones. Como puede apreciarse, la democracia en América Latina está sujeta a múltiples desafíos y presiones. Afortunadamente, muchos de los fantasmas del pasado, como los golpes de Estado militares y las guerrillas, van quedando relegados como residuos de la historia. Pero surgen nuevos retos, y es en la responsabilidad de los actores, en el compromiso con sus pueblos y en su visión estratégica de cómo fortalecer las garantías de derecho de los ciudadanos al tiempo que se avanza hacia la modernidad y el progreso justo y solidario, donde se encuentran las premisas de un sistema menos sujeto a turbulencias y veleidades. Esa es la lección que se extrae al analizar la historia de las naciones que han logrado consolidar su sistema democrático en paz y armonía social, y conviene aprender de ellos para que la tercera ola de democratización en América Latina no pueda más que seguir hacia adelante.
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