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El enemigo siniestro: crónica sobre una alergia alimentaria

by Claudia Fernández Lerebours
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El incremento exponencial de las enfermedades alérgicas en las últimas cinco décadas engloba también las alimentarias. Desde los 90, la investigación médica en Estados Unidos documenta el amplio espectro de sus efectos sobre la salud, información ahora de consumo masivo en el marco de la era de la información y el conocimiento. Esta es la historia de una dominicana que descubrió las alergias alimentarias como fuente de padecimientos mentales y físicos. 29 acababa de cumplir los 17 cuando un reconocido psicólogo dominicano que ofrecía servicios gratuitos para adolescentes en el Hospital Infantil Robert Read Cabral me diagnosticó un trastorno de ansiedad, seguido del premonitorio comentario profesional de que «afectará mucho tu vida si no lo contrarrestar». Carecía de la madurez y del grado de conciencia apropiado que me permitieran dimensionar justamente lo que connotan padecer de ansiedad.

El psicólogo me entrenó en unos ejercicios para «relajarme», los cuales desestimó tras pocos intentos, en congruencia con mi escaso nivel de racionalización sobre la seriedad de la enfermedad nerviosa que me había sido profesional y correctamente identificada. Veintisiete años después, cuando detecté la raíz física de ese padecimiento mental,tuve la noción clara de sus estragos en todos los aspectos de mi vida: personal, social, profesional. Sin embargo, la ansiedad, enfermedad para la que eventualmente recibí terapia farmacológica, no fue el único trastorno mental que me fue tratado clínicamente; también sufrí depresión. En el año 2010, casi por efecto de una serendipia, puede establecer que aquellos dos trastornos eran componentes de un cuadro integral de falta de salud física y mental presente desde mi infancia y sustentado en la misma causa, absolutamente insospechada:

fue mi «enemigo siniestro» por 44 años. Afecciones Quizá a estas alturas no podría mencionar todas mis afecciones de salud, eterna compañía de mi devenir existencial. Pero, haciendo memoria de los primeros años, estas serían las infaltables: rinitis (todo el tiempo estaba estornudando); sinusitis (como secuela inmediata de la rinitis); asma, cuadros gripales frecuentes; infecciones de garganta y oídos. La primera menstruación me trajo, aparentemente, una persistente anemia por falta de hierro, que me condujo de la mano de mi madre al Hospital Padre Billini, donde consulté por primera vez a quien para entonces era un reputado hematólogo dominicano. Al paso del tiempo me traté reiteradas veces por el mismo problema; recurrí a la automedicación y hasta a remedios naturales de las abuelas. En una cirugía (por quiste en el riñón derecho) en el 2005, recibí una transfusión de sangre. Aunque le aseguré al urólogo que la baja hemoglobina era mi normalidad y no creía que significaba problema, no quiso arriesgarse. Una vez detectado el «enemigo siniestro» en el 2010, superé ese problema crónico de bajos niveles sanguíneos. En el 2013 puede hacer lo que mi madre (fallecida por cáncer en 1989) nunca hubiera imaginado que yo, su endeble hija menor, podría: donar sangre. Ser anémica y débil no me impidió convertirme en fanática del fitness, debido a mis problemas de peso. Llegué al extremo de retirar semestres de la universidad para tener todo el día para asistir al gimnasio.

Quería el cuerpo esbelto que mi «enemigo siniestro» me dificulta tener. Pese a los ejercicios, la inestabilidad de mi peso, con acentuadas subidas y bajadas, fue una constante. Continuas indigestiones y otras molestias gastrointestinales me llevaron a la consulta gastroenterológica por primera vez a los 18 años, y en un centro especializado me diagnosticaron el síndrome del intestino irritable, que mantiene al paciente en un permanente desasosiego gastrointestinal, caracterizado por diarrea, estreñimiento, gases, o por todo a la vez, sin explicación orgánica a la vista. Mi récord personal de cirugías continuó en los próximos 24 años: en la mama derecha, por quiste; una ligadura (afecciones venosas); otra para extirpar un quiste en el riñón, una histerectomía… A los 29 años empecé a padecer un acentuado dolor de cadera. Fue el síntoma En el 2010 excluí los lácteos de mi alimentación completamente, y ¡eureka! 30 en mis 40 me condujo a la consulta con un endocrinólogo que me diagnosticó osteopenia y osteoporosis, que me obligaron a someterme a un costoso tratamiento de aumento de la masa ósea que se prolongó por dos años. Otros trastornos comunes para mí eran dolores de cabeza y cansancio crónico. Con todo eso, no era consciente de la anormalidad de mi permanente falta de vitalidad. Era anormal pero normal, al ser ese mi estado acostumbrado. No me llamaba a reflexión ni cuestionamiento; enfermaba, buscaba asistencia médica o farmacológica, mejoraba y… ¡Hasta la próxima! Dice Stephen R. Covey en Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva que «a veces una experiencia imprevista, la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, un revés económico o la adversidad extrema, desactiva el ambiente y las pautas de pensamiento del cerebro izquierdo y pone en funcionamiento el hemisferio derecho [el vinculado a la imaginación y creatividad]».2 Tres acontecimientos de mi vida (el fallecimiento de mi primera hija, Ilonka Marina Quiroz Fernández, el 9 de abril de 1995; el nacimiento de mi segunda, Melissa Liliana Quiroz Fernández, el 17 de agosto de 1995; y el reto de la autodependencia, en lo económico, personal y familiar, tras mi divorcio) confluyeron para que descubriera el denominador común detrás de esas eternas compañías que eran mis constantes enfermedades. Ilonka Marina nació el 25 de marzo de 1992 y, hasta su fallecimiento tres años después, tuvo un constante cuadro de debilidad y enfermedad, que se manifestó básicamente con diarreas, vómitos, cólicos, sudores nocturnos, fiebres, padecimientos cutáneos, hasta finalmente desarrollar una anemia aplásica, diagnosticada en el Saint Joseph Children Hospital, de la ciudad de Tampa, siete meses antes de fallecer. Su muerte me sumió en una depresión profunda. Pensamientos suicidas me embargaron, pero el nacimiento de Melissa Liliana cuatro meses después (17 de agosto de 1995) fue un divino disuasivo. Ese nuevo ser vulnerable y diminuto salido de mis entrañas me necesitaba y debía vivir por ella. De hecho, la pequeña Melissa Liliana se convirtió en mi esencial motivación existencial, en mi factor de lucha contra la falta de deseo de vi 31 vir que acusé en distintos períodos con mayor o menor gravedad durante los próximos 15 años, aunque mi «enemigo siniestro» boicotear de manera reiterada mis deseos de ser una buena madre. Ya convertida en una joven de 20 años, un día le pregunté sobre algún recuerdo particular de su niñez. Su respuesta, «que tú siempre estabas acostada con gripe», deja muy poco a la imaginación sobre lo que pasaba conmigo y mi salud en general. En los primeros años de la década pasada logré corregir la que fue profesionalmente identificada mediante pruebas de piel como la fuente de mi rinitis, de mi asma y de mi sinusitis: la alergia a ácaros y gatos. Recibí terapia de inmunización y, luego de tres años de vacunación, disfruté de una ansiada mejoría. Era palpable el cambio: rinitis, gripes y sinusitis reducidas al mínimo. Sin embargo, ocasionalmente sufría crisis que me obligaban a tratamientos de reforzamiento, amén de que seguía conviviendo con mis habituales problemas de salud.

Fue también el período en que, por primera vez, tras la muerte de mi hija, decidí buscar asistencia psicológica. Una psicóloga y un psiquiatra me trataron por depresión profunda, y a través de la terapia farmacológica vi mi ánimo apreciablemente mejorado, aunque me disgustaba los efectos secundarios de la medicación. La consulta psiquiátrica y el consumo de antidepresivos continuarán, con interrupciones, entre mejoras y recaídas, y con distintos profesionales durante unos diez años. Asombrosamente, la eliminación del «enemigo siniestro» me aportó una inusitada y sostenible transformación de mi estado de ánimo, amén de control efectivo de la ansiedad. En esa nueva y luminosa realidad comprobé que la raíz de mi depresión y ansiedad no era estrictamente psicológica. Aunque ciertamente influenciadas por las circunstancias, muy especialmente la pérdida de mi primera hija, eran eminentemente manifestaciones del dañino impacto nervioso y cerebral que me ocasiona el «enemigo siniestro».

¡Eureka! A partir del año 2004 y por unos cuatro años, entré en una etapa de consumo regular de proteínas manufacturadas y otros suplementos 32 dietéticos, bajo mi ideal de esbeltez. Entretanto, se sucedían malestares agravados de variada naturaleza: gripes aún más frecuentes, brotes de acné, dolores musculoesqueléticos agudos, dolores agudos de vientre, agravamiento de mis habituales trastornos intestinales. En esa inestabilidad agravada de mi salud me pregunté si acaso los suplementos proteínicos no tendrían algo que ver, por lo que suspendí su consumo y empecé a investigar sobre su manufactura e ingredientes en Internet. No lo imaginaba siquiera, pero fue así cómo empecé a transitar el camino para descubrir a mi insospechado enemigo interno. La búsqueda arrojó que mi sintomatología estaba asociada a intolerancias a dos componentes básicos de los suplementos dietéticos que solía consumir: el suero y la caseína, ambas proteínas de la leche de vaca. Semanas después de abandonar aquellos suplementos dietéticos, ya era notorio que los trastornos agravados de los últimos tiempos habían desaparecido y mi salud había recobrado estabilidad (los síntomas de las alergias fluctúan dependiendo del grado o nivel de exposición). La mejoría coyuntural y los datos compilados sembraron en mí una inquietud que me impulsaba a indagar más, la cual ha persistido hasta hoy, convirtiéndose en una ávida estudiosa de las alergias alimentarias, que he denominado «el enemigo siniestro», las cuales me asolaron por 44 años y además arrebataron la vida de mi hija Ilonka Marina. Un eslabón determinante en esas circunstancias fue encontrarme casualmente con la obra La leche, el veneno seductor (1999), del pediatra dominicano residente en Estados Unidos, Miguel A. Baret Daniel.

Este documento fue contundente en mi sucesivo convencimiento de que el cuadro sintomático que padeció mi hija fallecida, así como mi propia realidad de enfermiza crónica, fue resultado de ser ambas alérgicas a las proteínas de la leche de vaca. Para ese tiempo, ya con varios años separada, dependiendo exclusivamente de mí misma para atender la vida doméstica, ya no podía permitirme ver erosionada periódicamente mi productividad, amén de que entre una y otra sintomatología mis finanzas quedaban resentidas, entre consultas médicas, análisis, estudios y tratamientos. Los conocimientos que adquirí y la entonces apremiante necesidad de fortalecer mi salud me impulsaron a experimentar y a dejarme llevar por mi intuición. En el 2010 excluí los lácteos de mi alimentación completamente, y ¡eureka! El «enemigo siniestro» quedó al descubierto. Sucedió el hallazgo que significó para mí una especie de renacimiento. Emergió una nueva yo y su carta de presentación era que estaba curada de una enfermedad que desconocía hasta entonces. Tras el último tratamiento con antidepresivos, había quedado con el temor a recaer; sin embargo, para mi maravillosa sorpresa, disfrutaba de un ánimo sorprendentemente positivo y estable. No más visitas a psiquiatras; no más fármacos psíquicos. Notaba mi funcionamiento cerebral dinamizado y revigorizado. Volví a dormir bien tras varios años de acuciante insomnio. Además, empezaron a mejorar mis problemas gastrointestinales y dejé de sufrir dolores de cabeza, gripes e infecciones. No más antidepresivos y ansiolíticos. Gastos médicos reducidos al mínimo. El bienestar integral conocido tras la exclusión de los lácteos me significó una sintonía muy especial con mi cuerpo y su «lenguaje», por lo que luego fue relativamente fácil reconocer que también reaccionaba al gluten (proteína del trigo y otros cereales), así como al maní, frutos secos y ciertos crustáceos. Los resultados derivados de la exclusión de la leche, en primer lugar, y en segundo, del gluten, fueron concluyentes. Había arrastrado por herencia, de manera fatal, a mi hija Ilonka, en mi condición de alergia alimentaria. Mi segunda hija, Melissa, también la heredó, pero por fortuna tuvo circunstancias de manejo alimenticio inicial que la favorecieron. Mi caso pudiera ser considerado extraño, pero no lo es 33 Alergias alimentarias Mi caso pudiera ser considerado extraño, pero no lo es. La información profesional actualizada revela numerosos ejemplos de personas en situaciones similares por alergias alimentarias ignoradas. Hoy se sabe, en efecto, que esta puede ser el detonante detrás de numerosos cuadros mórbidos. En Más saludable sin gluten, Stephen Hagen, médico de Seattle, Estados Unidos, investigador de gluten, enumera más de doscientas enfermedades, incluyendo autoinmunes. «La comida no es la única causa de estas condiciones, pero en un gran número de casos los problemas son causados por alergias alimentarias», específica.3 «Las alergias alimentarias (al menos las más comunes) están empezando lentamente a recibir el reconocimiento que merecen como gran factor que contribuye a muchos síntomas crónicos, pero todavía pocos comprenden realmente cuán involucradas están estas alergias alimentarias», dice Leo Galland, médico de la ciudad de Nueva York, en La solución de las alergias.

La sorprendente y escondida verdad acerca de por qué usted está enfermo y cómo estar bien. 4 En el siglo XXI las alergias alimentarias (ocho alimentos causan el 90% de las alergias a nivel global: leche, gluten, trigo, maní, nueces, huevos, soja, crustáceos) y ambientales (polen, moho, polución, epitelio de animales, etc.) más comunes tienen condición de epidemia. En cinco décadas la proporción ha pasado de una persona alérgica de cada 30 a una de cada tres. Para explicar lo que causa esta tendencia, se mencionan, además del cambio climático, la producción de alimentos y el estilo de vida. Al margen de las causas, la realidad es que las alergias son una problemática de salud que afecta la calidad de vida de las personas, genera ausentismo laboral e impacta el sistema de salud. Las estadísticas son elocuentes: un billón de personas a nivel global actualmente tiene asma, fiebre del heno, eczema, rinitis alérgica, sinusitis y alergias alimentarias. En la República Dominicana el 50% de la población sufre de 34 alguna alergia, declara la Sociedad Dominicana de Alergias, Asma e Inmunología Clínica.5 En Estados Unidos, la rinitis aguda genera 30 millones de jornadas de ausentismo laboral y el costo anual de las alergias para el sistema de salud y empresas se estima en US$7.9 billones. El panorama mundial y la incrementada conciencia global sobre las alergias ha impulsado una poderosa industria de alimentos alternativos, que queda evidenciada en los cada vez más anaqueles de supermercados y otros establecimientos comerciales que contienen esta clase de productos libres de lácteos, gluten y demás comestibles alérgenos, así como restaurantes especializados en menús de igual naturaleza. Sin embargo, apenas en los años 90 era escasa la conciencia sobre el impacto de alergias alimentarias ocultas aún en los propios Estados Unidos, conforme relata Alessio Fasano, director del Centro para la Investigación de la Enfermedad Celíaca del Hospital General de Massachusetts, en su libro Gluten freedom. 6 Aumenta la conciencia y el conocimiento, pero aún sigue siendo común que se sigan tratando las alergias alimentarias de la manera tradicional. Para contextualizar esto es necesario precisar que la medicina define alergia como una reacción inmunológica a un elemento externo (alérgeno, en el caso de alergia alimentaria, es un alimento).

El mecanismo que desata la reacción es, de forma resumida, una predisposición genética que hace al sistema inmunitario atacar al alergénico cual si fuera un agente infeccioso, lo que desencadena una respuesta inflamatoria. Hay reacciones alérgicas alimentarias fácilmente identificables: son las que envuelven un anticuerpo denominado inmunoglobulina E. Ocurren en plazos breves tras la ingestión del alimento y con síntomas que resultan fáciles de asociar con esta. La forma más grave de reacción alérgica es denominada anafilaxia. Pero otras reacciones se deben a anticuerpos distintos (inmunoglobulina G, A y otros); la reacción es retardada, se va construyendo gradualmente por efecto de la continua exposición al alérgeno –mediante la alimentación–, lo que equivale a un sistema de defensa siempre en guardia y que desencadena una inflamación permanente en todo el sistema orgánico. El mecanismo se inicia en el intestino delgado: la respuesta inflamatoria que acompaña la reacción inmunológica contra el alérgeno viaja desde aquí a cualquier órgano. El alergénico afecta la correcta permeabilidad de la pared intestinal, con lo que pasa al torrente sanguíneo y la reacción inflamatoria se desencadena involucrando cualquier órgano, por lo que se producen síntomas desconcertantes, en tanto no suelen ser relacionados con reacción a alimentos. Galand lo comenta así: «El cuerpo está intrínsecamente interconectado. Tenemos una migraña y vamos al neurólogo. No encuentra una causa a nivel nervioso y nos da fármacos para el dolor. Pero la migraña puede estar estrechamente vinculada a un mal funcionamiento intestinal, a síndrome del intestino permeable y/o alergias».7 Las distintas formas de reacciones a alimentos han dado pie a diferentes terminologías: sensibilidad, intolerancia, trastornos vinculados al gluten (en el caso específico de este comestible). Estas denominaciones diferenciadas pueden considerarse tecnicismos, pero siempre y cuando haya reacción inmunológica se trata de alergia. Por ejemplo, con relación a la leche puede ocurrir que no podamos asimilar la lactosa (un azúcar de la leche) por carecer de la enzima llamada lactasa. Propiamente dicho, esto es una «intolerancia», no hay reacción inmunológica, solamente una incapacidad para digerir esa molécula. Con el tiempo, la exposición frecuente a la lactosa que no digerimos puede conducir a una reacción inmunológica. Hay necesidad de una acción mancomunada del Estado dominicano y la sociedad 35 En otro caso, se puede producir una reacción alérgica a las proteínas de la leche, lo que significa que independientemente de que estas no nos provoquen malestar gástrico o intestinal reconocible, nuestro sistema inmunológico las identifica como un enemigo, las ataca y desencadena, provocando inflamación.

Los síntomas de alergia alimentaria son más comunes en bebés y niños, pero pueden aparecer a cualquier edad. Se puede desarrollar una alergia a alimentos ingeridos durante años sin problemas. Estas alergias están mediadas por tres condiciones: predisposición genética, un alérgeno (el alimento atacado por el sistema inmunológico) y un intestino permeable. Una peculiaridad mencionada por Galand, Fasano, Hagen y otros especialistas con relación a las alergias alimentarias es en referencia a las dificultades de diagnóstico. Se requieren pruebas muy especializadas, y aunque hay marcadores biológicos involucrados –por ejemplo, en lo específico a la sensibilidad al gluten de los anticuerpos antigliadina–, parece ser que todavía no se sabe mucho y los mecanismos de identificación pueden ser engañosos. Esto motiva a Galland a decir: «Los detonantes pueden no ser obvios. A menudo toma un cuidadoso y detectivesco trabajo médico detectarlos. Pruebas sanguíneas y de piel puede que no cuenten la historia real, en gran parte, porque hay múltiples mecanismos de alergia y las pruebas disponibles miden solamente un mecanismo «.8 Este ángulo del problema se corresponde a cabalidad con mi historia y la de mi hija Melissa. Ella fue sometida a pruebas de alergia a la leche con resultados negativos. Igualmente yo di negativa a la leche y también al gluten. En ambos casos, se trató de un diagnóstico erróneo. En lo concerniente a la pequeña Ilonka, no fue tratada por alergólogos y no me dió intención de diagnóstico alguno de parte de los pediatras. Ponderado el impacto humano, social y económico de las alergias, algunos Estados han empezado a involucrarse decididamente. Por ejemplo, en el 2006 Estados Unidos implementó el Food Allergen Labeling and Consumer Protection Act (FALCPA) (Acta de etiquetado de alérgenos alimentarios y protección al consumidor), una reforma aprobada en el 2004 por el Congreso que requería que todos los fabricantes de alimentos declararán la presencia de proteínas de cualquiera de los ocho alimentos identificados como los mayores alérgenos. Esta normativa es bastante elocuente en 36 aspectos a la atención que ameritan las alergias alimentarias, y puede considerarse, consecuentemente, un llamado en ese sentido a naciones como la República Dominicana, cuyo Estado se mantiene al margen de esta problemática.

Asimismo, a mediados del 2015 el Gobierno de Estados Unidos realizó una «cumbre» interna para empezar a coordinar acciones de abordaje de la que se considera una secuela de la problemática medioambiental. La crisis ambiental es una crisis de salud. En una declaración,la Casa Blanca enfatizó: «En las últimas tres décadas, el porcentaje de estadounidenses con asma ha aumentado más del doble y el cambio climático expone a estos individuos y otras poblaciones vulnerables a un mayor riesgo de hospitalización». A nivel local la Sociedad Dominicana de Asma, Alergia e Inmunología Clínica se ha pronunciado con respecto a la necesidad de mayor atención a la creciente problemática de las alergias por parte de las autoridades de salud. Durante una entrevista el 10 de marzo del 2016 en el matutino Listín Diario, recomendaron distintas medidas, entre ellas, fortalecer los servicios de alergistas en los principales hospitales, poniendo énfasis en que «una alergia mal tratada o sin diagnosticar adecuadamente puede cronificarse y en muchos casos los pacientes no tienen mucha información al respecto». Hay necesidad de una acción mancomunada del Estado dominicano y la sociedad. Necesitamos orientación y educación para la prevención y en lo concerniente al acceso a los diagnósticos y tratamientos. En lo relativo a las alergias alimentarias, el diagnóstico muchas veces puede requerir pruebas en laboratorios internacionales, que no son cubiertas por los planes médicos provistos por las administradoras de riesgos de salud locales, quienes consideran que no existe más forma de cura que la exclusión del alérgeno.

En el ámbito de las alergias ambientales, los tratamientos mediante terapia de inmunización son altamente costosos y no suelen ser cubiertos por las aseguradoras. Un dominicano residente en Canadá, que por mucho tiempo no pudo establecer la causa de un deterioro de su salud hasta que fue diagnosticado en Estados Unidos como celíaco (la enfermedad celíaca es un padecimiento autoinmune de intolerancia al gluten), me expresó con empatía en referencia al problema de las alergias alimentarias: «¡Cuántas personas habrán muerto sin saber de qué!». Bajo esta realidad cabe preguntarnos qué destino le espera a la niñez de escasos recursos afectada por una ignorada alergia alimentaria, y reflexionando sobre ello, de manera humana y socialmente responsable, empezar a actuar para que no sea el mismo de mi primera hija.


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