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Pedro Henríquez Ureña y las derivas de la utopía

by Néstor E. Rodríguez
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En los circuitos académicos del continente, Pedro Henríquez Ureña es una referencia obligada en los cursos de posgrado sobre teorías de la cultura en Latinoamérica. Sin embargo, sus textos más emblemáticos —Seis ensayos en busca de nuestra expresión e Historia de la cultura en la América hispánica— se recuperan más por su carácter de archivo erudito que por la vigencia que las ideas allí expuestas puedan tener en los debates actuales. Sin duda, el relativo olvido del legado de Henríquez Ureña en los círculos del hispanismo tiene que ver con la continuidad de la empresa intelectual que desarrolló desde sus primeros ensayos, esto es, un proyecto orientado a definir una cultura integradora para el continente, basada en la exaltación de la herencia hispana.

Desde la perspectiva del ruedo intelectual contemporáneo, heredero del posestructuralismo, el intento de uniformidad de Henríquez Ureña activa todas las alarmas. De hecho, si se piensa en su definición pretendidamente inclusiva de cultura, es preciso reconocer que esa intranquilidad se fundamenta en razones más que válidas. Ahora bien, a pesar de las zonas problemáticas de su pensamiento, hay aspectos importantes que resaltar en la obra de Henríquez Ureña, sobre todo en lo tocante al papel del intelectual y la función social de la crítica. En efecto, Henríquez Ureña contribuyó de manera significativa a la historia de las ideas sobre la responsabilidad del intelectual en la sociedad; sin embargo, visto a través del prisma de la academia de hoy, este aspecto fundamental de su pensamiento pasa las más de las veces desapercibido. En el ámbito intelectual vigente, en el cual se tiende a desconfiar de la referencialidad y de la capacidad del intelectual para hablar de sí mismo o de los demás, Hen- ríquez Ureña es una figura opaca del panteón intelectual latinoamericano, una curiosidad de museo a la que se vuelve con un dejo de indiferencia como resultado de esos protocolos de lectura que dictaminan cánones y modas teóricas, particularmente desde el espacio del saber académico norteamericano. Un ejemplo reciente de esa tendencia se aprecia en el estudio Vernacular Latin Americanisms: War, the Market, and the Making of a Discipline (2018), de Fernando de Giovanni, quien llega al extremo de interpretar la selección de Henríquez Ureña para la Cátedra Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard en 1940 como poco menos que un accidente histórico.

Con estas premisas en mente, recorreré zonas poco transitadas de la crítica en torno a la obra de Pedro Henríquez Ureña. Me interesan los matices de su prédica humanista que evidencian un marcado afán sociológico, y que orientaron su pensamiento hacia una abierta militancia política al final de sus días. Como espero demostrar, la estela que deja la errancia epistemológica de Henríquez Ureña tiene hoy por hoy una gran vigencia, especialmente en lo relativo al papel del intelectual en la sociedad.

Para pensar en la manera en que se recuerda a Pedro Henríquez Ureña, es útil recurrir a la opinión que algunos de sus pares expresaron en torno a sus aportes. En un célebre prólogo de 1959, Jorge Luis Borges prodiga elogios al maestro dominicano. Entre las cosas que destaca de quien fuera su colega en el consejo editorial de la revista Sur figura el que su nombre evocaba «palabras como maestro de América» (VII). Cinco años más tarde, en un proemio no menos conocido, Ernesto Sábato reitera las dotes de mentor de Henríquez Ureña.1

Henríquez Ureña pasó en Argentina los últimos veintidós años de una vida marcada por continuos desplazamientos que lo llevaron de Santo Domingo a Cuba (en donde publicó su primer libro, Ensayos críticos, en 1905), Estados Unidos, España y México, país que lo acogió por dos productivos períodos (1906-1914 y 1920-1924), en los cuales, en palabras de Sergio Pitol, Hen- ríquez Ureña «realizó la plenitud de su destino»

(8). Tratándose de un pensador como Henríquez Ureña, que siempre destacó el dinamismo de los procesos, la apreciación de Pitol podría parecer extrema; aun así, sus palabras permiten medir el calibre alcanzado por el pensador dominicano entre la élite intelectual de su tiempo.

Para apreciar el alcance de las posturas políticas e intelectuales de Henríquez Ureña, es preciso detenerse en su ensayo capital «La utopía de América», conferencia dictada en la Universidad de La Plata en 1922. Henríquez Ureña parte de la historia del México de aquellos tiempos y su pujante afán de transformación como ejemplo del impulso creador que debería caracterizar la evolución política de Latinoamérica. Ese impulso vendría de la orientación de «hombres magistra- les» o «espíritus directores”, como menciona en Patria de la justicia, otra de sus famosas conferencias de esos años (11).

La idea del intelectual como guía del devenir político tiene una larga tradición en la historia del continente. Sarmiento, quien concibió el Facundo a mediados del siglo XIX como una máquina de propaganda de su candidatura a la presidencia de Argentina, puede que sea el ejemplo más resaltante de esta mistificación. En La ciudad letrada, Ángel Rama ubica en el período comprendido entre 1870 y 1920 el surgimiento y desarrollo de esta tradición de pensar al «letrado» como el conocedor de las complejidades de la política. Según Rama, dicho período se caracteriza por una «modernización internacionalista» (105), es decir, el momento en que Latinoamérica empieza a sentir ampliamente los efectos de la incorporación a la economía capitalista, con la masiva inmigración europea como el rasgo más distintivo. Ahora bien, hay que señalar que la visión del intelectual como guía cívica ya estaba presente en el imaginario social incluso antes de la consolidación de la mayoría de los procesos de independencia, como se puede constatar en la famosa carta que Bolívar le escribe a Henry Cullen desde su exilio en Kingston en 1815. El siguiente fragmento de la llamada Carta de Jamaica constituye un ejemplo claro de la idea del intelectual visionario desde principios del siglo XIX:

«Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es un extravío, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Para fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia». (63, énfasis mío).

En esta apología del pensamiento político libe- ral personificado en los «reformadores», Bolívar recurre a una retórica paternalista cuya influencia atraviesa el horizonte decimonónico y se instala casi sin alteraciones en la centuria siguiente. Otro texto decimonónico fundamental, acaso el que mejor representa el mito del intelectual dirigente en la historia cultural de la región es Nuestra América, de José Martí, una fuente capital en la obra de Pedro Henríquez Ureña. En este artículo publicado en la Revista Ilustrada de Nueva York en 1891, Martí desarrolla una tipología del sujeto latinoamericano en la cual el intelectual se presenta como modelo moral frente a la historia de tiranías que caracterizaron la vida política del siglo XIX. Para Martí, el intelectual capaz de interpretar los signos de la «naturaleza» latinoamericana sin la mediación de esquemas mentales europeos y estadounidenses es el único que puede engendrar instituciones y formas efectivas de gobierno.

Henríquez Ureña asimiló bien esa idea de la necesidad de encontrar modelos autóctonos de organización social y política. Poco después de iniciar su período argentino, Henríquez Ureña pronuncia su conferencia en torno a la influencia de la revolución en la vida intelectual mexicana, en la cual teoriza sobre los beneficios que históricamente ha obtenido México de su relativo aislamiento tras acceder a la vida independiente:

«¿Cuál ha sido el resultado? Ante todo, comprender que las cuestiones sociales de México, sus problemas políticos, económicos y jurídicos, son únicos en su carácter y no han de resolverse con la simple imitación de métodos extranjeros, así sean los ultraconservadores de los Estados Unidos contemporáneos o los ultramodernos del Soviet ruso». (Influencia, 370).

A pesar de las obvias consonancias entre las utopías políticas imaginadas por Martí en Nuestra América y Henríquez Ureña en «La utopía de América», son contados los análisis comparativos en torno a estas obras. La crítica se ha ocupado más de analizar el diálogo entre Sarmiento y Martí, o la complicada defensa del «arielismo» de José Enrique Rodó por parte de Henríquez Ureña, que en sopesar las equivalencias y distan- cias de éste con respecto al pensamiento martiano. Piénsese, por ejemplo, en la fascinación que ambos sienten por la modernidad norteamericana, una fascinación que no disipa del todo el temor a que esa modernidad pudiera trastocar el modelo de sociedad que imaginaban para Latinoamérica. Asimismo, vale la pena mencionar el modo en que los textos de Martí y Henríquez Ureña se enfrentan a la necesaria pregunta de quién está capacitado para regir los destinos de los pueblos latinoamericanos, pregunta de corte eminentemente moral que desata a su vez la articulación de toda una epistemología. En Martí esa pregunta se resuelve cerrándole el paso al intelectual para dejar el camino libre al héroe. En Henríquez Ureña la intervención del intelectual en el devenir de la polis estará mediada por una actitud vacilante ante la cosa pública que tomará variados matices a lo largo de su vida.

En un análisis del papel jugado por el grupo de los «ateneístas» en el México moderno, Horacio Legrás ha identificado brillantemente este gesto de vacilación ideológica en Henríquez Ureña:

«Henríquez Ureña profesa la profunda convicción, que transmitió a buena parte de los ateneístas, de que la forma más acabada de persuasión era el arte, y que el destino del arte, como su discípulo Reyes terminaría de enunciar, era cumplir una misión unificadora frente al vórtice siempre aterrador —y la revolución misma será en su momento su mejor recuerdo— de la política y la división». (57).

Legrás lee bien la actitud de Henríquez Ureña frente a los vertiginosos cambios históricos del México de principios del siglo pasado. En esta particular coyuntura su posición como intelectual todavía no mostraba las señales de abierta militancia que marcarían su accionar a partir de la década de 1930. Pero incluso con esa reticencia a flor de piel, la «misión unificadora» de la cultura que Henríquez Ureña predicó a sus colegas del Ateneo implicaba toda una política. En efecto, Henríquez Ureña entendía su lugar como intelectual en semejante estado de cosas como una suerte de arúspice que ejerce vaticinios a partir del examen meticuloso de esos momentos «de crisis y de creación» (3) de los que nos habla en «La utopía de América». El resultado de semejante operación no era propiamente una síntesis, como ha querido ver la crítica en torno a su obra, sino más bien el hacer inteligible lo confuso en momentos en que la cercanía de los eventos históricos amenaza con nublar toda posibilidad de análisis. En otras palabras, identificar en la contingente vorágine social las marcas de una morfología.

Visto desde este ángulo, es posible apreciar mejor el alcance del concepto de «cultura social» que Henríquez Ureña desarrolla en «La utopía de América»:

«No se piensa en la cultura reinante en la era del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivaban flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta, como en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender no es sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer». (4, énfasis mío).

Este tipo de planteamiento es lo que ha llevado a críticos como Rafael Gutiérrez Girardot a identificar en el pensamiento de Henríquez Ureña un «ethos pedagógico» no exento de cierto sentido de «agitación» orientada «no a derrumbar sino a construir» (XXXIV). Ciertamente, ese sentido de lo inconcluso, de un camino aún por fatigar que se entiende como un deber moral y cívico, atraviesa toda la obra de Henríquez Ureña y es la herramienta principal de su autolegitimación como intelectual. No hay que olvidar que Henríquez Ureña escribió sus Memorias a los veinticinco años. A ese nivel llegaba su conciencia de pertenecer a una clase llamada a moldear los contornos de la ciudad latinoamericana.

La ansiedad de Henríquez Ureña por no acercarse demasiado a la esfera de las consignas políticas mientras al mismo tiempo las impli- ca en el producto de su oficio como intelectual tiene un antecedente preciso en el pensamiento de Matthew Arnold, específicamente en lo tocante al papel de la crítica dentro del orden social. Esta cercanía de Henríquez Ureña a las ideas del pensador inglés que conoció a través del trabajo del helenista Walter Pater ha sido tratada muy someramente en los estudios sobre la obra del dominicano; solo Jean Franco le ha dedicado un análisis detenido.2 De Arnold, a quien Henríquez Ureña leía con avidez cuando sus coetáneos en México se hallaban inmersos en el estudio de la tradición francesa, destila el dominicano la concepción del crítico como ostentador de la «verdad filosófica» (Arnold, 17), especie de don al que se llega a partir de la dis- tancia de este con respecto a la humanidad pedestre del «hombre práctico» (Arnold, 25). Esta distancia se funda en el ejercicio de una actividad «desinteresada» que permitirá al crítico identificar lo mejor de las ideas de su entorno:

«Es fundamental que la crítica inglesa discierne claramente cuál es la regla que se debe seguir para aprovechar el campo que se le abre ahora y producir frutos para el futuro. La regla puede resumirse en una palabra: desinterés. ¿Y cómo se manifiesta el desinterés de la crítica? Manteniéndose al margen de lo que se llama ‘la visión práctica de las cosas’, siguiendo resueltamente la ley de su propia naturaleza, que es el libre juego de la mente sobre todos los temas que toca». (Arnold, 21; traducción propia).

En 1957, otro pensador poco recordado en estos tiem- pos, el canadiense Northrop Frye, recurrió a esta concepción arnoldiana de cultura para adelantar su visión en torno a la crítica:

«El eje dialéctico de la crítica tiene como uno de sus polos la aceptación total de los datos de la literatura; el otro es la aceptación total de los valores potenciales de esos datos. Este es el verdadero nivel de la cultura y de la educación liberal, la fertilización de la vida por el aprendizaje, en el que el progreso sistemático de la erudición desemboca en un progreso sistemático del gusto y la comprensión». (Anatomy of Criticism, 25; traducción propia).

Como se ve, tanto para Frye como para Hen- ríquez Ureña el pensamiento de Matthew Arnold resuena con claridad: solo la educación que emana del oficio, bien llevado, de la crítica puede controlar la vorágine social. En el Henríquez Ureña de «La utopía de América» ese impulso pedagógico de cuño clásico es lo que va a sustentar su proyecto intelectual:

«Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía» (6).

Este fragmento recoge los principales axiomas de esa utopía ética que Henríquez Ureña parece proponer para el continente. En la médula de ese discurso lo que resalta es el potencial transformador del sujeto una vez adquiere, por medio de la educación, conciencia de su condición de agente del cambio social. Hablando como testigo de las grandes transformaciones fomentadas en el México de Álvaro Obregón, cuando se entregan los muros de la ciudad a los artistas y se ensaya una reforma agraria, el avance hacia la utopía que ambiciona Henríquez Ureña supone lo que se podría considerar como una propuesta de democracia radical. A este ideal se mantuvo atado por el resto de su vida; las derivas de su pensamiento resuenan en la América de nuestros días.

Notas

1 Ver, de Ernesto Sábato: «Pedro Henríquez Ureña», Apo- logías y rechazos, Buenos Aires: Seix Barral, 1977, 53-77.

2 Ver, de Jean Franco: «El humanismo de Pedro Henrí- quez Ureña», Aula (Santo Domingo) 6-24 (1978): 51-62.

Bibliografía

– Arnold, Matthew: «The Function of Criticism at the Present Time», Essays by Matthew Arnold, Londres: Humphrey Milford, 1914.

– Bolívar, Simón: «La carta de Jamaica», en Manuel Pé- rez Vila: Doctrina del libertador, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976, pp. 47-63.

– Borges, Jorge Luis: «Pedro Henríquez Ureña», en Emma S. Speratti Piñero: Obra crítica de Pedro Hen- ríquez Ureña, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1960.

– Caballero Harriet, Francisco Javier: Algunas claves para otra mundialización. Santo Domingo: Editorial Funglo- de, 2009.

– Cedeño Brea, Víctor Livio: «El mercado de firmas: comportamiento y análisis económico del emprendi- miento en la República Dominicana», Revista Domi- nicana de Ciencias Jurídicas, 2013, n.o 2, pp. 59-74.

– Degiovanni, Fernando: Vernacular Latin Americanisms: War, the Market, and the Making of a Discipline. Pitts- burgh, EE. UU.: University of Pittsburgh Press, 2018.

– Franco, Jean: «El humanismo de Pedro Henríquez Ure- ña», Aula (Santo Domingo), 1978. n.o 6, pp. 51-62.

– Frye, Northrop: Anatomy of Criticism. Princeton, EE. UU.: Princeton University Press, 1990.

– Gutiérrez, F.: «Epifanías del imaginario: el cuento», en Andrés Fernández: Narrativa francesa del siglo XVIII, Madrid: UNED, 1998, pp. 279-292.

– Gutiérrez Girardot, Rafael: «Pedro Henríquez Ureña», en Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot: La utopía de América, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. IV-XL.

– Henríquez Ureña, Pedro: «La influencia de la Revo- lución en la vida intelectual de México», en Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot: La utopía de América, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. 367-373.

– Henríquez Ureña, Pedro: «La utopía de América», en Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot: La utopía de América, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. 3-8.

– Henríquez Ureña, Pedro: «Patria de la justicia», en Án- gel Rama y R. Gutiérrez Girardot: La utopía de Amé- rica, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. 8-12.

– Legrás, Horacio: «El Ateneo y los orígenes del esta- do ético en México», Latin American Research Review, 2003, vol. 38, n.o 2, pp. 3-31.

– Pitol, Sergio: «Pedro Henríquez Ureña visto por sus pa- res», La Jornada Semanal, 13 de mayo de 2001, pp. 8-9.

– Rama, Ángel: La ciudad letrada, Hanover, EE. UU.: Ediciones del Norte, 1984.


2 comments

Earnestproor febrero 11, 2024 - 6:16 am

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