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El segundo giro a la izquierda de América Latina

by Vladimir Rozón García
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Las ideologías de izquierda y derecha, y la génesis de la vinculación de la primera con el proletariado o las clases más pobres y de la segunda con la oligarquía o las clases más ricas, tienen su origen en la Asamblea Constituyente llevada a cabo por el Parlamento francés en 1789, cuando se cuestionaba el poder de la monarquía y se exigía la eliminación de los privilegios de la aristocracia. Así, durante la votación para decidir cuánto poder debía tener el rey Luis XVI, en las sillas ubicadas a la derecha del presidente de la Asamblea se sentó el grupo más conservador, o sea, los nobles y el clero (las clases más ricas y partidarias de la monarquía), quienes abogaban por la finalización de la Revolución y porque el rey conservará el poder y el derecho al veto absoluto sobre toda ley; mientras que en las sillas de la izquierda se ubicaron los revolucionarios y los más progresistas, quienes, además de ser contrarios al veto real absoluto, demandaban un cambio de orden radical, tras el cual el rey solo podría tener derecho a un veto suspensivo y su poder como monarca dejaba de ser total.

A partir de esto, posteriormente se comenzó a identificar como de izquierda a los partidos y gobernantes que configuran sus políticas enfocados en los intereses centrales de la sociedad; de ahí que algunos gobiernos o partidos de izquierda se definen como socialistas. En este contexto, las medidas de izquierda son concebidas inicialmente con la finalidad de crear un Estado de bienestar para todas las personas en el cual los cargos impositivos se apliquen en función de las posibilidades económicas de cada uno (en principio, los ricos pagan más que los que ganan menos). Por su parte, los gobernantes o partidos identificados como de derecha son aquellos que se enfocan en el individuo y en la iniciativa privada, favoreciendo la economía de las empresas para que sean estas las que generen las riquezas; por ello, los gobiernos de derecha suelen beneficiar más a los empresarios que a los trabajadores, porque los primeros son los que generan el dinero. Este tipo de políticas se definen como capitalistas, porque el funcionamiento del Estado gira en torno a los recursos económicos, o bien como liberales, porque las autoridades intervienen el mínimo posible.

En América Latina, los cambios de ciclo entre izquierda y derecha se han producido generalmente a través de las elecciones y la identificación de estas como mecanismo de entrada y salida del poder. De esta forma, las elecciones presidenciales han sido el punto de inflexión en esos ciclos, especialmente debido al propio diseño institucional de los países latinoamericanos. Concretamente, los giros a la izquierda o a la derecha en la región se refieren al cambio de paradigmas o al paso de un gobierno con características de uno a otro, lo cual se determina examinando el perfil, los intereses, la organización a la que pertenecen, las propuestas de políticas públicas y la propia ideología de quienes ganan la presidencia o dirigen el Poder Ejecutivo; mientras que el control del Legislativo pasa a un segundo plano comúnmente en la determinación de estos giros. A raíz de esto, se estima que el primer giro a la izquierda de América Latina se produjo a partir de 1998, con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela. La tendencia continuó en el 2002 con Luis Inácio Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina en el 2003, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador en el 2005, Tabaré Vázquez en Uruguay en el 2004 y Daniel Ortega en Nicaragua en el 2006.

Para el año 2009, dos tercios de la población latinoamericana poseía gobiernos inclinados hacia la izquierda, finalizando así un período de poco más de una década de gobiernos de derecha y políticas neoliberales (Alcántara, 2016). A juicio de Castañeda (2006), este giro a la izquierda se produjo a raíz de una serie de eventos, entre los cuales resaltan: 1) el fin de la guerra fría, dado que Estados Unidos dejó de considerar a la izquierda latinoamericana y sus gobiernos como posibles representantes de la Unión Soviética en la región; 2) la consolidación de la democracia y el crecimiento de la desigualdad, lo cual creó un clima favorable para los gobiernos de izquierda, pues «donde coexisten democracia y desigualdad los gobiernos suelen gravitar hacia la izquierda»; 3) en este resurgimiento de la izquierda, una gran parte de sus exponentes abrazó la democracia liberal e incluso comenzó a adoptar postulados del capitalismo, lo cual tranquilizó a las élites y a los grupos de poder, disminuyendo así la percepción de riesgo o amenaza hacia estos por parte de gobiernos de esta ideología.

Al mismo tiempo, la izquierda aparece como una alternativa de poder cuando el Consenso de Washington y sus medidas dejan de producir un buen desempeño socioeconómico y político, lo cual fue aprovechado por los partidos de izquierda mediante la presentación de políticas y programas enfocados, por un lado, en la reducción de las desigualdades sociales y económicas propias de la competición del mercado y, por otro lado, en la redistribución de las riquezas y los ingresos, la eliminación de las jerarquías sociales, la lucha contra la pobreza y el fortalecimiento de las voces de los grupos más desfavorecidos. Por consiguiente, la ola de izquierda en cuestión no era de carácter revolucionario, sino defensora de los derechos ciudadanos, preocupada por la reivindicación de la dignidad de los excluidos e inspirada en el imaginario socialista. Así, la diferencia con sus predecesoras revolucionarias era que esta izquierda se enfocaba primordialmente en exigir la igualdad sin abolir necesariamente el capitalismo, el comercio internacional o las libertades ciudadanas, creando por vez primera un esquema de convivencia entre ambos sistemas socioeconómicos y sentando las bases para lo que más adelante se denominó en algunas naciones como «centroizquierda».

De acuerdo con Wolf (2013), los nuevos regímenes de izquierda buscaban superar los marcos de la democracia liberal clásica y desarrollar un modelo más participativo, con énfasis tanto en los derechos colectivos como en la implementación de políticas sociales y programas destinados a combatir la desigualdad. En este sentido, Stoessel (2014) sostiene que en muchos países las exigencias ciudadanas en torno a la reivindicación de sus derechos y la materialización de políticas públicas en pro de sus intereses se convirtieron en una constante, lo cual, conjuntamente con la nula o débil institucionalización de los sistemas de partidos, creó las condiciones para la emergencia de nuevas coaliciones o movimientos políticos. Consecuentemente, la crisis de representación de fines del siglo pasado y principios de este generó las oportunidades para que nuevas clases políticas, sobre todo de izquierda, capitalizaron el descontento social y las luchas contra el neoliberalismo, permitiendo incluso el establecimiento de «dos modelos de izquierda»: una moderada y otra radical, o bien, una socialdemócrata y otra populista; la mejor muestra de esto es que no se compara el gobierno de Michelle Bachelet en Chile con el de Hugo Chávez en Venezuela, a pesar de que ambos son considerados de izquierda. Ahora bien, independientemente del modelo utilizado, este período comprendido entre finales de los 90 y la primera década del 2000 representó una época de oro para las izquierdas en América Latina, especialmente como consecuencia de los antes mencionados triunfos electorales a nivel presidencial por parte de partidos y candidatos de este corte ideológico, convirtiéndose en una tendencia en la región.

Sin embargo, estos gobiernos pronto mostraron su inefectividad y dificultad para corresponder con sus ideales, materializar sus propuestas y llenar las expectativas de sus acólitos. Principalmente, el colapso de sus programas y políticas públicas provocó una crisis económica y social que resultó en un saldo negativo para las izquierdas latinoamericanas, pues, a pesar de la disminución de la pobreza, los gobiernos de izquierda no lograron hacer la diferencia en cuanto a los indicadores crecientes de desigualdad y, a la vez, presentaron balanzas comerciales más deficitarias, menor productividad, bajos niveles de inversión en infraestructura y alzas inflacionarias, todo lo cual llevó a varios países de la región a una etapa de recesión y crisis prácticamente a todos los niveles que se mantiene hasta hoy día. Este agotamiento del ciclo de izquierda generó un ambiente favorable para el regreso de la derecha y el neoliberalismo, el cual no se detuvo a pesar de que para el 2014 algunos gobiernos de izquierda intentaron contener la desaceleración económica implementando medidas que se asociaran con el repertorio neoliberal, como el recorte significativo del gasto público por parte de Nicolás Maduro en Venezuela o la devaluación de la moneda por parte de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina.

A esto se sumó, por un lado, el fracaso de distintas reformas impulsadas en el marco de los ideales de la izquierda o de la centroizquierda y, por otro lado, la tendencia a la fragmentación, que permitió el surgimiento de nuevos movimientos cuya propuesta de cambio con esta ideología de izquierda requeriría de un espacio de tiempo razonable para volver a convertirse en una opción de poder; entre tanto, la derecha volvía a ser la alternativa para los gobernantes y partidos de turno. Así, el regreso de la derecha durante esta época en la región se inició con el triunfo de Mauricio Macri en la segunda vuelta presidencial de Argentina, en noviembre del 2015, tras vencer al izquierdista Daniel Scioli (candidato del kirchnerismo) y terminar así con tres mandatos presidenciales de izquierda liderados por los Kirchner. Unos meses después, el empresario derechista Pedro Pablo Kuczynski ganó las elecciones presidenciales del Perú, luego de un gobierno de centroizquierda presidido por Ollanta Humala.

Para finales del 2017, Chile también giró a la derecha, cuando el expresidente y empresario Sebastián Piñera venció ampliamente al izquierdista/socialdemócrata Alejandro Guillier, quien no logró una movilización masiva de toda la centroizquierda a su favor, incluido ese 20% de chilenos que apoyaron en primera vuelta al izquierdista Frente Amplio. El duro revés a la izquierda en Chile se produjo no solo luego de un gobierno de centroizquierda aparentemente exitoso presidido por Michelle Bachelet, sino también por el hecho de que Guillier perdió incluso en su región, Antofagasta, razón por la cual admitió que era una «derrota muy dura» y llamó a «reconstruir el progresismo», o sea, a reformar la izquierda chilena. Esto ratificó la fuerza de la derecha tras una inesperada y masiva movilización de sus seguidores en Chile, lo cual consolidó el giro liberal de la región.

En el 2018, el centroderechista Iván Duque ganó las elecciones presidenciales en Colombia con aproximadamente un 12% de los votos por encima del izquierdista y socialista Gustavo Petro, el cual no logró atraer hacia su candidatura ni siquiera el voto del centro que poseían sus aliados. Por consiguiente, se impuso el voto de los consorcios y grupos privados sobre el de los «pobres y marginados» que, a pesar de ser mayoría en Colombia y haber votado a Petro, no lograron llevarlo al poder. Para finales del mismo año 2018, Brasil se convirtió en el último país en dar un giro hacia la derecha [extrema], produciéndose el cambio político más radical desde que la nación suramericana regresó a la democracia hace más de 30 años. Esto ocurrió tras la elección como presidente del exmilitar y ultraderechista Jair Bolsonaro, quien ganó las elecciones presidenciales con un amplio margen sobre el centroizquierdista y progresista Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), último partido gobernante elegido constitucionalmente y ganador de los cuatro procesos electorales previos. Bolsonaro enarboló un mensaje de oposición férrea contra la izquierda de los expresidentes Lula da Silva y Dilma Rouseff, expresando lo siguiente: «Todos juntos vamos a cambiar el destino de Brasil (…) no podemos seguir coqueteando con el socialismo, con el comunismo, el populismo o el extremismo de izquierda».

De esta manera, luego de una década de gobiernos nacionalistas declarados enemigos de las políticas neoliberales y de derechas, América Latina cambió su rumbo con los antes mencionados resultados electorales de Brasil, Argentina, Chile, Colombia y Perú, con los cuales la derecha resurgió en la región. A estos triunfos se les sumaron otros gobiernos con tintes de derecha como fueron los casos de México con Enrique Peña Nieto, Guatemala con Jimmy Morales, Panamá con Juan Carlos Varela, y Ecuador con el centrista Lenín Moreno, quien ganó apoyado por la derecha tras retirar su apoyo al izquierdista Rafael Correa, que gobernó Ecuador durante una década y de quien fue su vicepresidente.

Empero, tan solo un período de gobierno más tarde, la derecha también comenzó a mostrar fallas significativas en su gestión, ineficacia a la hora de producir soluciones o eliminar problemáticas, y grandes vicios de corrupción. En consecuencia, para el 2018 el 70% de la región estimaba que «se gobernaba para una minoría», al mismo tiempo que el nuevo ciclo electoral reveló un aumento de la polarización política, un interés por renovar el ejercicio del gobierno, cuidar más de los recursos públicos, ser más firmes contra la corrupción y el delito, y promover mejoras económicas. A este se sumó: 1) la mala gestión de la pandemia del coronavirus en diversas naciones (la cual asoló América Latina y destruyó economías que ya eran precarias); 2) el aumento sin precedentes de los niveles de pobreza (los cuales alcanzaron el nivel más alto de los últimos 20 años); 3) el repunte de las cifras de desempleo (llegando en muchos países a dos dígitos); 4) el enorme auge del sector informal (ubicándose más del 50% de los trabajadores de la región en este sector); y 5) los escándalos de corrupción, las acusaciones y apresamientos de diferentes políticos, y la deficiencia crónica de institucionalidad.

En resumen, la indignación, el sufrimiento económico, el aumento de la desigualdad, el desencanto generalizado de los votantes y las promesas de la izquierda sobre una distribución más equitativa de las riquezas, mejores servicios públicos y redes de seguridad social ampliadas, indiscutiblemente sentaron las bases para que se produjera un movimiento pendular que se distanciaba de los líderes de derecha y centroderecha que han dirigido o todavía dirigen el Poder Ejecutivo en algunos países de la región. Paralelamente, se produjo una descomposición del sistema tradicional de partidos y se desató una furia ciudadana contra la corrupción política, la cual en el 2019 no solamente desencadenó estallidos sociales en varias naciones, primordialmente en Ecuador, Chile y Colombia (los cuales fueron reprimidos con brutalidad policial), sino que también llevó a los ciudadanos a volcarse como nunca antes contra el sistema.

Por tanto, este cúmulo de situaciones, entre otras cosas, se convirtió en factor determinante para lo que ya muchos autores han denominado como el segundo giro a la izquierda de América Latina. En esta ocasión, el punto de inflexión fueron las elecciones del 2018 en México, en las que resultó ganador el izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con un resultado arrollador; durante su discurso de la noche electoral, declaró: «El Estado dejará de ser un comité al servicio de una minoría y representará a todos los mexicanos, a ricos y pobres». De esta manera, México dio la espalda al derechista Enrique Peña Nieto, representado por José Antonio Meade en las elecciones, y, además, rechazó el cambio que proponía Ricardo Anaya, quien en un polémico movimiento dividió la derecha para pactar con la izquierda y el centro.

En el mismo año 2018, en Costa Rica el centroizquierdista Carlos Alvarado ganó ampliamente las elecciones presidenciales, luego de vencer al derechista Fabricio Alvarado, candidato del evangélico conservador Partido Restauración Nacional. Un año más tarde, en el 2019, el peronista e izquierdista Alberto Fernández puso fin al gobierno de derechas de Mauricio Macri y a su intento de ser reelegido en Argentina; así, la izquierda se quedó con los comicios presidenciales argentinos a pesar del acusado legado de corrupción y mala gestión económica de sus líderes y, además, a pesar de que Alberto Fernández llevó como candidata a la vicepresidencia a Cristina Fernández de Kirchner, quien había sido acusada junto a sus dos hijos de corrupción y lavado de activos. En el mismo año 2019, el candidato de centroizquierda Laurentino Cortizo obtuvo la presidencia de Panamá, permitiéndole al Partido Revolucionario Democrático (PRD) regresar al gobierno después de más de una década alejado del poder y tras vencer, aunque por estrecho margen, a Rómulo Roux, candidato del partido derechista Cambio Democrático, el cual era liderado por el expresidente Ricardo Martinelli (quien está bajo arresto mientras se le investiga por un escándalo de escuchas).

En el año 2020, el izquierdista y candidato del expresidente Evo Morales, Luis Arce, ganó ampliamente las elecciones presidenciales de Bolivia, tras un año convulso en el que la derecha mediante alegados artificios judiciales pasó a controlar el Poder Ejecutivo por medio de una presidencia interina y a través de fuertes acusaciones a Morales de fraude electoral y de acciones o maniobras para perpetuarse en el poder. A pesar de esto, la izquierda se impuso en Bolivia a toda costa, venciendo de manera contundente al candidato centrista Carlos Mesa y a pesar de que la presidenta interina Jeanine Áñez retiró su candidatura a tan solo días de la celebración de las elecciones para permitir la creación de un frente «anti-Morales».

En el año 2021, la izquierda se anotó tres importantes triunfos más: Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras y Gabriel Boric en Chile, los cuales, por sus actores, características y peculiaridades, merecen ser vistos en detalle.

Perú

En junio del 2021, el candidato izquierdista Pedro Castillo ganó la presidencia del Perú frente a la conservadora Keiko Fujimori, convirtiéndose así en el primer mandatario peruano sin lazos con las élites políticas, económicas y culturales del país; razón por la cual Castillo ha sido definido como «el primer presidente pobre del Perú» por algunos analistas, quienes son cautos al hacer esta aseveración por este giro hacia la izquierda de gran alcance, en una nación devastada por la pandemia del coronavirus e indignada por las acciones recientes de corrupción de las élites gobernantes, cuyos máximos representantes (sus últimos presidentes) se encuentran enjuiciados o encarcelados, y uno suicidado. Ante este panorama, Castillo, nacido en la sierra norte de Perú, maestro rural de educación primaria y un «rondero» (miembro de rondas campesinas que luchan contra la delincuencia), se convirtió en una opción a la presidencia al arremeter contra las élites gobernantes y proclamarse como un representante de las luchas de los más necesitados.

Por ende, el voto por Castillo fue antisistema y antifujimorista, una expresión de hartazgo de la población hacia la política tradicional y de rechazo hacia los constantes olvidos de las agendas regionales del sur del país, de la sierra y de la selva, que, a pesar de ser zonas altamente pobladas, suelen ser las más desatendidas en cuanto a servicios estatales como infraestructura, educación y salud pública. Evidentemente, esto generó pánico en las élites peruanas, pues Castillo, quien se postuló como candidato invitado de Perú Libre, un partido que se define abiertamente como izquierda marxista y comunista, estableció entre sus propuestas de campaña una serie de reformas radicales que incluían fundamentalmente un cambio del modelo económico y una nueva Constitución a través de una Asamblea Constituyente que le diera al Estado un papel activo como regulador del mercado. Igualmente, propuso la «desactivación» del Tribunal Constitucional para dotarlo de nuevos representantes elegidos por el pueblo y no por el Parlamento; la nacionalización de sectores estratégicos como el minero, el gasífero y el petrolero, ya que, a su juicio la actividad privada debería ser en «beneficio de la mayoría de los peruanos», y la reforma del sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones.

Honduras

En noviembre del 2021, la izquierdista Xiomara Castro venció al candidato del oficialista Partido Nacional Nasry Asfura, poniendo fin a los doce años del derechista Juan Orlando Hernández. De esta manera, Castro se convirtió en la primera mujer en ostentar la presidencia de Honduras, representando así un claro giro a la izquierda que pretende continuar el legado de su esposo, Manuel Zelaya, quien fue destituido tras un golpe de Estado en el 2009 que sumió al país en una crisis política que arrastra hasta la actualidad. Como consecuencia de esto, el proyecto de Castro propone una «refundación del país» cuya base es un programa de gobierno que busca reformar varias leyes del mandato anterior y convocar a una Asamblea Constituyente para modificar la Constitución.

Igualmente, Castro ganó las elecciones en medio de imágenes propagandísticas que la mostraban apuñalando a un vientre materno, debido a sus posturas izquierdistas, y a través de promesas como el establecimiento de un sistema de renta básica universal para las familias pobres, la eliminación del narcotráfico, de los escuadrones de la muerte y de la corrupción; es decir, los grandes males de la nación que durante décadas han sido casi imposibles de erradicar. De este modo, los hondureños, sobre todo las generaciones más jóvenes, votaron a Castro y decidieron volver a la izquierda a pesar del fracaso del gobierno también de izquierda de su esposo y del señalamiento hacia esta por parte de la oposición como «comunista», «populista» y «como alguien que convertiría a Honduras en otra Venezuela».

Chile 

En diciembre del 2021, el izquierdista Gabriel Boric ganó las elecciones de segunda vuelta en Chile tras superar con aproximadamente un 9 % de los votos al ultraderechista José Antonio Kast en unos comicios históricos, pues contaron con el sufragio de 8.3 millones de ciudadanos (el 55% del censo nacional), el mayor porcentaje desde que se implantó el voto voluntario en el 2012 y, además, un 8% más que en la primera vuelta. De esta forma, Boric sucede al gobierno del derechista Sebastián Piñera tras recibir un amplio apoyo de las mujeres y los votantes menores de 30 años, dos grupos que mostraron un rechazo severo a la centroizquierda tradicional que entre 1990 y 2010 condujo la transición democrática bajo el paraguas de la Concertación.

Como bien sostiene Quesada (2021), «el triunfo de Boric, de 35 años, permite la entrada al gobierno de una generación muy joven, forjada al calor de las demandas sociales de las revueltas del 2011 y el 2019, y la primera lanzada a la política ya en democracia, con lo cual Chile abraza una nueva izquierda en el poder». En ese mismo sentido, Molina y Montes (2021) agregan que «en su discurso, Boric fue insistente en señalar que los jóvenes chilenos saben que son más ricos y, por supuesto, infinitamente más libres que sus padres, que vivieron en dictadura, pero se cansaron de la herencia de aquel experimento neoliberal de la derecha, que dejó a las empresas la administración de los servicios públicos y terminó por forjar una sociedad desigual, de familias endeudadas y con un Estado mínimo y ausente. Las nuevas generaciones quieren recibir los beneficios del «milagro chileno», un país con una estabilidad y unos indicadores que son la envidia de sus vecinos».

Pese a todo esto, Boric, quien triunfó con la promesa de aumentar los impuestos a los ricos para ofrecer pensiones más generosas y ampliar enormemente los servicios sociales, posee grandes retos en un Chile con sectores altamente sensibles a los cambios políticos y al cumplimiento de los programas de gobierno; esta presidencia pondrá a prueba su capacidad y arrastre político en la convención constitucional que trabaja hasta julio en un nuevo texto que deberá aprobarse en un plebiscito; y, además, los chilenos seguirán de cerca sus propuestas sobre aspectos como la condonación de las deudas bancarias contraídas por estudios superiores, la eliminación de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), el fin de las Isapres (seguros privados de salud), la creación de un impuesto a las grandes fortunas del país y la aplicación de un royalty a las grandes mineras.

Al margen de esto, la victoria de Chile ha desatado la euforia entre los líderes de izquierda latinoamericanos, dando un nuevo aire al bloque progresista que busca anteponerse al pasado negativo de la izquierda en la región, con una nueva década de izquierdas renovadas, luego de que las opciones de esta habían fracasado en diversas naciones. En este escenario, es preciso anotar que la tendencia no ha sido universal, pues en los últimos tres años El Salvador, Uruguay y Ecuador ha votado a gobiernos de derecha por encima de los de izquierda. Sin embargo, esto no ha sido óbice para que se configure real y efectivamente el segundo giro a la izquierda de América Latina, ya que, al momento de la realización de este escrito, al menos unos doce países latinoamericanos tienen presidentes de izquierdas y se espera que este número aumente luego de las elecciones de Brasil y Colombia, donde los candidatos de izquierda son los favoritos para ganar las elecciones presidenciales, por lo que se proyecta sustituirán a los presidentes de derecha; esto colocaría a la izquierda y a la centroizquierda al frente de los gobiernos de las seis economías más grandes de la región.

En el caso de Colombia, el 13 de marzo del 2022 se llevó a cabo un proceso eleccionario legislativo y de consulta presidencial tras el cual el candidato presidencial de izquierda Gustavo Petro alcanzó el 80% de los votos, superando así tanto a la coalición de la derecha, que logró el 54% de los votos, como a la del centro, que solo obtuvo el 33%. Si bien es cierto que se trató solo del proceso consultivo previo al eleccionario y no de unos comicios como tales, los porcentajes de sufragio en estos certámenes marcan los niveles de preferencia y las tendencias; de ahí que Petro es el primer candidato de izquierda y crítico del status quo en la historia del país que tiene posibilidad real de ser presidente de Colombia, dado que en el Congreso también las listas de izquierda triunfaron, consiguiendo una cantidad importante de escaños tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes.

En Brasil, el fracaso de las políticas de salud implementadas como respuesta a la pandemia, el aumento de la pobreza, la inflación y la crisis económica han convertido al presidente ultraderechista Jair Bolsonaro en un candidato con pocas posibilidades de éxito en los venideros comicios de octubre. Según algunos analistas, la única mejora en su popularidad en este último tramo ha sido un tímido repunte a raíz de las ayudas económicas unipersonales firmadas por su gobierno para frenar la crisis generada por el coronavirus. Aun así, el expresidente izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva, quien gobernó la nación en el período 2002-2010, y a cuya gestión se le atribuye una época de prosperidad, consiguió una ventaja de 30 puntos porcentuales sobre Bolsonaro en un cara a cara, según una encuesta reciente. De igual manera, en febrero del 2022 se publicó la más reciente encuesta presidencial en el país y Lula volvió a liderar con el 42.2% de los votos, frente al 28% de Bolsonaro; la medición también incluyó a otros candidatos como Ciro Gomes y Sergio Moro, quienes obtendrían el 6.7 y el 6.4 % de los votos, respectivamente.

A modo de conclusión, es pertinente anotar que, si bien en muchos países de la región las ideologías de izquierda o derecha parecen haber desaparecido, pues sus gobernantes y partidos se han convertido en una especie de péndulo cuyo impulso hacia un lado u otro son los intereses de los ciudadanos en el momento electoral, la realidad es que en algunas naciones aún quedan remanentes ideológicos de izquierda o derecha, predominando la izquierda o centroizquierda en los últimos años. La muestra de esto último es que mientras una cantidad considerable de países tales como México, Costa Rica, Argentina, Panamá, Bolivia, Perú, Honduras, Chile y otros han regresado a la izquierda, solo unos pocos se han mantenido o han vuelto a la derecha, como es el caso de El Salvador, Uruguay y Ecuador. Esto permite apreciar claramente que sí estamos ante un segundo giro a la izquierda de América Latina, el cual, con las potenciales victorias de los izquierdistas Petro en Colombia y Lula en Brasil, indiscutiblemente quedaría revalidado.


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