Revista GLOBAL

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Ejercicio crítico: Historicidad, umbrales jánicos, autodidactismo, poslatinidades

by Bruno Lloret
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Dentro de nuestra utopía, el hombre llegará a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la absurda organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre, abierto a los cuatro vientos del espíritu. 

«La utopía de América», 1922.

Al señalar un horizonte futuro de liberación a través del ejercicio de las facultades del ser, en este discurso pronunciado ante los estudiantes de La Plata, Argentina, el intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña da un carácter y sentido político al pensamiento y las labores en torno a la idea de humanidades que articula, practica y promueve durante la primera mitad del siglo XX entre República Dominicana, Cuba, Estados Unidos, México y Argentina. Dicho de otra manera: para Pedro Henríquez Ureña, las humanidades constituyen la base de cualquier proyecto de desarrollo y progreso que supere y amplíe los horizontes del positivismo, las democracias liberales y el capitalismo-colonialismo. Desarrollada de manera plena en su famoso ensayo La cultura de las humanidades (1914), luego de su rol fundamental en México como organizador, promotor y cabeza de iniciativas de revitalización cultural e intelectual con un marcado carácter nacional, democratizante y popular, tanto del Ateneo de la Juventud de México como de la posterior Universidad Popular, Pedro Henríquez Ureña se instala, a través de su figura y sus escritos, dentro de un debate con connotaciones que, junto al alcance crítico de sus posicionamientos, combinan adicionalmente las tareas nacionales con una conciencia regional que bien podría ser llamada latino o hispano americana.

Esta conciencia y tareas americanas, ya proclamadas desde las independencias y reformuladas en los ensayos de José Martí (La edad de oro, 1878-1882; Nuestra América, 1891) y José Enrique

Rodó (Ariel, 1900; Liberalismo y Jacobinismo, 1906; Motivos de Proteo, 1909) al cambio de siglo, en torno a un diagnóstico mundial —¿dónde se encuentran ahora la región y sus naciones?—, un paradigma descriptivo —¿de qué manera podríamos definirnos de acuerdo a lo que somos?—, así como una relación activa con el pasado y una consecuente fabricación de un horizonte futuro. Sus objetivos generales son, en primer lugar, la revitalización de las humanidades para pensar los problemas de América Latina y sus naciones dentro de un marco nacional —más no esencialista— con el fin de redefinir la naturaleza americana en sí, alejada de herramientas importadas hechas a la medida de otras latitudes. En segundo lugar, y como consecuencia de esta última, construir, en base a esa redefinición, una agencia jánica: hacia el pasado, la organización de los materiales disponibles, la selección de las raíces ofrecidas y la creación de tradiciones; hacia el futuro, la fabricación de un horizonte utópico que garantice la independencia epistemológica como parte fundamental de la libertad humana entendida como el desarrollo material guiado por un afán de cultivo del espíritu. Como el Janos de la antigüedad grecolatina, cuyas caras miran hacia dos puntos diametralmente opuestos, la relación entre herramientas para la crítica, la definición de escalas y dimensiones de análisis, la inmersión dentro de una historicidad y la definición de un horizonte futuro implican, en el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña, aspectos esencialmente unidos en la actividad crítica cultural y sus consecuencias económico-políticas.

Deseo destacar esta operación de historicidad asociada al ejercicio crítico y vincularla al contexto general y particular de la vida intelectual de Pedro Henríquez Ureña, por una parte, así como valorar y reorientar, a cien años de la publicación de La utopía de América, ciertas nociones presentes en los escritos del humanista dominicano. Precisamente por su carácter novedoso, en ese entonces, de historicidad, creo que es crucial entender el debate en el que se inserta Pedro Henríquez Ureña en términos de sus antecedentes, algunos de los ejes de inteligibilidad generados en su contexto, así como, finalmente, evaluar si es posible pensar algunas continuidades entre 1922 y 2023, debido a las abismales diferencias entre su contexto  y el nuestro, así como entre el posible futuro imaginado en ese entonces y el posible futuro que tenemos que imaginar nosotros.

Antecedentes: América Latina y el mundo

Pedro Henríquez Ureña se inserta dentro de un contexto de total crisis de paradigmas y un consecuente debate sobre la naturaleza, el lugar y el alcance del pensamiento americano (Larraín, 1997, p. 315). Este debate, quizás uno de los ejes continuos dentro de la, comparativamente hablando, breve historia de las repúblicas de América, adquiere, a comienzos del siglo XX, una conciencia o certeza sobre la crisis del paradigma positivista y de los modelos republicanos del 19 (Pizarro, 2004; Miller, 2008). La sospecha sobre el fracaso de la promesa moderna bajo el positivismo implica, entre otros factores, una percibida inestabilidad local y global.

Local, según la lógica de la deficiencia bajo la cual los americanos se evalúan a sí mismos con los ojos puestos en territorios e ideas de los centros del mercado global (Schwarz, 1998 en Palti, 2002, p. 20). Ante la conciencia creciente del fracaso del determinismo cientificista, la imagen de una historia lineal del progreso como promesa del positivismo y la inadecuación de los marcos e instituciones sociales para proveer un bienestar e imagen de bienestar a las naciones, la formulación de alternativas ante esta crisis oscila entre distintos diagnósticos y visiones futuras. La pregunta que cruza las capitales y centros urbanos del continente es: ¿por qué no somos lo que pretendíamos ser?, ¿qué factores han definido este ‘atraso’ de nuestra ‘civilización’?, ¿es un problema del pasado, de razas, de instituciones, de carencia de tecnología, de falta de ideas o ideales? El acuerdo común: dentro de un marco de pensamiento e identidad con vistas hacia afuera, en particular los centros del mercado global, como aspirantes materiales y herederos culturales de Occidente, las repúblicas latinoamericanas se encuentran, comparativamente hablando, atrasadas. Este atraso es concebido ya desde finales del XIX como una tensión, inadecuación, falta de armonía entre lo que se concibe como la cabeza y la base de las distintas naciones americanas (Sarmiento, 2007; Mariátegui, 2009 [1928]; Lugones, 1904, 1910; Reyes, 1917; Henríquez Ureña, 1941). Los diagnósticos, en ese sentido, combinan elementos de economía, sociología, racismo cientificista, estudios culturales y literarios, programas políticos y pedagógicos, que buscan explicar, insertarse y relacionarse con un cambiante espacio de interacción cívico con el fin de alcanzar una eventual transformación americana a partir de diagnósticos que comparten una visión estamental de dichas naciones.

Dicha transformación, justamente, se duele por la falta de referentes absolutos o directos a los cuales aspirar. Acá, la palabra comparativo es clave, en tanto que estructurará las diversas formas de entender la posible ‘naturaleza americana’. En este sentido, la relación que establecen los intelectuales criollos, en su inmensa mayoría hombres urbanos letrados, con el norte global, en particular Europa, es ambigua, de deseo, distancia y desilusión: deseo de formar parte de Europa en términos culturales; distancia, debido a la permanente amenaza imperialista, una amenazante imposición de un comercio global de tipo extractador e importador de materias primas; desilusión, en fin, debido a un cambio en la percepción del viejo continente como pilar de la civilización occidental, en gran medida alimentada con el pesimismo civilizatorio difundido por el trabajo de Friedrich Nietzsche y del ensayista Oswald Spengler, agudizada con la Primera Guerra Mundial y superada, en fin, con el auge definitivo de proyectos modernos de lugares no hace mucho aún periferias, como Estados Unidos y la Unión Soviética. 

Como capítulo aparte, una vez despejadas las amenazas imperialistas con España desde las guerras de independencia de Cuba en 1898, durante la primera mitad del siglo XX la intelectualidad americana se lanza a pensar una hermandad cultural a través de la lengua que es reforzada con el surgimiento del modernismo y el gesto, a todas luces un nuevo aliento para la región, de un Rubén Darío, un vate que, a pesar de que se le asoman las plumas debajo del sombrero, a decir de Miguel de Unamuno, renueva no solo la poesía americana, sino también la española. Es decir, una hermandad desde un optimismo creativo hispanoamericano que percibe una independencia, sino la primacía, sobre la lengua castellana. La crisis del moribundo imperio español y el auge de la modernización de los medios de comunicación en América Hispana, luego de siglos de control y censura por parte de la Corona española, generan un marco de encuentros y diferencias, debates y posicionamientos, que merece un tiempo y estudios aparte, pero que no puede no ser, al menos, mencionado.

Como tercer componente clave se encuentra la difícil y ambigua relación con los Estados Unidos, inicial aliado en una idea americana como el lugar de traslado de la civilización y el progreso desde el viejo continente a través de experiencias de democracia y bonanza económica que, ya desde la década de los 40 del siglo XIX, se muestra como un ejemplo y futura amenaza para el resto de la región, desprovista de efectividad e impacto regionales. Dentro de las operaciones de identidad y diferenciación con los Estados Unidos, se importa la polaridad establecida en Europa entre las naciones mediterráneas y noreuropeas, re-localizándose así las antiguas traslatio imperii y traslatio studii —el traslado de la civilización y de las zonas de alta cultura de este a oeste como norma histórica que explicaría el auge de Occidente— no solo de este a oeste, sino de norte a sur: en el horizonte futuro de las naciones latino o hispanoamericanas se debiese procurar mantener y cuidar el espíritu occidental, cuya fuente es lo grecolatino, ya no trasplantado en el norte, una civilización que, aunque pujante en términos industriales, es percibida como vaciada de cultura auténtica.

Será a través de esta idea de pertenecer a Europa o a parte de su cultura, de no vincularse con los españoles directamente y no como deudores sino como pares hermanados que interactúan con el resto de las esferas de cultura, de reclamarse como herederos mediterráneos del nuevo mundo en contraste con un materialismo anglo y protestante, que la idea e imagen de una América Latina se asentará, desde condiciones e iniciativas internas, en los imaginarios de la cultura de fines del siglo XIX y comienzos del XX, estableciendo, como idea base en los criollos urbanos, un malestar de periferia mundial.

Del ‘cómo debiésemos ser’ al ‘cómo somos’

«Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga, en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado […] La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio y los países venían cada año menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos y se saludan. ‟¿Cómo somos?ˮ se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son». ( José Martí, Nuestra América, 1889).

El paso a un paradigma descriptivo del ser americano, la duda de las fuentes y metodologías importadas desde fuera y aplicadas a rajatabla, pavimentan el camino de las principales formas de pensamiento y de prácticas artísticas que, durante la primera mitad del siglo XX y antes de la famosa aparición del concepto de transculturación de Fernando Ortiz (Croce, 2016), establecieron un programa descriptivo en cuya fórmula implicaba, a su vez, la ampliación de la tabla de valores sobre qué es un humano, un americano y un ciudadano. Es decir, la agencia como característica, y por ende derecho irrenunciable de individuos y comunidades. En este sentido, el paradigma descriptivo inaugura los primeros estudios y ensayos culturales, artísticos, literarios, sociológicos y económicos en la región, así como, en su deriva nacionalista, libertaria y democrática, busca reformular el campo de acción político y las reglas del juego de las repúblicas americanas.

Dentro de este paradigma, la obra de Pedro Henríquez Ureña destaca por la continuación y promoción de un ideal de utopía griego o helénico que produce, desde la efectividad universal que gozaban los griegos en ese entonces, un llamado a generar una agencia americana siguiendo el ejemplo del espíritu griego, ‘nuestros abuelos mediterráneos’ (1925, p. 10). Para los que no aceptamos la hipótesis del progreso indefinido [positivismo], universal y necesario, es justa la creencia en el milagro helénico. Las civilizaciones orientales, con sus virtudes, buscaban la estabilidad, no el progreso; la quietud perpetua de la organización social, no la perpetua inquietud de la innovación y la reforma. (1914, 60-61, cursiva propia).

Este ejemplo, justamente, se presenta como un espíritu de acción en potencia, a ser actualizado y traído al presente a través de una agencia humanista, para nada dado por sentado debido a un ‘progreso indefinido’ sino más bien percibido como un ‘milagro’, es decir, la irrupción de lo inesperado, la suspensión de las leyes naturales. […] El pueblo griego introduce en el mundo la inquietud del progreso. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de cómo vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin tregua; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías, las cuales, no lo olvidemos, pedían su realización al esfuerzo humano. Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Fundamenta el pensamiento libre y la investigación sistemática. Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen, y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía ni la ciencia, que ciertamente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica, no suspendida desde entonces en la civilización europea. (1914, 60-61, cursiva propia).

Pedro Henríquez Ureña no solo busca renovar el espíritu de las humanidades y generar un marco de una moral secular para el continente, sino que, en términos teóricos, introduce la necesidad, en paralelo a la descripción de lo americano, de una perspectiva jánica, es decir, tanto de la selección y creación de tradiciones, así como de la creación e imaginación/proyección de un horizonte futuro.

Pero ¿por qué lo griego; qué entendemos acá por griego y cuál es su relación con América Latina? Las influencias culturales son diversas y se podrían resumir en un interés por lo que diversos movimientos de pensamiento y estéticos europeos reclamaron como un contexto u origen con el que relacionarse, ya sea para revivir, recibir, reformar o adaptar algunas de las características y cualidades proyectadas, desde sus contextos, en la antigüedad clásica. En este sentido, si bien dentro de una cultura que busca revivir la vigencia de textos de la antigüedad griega, en particular Platón y las tragedias áticas, dentro de estos términos trabajados por Pedro Henríquez Ureña, la ‘singularidad griega’, es decir, lo que haría a los griegos de la antigüedad únicos, descansaría en su particular originalidad y dinamismo de espíritu, noción que se populariza hasta establecerse como una verdad de la Historia a través del filósofo G. W. F. Hegel (Berby y Moyle, 1973; Mandair, 2009) y que dotaría a los griegos, entre otras cosas, del sitial de la primera nación en establecer una agencia directa en la historia (Moland, 2011, p. 97). En términos hegelianos, entonces, y sin desoír las otras fuentes para construcción de la imagen de Grecia, para Pedro Henríquez Ureña se trata, a través de proyectarnos en nuestros ‘abuelos mediterráneos’, de entender el lugar de América ante la Historia, ‘derecho a lo que queramos de la tradición occidental’ (1926, pp. 41-42), para la adquisición de la agencia histórica que vela por el cuidado del ‘espíritu’ que surge desde las profundidades del ‘verdadero ser autóctono’, inmune a las formas de la cultura impuestas desde Europa (1926, pp. 42-43). En este sentido, se puede pensar el núcleo del trabajo crítico de Henríquez Ureña en torno a la idea de agencia jánica: la total necesidad de construir un pasado para imaginar un futuro.

Para ese entonces, el impacto y la presencia de Hegel excedia al autor en sí, y se instalaba como un referente clave para entender una historia no determinista a través de diversas interpretaciones de la síntesis, una noción ampliada y no cristiana de ‘espíritu’ y concebir, asimismo, alguna mecánica de agencia a nivel individual y colectivo. Como intermediarios claves relacionados con esta deriva hegeliana, aunque no siempre integrados, encontramos en Pedro Henríquez Ureña, como ya se ha estudiado ampliamente, una compenetración potente con las tradiciones ensayísticas inglesa, francesa y alemana, en particular el pensamiento de John Ruskin, Walter Pater y Matthew Arnold (Andújar; 2018a, 2018b), así como Ernst Renan, Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Henri Bergson (Monsiváis et al., 1976; Myers, 2005). En términos contextuales, y vinculado al pensamiento del uruguayo José Enrique Rodó en Ariel (1900), que, entre otras cosas, plantea la búsqueda de un futuro latinoamericano desde un llamado a la juventud, muy en la línea de esta exaltación juvenil que ve en lo griego un ejemplo y origen, Pedro Henríquez Ureña adopta esta polaridad entre espíritu y materia no como dos esencias contrapuestas, sino como complementos en cuya relación el espíritu debiese primar o cuidarse con el fin de hacer un lugar a la aparición de la ‘vida espontánea’, el surgimiento tanto del intelecto como de la sensibilidad. En este sentido, en claro contraste con América Angla, ya descrita como un lugar desprovisto de espíritu, sin condiciones de originalidad ni autoctonía, y adoptando a su vez aspectos de la vitalidad dionisíaca presentes en el filósofo Friedrich Nietzsche junto a una idea de síntesis y vitalidad creativas presente en la obra del filósofo Henri Bergson, la América Latina, mediterránea, sería la encargada de preservar la esencia de Occidente a través del uso y cuidado del espíritu para la futura adquisición del bienestar material.

Pero ¿cuál es el impacto efectivo en términos, al menos, de debate, del pensamiento de Pedro Henríquez Ureña? El primero, obvio y ampliamente reconocido y documentado, es el efecto del intelectual dominicano en la juventud mexicana que constituye parte fundamental de la intelligentsia pre, durante y posrevolución mexicana. La memoria, en este sentido, de la obra e impacto de Henríquez Ureña ha sido pródiga en homenajes a una figura que, sin embargo, con la excepción de Valdez (2011, pp. 131-164), se diluye en términos de eficacia en su ejemplo. En Argentina, segundamente, en torno a un pequeño grupo de artistas, escritores e intelectuales que se mantuvieron en contacto y ayudaron a Pedro Henríquez Ureña durante sus últimas dos décadas en ese país. De este período, dice Jorge Luis Borges: «Yo tengo el mejor recuerdo de Pedro Henríquez Ureña y, además, el estilo de él… bueno, él era un hombre tímido, y creo que muchos países fueron injustos con él. En España, claro, lo consideraban, digamos, un mero indiano; un mero centroamericano. Y aquí, en Buenos Aires, creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizá, mestizo; el ser ciertamente judío —el apellido Henríquez, bueno, como el mío, es judeo-portugués. Y aquí él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme, que no sabía absolutamente nada de la materia, y Henríquez Ureña —que sabía muchísimo— tuvo que ser su adjunto, porque [era], finalmente, un mero extranjero». (186-187; En diálogo, Volumen

1. Jorge Luis Borges, Osvaldo Ferrari. Siglo XXI Editores, México City, 2005].

Esta inadecuación identitaria, en palabras de Borges, condición de extranjería permanente, constituye a Pedro Henríquez Ureña en un ‘otro’ total no solo en identidad sino también en pensamiento, alguien que nunca termina de calzar en aquel fatal triángulo de la diferencia establecido en tiempos de la colonia que juzga pertenencias entre el blanco, el indio y el negro; alguien que, a su vez, busca conciliar y señalar los aciertos y desaciertos del enredo moderno en su contexto. Como un errante, Pedro Henríquez Ureña tuvo que acudir a la síntesis y al juicio rápido y sagaz para poder articular una comprensión de lo estudiado, tuvo que entender y relacionarse a su vez, de ambigua manera, con los infinitos puntos ciegos de las sociedades y círculos que recorrió, sin poder, a su vez, establecerse nunca en torno a la centralidad simbólica que ‘merecía’. Esta paradoja condición errante y semi marginal, condición de extranjería, aunque no excepcional en la región (Miller, 2008), sí contrastante con la de muchos de sus discípulos y pares, más o menos parte o disputadores de algún tipo de oficialidad nacional, junto a evitar un proyecto con vocación de diccionario o enciclopedia, propició o exigió de Henríquez Ureña una capacidad de síntesis, de improvisación y análisis que generó, a su vez, el nacimiento de la crítica cultural y literaria con una perspectiva no común hasta entonces. Dicha perspectiva, no desprovista de una vocación universalista libresca y una noción de cultura tan programática como eurocéntrica, instala, sin embargo, uno de los primeros casos de conciencia jánica ya no solo histórica sino también en escalas territoriales, es decir, mirando, simultáneamente, el mundo, sus regiones, la región latinoamericana y las naciones que la integran. De cierta manera, esto exige un pensamiento siempre con un pie fuera de cualquier nación americana y otro dentro de cualquier nación americana, es decir, un intérprete asentado en la conciencia de las tensiones inherentes a ciertas polaridades.

Este rol del Otro absoluto o de radical extranjería, incapaz de acomodarse y adoptar los puntos ciegos que muchas veces constituyen el sino de ciertas tradiciones y prácticas institucionales, supone un notable ejemplo, a mi gusto, de lo que Rodolfo Schwarz ha estudiado en torno a la tensión global y local alrededor, en el caso estudiado, del novelista decimonónico Machado de Assis (2006). La importación y confluencia de nociones de crítica histórica, ensayo cultural pedagógico y provisto de una moral secular, re-articulaciones de un pesimismo occidental dentro del marco de la utopía alimentado por pensamientos a un costado de la Ilustración-positivismo, hacen de Pedro Henríquez Ureña, también por su circuito vital, un intelectual paradigmáticamente jánico, mirando no solo la Historia para construir una Utopía o la relación entre escalas territoriales, sino asimismo los puntos ciegos de los distintos proyectos locales, sea en sus derivas universalistas, racistas, hispanófilas o euro-físicas a rajatabla, sea en sus nacionalismos, indigenismos, criollismos o localismos sin conciencia de operaciones esencialistas. Vale la pena mencionar, sin embargo, y coincidiendo con Valdez (2011), que en paralelo al refrescante desarrollo de perspectivas jánicas por Pedro Henríquez Ureña, esto no lo exime de determinados puntos ciegos, en particular una sensibilidad occidentalista que mantiene el libro como herramienta de conocimiento pura, objetiva y esencial para avanzar hacia un proyecto de futuro americano que, bajó el rostro de un humanismo que busca conciliar lo local con lo universal, blanquea y esconde, dentro de la etiqueta de local y de criollo, las tensiones históricas, de clase social, género, edad y raza evidentes y estructuradoras del territorio americano (Valdez, 2011, pp. 131-164).

A doscientos años de las independencias y cien años de «La utopía de América»

Aunque parte de la conciencia de la historia supone pensar el presente desde la excepcionalidad, la vida del capital y su acumulación proyectados para el siglo XXI y siguientes (Piketty, 2014, pp. 571-578), el desarrollo científico-tecnológico y la preeminencia de la inteligencia artificial como herramienta que modificará la agencia humana entendida como tal hasta ahora (Manyika, 2022; Engelke, 2020; De Spiegeleier et al., 2017), el pensamiento humanista bajo las circunstancias de globalización acelerada y proliferación de nuevas mediaciones culturales (Millar, 2021; Giménez, 2021, pp. 325-400; Antonelli et al., 2020, pp. 91-106) y ciertos paradigmas como los estudios de riesgo existencial, nos intentan arrojar a pensar el futuro de la humanidad bajo la posibilidad de una extinción total dentro de los próximos doscientos años (Ord, 2020). Si el paradigma positivista nos puso, durante el siglo XIX, ante un horizonte abierto e infinito, lleno de una potencia inagotable, tal como los recursos de la naturaleza así concebida entonces, y a su vez nos mostró, gracias a las disciplinas científicas y sociales que surgen en esa época, una complejidad de especie y de mundo que ampliaba, entre otras cosas, el tiempo pasado desde algunos miles a millones de años, y el espacio a un abismo proclive a provocarnos una angustia existencial ante la nada similar a las de las reflexiones de Pascal (Butler, 2016, pp. 15-18), hoy nos encontramos ante un nuevo panorama, en donde es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo global financiero y su deriva tecno-oligárquica al que avanzamos, ya insertos y encaminados ( Jameson, 2005).

Nuestro presente es percibido como un espacio tan complejo e irreductible que las teorías de conspiración y el horóscopo suponen formas de esquematización que se presentan como suficientemente complejas, estableciéndose, dentro de la presunta igualdad de saberes, como satisfactorias para entender el mundo. En términos de pasado, nuestro presente lo valoriza como un espacio atractivo para renovar discursos de odio y reivindicación de antiguas ideas hegemónicas como el supremacismo blanco a través de un pastiche kitsch que combina elementos grecolatinos y de recepción posterior con neopaganismo noreuropeo, estética de los caballeros cruzados y un éxtasis en la vestimenta táctica-militar — basta si no ver la constelación de íconos y símbolos reunida bajo el grupo que irrumpió en el Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero del 2021—. En este sentido, acudiendo a la nomenclatura de De Sousa Santos (2019, pp. 485-540), vivimos quizás en un momento de intensa contracción de las opciones y de las raíces del pasado y del futuro, en donde articular una crítica desde la historicidad se ve, como nunca antes, muy compleja. Ante todo, se experimenta un vértigo por el acelerado ingreso a las posibles identidades globales, por ahora guiadas por el norte global y los Estados Unidos, así como sus diversas resistencias a diversas escalas. Mi intuición dicta que, contra lo aparente, estas contradicciones y tensiones están llenas de historicidad, como un palimpsesto cada vez más invisible o intangible. Mi intuición dicta, también, que la práctica crítica-histórica implica la práctica y conceptualización, dentro del crítico y la comunidad crítica, de una extranjería esencial, es decir, el des-aprendizaje de nuestro horizonte de sentido común con el fin de poder observar nuestros puntos ciegos. Acá, extranjería no implicaría, bajo ninguna circunstancia, la adopción del horizonte propuesto por el norte global como marco de inteligibilidad o aceptación de un futuro ya hecho presente, sino simplemente otra forma de relacionarnos con nuestras asumidas certezas, una adopción de una radical naturaleza relacional para entender el mundo y sus circunstancias.

Por consiguiente, cualquier estudio o relación con ideas, como es este caso, pensadas cien años atrás, debiese tener en cuenta esta singularidad y excepcionalidad. Esto es lo que me gustaría hacer en lo que queda de espacio, brevemente, señalando algunas preguntas claves para traer de vuelta la historicidad crítica.

Para Pedro Henríquez Ureña, y acá es donde pienso la vigencia de su pensamiento en un contexto absolutamente distinto al suyo, hay tres preguntas claves. Como ya traté de mostrar, no son exclusivas de su pensamiento, aunque sí son esenciales:

¿Qué es la Historia? ¿Es posible pensar un plural de esta palabra? En ese caso, ¿cuál sería la relación entre estas distintas Historia(s)?

¿Qué es el futuro, cómo se define?

¿Qué relación se puede establecer entre historia y futuro?

¿Qué es la agencia, cómo pensarla desde distintos niveles como ‘individuo’, ‘colectividad’, ‘comunidad’?

A modo de posibles respuestas a estas preguntas, se podría pensar el espacio del individuo y el aprendizaje como disciplina interior, para las circunstancias actuales, desde el fomento de prácticas de autoaprendizaje como forma mínima de obtener una agencia individual como requisito previo a tareas colectivas de agencia histórica.

La pedagogía, humanidades y la disciplina interior

En paralelo a esta historicidad crítica, Pedro Henríquez Ureña reflexiona específicamente sobre el rol del individuo dentro de la creación de la Historia, la Utopía y la consecuente agencia. Como ya vimos, las circunstancias de producción intelectual de comienzos del siglo XX son, a la vez que emergentes y bullentes, extremadamente precarias. Este desconcierto y parte de la angustia que acompaña el impulso pedagógico de la mayoría de los pensadores de esta época se expresan en la conciencia de una eficacia en el pensamiento que asegure, por una parte, la revisión del pensamiento humano anterior, la revisión de la naturaleza americana con herramientas prístinas, así como la formulación y difusión de un mensaje útil y efectivo para la transformación de la región y sus naciones. Es de esperarse, en este sentido, y a medio camino entre administraciones liberales fracasadas y la irrupción de Estados que definirán la vida política continental durante el resto del siglo, un gran nivel de esperanza junto a una gran cantidad de inocencia; una mezcla de ambiciones de gran escala con la construcción, en calidad de individuos, de verdaderos monumentos andantes del pensamiento. Este, curiosamente, como he tratado de mostrar, no es el caso de Pedro Henríquez Ureña. Traigo a colación esta cita de Alfonso Reyes, humanista mexicano fundamental, organizador del Colegio de México y discípulo y amigo de Pedro Henríquez Ureña:

«De aquí un gran respeto a las técnicas, un consejo de practicarlas incesantemente en todos los reposos de la acción —de la improvisación—. Y de aquí, también, un gran respeto a la memoria, la facultad retentiva que transforma en reacción instantánea las conquistas de varios siglos de reflexión, y el consejo de propiciar constantemente a esta madre de Musas. […] Pero, ¿qué no es improvisación? Oh, Pedro Henríquez, tú me increpaste un día: —No corriges —me decías—; no corriges, sino que improvisas otra vez. [Punto aparte] La documentación es necesaria llevarla adentro, toda vitalizada: hecha sangre de nuestras venas». (299-300).

Echando mano a su definición de ‘milagro griego’, esto es, la irrupción de una agencia colectiva e individual en la historia con el fin de articular Historia y Utopía, Henríquez Ureña revisa el primer siglo latinoamericano como una cadena de individuos y voluntades, hombres como Bolívar, Sarmiento, Alberdi, Hostos y Rodó que, dotados de espíritu, se constituyen como ‘creadores o salvadores de pueblos’ (1922, p. 6). Dentro de las características proyectadas en estos individuos, Henríquez Ureña nuevamente destaca la precariedad, la autovalencia, la voluntad y la auto-didaxia: «Hombres así, obligados a crear hasta sus instrumentos de trabajo, en lugares donde a veces la actividad económica estaba reducida al mínimum de la vida patriarcal, son los verdaderos representativos de nuestro espíritu» (1922, p. 6). Este espíritu, asegura Henríquez Ureña, supone el triunfo sobre la barbarie interior como requisito indispensable y paralelo al triunfo sobre la barbarie exterior. Su éxito pasa por la extensión del alfabeto e instrumentos a las comunidades americanas para acercarlas a la justicia social y la libertad verdadera. Será, a un nivel masivo, la difusión de la voluntad, el trabajo honrado y las ansias de perfección lo que llevaría a dichas comunidades a la armonía entre lo universal como ideal y la expresión auténtica:

«No hay secreto en la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansias de perfección. […] Cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido». (1926, p. 43).

Lo que Pedro Henríquez Ureña llamó disciplina interior como complemento a la exterior bien podría ser, hoy en día, pensada en términos pedagógicos como el aprendizaje del aprendizaje. La idea del autodidacta, no como un ser aislado, sino como un agente altamente efectivo en procesos de reflexión-interpretación-resolución, sea en lo que sea que se aprenda. En el estudio, por ejemplo, de los autodidactas y la definición e identificación de sus procesos, podríamos encontrar una serie de herramientas que nos abra un horizonte hacia lo desconocido y que permita democratizar y extender estas ventajas en tiempos de pre escolarización y analfabetismo funcional.

La hiperespecialización profesional, la proliferación de servicios y la complejización de los mercados han establecido cada vez con más fuerza la codependencia entre sujetos incapaces de relacionarse con su entorno de manera efectiva. Como el dilema de Hegel entre el amo y el esclavo, somos amos y esclavos, cada vez más amosesclavos, cada vez menos esclavos-amos. Entre nosotros, por supuesto, media cada vez más la tecnología de servicios, la sustitución de funciones cognitivas a través de generadores de imágenes y textos, así como el plusvalor generado por la atención absorbida por dispositivos digitales. El aprender a aprender no sólo ideas, sino también técnicas, relación con la materia y su manipulación, genera un tipo de conocimiento vital no sólo práctico, sino no intelectualizado, clave para la experiencia humana.

Lo latino y la efectividad de sus funciones y definiciones

En la ya publicación de culto ¿Quién soy?, telebiografía del animador de televisión Don Francisco —el chileno Mario Kreutzberger— escrita por el chileno Alfonso Alcalde y publicada en 1987, asistimos a una historia sobrecogedora. En esta, Kreutzberger nos cuenta cómo, en un viaje por el desierto de Atacama, frente a una puesta de sol a un costado de su jeep, tuvo acceso a una visión histórica. El entonces joven periodista se da cuenta de que el futuro americano, el sueño bolivariano, se realizará a través de la televisión. Sería esta la que unificaría la región entre Miami y el cabo de Hornos, bajo una lengua y una espectacularidad que funciona como carta de presentación mundial de lo ‘latino’. Esta delirante anécdota tiene mucho de verdad, y no es de sorprender. Los peligros del sueño americano como un ensueño americano mediado por el espectáculo televisivo, sin embargo, son sólo una arista de las principales fuentes que alimentan una nueva identidad ‘latina’ de cara al mundo. En este sentido, hacerse cargo de categorías implica re-pensar sus relaciones y cuestionar si las damos por hecho por su mera referencia. 

Es decir, asumir que cuando decimos ‘América Latina’ hay una total coincidencia entre lo que nosotros pensamos que decimos y los que nos escuchan piensan que escuchan. Un gran ejemplo en este sentido, ya mencionado por Pedro Henríquez Ureña como un motor agotado luego de cien años de republicanismo e independencia americana, es la idea del sueño bolivariano, la noción de una América Latina que, unida por una cultura común, debiese tener un futuro común. Los hechos demuestran que, a doscientos años, más o menos, de esta idea, el haber tenido una administración común imperial, el haber establecido ciertas relaciones por la contigüidad territorial, el compartir y ejecutar en conjunto una lengua y sus variantes, el establecer una cadena de discusión en el tiempo en torno a significantes comunes, no asegura ni crea una realidad latinoamericana. Por el contrario, la literatura y opiniones en su total amplitud, desde la academia del norte global, el ensayo latinoamericano y discursos que, en su momento, buscaron constituirse como portavoces de una alternativa antiimperialista, coinciden en que el continuum de Latinoamérica pasa por la imposibilidad de reparar un complejo enredo histórico de distintos tipos de administración — colonial novohispánica, republicana extractora y feudal, desarrollismo estatal sin estrategia regional potenciadora y profundización de un modelo extractor— y establecer una causa común ante amenazas externas. Cabe la pena preguntarse, entonces, en términos de identidad, ¿qué es lo que damos por cierto de la ‘latinoamericanidad’? ¿Dónde no nos atrevemos a ver, porque lo damos por hecho? En la observación del sentido común, lo que creemos que forma parte de lo que no merece ser ni dicho ni visto, lo asumido e imaginado como un común denominador, radica un ejercicio importante y vital. Dicho de otro modo: propongo abandonar, aunque sea por un momento, la categoría de América Latina para pensar lo que quiera que queremos pensar, con el fin de darnos cuenta de que, muchas veces, no tenemos idea de lo que queremos pensar. En este ejercicio de imaginación radical, por supuesto, no propongo abrazar una identidad internacionalizada en base a los centros globales, sino entender cómo se configuran las tensiones históricas dentro de un nuevo contexto extremadamente acelerado y cuyas consecuencias definirán el camino de la región y sus naciones durante los próximos trescientos años.

En términos de fantasías de exportación, el mercado cultural parece ser mucho más eficaz en la construcción de lo latino. Ejemplo de esto son la industria musical del género urbano y el pop latino definido en gran medida desde y por su penetración en el mercado de Estados Unidos; la literatura regional y un nuevo boom literario, definido en gran medida desde y por su penetración en el mercado de España; la producción audiovisual de contenidos, animados o filmados, en torno a tópicos, personales y experiencias ‘típicamente’ americanos —aun en su ‘variabilidad’ subregional—, en gran medida vinculada al mercado global audiovisual.

Pensar el valor de la cultura implica volver a replantearse su posible jerarquía escondida, esta vez también sospechando de los formatos, distinguiendo herramientas de dispositivos y de contenidos. La disputa por la visibilidad cultural desde la pregunta por lo útil o lo eficiente nos obliga a apoyarnos en la historia o en conceptos como «Latinoamérica» o «pensamiento crítico» que, en su repetición, diluyen su significado, su pregunta. 

Durante el mes de enero, en el 154.º encuentro anual de la Sociedad de Estudios Clásicos de Estados Unidos, en la ciudad de Nueva Orleans, en un panel dedicado a pensar el racismo y el rol de los estudios clásicos y las humanidades en su existencia, Dan El-Padilla Peralta propuso una definición de racismo como un conjunto de aparatos y discursos que proyectan una discapacidad abstracta sobre un grupo debido a signos o características físicas, visibles, en particular, pero no exclusivamente, el pigmento de la piel. Utilizando esta noción para aplicarla a otras categorías que estructuran valor social y personal en nuestras sociedades, me parece que revisar, a su vez, las características que proyectamos a lo ‘latino’ como construcción abstracta permitiría ampliar el análisis crítico a otros criterios.

Conclusiones

La dimensión del individuo sigue siendo un nivel analítico pertinente a través del cual es posible pensar estrategias de agencia que, independiente de la situación del tejido social a sus diversas escalas —local, nacional, regional, etc.—, permite constituir una base mínima operativa para potenciales cambios y efectivas agencias en los otros niveles. No es posible ni pretendo, en este espacio, reformular el horizonte latinoamericano ni mucho menos. Sin embargo, retomando la pregunta entre la relación de individuo y sociedad que establece Pedro Henríquez Ureña, parte de su legado o de la revisión de la relevancia de su pensamiento para nuestras circunstancias contemporáneas pasaría, a mi juicio, por relativizar, repetir y extender la noción de agencia individual y la idea de individuo desde categorías etarias, el determinismo de clase y color de piel, así como el género. Es decir, entender la compleja relación entre individuo y las categorías que lo podrían constituir como un espacio para la revisión de lo que se construye como el ‘sentido común’, eso que nunca consideramos ni sobre lo que reflexionamos. En segundo lugar, atender a los factores que hacen imposible pensar una utopía y entender, a su vez, qué otros aspectos asociados a la utopía podrían considerarse para pensar, si no la utopía como totalidad a consumar, sí la utopía en ciertos aspectos, una utopía parcial, diríamos, a conquistar. En tercer lugar, en torno a la pedagogía y el rol pedagógico de los intelectuales, cien años después, no ya promover las herramientas para conocer, sino que entender a un nivel profundo el cambio de la información y su naturaleza en las últimas décadas. En base a esto, el saber o pensar qué es aprender, qué es conocer, qué es hacer, y cómo fomentar, a un nivel individual, la autodidaxia. En cuarto lugar, y asociado con el segundo punto a una escala particularmente seductora —Latinoamérica—, analizar, entender y alejarnos de los discursos mediales y las narrativas que proveen de ficciones identitarias sobre lo ‘latino’ como identidad o ‘marca-región’ en cara a la industria global.

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