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El clasicismo en la historia de la cultura: una conferencia de Pedro Henríquez Ureña

by Carmen Ruiz Barrionuevo
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En junio de 1907 Pedro Henríquez Ureña impartió en México una conferencia sobre el poeta salmantino José María Gabriel Galán. Este texto reflexiona sobre su importancia dentro de la trayectoria de su pensamiento y la relación con su proyecto de la historia de la cultura. Para entonces, Henríquez Ureña tenía tan solo 23 años de edad. No deja de sorprender que la conferencia que Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) dictó el 26 de junio de 1907 en la tercera velada de la Sociedad de Conferencias de México tomará como tema al poeta salmantino José María Gabriel y Galán (1870-1905), y sorprende por igual la madurez de su exposición y la juventud del autor, que tenía 23 años, respecto a un escritor y una poesía que tenían que serle lejanos.

Sin embargo, observada la diversidad de las materias de los intervinientes en esa Sociedad de Conferencias (pintura, arquitectura, filosofía, literatura), su exposición sobre el poeta encajaba perfectamente en esa variedad, pues es eviden- te que ampliaba la perspectiva de lo que podía ser conocido por el auditorio acerca de la poesía española del momento. Pudo haber elegido otro tema más conocido de la literatura de España, como podría haber sido la obra de Unamuno, porque del mismo año data «Las Poesías de Unamuno», un trabajo que aparece también en Revista Moderna en el mes de junio, un mes antes de la publicación de la conferencia sobre Gabriel y Galán. Recordemos que Unamuno acababa de publicar sus Poesías (1907), un conjunto de poemas que suponía, dentro de su amplia obra, una reveladora incursión en un género nuevo por parte del rector salmantino.1 Y, sin embargo, Henrí- quez Ureña prefirió este tema más desconocido, o tal vez menos llamativo o que presentaba otras posibilidades a la hora de insertarse en el decurso de la historia poética hispánica.

Otro factor que hay que tener en cuenta es que el joven escritor dominicano ya había publicado en 1905, en La Habana, sus Ensayos críticos, en los que junto a temas de literatura y música europea incluía otros artículos sobre temas hispanos, «El modernismo en la poesía cubana», una reflexión acerca de «Ariel» de Rodó y un trabajo sobre Rubén Darío que alcanzó gran proyección. Estos y otros escritos de esta época demuestran que el autor estaba ya encauzando su proyecto de trazar la historia de la cultura hispánica, y sin embargo este trabajo acerca de un poeta muy conocido en la España de esos años, pero de visible medianía en relación con su proyecto latinoamericano, demuestra no solo que estaba al tanto de las novedades peninsulares, sino que, como ha indicado Arcadio Díaz Quiñones, el ensayista consideraba que toda obra nueva dentro de esas corrientes literarias latinoamericanas tenía que ver con sus antecedentes, con lo que la literatura de España tendría que ser de especial conocimiento para poder articular la historia de la cultura que proyectaba. Es evidente que el dominicano no podía excluir la literatura escrita en España, pues, como indicó al comentar la Antología de Federico de Onís, «Ninguna revolución deja de recibir la herencia del régimen que cae»,2 frase que resalta Díaz Quiñones al comentar: «Es casi imposible caracterizar con mayor economía su pasión por la continuidad y sus reservas muy modernas ante el progreso y las vanguardias» (169). Es decir, que el conocimiento de las letras de España por parte de Henríquez Ureña era un acto que formaba parte de una estrategia para trazar la historia de la cultura en América Latina e integrar en las corrientes universales del pensamiento.

Como expresa Eva Guerrero: «Su americanismo no tendría las bases sólidas de las que se nutrió y la fuerza con la que lo expresó si no hubiera reconocido sin recelos históricos y con madurez intelec- tual las bases de la cultura española, pero también la tradición propia» (78). Gabriel Galán era un autor que podía considerarse externo a ese proyecto, y, aunque no pueda ni deba excluirse de esa historia, no parece el poeta más representativo de los movimientos que aparecieron en el comienzo de siglo en relación con esa cultura americana. Y sin embargo es posible que una reflexión sobre este trabajo pueda ser útil para desentrañar la trayectoria de su pensamiento, tanto en su selección de autores como en los descartes que llegó a realizar en relación con las que se consideran sus obras cimeras, His- toria de la cultura en la América hispánica (1947) y Las corrientes literarias en la América hispánica (1949).

La conferencia supone una interesante aproximación al poeta de Frades de la Sierra (Salamanca), aunque, habiendo pasado más de un siglo, otros trabajos y la perspectiva más próxima, y en la misma zona en la que se escribieron sus poemas, nos facilitan otros acercamientos. Es muy evidente que el proyecto poético de Gabriel y Galán lo excluye de cualquier actitud moderna. Es un poeta que persigue la inspiración en los temas cercanos y regionales, y no hay sentido profesional del trabajo literario como sucede en los poetas modernistas. Uno de sus más reconocidos críticos, César Real de la Riva, unas décadas después de su muerte, en 1955, en su libro Vida y poesía de José M.a Gabriel y Galán, plantea que no es ni clásico ni neo clásico, ni romántico ni posromántico, pues: «Su adentramiento en las cosas da a su poesía un tono épico, impersonal, esencial, casi religioso. Anhela quietud y paz, no libertad o rebeldía; y sus versos transpiran una seguridad y entereza del todo anti románticas» (70-71). Al haber vivido en el cruce de dos siglos, el XIX y el XX, es visible que la crítica se ha debatido entre los que lo consideran un «auténtico poeta» como es el caso de José María de Cossío, aunque no tenga más remedio que considerarlo representante del «naturalismo rural», dentro de una fidelidad a «una tradición villanesca a la que se sintió ligado sin conocer acaso su existencia» (II, 1255 y 1269), y otras incluso injustas como la de Ángel Valbuena Prat, que aprecia que tiene dotes líricas pero con una visión del mundo incompatible con la excelencia poética, al presentar «una modesta concepción burguesa del mundo y de las cosas, o una interpretación vulgar de los temas campestres y aun concesiones al mal gusto y la cursilería» (II, 806). Y frente a ellas la opinión más ponderada de Federico de Onís, que lo ubica dentro de un tradicionalismo hondo cuyo fin es elevar la entraña popular, un tradicionalismo «sano, alegre y sereno», tolerante, que trasciende lo regional y «simplifica y acentúa lo rústico y primitivo», añadiendo palabras todavía más clarificadoras:

«Si Galán se hubiera mantenido en este terreno, depurando su expresión del exceso, vulgaridad y pedantería de la retórica del siglo XIX que abundan aún en sus mejores composiciones, hubiera llegado a ser el verdadero gran poeta que llevaba dentro y que se manifiesta en ciertos aspectos de su poesía con fuerza y originalidad que, a pesar de sus defectos y de sus detractores, aseguran a su obra no sólo la popularidad de que goza, sino vida permanente y un lugar propio en la literatura de esta época» (544-545).

La opinión de Henríquez Ureña dista de todas. Su planteamiento es de cercanía para intentar comprender al autor. Sus primeras palabras son de cierta precaución intentando ganarse a un auditorio que desconocía con toda probabilidad al poeta salmantino: «Voy a hablaros de un poeta castellano, típicamente castellano, que vivió, en la vida y para el arte, dentro de la castiza tradición española y la castiza sencillez de los hondos sentimientos primarios»3 (85). Y en seguida pasa a resaltar aspectos positivos que pueden captar la atención de los oyentes. Destaca su carácter espontáneo, rústico y clásico a la vez en relación con el contacto con la naturaleza; plantea el retorno a lo tradicional y primario en un comienzo de siglo sometido a todas las tensiones religiosas y filosóficas y que frente a ellas exhibió una personalidad original que atrajo al público, reproduciendo la «fabla de los campesinos castellanos y extremeños» e internándose en la «majestuosa selva de los Siglos de Oro para beber en la fontana pura que brota en el huerto

de fray Luis de León y deleitarse con la música pastoril en los prados amorosos de Garcilaso» (85). El tono lírico que adopta el autor colabora también en el intento de salvar a un poeta que, a pesar de todo, se percibe que le resulta sorprendente. Pero hay otro detalle en relación con esa recepción, y es que su éxito entre las gentes le parece una reacción lógica en un medio como la literatura de España, tan reacia a las novedades modernistas, frente a las cuales la poesía de Galán toca el corazón. Esta puede ser una clave dentro de ese desenvolvimiento cultural que se está desarrollando en España, muy distinto al que se está produciendo en el continente latinoamericano. Y es que el poeta salmantino está dentro de esa corriente contraria al modernismo que representaba Rubén Darío, y es indudable que escuchó y leyó los ataques varios contra un movimiento que, supuestamente, atacaba los principios hispanos. Se les acusaba a los poetas modernistas, y sobre todo a Rubén Darío, de descomponer la lengua española e ignorar la gramática, usando neologismos insoportables al imitar el colorismo y el decadentismo francés. Sabemos que Galán manifestó su aversión por ese movimiento, siguiendo en esto la opinión de Unamuno, muy relevante para su pensamiento. Dice Fernando E. Gómez Martín, que estudia su relación con otros autores hispa- nos finiseculares, que los testimonios de Galán «respecto a la poética fueron siempre claros y contundentes» pues tanto «en las cartas dirigidas a Unamuno y en actos públicos diversos (Ateneo, discursos) apreciamos la misma postura: desdén o desprecio hacia los nuevos moldes y voluntad inquebrantable de continuar con su venero, que era “inagotable”» (101).

Leída hoy la conferencia de Henríquez Ureña, es posible que, aunque el análisis del poeta castellano es certero y hasta iluminador, el cen- tro de su planteamiento está inserto, no tanto en el autor mismo, sino en el problema teórico que plantea ya avanzado su ensayo cuando se ocupa de definir el concepto de lo clásico abriendo un paréntesis explicativo. Comienza partiendo de una definición, el clásico es el hombre grande de las letras, el maestro, aunque existen temperamentos clásicos y románticos: «El temperamento clásico es sereno, y el romántico es inquieto; aquel busca la armonía y este la lucha» (86). Incluso para precisar su definición acude a una cita de Menéndez Pelayo al que respeta como estudioso, aunque no convergieron en sus valoraciones conservadoras.

«En cuanto al clásico por edu- cación y por escuela, puede serlo, en rango modesto, como dice Me- néndez Pelayo, el escritor “sensato, correcto, estudioso, que piensa antes de escribir, que toma el arte como cosa grave, que medita sus planes y da justo valor a sus palabras”, o bien, “el ingenio amamantado desde niño con la lección de los inmortales de Grecia y Roma y de sus imitadores franceses, italianos y españoles”».

En todo caso tales definiciones están lejos de la personalidad de Gabriel y Galán, ya que como él mismo reconoce son escasos los autores que alcanzan la cima de clásicos, estudiando con detenimiento a los antiguos, invitándolos, asimilando sus formas serenas. Es aquí de nuevo cuando el ensayista se eleva hacia el tono lírico y llega a dejar sentado que Gabriel y Galán fue «clásico por temperamento y por escuela, aunque su escuela se limita al clasicismo español, y ni penetra en la antigüedad». Esta es una idea que le inspira otra gran autora de su época, Emilia Pardo Bazán, que llega a hablar respecto al poeta salmantino de «clasicismo orgánico» (87).

Claro que, después de las afirmaciones casi entusiastas, vienen las rectificaciones: «He querido definir a Gabriel y Galán como un clásico del siglo XX, un poeta raro y singular en nuestra época; y debo señalar limitaciones a esa afirmación» (85). En efecto, el autor establece un parangón con los modernistas que también buscan en los clásicos, pero en este caso se apropian del decir y sentir antiguo, para seguir elaborando sus poemas a la manera moderna. «Gabriel y Galán, en cambio, era clásico por temperamento y por educación; y esto lo singulariza en nuestra época y le asigna un puesto en la sucesión histórica de las tendencias literarias» (86). Esta última parte de la frase nos está indicando cómo su proceder tenía muy presente su proyecto de historia de la cultura dentro de las tradiciones hispánicas.

Después de centrar este razonamiento que le importaba en especial por constituir una base de su pensamiento, comienza el análisis del poeta dando entrada a la personalidad del autor, un método que imprime nueva vida al historicismo envarado de Menéndez Pelayo, del que, por otra parte, tanto aprendió. Por eso cita por extenso el párrafo autobiográfico en el que el poeta describió su vida antes de su muerte: «Nací de padres labradores en Frades de la Sierra, pueblecillo de la provincia de Salamanca. Cursé en esta y en Madrid la carrera de maestro de primera enseñanza. […] Tengo treinta y cuatro años, y a escribir dedico el poco tiempo que puedo robar a mis tareas del campo»(87). Pasa a continuación a destacar su fama entre los lectores de España, que conocieron a Gabriel y Galán en 1902 cuando se publicó la primera edición de Castellanas, patrocinada y publicada por el obispo de Salamanca, Tomás Cámara (88). Se le hicieron homenajes en Salamanca y Valladolid, se sumó luego Madrid, y su fama recorrió el mundo hispano. Comenta con perplejidad: «Y es así como un poeta campesino, que nunca se preocupó por la nombradía y los triunfos resonantes de las ciudades, aunque tuvo la que algunos llamarán debili- dad de concurrir a certámenes, llegó a convertirse en ídolo, y su nombre y su obra fueron por un momento la moda de los cenáculos y el tópico de la prensa» (88).

Es evidente que Gabriel y Galán se hizo con un público coetáneo que rechazaba la práctica de lo imaginario en la poesía defendiendo la cotidianidad de las cosas diarias. Frente a los modernistas, el poeta rechaza las sensaciones y no estaba interesado en forjar un estilo, su objetivo era el mundo más próximo y con el que se identificaba. Su postura ante la sociedad es de inserción y de conformidad, como maestro y como propietario rural, y aunque podemos encontrar en sus versos una cierta denuncia de las injusticias de su época, no tiene ninguna intención de trascendencia. Gómez Martín llega a justificar esa aceptación popular del autor como un intento intrahistórico, aproximándose a Unamuno, y propone denominar a dicha tendencia «regionalismo noventayochista» (17). De este modo, Castilla, identificada con lo salmantino, se convierte en el centro de la obra del poeta conformando una especie de «casticismo populista».

Todas estas ideas aparecen en esbozo en el texto de Henríquez Ureña, que en su análisis indica que «La típica virtud de Gabriel y Galán es haber cantado a la naturaleza y a la vida rústica con un sentimiento absolutamente suyo, personal y espontáneo, y con una filosofía clásica castiza- mente castellana» (88). En sus versos aparecen campesinos realmente existentes que refieren sus tristezas y alegrías en las zonas de Castilla y Extremadura, su obra nada tiene que ver con la Arcadia clásica ni con los clásicos del XVIII, sino con la poesía popular del Siglo de Oro porque se considera uno más de los campesinos, su espíritu se derrama en sus poesías con sinceridad y cordialidad, pasando a seleccionar cinco composiciones que le sirven para el análisis: «Amor», «Las sementeras», «El regreso», «El ama» y «Canción», escrita días antes de su muerte (90). Todas ellas le sirven para analizar la temática en lo que se refiere a su mirada del campo y de las gentes, así como su poema tan celebrado, «El ama», que contiene las ideas del autor sobre la vida del individuo en familia y en la sociedad. Sus ideales son la sencillez, el amor al trabajo y la fe, en definitiva, una filosofía humilde pero llena de dignidad «que tiene sus raíces en Grecia y en Judea y llega hasta él a través de los poetas castellanos» (91).

En esta valoración el ensayista dominicano cae en el tópico de pensar que sus poemas tienen el «sello nacional que la austera Castilla logró imprimir al resto del país», un estoicismo cristiano impreso en sus escritores (91), sobre todo Cervantes y los místicos. Claro que poco tiene que ver Cervantes, e incluso los místicos, con el campo salmantino y extremeño. Henríquez Ureña cita a Bartolomé Argensola, que era aragonés; a Fer- nando de Herrera, que era andaluz; «La Epístola moral a Fabio», de Andrés Fernández de Andrada, que también era sevillano; a fray Luis de León, que procedía de Cuenca, o a Quevedo, que era madrileño. Ninguno de ellos tiene que ver geográficamente con el poeta salmantino. Es muy posible que este espíritu estuviera en el ambiente que respiró Gabriel y Galán, pero no tiene nada que ver con los escritores que cita; tal vez, es posible, con la parte más externa de su divulgación. Acierta, sin embargo, al considerarlo poeta social y poeta religioso, «sus ideas religiosas son sencillas, llenas de reverencia y caridad, sin lu- cubraciones cosmogónicas ni deliquios místicos» (92), y al decir que, al no tener maestros, divulgó, usó la poesía para conectar con sus gentes. En este sentido se puede conceder como válida su opinión de que fue un «encanto de frescura y originalidad» (92). Incluso llega a encontrar alguna proximidad con versos del colombiano José Asun- ción Silva, cuya musicalidad parece haberle perseguido (93). Y después de establecer el parangón comenta: «Estos tres Nocturnos modernistas indican que el poeta salmantino era capaz de apreciar la belleza de todos los estilos; pero demuestran, por contraste, cuán genuinamente clásico era su temperamento, su elegancia descriptiva nos parece forzada y sus sentimientos resultan poco sinceros» (93-94). Hoy sabemos de dónde proceden esos ecos. Sabemos que Unamuno tuvo sobre él una gran ascendencia y que posiblemente los versos de Silva provienen de conversaciones con Unamuno, como indica Real de la Riva: «Posiblemente Unamuno le había hablado a Galán en sus charlas de Guerra Junqueiro, como de José Asun- ción Silva, —cuya colección de poesías se publicó por primera vez y precisamente con prólogo de Unamuno en 1908— así como de otros poetas modernos», para concluir por parte de este crítico que existen «tales influencias modernistas que no negamos del todo, pero que son superficiales y atinentes sobre todo a la forma» (77-79).

Otro aspecto hay que tener en cuenta, y es la relación y el apoyo que ofreció Miguel de Unamuno a Gabriel y Galán en sus elaboraciones poéticas porque su inspiración sintonizaba bien con su propuesta poética combativa contra cualquier eco de galicismo poético. Si en unos pocos poemas aparecen rasgos modernistas, es prueba de que estuvo inmerso en la evolución lírica de su tiempo. Que intentó varios registros procedentes del primer modernismo, con el que por su sesgo postromántico se sentía más identificado». Por ello es posible encontrar intentos varios de plasmar en sus poemas ritmos que recuerdan a Silva, «aunque el poeta de Frades nunca se avino con el cultivo del interior imaginario ni de las sensaciones, como la poesía del pleno modernismo dariano se encargaría de implantar» (Ruiz Barrionuevo, 379).

La conferencia continúa con un análisis de varios de sus poemas, de sus temas y de su métrica, un aspecto este que le resultó siempre atractivo y que daría lugar a su trascendental estudio sobre La versificación irregular en la poesía castellana (1933). En definitiva, merece la pena observar la metodología de estudio aplicada por Henríquez Ureña, aunque el autor no llegara a formar parte de su concepto de la cultura. El resultado es un ejercicio crítico realmente admirable con el que se apropia de una figura para estudiarla y valorarla.


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