Revista GLOBAL

El homo economicus retorna a casa

por Rafael Bautista
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El cuerpo de conocimientos que constituye la disciplina de la Economía empezó a tomar su forma actual a partir de la obra Una indagación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776), de Adam Smith. Uno de los temas centrales de esta obra es el papel que juega el libre mercado en la acumulación de la riqueza nacional. Según razonaba Smith, las virtudes del libre mercado provienen de su capacidad para proveer bienes y servicios de manera óptima. La existencia de ese espacio requería de una población compuesta por individuos que compiten entre sí en los diferentes nichos económicos. De esta forma, la búsqueda del interés propio produciría el mecanismo más eficaz para alcanzar el bienestar común. A la aparente paradoja que plantea este análisis –alcanzar el bien colectivo a través de un conjunto de conductas egoístas–, Smith argumentaba que la suma de conductas individuales no llevaría al caos, sino a un proceso de auto-organización del colectivo al que caracterizó como el accionar de una “mano invisible”. A partir de unos comienzos volátiles, la mano invisible llevaría a largo plazo a un equilibrio presumiblemente satisfactorio para todos.

La metáfora de la mano invisible y la creencia del equilibrio a largo plazo se instalaron así en el corazón de lo que se conoce hoy como la economía clásica. Dadas las condiciones bajo las cuales Smith desarrolló sus ideas, es bueno anotar que distinguía entre self-love (que hoy traduciríamos vagamente como “autoestima”), y la noción moderna de egoísmo, con sus connotaciones de desprecio por la humanidad de otros. Veinte años antes, Smith había tratado las bases de los sentimientos, como él las entendía, en Una teoría de los sentimientos humanos (1759). En esa obra, Smith trata y clasifica los sentimientos humanos. Una de sus numerosas conclusiones fue que la empatía con moderación juega un papel importante en la convivencia.

Para apreciar su distancia de otros contemporáneos, vale la pena mencionar que para David Hume, en Un tratado acerca de la naturaleza humana (1740), la expresión de los sentimientos humanos emana de consideraciones que hoy estaríamos con una forma de conductismo. Hume describió muchos de los sentimientos humanos como el intento de variar la “utilidad” del mayor o menor grado de placer que producen determinadas experiencias. Smith no parecía aceptar la existencia de tal “utilidad”, sino que estaba a favor de una aproximación de mayor complejidad al mundo de los sentimientos. La utilidad como concepto matemático encontraría finalmente su forma definitiva con el trabajo de los economistas del último tercio del siglo xix (William Jevons, Carl Menger y Leon Walras), motivados por los enormes progresos que en aquel tiempo alcanzaban las ciencias naturales.

Formas matemáticas

Las ideas de Smith se convirtieron en el legado de las siguientes generaciones de lo que hoy son los “economistas”. Hacia finales del siglo xix, los problemas de investigación económica que progresaban más rápidamente en los círculos de entendidos eran los que se podían representar a través del uso de las matemáticas. Inicialmente, esa tendencia no impedía que la tradición “discursiva” del análisis económico continuará siendo de uso común en el mundo académico. Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo xx la tendencia hacia la cuantificación y el rigor se había vuelto la norma. El modo más literario de enfocar los problemas de la Economía había perdido toda reputación. Los raros economistas de ese estilo que alcanzaban algún renombre en los medios cultos internacionales, como por ejemplo John Kenneth Galbraith, no eran tomados en serio por el mundo académico. En la actualidad, sin importar la tendencia ideológica particular, para que un investigador sea aceptado en la disciplina, sus ideas tienen que adoptar una forma matemática. Paul Krugman (1997), premio Nobel de Economía 2008, resume esta mentalidad: “para que se la tome en serio, una idea tiene que ser algo que uno pueda modelar” (1997, p. 5). ¿Cómo se llegó a la preponderancia de esta forma metodológica? Históricamente, parece que el momento crucial fue la calamidad de la Gran Depresión de la década de 1930 en Estados Unidos.

La señal contundente del comienzo de esa era fue el colapso de los mercados de capitales en todas partes del mundo. Para muchos que vivieron y sufrieron ese período, había algo erróneo en las ideas clásicas. En el período de transición –por llamarlo de algún modo– entre los métodos tradicionales de la disciplina económica y el dominio total de los métodos cuantitativos, John Maynard Keynes fue sin duda el economista de mayor influencia, tanto en el área académica como política. Keynes sentó las bases de una aproximación a la economía política que le permitió a las principales potencias occidentales tener un “mapa de ruta” para sobrevivir durante esos tiempos. Aunque era un matemático puro de formación, Keynes –al igual que Smith– reconocía la enorme importancia que tenían las condiciones profundas de la psique en muchos procesos de la Economía. Por ejemplo, de manera en parte jocosa, atribuía la conducta de los mercados financieros a la existencia de “espíritus animales” (1936).

 A imagen de la física 

Desde la década de 1940, una nueva cohorte de economistas se sintió con la seguridad intelectual y cultural necesaria para transformar la economía en una disciplina cuantitativa, a imagen de la física. En las dos décadas siguientes, las ideas de la corriente de pensamiento que emergió eran la expresión del deseo de ver a la Economía como a otras ciencias, en las cuales las conclusiones y afirmaciones deberían seguir un método deductivo riguroso. Esas ideas se cristalizaron en la tesis doctoral de Paul Samuelson, Los fundamentos del análisis económico (1947), que basa la Economía en métodos similares a los de las ciencias físicas. “Se puede señalar que este es esencialmente el método de la termodinámica, la cual se puede considerar como una ciencia puramente deductiva basada en ciertos postulados.” (1947, p. 21). La introducción del rigor matemático atrajo sin duda muchas mentes brillantes, que vieron en la nueva ciencia de la Economía un terreno atractivo dentro del cual hacer sus contribuciones de carácter intelectual.

Ese proceso, junto con el peculiar rol social de las Ciencias Naturales durante la Segunda Guerra Mundial y durante el período de la posguerra, tal vez hizo que la Economía ascendiera de manera importante en cuanto a respetabilidad. En particular, ese proceso elevó la nueva forma de la disciplina a un papel dominante, para orientar las decisiones de carácter económico de las potencias industriales. En lo que respecta a la sociología de los centros académicos, en cosa de un par de décadas –el tiempo que se demora un reemplazo generacional–, la nueva estirpe de economistas había desplazado casi por completo a los remanentes del viejo estilo keynesiano. Esta marcha triunfal fue liderada, en lo esencial, por dos contradictores de Keynes: en Viena, Friedrich August von Hayek, y en los Estados Unidos, Milton Friedman, fundador del bastión principal de esta economía “neoclásica” en la Universidad de Chicago. Es interesante observar que el movimiento metodológico que conduce a la abstracción matemática de la disciplina viene acompañado por un cambio importante del sustrato ideológico de sus nuevos representantes.

Tanto Von Hayek como Friedman eran ardientes defensores de las libertades individuales, por encima de cualquier otro componente de la sociedad, en especial por sobre cualquiera que fuese el gobierno de turno. Para ambos, el único papel del Gobierno es la provisión de algunos bienes públicos, tales como la seguridad territorial, pero no tiene mucho que decir en materia económica. Los hechos económicos debían surgir como el producto puro de las acciones individuales de cada ciudadano y de las organizaciones privadas con fines de lucro. En consecuencia, el Gobierno no tenía papel alguno dentro de la evolución de la economía nacional, pues su intervención sólo podría tener consecuencias negativas. Esta posición contrastaba fuertemente con la actitud de Keynes y sus seguidores, quienes veían la intervención del Gobierno como algo necesario para prevenir el excesivo desempleo en períodos de depresión económica y para mantener la inflación bajo control, entre otras funciones.

En contraste, para los neoclásicos puros, los ciclos económicos no existirían si todos los individuos tuvieran total libertad para tomar decisiones económicas. Aunque sería simplista atribuir una relación de causalidad entre estos dos movimientos –Samuelson se consideraba keynesiano–, no es del todo especulativo ya que ambos surgen de manera simultánea. De momento, solo queda claro que al contenido ideológico de las posiciones de Von Hayek y Friedman –producto de un rechazo visceral de los regímenes totalitarios que hasta hacía poco controlaban buena parte de la humanidad–, los nuevos desarrollos teóricos le vinieron como anillo al dedo.

Ese rechazo se dirigía en particular hacia cualquier idea que implicara la sumisión de los propósitos personales, en particular los de lucro, a esquemas que “olieran” a obligaciones de “responsabilidad social” de las empresas o a otras formas de colectivización. Para que no quedara ninguna duda sobre lo que pensaba al respecto, Friedman (1970) escribió un artículo en el New York Times Magazine titulado “La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus ganancias”. En esa publicación, Friedman defiende la supremacía de los individuos y, por consiguiente, del libre mercado, por encima de cualquier otra forma de organización social: “El principio político que subyace al mecanismo de mercado es la unanimidad. En un mercado libre ideal que se fundamente en la propiedad privada, ningún individuo puede coaccionar a otro, toda cooperación es voluntaria, todas las partes se benefician de esa interacción o de lo contrario no necesitan participar. Ni hay valores ni hay responsabilidades ‘sociales’ distintos a aquellos valores y responsabilidades que compartan los individuos. La sociedad es un conjunto de individuos y de los diferentes grupos que ellos formen de manera voluntaria”.

Hasta el presente, este artículo sigue siendo como un objeto de culto entre los seguidores de ideologías libertarias, de las cuales el neoliberalismo es su exponente más conocido. Más allá de su enorme impacto sobre la sociedad por medio de sus funciones en la economía política, el desarrollo de métodos cuantitativos formales requirió un cierto número de simplificaciones. Para hacer que la ciencia económica produjese resultados, había que ajustarla dentro de los límites de los métodos analíticos existentes en los años cincuenta. Quizás la simplificación más significativa de todas fue el modelo de ser humano: homo economicus. Dentro de ese marco, cada individuo pasó a ser un “agente” cuyas decisiones eran totalmente racionales. Por “racional” se entendía que, mediante sus decisiones, cada uno maximizaba una función de utilidad privada, y, para todos, esa función debía tener las propiedades matemáticas generales. La implicación de esta definición de racionalidad era que las decisiones individuales se basaban en una integración impecable de toda la información disponible. Los “espíritus animales” habían muerto. La “utilidad” había resurgido de las cenizas.

Estigma de excéntrico 

Durante más de 30 años, el paradigma que la economía neoclásica representa prosperó con poca resistencia. A veces, los escasos académicos que se expresaban de manera abierta en contra de algunas de las premisas de la teoría, o en contra de algunas de sus consecuencias más preciadas, se veían ridiculizados o reducidos a ser escuchados solo en círculos de otros investigadores considerados como algo excéntricos. Las escuelas importantes del mundo –y, por imitación, todas las menos importantes– adoptaron la ortodoxia neoclásica que emanaba de Chicago y se volvió casi objeto de curiosidad encontrar un curso con connotaciones keynesianas, a menos que fuese acerca de la arqueología de la disciplina. Dentro del esquema neoclásico, la disciplina en todas sus ramas: macroeconomía, microeconomía, y especialmente la teoría financiera, resplandeció. En la academia se levantaron estructuras de conocimiento que día a día crecían en complejidad y en coherencia interna. Hubo incluso resultados que arrojaron luz sobre fenómenos hasta entonces poco comprendidos de la economía, como ocurrió a finales de 1960 y parte de la década de 1979, cuando en Estados Unidos se produjo la incidencia simultánea de alta inflación junto con altos niveles de desempleo. La antigua forma de las teorías keynesianas no podía dar cuenta de ese hecho persistente.

En 1970 y 1980, la frecuencia de premios Nobel confirmaba la ascensión de la economía neoclásica a la morada de las ciencias naturales exactas. Quizá por eso la contraofensiva no pudo ser más inesperada. A finales de la década de 1970, David Kahneman y Amos Tversky (1979) publicaron los resultados de una serie de experimentos hechos con el propósito específico de descubrir la forma en que las personas tomaban decisiones, y en particular cuál era su verdadero comportamiento frente al dinero. En ese entonces, la Psicología llevaba más de medio siglo afianzando y refinando sus métodos empíricos. Los resultados de esas investigaciones, y de las que siguieron, están teniendo en la actualidad efectos profundos sobre cómo pensar el mundo desde la Economía. El resultado central de ese programa de investigación es que, por supuesto, somos mucho menos racionales de lo que suponía la teoría neoclásica, pero con un giro inesperado: nuestra irracionalidad no es completamente aleatoria, sino que existen sesgos clasificables. En otras palabras, nos equivocamos –casi siempre– de la misma forma.

Entonces tampoco somos tan irracionales como a veces creemos. Aunque la caracterización de los sesgos sistemáticos que tenemos es todavía motivo de investigación, al menos es posible mencionar algunos de los más generalizados, tales como el exceso de confianza (sobrestimar las probabilidades pequeñas y subestimar las grandes), la representatividad (algo que recordamos y que nos causó impacto lo generalizamos hacia lo que pueda pasar en el futuro) y la aversión a la pérdida (el dolor de perder una cantidad de dinero es mucho mayor que la alegría que nos trae ganar una cantidad igual). El mensaje que queda de todas esas investigaciones se resume en preguntar: ¿Cómo puede esperarse que una teoría fundamentada en un modelo del ser humano que es claramente ficticio produzca resultados creíbles? Los estudios de Kahneman y Tversky –entre otros autores– y otros sucesos no relacionados, tales como el descalabro que sufrieron las principales bolsas del mundo durante un día en octubre de 1987, fueron debilitando el aparato neoclásico. En algunas universidades de mucha influencia –un caso típico es Princeton– resurgieron economistas que podríamos llamar “post-keynesianos”, como por ejemplo Paul Krugman. Los sucesos que van desde finales de 1980 hasta el más reciente desastre financiero, cuyas secuelas errarán por todo el globo durante años, han hecho que el coro de los post-keynesianos sea cada vez más numeroso.

A raíz de la crisis que empezó en 2007, incluso órganos de comunicación que en ocasiones se han identificado más con las ideas neoclásicas abrieron sus páginas a una discusión franca acerca del rumbo que debería seguir la disciplina económica (The Economist, 2009). Al leer esas páginas queda la impresión de que Chicago ha pasado a la defensiva. La confrontación entre el punto de vista neoclásico, de una parte, y los economistas opuestos es tal que ya aparece de manera abierta en la prensa popular. Joseph Stiglitz (2002), quien compartió el premio Nobel 2001 por sus contribuciones al entendimiento de los problemas que presentaba la idea de los mercados eficientes, escribió: “La mano invisible de Adam Smith –la idea de que los mercados libres conducen a la eficiencia como si estuvieran guiados por fuerzas no vistas– es invisible, al menos en parte, porque no está ahí.” En los últimos tiempos, algunos miembros de la generación de economistas más reciente han buscado conciliar su profesión con el propósito de entender los sentimientos humanos desde la perspectiva que aquella ofrece. Lo fundamental de este acercamiento es retomar –desde un ángulo que los viejos clásicos reconocerían– la idea de que muchas de las acciones humanas, tanto individuales como de grupo, responden a incentivos.

Los incentivos son de alguna manera la esencia de la Economía. Como un ejemplo representativo de esas nuevas corrientes sobresale el libro Freakonomics, escrito por Steven Levitt y Stephen Dubner (2005). En ese escrito, los autores exploran temas que van desde la relación entre el aborto y la tasa de criminalidad, hasta por qué los torneos de sumo en Japón parecen tener resultados arreglados. Desde finales de 1970, la comunidad académica en Economía comenzó lo que parece ser una lenta evolución de sus métodos. En paralelo con el trabajo ya mencionado de los psicólogos, el economista Vernon Smith desarrolló el campo de la economía experimental, estudiando durante décadas, dentro de un contexto de laboratorio, las maneras en que las personas se comportan a la hora de decidir precios, en particular dentro de una subasta. Por esos trabajos, Kahneman y Smith (Tversky había fallecido) compartieron el Nobel de 2002. Como una última noticia, de implicaciones todavía desconocidas tanto para la Economía como para el resto de las Ciencias Sociales, la Neurobiología está desarrollando técnicas que permiten ver los focos de activación y desactivación de los distintos componentes de la corteza cerebral a medida que el sujeto de experimento realiza distintas operaciones mentales. Son de especial interés aquellas operaciones que tienen lugar cuando el sujeto está tomando decisiones de carácter económico.

También se han hecho “películas” del cerebro activando y apagando componentes a medida que expresa emociones. Pareciera ser que al menos algunas de las decisiones y reacciones que tenemos frente a ciertos sucesos –decisiones y reacciones que parecerían fruto de la deliberación privada– están en realidad programadas. La confirmación y comprensión final de esos resultados pondría la discusión acerca de la libre voluntad humana en un escenario completamente nuevo. De momento, estos resultados amenazan con destronar a uno de los supuestos más básicos de la Economía, la Ciencia Política y la Filosofía. Quizás, The Economist (2006) resume mejor lo que estos estudios plantean: “Sin una creencia en la libre voluntad, una ideología de la libertad es extraña.” Las actuales generaciones de economistas –para las cuales queda la tarea de organizar una nueva síntesis, sin importar en qué partido iniciaron su camino– tienen como acicate las que fueron casi las últimas palabras de su mayor celebridad. Como una jugada algo irónica del destino, Samuelson sobrevivió a prácticamente todos los fundadores de la corriente neoclásica. A sus 94, en una columna de editorial en el New York Times (2009), expresó su esperanza de que “las idioteces de Friedman Hayek se hayan marchado para siempre”.

Bibliografía 

Friedman, Milton (1970): “The Social Responsibility of Business is to Increase its Profits”. The New York Times Magazine, 13 de septiembre de 1970, Recuperado de el 8 de febrero de 2010. Hume, David (1739-1740): Un tratado acerca de la naturaleza humana, , consultado el 10 de febrero de 2010. Kahneman, D., y A. Tversky (1979): “Prospect Theory: An Analysis of Decisions under Risk”, Econometrica, 47, 313-327. Krugman, Paul (1997): Development, Geography, and Economic Theory, Cambridge: The mit Press. Maynard Keynes, John (1936): The General Theory of Employment, Interest and Money, Londres: Macmillan, pp. 161-163. Samuelson, Paul (1947): Foundations of Economic Analysis, Cambridge: Harvard University Press. — (2009): “Heed the Hopeful Science”, New York Times, 24 de octubre. Smith, Adam (1776): Una indagación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, , consultado el 12 de febrero de 2010. — (1759): Una teoría de los sentimientos humanos. , consultado el 12 de febrero de 2010. Stiglitz, Joseph (2002): “There is no Invisible Hand”, The Guardian, 20 de diciembre. The Economist (2006): “Free to choose?”, 19 de noviembre. The Economist (2009): “What went wrong with Economics”, 16 de julio.


1 comment

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