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El nuevo arte de informar

by carlosmmercedes
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La tentación de celebrar las revelaciones hechas por Wikileaks ha sido demasiado grande para no ser utilizada por muchos que siempre se imaginan lo peor cuando de Estados Unidos se trata. Es un reflejo condicionado por la historia, pues nadie se inventó la participación norteamericana en golpes de Estado, crímenes políticos y el respaldo tradicional dado a gobiernos violadores de todos los derechos a través del mundo en desarrollo. El mundo ha cambiado, pese a las apariencias, en sentido positivo. Así, un reciente análisis del semanario británico The Economist titulaba “La democracia, felizmente, se convierte en rutina”, refiriéndose a América Latina y el Caribe. Esta tendencia incluye aun a aquellos gobiernos cuyas relaciones con Estados Unidos no son fáciles, sin que eso signifique que haya peligro inminente de una invasión militar norteamericana o un intento de golpe militar inspirado por el Pentágono, como fue tan común en el pasado reciente.

Pero por los cables obtenemos la espectacular revelación de que los últimos dos gobiernos de Estados Unidos dieron instrucciones a sus diplomáticos instándoles a espiar a sus colegas de otros países y hasta al secretario general de la ONU. Independientemente de lo novedoso que pueda ser para algunas personas que algún gobierno se libre a ese ejercicio (cambian las formas, pero es raro el que no lo hace), desde que los Estados existen, una de sus tareas ha sido y seguirá siendo la de obtener información de unos y otros, incluso de los propios amigos. El estilo puede variar pero la práctica está totalmente generalizada. Así, las exclamaciones de indignación ante las revelaciones solo son válidas cuando las profieren quienes no tienen o han tenido experiencia en el manejo de los asuntos de un Estado. A estas alturas, el nombre Wikileaks implica dos cosas: la difusión de cables gubernamentales norteamericanos y la personalidad de su fundador, Julián Assange, un anarquista australiano sin partido que, según se ha dicho, ha profesado toda su vida una desconfianza permanente frente a los gobiernos. Al crear Wikileaks, Assange, cuyas citas personales han distorsionado el objetivo inicial de la publicación de los cables, a lo mejor ni se imaginaba el alcance que tendría su cometido, aunque en nuestros cibernéticos días los talentos como el suyo disponen de todo el espacio sideral y lo utilizan con éxito. François Houtart, llamado el “Papa rojo” y considerado el padre del movimiento contra la globalización y del Foro Social Mundial de Porto Alegre, admitió hace poco que “se propasó” con un primito de ocho años hace muchísimo tiempo. Houtart tiene merecidas credenciales de activista social, de hombre de la iglesia y de los movimientos populares. Su prestigio en esa área llevó a que lo propusieran hasta para el Premio Nóbel de la Paz. Su trabajo a favor de los pobres del mundo no lo coloca, sin embargo, por encima de lo humano. Tampoco se le ocurre a nadie establecer una relación directa entre las debilidades del sacerdote y su formidable apostolado social ni mucho menos, por defenderle, condonar el hecho de que se le acusa.

Una experiencia religiosa Assange, por su parte, se ha convertido en el gran sacerdote de una nueva religión que goza de gran aceptación: desenmascarar las perfidias pasadas y presentes de Estados Unidos. Por eso, atacar a Assange es confrontar esa religión y quienes lo hacen son modernos herejes. En esa categoría entran las dos mujeres que, según las leyes suecas, consideran haber sido violadas por Assange. Sus nombres han sido publicados y sus casos han sido convertidos en burla y escarnio hasta por las personalidades que en principio deben ser ajenas a tales comportamientos, llámense Fidel Castro o el cineasta norteamericano Michael Moore. Pero, por encima de ese caso, que corresponde a los tribunales, está Wikileaks y la conmoción que ha creado al demostrar que la vulnerabilidad no es privativa de los más débiles. Es que las guerras estadounidenses en Irak y Afganistán, el hecho de que la gran potencia conserve sus prerrogativas más allá del fin de los bloques y de que, como admiten sus principales dirigentes, es una “nación indispensable”, alimenta un permanente estado de irritación universal hacia Estados Unidos.

Porque una cosa es que los estadounidenses hayan ganado ciertamente la Guerra Fría, y otra es que se lo recuerden a la gente cada vez que se abren las páginas de un periódico. Ni siquiera altera esa percepción el hecho de que un afroamericano sea su presidente; él cae bien, su país no. Esa percepción popular es la pizca de sazón que podía faltarle a los cables de Wikileaks. Sin embargo, una de las cuestiones planteadas por las revelaciones de Wikileaks es hasta qué punto a la gente realmente le interesa globalmente saber lo que piensan o se proponen hacer los dirigentes políticos del mundo. Esto quizás explique que en algún momento las más sabrosas revelaciones tenían que ver más con características personales que con decisiones políticas. Lo poco que realmente se ha dado a conocer en ese ámbito era ya de dominio o suposición de muchos informadores que es a quienes sí interesa en primer lugar todo lo que es noticia. Naturalmente, no tiene el mismo efecto que un columnista diga que a un jefe de Estado le interesa tener un avión parecido al del presidente de Estados Unidos, o que a otro le gusta mucho el alcohol, a que esa información aparezca como resultado de un secreto revelado. En buena medida en eso probablemente es que radica la espectacularidad de las famosas “revelaciones”, pese a la apasionada defensa que sobre su sustanciosa calidad hacen los medios de prensa favorecidos con la primicia. Por lo demás, cuando un diplomático norteamericano informa a su Gobierno que en tal país algún funcionario se libra a actos de corrupción, a menos que pueda probarlo, lo que es poco probable, de lo que se trata es de rumores, de percepción popular, pero no de hechos. Eso ha caracterizado hasta ahora a numerosas de las famosas revelaciones. Pero, no quiere decir que carezca de interés la posibilidad de que en un momento dado se revelen secretos que sí afecten la vida de la gente. Nada más hay que imaginarse lo útil que habría sido que se revelara con tiempo que en Irak no había armas de destrucción masiva.

Obama y el futuro Pero si los estadounidenses, presumibles víctimas de Wikileaks, hubiesen estado realmente interesados en que los cables conocidos no se publicaran, sin duda que los habrían realmente protegido. Como todo el mundo se debe imaginar, esos no son los secretos que podrían poner en dificultad a Estados Unidos; los de esa categoría sí están bien protegidos. De todas maneras, para el futuro, la administración Obama ha ordenado que las agencias gubernamentales creen mecanismos para detectar “conductas anormales” en empleados potencialmente descontentos y capaces, en su enojo, de ayudar a Wikileaks u otros a revelar secretos gubernamentales. Así se va cayendo en un mundo de tipo kafkiano en el que un gesto o una mirada, un mohín o una expresión, pueden ser interpretados como expresión de una “traición en proceso”. Hay que entenderlo como una expresión de relativa impotencia frente a la posible masificación del fenómeno del “whistleblower” (informador), generalmente alentado cuando se trata de denunciar irregularidades. Como todo depende de quien lo ve, las revelaciones de Wikileaks pueden entrar perfectamente dentro de ese marco.

Pese a que la difusión de los cables en principio estaba destinada a crear dificultades a Estados Unidos, a quien más han puesto en problemas es a quienes se dedicaban a hacerles comentarios a los diplomáticos estadounidenses, pensando que ellos iban a conservar la confidencia. Quedan igualmente mal parados los gobiernos que, según los cables, aceptaron imposiciones norteamericanas, y culpar a Estados Unidos por esa conducta es pecar de ingenuidad. Eso no quiere decir que a las autoridades estadounidenses les importa un comino si se publican o no sus conversaciones con extranjeros; de hecho, hasta están tomando medidas para proteger a algunas de esas personas de posibles represalias, pero francamente, dada su reputación, era de esperar que los diplomáticos estadounidenses fueran un poco más entrometidos. En cuanto a los Estados Unidos, el ministro de Defensa norteamericano, Robert Gates, manteniendo la cabeza fría, ha sido claro y preciso: “Los gobiernos que se relacionan con los Estados Unidos lo hacen porque les interesa. No porque les agradamos o les merecemos confianza, ni porque piensen que nosotros sabemos guardar secretos”. Desde esa óptica ¿de verdad eran imprudentes todos esos funcionarios que conversaban con diplomáticos norteamericanos? ¿Y qué pasaba con estos, no hablaban y solo se limitaban a escuchar? Lo más probable es que para obtener confidencias ellos a su vez tenían que “soltar algo”. ¿Cuánto soltaban? Por el momento eso no se sabe porque a Assange hasta ahora solo le han interesado los “secretos” norteamericanos. Entretanto, ¿cuántas transacciones diplomáticas o comerciales se han perdido por culpa de las revelaciones de Wikileaks? ¿Cuántas personas han sido víctimas de represalias por su familiaridad con los diplomáticos norteamericanos? Uno no lo sabe exactamente, pero hasta ahora, aparte de molestias y situaciones embarazosas, y pese a los vaticinios de altos representantes del poder, no se ha producido nada mayor. Al menos en lo que se refiere a los cables diplomáticos, la mayoría de los cuales no han sido todavía publicados en los medios. Hay algo que no se debe olvidar y es que las relaciones entre los países y gobiernos se establecen, no en el reino Utopía, sino en el mundo real, sobre la base de acuerdos públicos y quizás las más de las veces muy privados. Ya los bolcheviques, en su momento y al calor de la efervescencia de la Revolución rusa, decretaron transparencia total en el manejo de las relaciones diplomáticas, pero rápidamente renunciaron a la misma pues no estaban solos en el mundo y, además, se enfrentaban al siguiente dilema: ¿cómo salvar la cara frente a la opinión pública (es decir, la prensa) en determinadas situaciones? Por ejemplo, la firma de la Paz de Brest, mediante la cual el joven estado revolucionario, pese a las proclamas públicas, cedió a la imperialista Alemania los territorios de Ucrania, Bielorrusia y los países bálticos, además de cien toneladas de oro, ¿cómo explicarlo? Hay algunas verdades irrefutables en torno a las revelaciones de Wikileaks. La primera es que para las personas más o menos informadas (generalmente en el mundo de la prensa), los famosos cables secretos contienen lo que ya sabían o suponían. Los cables no hicieron más que confirmar. La otra verdad es que al ciudadano común no es que le interesen demasiado esos “secretos”. Entran en contacto con estos gracias a los medios que, como se ha visto, también los presentan selectivamente. Una vez conocidos esos “secretos”, ¿qué hacer con ellos? Esto nos lleva al punto de si realmente es el derecho a saber o el derecho a informar que están en juego cuando se recurre a todos los medios, legítimos o no, para en principio acallar a Wikileaks, pero en realidad para moderar los ímpetus informativos de los medios tradicionales de prensa. Es que Wikileaks, por muchos cables que revele, no puede tener el alcance del New York Times, Le Monde o El País. Con excepción de los interesados, nadie sabe exactamente el tipo de relación establecido entre Wikileaks y los cinco importantes periódicos comisionados para publicar los cables. Aunque quizá no hubo ninguno, porque se trata de una relación sumamente ventajosa para ambos, Wikileaks y esos periódicos. El primero provee una abundante materia prima proveniente quizá, como teme la administración norteamericana, de empleados enojados o con problemas de conciencia. Pero para un diario de un país donde las leyes tienen vigencia, es prácticamente imposible difundir tales cosas sin que sea reproduciendo lo que alguien ya publicó. Esa es la utilidad inapreciable de Wikileaks. Nadie puede imponer a esos diarios (que operan en sociedades democráticas) sus propias reglas, ni los medios van a dejar de seguir cumpliendo con su misión informativa y al tiempo comercial.

Eso ha traído como consecuencia dos quejas de Assange, primero, por la manera en que esos medios han estado difundiendo los cables y, segundo, porque le han dedicado demasiado espacio a las acusaciones suecas contra él. Assange constata así que sus adversarios tienen tanta capacidad como él y Wikileaks para ocupar los espacios. A tal punto que a estas alturas compiten tanto los no muy sustanciosos cables secretos con el proceso que puede incluir el envío de Assange a los Estados Unidos a responder no se sabe bien por qué delito. Una tercera verdad es que Wikileaks ya tiene vida propia, no importa lo que pase con Assange (un “adivino” mexicano predijo que no le pasará nada). Una vez aceptada esa verdad, se supone que los gobiernos manejarán sus asuntos con mayor discreción, en la práctica y en la información. De esa manera Wikileaks jugará un papel preventivo de futuros desastres políticos militares como los que en el siglo xx, y en lo que va del actual, han sido tan costosos. A menos que esos deseos no se queden encerrados en el reino de utopía.


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