Revista GLOBAL


En artículos anteriores traté la relación entre migración e identidad, específicamente, los procesos a través de los cuales las comunidades dominicanas en el exterior construían un sentido de pertenencia a una comunidad nacional al mismo tiempo que adquirían ciudadanía. Consideré además que las diásporas dominicanas mantenían lazos de distintas índoles con el país de origen, constituyendo redes transnacionales. Esos vínculos –económicos, culturales, políticos y sociales– permitían aceptar la existencia de una dominicanidad que se perfila fuera de la isla y, aunque segundas y terceras generaciones no tienen su locus en el país, el idioma de sus padres deja de ser primera lengua y la idea del retorno pierde todo significado, la identidad no se pierde, sólo se reconfigura en algo distinto en sus determinaciones pero igualmente vinculante en términos etnoculturales con la sociedad de sus progenitores, que de algún modo, es uno de los componentes de sus identidades múltiples.

Los asentamientos de dominicanos en el exterior, principalmente en Estados Unidos, dibujan un proceso de asimilación parcial a la sociedad receptora de modo tal que la “nación pensada” se superpone a la “nación nacida” , en razón de que la identidad no es una condición que se cierra sino un proceso en permanente construcción. Hace un tiempo que el discurso oficial excluyente que nos caricaturizó como esencialmente españoles (Balaguer dijo que éramos el más español de los pueblos de América, por ejemplo) nos adscribió sin preguntarnos a la religión católica y pretendió borrar toda huella cultural del negro, está perdiendo hegemonía, lenta pero sostenidamente, y, en consecuencia, su función de cohesión social, a pesar de los recientes intentos para resituarse a partir de un nuevo acercamiento a la obra de Manuel Arturo Peña Batle. El artificio de algunos mitos nacionales alrededor de los cuales se creó el ideal nacional, ni tiene la eficiencia de los operadores intelectuales de la “Era”2 ni tampoco una sociedad encerrada en una insularidad casi absoluta. La República Dominicana dejó de ser un país receptor y se convirtió también en emisor de mano de obra. Ese contacto con el mundo a través de los flujos migratorios, unido a la expansión de los medios masivos de información y al desarrollo en general de las telecomunicaciones, contribuyó a fracturar la visión de un Estado nacional culturalmente homogéneo.

Vivimos una época en la que el Estado liberal no logrará su función cohesionadora sólo a partir del principio de igualdad jurídica de los ciudadanos; precisa, además, reconocer y ampliar el disfrute de los derechos sociales y culturales. Ya no se trata de un Estado que modele, cerrándola, la cultura; se trata más bien de repensar un Estado con identidades culturales múlti ples, abiertas, que se reconozcan en las diferencias. Una parte no puede autoproclamarse la representación del todo, y el todo no se agota en el territorio originario de la nación. El esencialismo excluyente El esencialismo excluyente no tiene esta vez una realidad objetiva que le permita difundirse sin resistencia, sin respuestas e iniciativas contrahegemónicas. La identidad, como todo relato, es una entidad socialmente construida y cuenta esta vez con dispositivos distintos para su difusión. El otrora control de las élites nacionales ejercido principalmente a través de la escuela y la iglesia se desmorona con la llamada globalización. Una repentina irrupción en la vida cotidiana de la velocidad, el vértigo, la instantaneidad, la incertidumbre, y la centralidad de un(os) poder(es) supranacional(es) (que sólo unos pocos atisban en lontananza) interconectado(s) en redes de ordenadores que cambian la noción espacial temporal y desintegran los anteriores mecanismos de representación política y de control social. Pero el debate sobre lo “dominicano” no ha estado exento de silencios y discontinuidades. De hecho, el silencio forma parte de la armonía trujillista sobre la conciencia nacional. Cuando cayó el régimen se empezó a cuestionar la producción intelectual de los creadores del mito trujillista, y ese proceso de desmonte implicó, en cierto modo, centrarse principalmente en el eje temático de la negritud negada como herencia cultural y el antihaitianismo como uno de los pilares en que se apoyó el andamiaje identitario que nos signaron. Los mayores exponentes del pensamiento intelectual hegemónico de finales del siglo xix y mediados del xx fueron analizados críticamente. En la distancia considero necesario abordarlos nuevamente con la ganancia reflexiva de un abordaje desde una perspectiva más abierta, menos sesgada por la ideología. Pero después de ese momento catártico donde hicimos una especie de ajuste de cuentas con el pasado, otro gran silencio se nos coló hasta los huesos.

A la ampliación de las libertades públicas; de los derechos civiles y políticos que conquistamos con la conjunción glamorosa de la movilización social-popular, y los espacios de producción intelectual a finales de la década de los setenta, curiosamente no le siguió un proceso más o menos largo y sostenido de reflexión sobre nuestra realidad, que, por supuesto, debió incluir una mirada escrutadora sobre el “otro interno”, es decir, sobre quienes quedaron en los márgenes del discurso hegemónico. Ese otro interno que, existiendo desde el primer grito fundacional, fue relegado a la orilla. No hay identidad sin memoria, pero la nuestra se construyó con olvidos. Ya para la segunda mitad de la década de los ochenta de nuevo habíamos dado un salto al vacío, los espacios que nos convocaban a esa borgiana provocación de la aventura intelectual escaseaban… los sociólogos, por ejemplo, enmudecieron, como lo advirtió Andrés L. Mateo en 1993. Ya para entonces, nos visitaban unos gitanos de la posmodernidad que montaban carpas y nos vendían las ideas atrapadas en cubitos de hielo para que macondianamente las consumiéramos y extasiados viviéramos la fantasmagoría del mejor de los mundos posibles. Las recetas de los tecnócratas, el abandono paulatino de la responsabilidad social de las universidades y el cierre por dificultades financieras de instituciones importantes de investigación social, entre otros, hicieron que el debate sobre asuntos nacionales se redujera a su mínima expresión. En medio del letargo En medio de ese letargo, la nueva intelectualidad dominicana en el extranjero, sobre todo en Estados Unidos, nos sacudió. Dispuesta a poner “out side” la pretensión de pensar desde aquí al dominicano de allá, se embarcó en la aventura ontológica de mostrarnos a un “otro exterior” inédito porque es parte constitutiva del nosotros y, en consecuencia, reconocerlo desde la perspectiva de la alteridad como ese alguien del que debemos diferenciarnos para construir una singularidad distinta es un despropósito. Desde entonces, el estudio de “lo dominicano” tiene en la diáspora a sus más sistemáticos y novedosos exponentes. La nación como comunidad imaginada que heredamos de Benedict Anderson y los estudios sobre migraciones que empezaron a dejar de lado la vieja perspectiva cuanti tativa nos condujeron a pensar más culturalmente el impacto que sobre la identidad nacional tenían los cambios de la sociedad dominicana y mundial. Ese apego nostálgico al componente primordial que es el territorio y el monismo cultural paralizado en lo hispánico terminaron agotándose como dos de las principales referencias identitarias. El idioma, ese que sutil pero indefectiblemente crea lazos perdurables en una comunidad, también ha sido impactado en el mundo de hoy. Una mirada retrospectiva de la batalla intelectual iniciada después de la caída del régimen trujillista nos obliga a reconocer el titánico esfuerzo que desde la historia, la antropología, la sociología, la literatura, etcétera, se hizo para rescatar los aportes culturales del negro en nuestro país. De hecho, cuando hablo del negro no lo hago en un sentido homogeneizante porque tan diversa es su procedencia como su composición étnica y cultural, dibujando una franja amplia entre los primeros que llegaron desde España; los de las costas e interior de África, pasando por los de la parte oeste de la isla; el sur de Estados Unidos, y las islas del Caribe, que junto a otros grupos étnicos y culturales forman parte de esa mayoría excluida en la versión oficial de la dominicanidad. Por las razones anteriores, en la actualidad ya no basta con que un intelectual como Federico Henríquez Gratereaux (en quien respeto y valoro su constante preocupación por el tema que nos ocupa), católico y defensor de la lengua española como el sustrato de la identidad, proclame que “los dominicanos están definidos por la lengua española, por una religión sincrética, compuesta de cristianismo colonial, de vudú haitiano desvaído y de espiritismo europeo, y por la heterogeneidad racial. […]

La identidad dominicana está en tránsito: contra un fondo hispánico y negro, contradictorio y traumático, recibimos el viento de la cultura universal, de la conexión y la interdependencia”. No es suficiente porque ese fondo hispánico y negro apela al origen, el punto de partida desde donde se empezó a construir nuestro relato indentitario. El reto en la actualidad es(re) construir una nueva síntesis con la argamasa formada por la convergencia de procesos históricos, culturales, políticos y sociales que parieron algo distinto al origen, algo que continúa narrándose a sí mismo mientras espera interpretaciones que trasciendan la esencia como inmutabilidad y se acerquen más al sentido de la existencia como construcción en permanente desafío. Lo repito: el dominicano es tan diverso que puede ser católico en el mismo momento que se baña en las aguas de Liborio; puede reconocerse tanto en un poema de Pedro Mir como de Norberto James sin que se sienta acosado por la culpa sin rubor atiborra sus retinas con el colorido glamoroso de los gallos de Guillo Pérez al mismo tiempo que se aventura en la experiencia estética de dejarse llevar por un guloya en blanco y negro de Nadal Walcott. No sólo habla un español distinto en giros y sonoridades que lo distingue del de la antigua colonia, sino que está tendiendo a ser políglota a partir de las nuevas realidades en un mundo donde las relaciones internacionales de poder se desplazaron del antiguo centro, creando no sólo una nueva cartografía sino un sujeto con otra biografía. El debate El debate en y desde la diáspora dominicana que se ha estado produciendo sobre la(s) dominicanidad(es) tiene en el tema migratorio un punto insoslayable para la reflexión. Pero por la naturaleza y el alcance de su objeto de estudio, los que han salido de la isla cobran centralidad. En ese sentido, tanto los que vinieron antes como los que llegan contemporáneamente han estado ausentes de la curiosidad intelectual, salvo honrosas excepciones. Por eso pienso en la necesidad de volver a explorar los intersticios de la construcción identitaria poniéndole atención a ese otro interior que desde hace mucho tiempo llegó para formar parte de uno de nosotros. En realidad debemos hablar en plural porque ese otro es igualmente diverso étnica y culturalmente, y no en todos la razón de la negritud es válida para excluirlos. Además de haitianos, cocolos y negros libertos, cuya referencia racial y cultural tiene la negritud como base, en el territorio dominicano se han establecido otros grupos como los japoneses, chinos, sirios, libaneses, palestinos, judíos y, más recientemente, cubanos, venezolanos y colombianos. De todos, unos no son reconocidos social y políticamente (derechos democráticos restringidos cuando no inexistentes), otros tienen carta de ciudadanía pero, en cambio, sus aportes a la cultura dominicana están borrosamente instalados en los márgenes del discurso hegemónico de la identidad. Los árabes Uno de los grupos de inmigrantes especialmente singulares es el de los árabes, la gran mayoría procedente, en realidad, del Líbano, Siria, Palestina y Egipto, de acuerdo a Orlando Inoa, a quien le debemos el estudio más acabado hasta el momento en este sentido.

Éstos empezaron a llegar al país en la década de los ochenta del siglo xix procedentes de Cuba, como resultado de la Guerra de Independencia y también desde Haití, particularmente después de la intervención militar norteamericana de 1915. En los tres países a esos primeros inmigrantes árabes se les rechazó. En Cuba, en el proceso de la guerra independentista se les visualizaba como parte del imperio español; en Haití, sus actividades comerciales les procuraron el rechazo de la competencia local y como aliados de grandes ca sas comerciales de Inglaterra, Francia y Estados Unidos. En el caso dominicano, los inmigrantes incursionaron e implantaron la actividad comercial a través del buhonerismo.

Asentados en los pueblos de mayor desarrollo económico de la época, donde los ingenios azucareros marcaban la pauta, competían con el comercio local vendiendo sus mercancías de puerta a puerta; desplazándose por los campos y/o abriendo mercados en las cercanías de los ingenios en los días de pago. Obviamente, encontraron resistencia entre pequeños y mediados comerciantes locales, quienes abrieron una sistemática campaña de desprestigio. Acusaciones como la de ser promiscuos, sucios y malolientes; de extraños y primitivos hábitos alimenticios (ingesta de carne cruda, por ejemplo); de vocación pervertida y depredadora, ocultaban la condición social del inmigrante más relevante: la pobreza. Ciertamente esa primera ola estaba compuesta de una población de jóvenes montañeses en busca de mayores oportunidades. Pero la dedicación al trabajo, al cabo de medio siglo aproximadamente, empezó a dar sus frutos y los árabes se convirtieron en un importante sector comercial del país.

El impacto de las grandes casas comerciales también contribuyó al desarrollo urbanístico de las ciudades donde finalmente se asentaron. Al éxito económico le siguió el prestigio social y, con ello, el más inusitado e inédito proceso de asimilación a la sociedad receptora: decidieron integrarse conscientemente a la sociedad dominicana a través de tácticas que van desde la dominicanización de sus nombres y apellidos; la mezcla biológica con los nativos y la decisión de no enseñarle la lengua y cultura de sus padres a la primera generación que nació en el país. De ese modo, aceleraron el proceso de integración a la sociedad dominicana, convirtiéndose en “uno de nosotros”. La primera generación nacida en el país no siguió en línea recta la tradición comercial de sus progenitores, abrazando profesiones liberales que, sin lugar a duda, contribuyeron a despojarse del estigma originario. Ese proceso de asimilación deliberada, de no cerrarse culturalmente, y fuera de la lógica estatal, dio como resultado una comunidad cuyos vínculos con los países de sus ancestros son débiles y de la que no se puede hablar de la existencia de redes transnacionales que operen de manera continua en lo comercial, lo político y lo cultural. Son relativamente recientes las iniciativas tendentes a no perder del todo el contacto étnico-cultural pero, aunque no existen investigaciones en ese sentido, no es muy arriesgado afirmar que se hacen desde una perspectiva donde el sentido de pertenencia se ancla en la dominicanidad y sus ancestros son “el otro” que necesitan re(conocer) no para negarlo pero sí para afirmar su condición de dominicanos.

El negro de Samaná

Este es otro caso paradigmático y al mismo tiempo diferente al anterior en el proceso de construcción identitaria. El subtítulo no es ingenuo; remite a una condición: la dimensión espacial, el territorio. Mientras los inmigrantes “árabes” se diseminaron por todo el territorio nacional, el negro de Samaná mantiene su localidad como principal referente de reproducción de su vida social. Al margen de la capital y otras ciudades donde se concentra la económica y la política, incluso en su propia ciudad, su orillamiento sirve para revelar tanto la diferencia como la desigualdad. Llegados al país por iniciativa de Boyer en el período de la dominación haitiana, los negros libertos del sur de Estados Unidos fueron asentados principalmente en Samaná, lo que de inmediato los coloca en medio de un proceso de transformación de la estructura productiva: la aparición del campesinado en la antigua colonia española y, en consecuencia, el florecimiento de una producción mercantil y el fortalecimiento de una pequeña burguesía comercial de cuyo seno sale esa voluntad colectiva que promueve y logra la independencia nacional. Desde entonces sus aportes culturales tocan ámbitos tan diversos como el religioso (protestantismo), el alimenticio, la lengua (introducen el idioma inglés), manifestaciones mágico-religiosas, la danza, la educación, etcétera, que han sido abordados principalmente por la antropología cultural. Pero para fines de este trabajo importa resaltar que el aislamiento al que se le sometió por mucho tiempo, la diferencia idiomática y el tipo de trabajo predominante (agrícola) posibilitaron el anclaje en una determinada demarcación geográfica que a su vez amplificó la posibilidad de mantener y recrear pautas culturales desde la etnicidad, al mismo tiempo que ocurría el natural proceso de asimilación en la sociedad receptora. Diferencia que funciona en el sentido inverso al de los inmigrantes árabes, pero que tiene en común con éstos el desarraigo de sus países originarios. Las redes y prácticas transnacionales con el país de origen, son inexistentes indicador que fortalece la afirmación. Sólo tiene la memoria para narrar su relato identitario, pero en ella “lo dominicano” ocupa un lugar prominente en la medida en que es la principalísima fuente de producción de sentido. Al fin y al cabo, en la biografía del negro samanense de la primera ola África estaba tan lejos como el recuerdo de sus ancestros, y la idea del retorno a Estados Unidos, donde probablemente nació, sería un despropósito si consideramos la historia de opresión que cargaba en su memoria. Aquí fue propietario, aquí debió sembrar el ombligo.

¿Y entonces, qué?

De estos dos tipos de inmigrantes quiero servirme no sólo para enfatizar la manera diferenciada en que dos grupos vivieron sus respectivos procesos de integración a la sociedad receptora, sino también cómo en esa historia vital encuentran un sentido de pertenencia a una comunidad imaginada mucho más amplia que la definida por el referente étnico. Y segundo, para insistir en la necesidad de asumir intelectual y políticamente (cultura política y política cultural) la tarea de volver la mirada hacia ese otro interior excluido en esa ya larga, paralizante y fraudulenta idea de la identidad nacional que nos vendieron. Pero acercarnos a ese otro plural y diverso a sabiendas de que las identidades no son un algo atribuido por una categorización preexistente a la designación, sino lo conquistado a través de diálogo y la negociación intersubjetivas en el marco de un real ensanchamiento de la ciudadanía democrática.

Notas  

En el sentido de Habermas, para quien la nación tiene dos caras: la “querida” y la “nacida”. La primera es la fuente de legitimación democrática y la segunda, por tener el referente étnico con su rasgo constitutivo, se ocupa de la integración social. En la República Dominicana se denomina la “Era” a los 31 años (1930-1961) de la dictadura de Rafael L. Trujillo Molina.  Asumo la posición de Miguel de Mena en el sentido de que considerando los aportes en los procesos de construcción de identidad que se evidencian en las diásporas, es necesario que hablemos de “dominicanidades”. Inoa, Orlando, Azúcar, árabes, cocolos y haitianos, 1999.  En realidad, el gentilicio más usado por los dominicanos para designarlos fue el de “turcos”. Cinco siglos de dominación otomana en Medio Oriente probablemente expliquen la confusión.

Franco, Franklin, Historia económica y financiera de la República Dominicana 1844- 1962, páginas 19 a 22.  En el país, la expresión “sembrar el ombligo” significa echar raíces, en este caso, territoriales y culturales. Bibliografía Habermas, Jurgen. La inclusión del otro, Ediciones Paidós Ibérica, 1999. Inoa, Orlando. Azúcar, árabes, cocolos y haitianos, Editora Cole, 1999. Dore, Carlos. Problemas sociológicos de fin de siglo, República Dominicana: flacso, 1999. Castell, Manuel. El poder de la identidad, segunda edición en castellano, Alianza Editorial, 2003. Gratereaux Henríquez, Federico. Un ciclón en una botella, segunda edición, Editora Alfa y Omega, 1999. Tejeda Ortiz, Dagoberto. Cultura popular e identidad nacional, primera edición, Editora Mediabyte, 1998.


4 comentarios

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