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Se llama Ernesto y todos los días se levanta vapuleado por el asma. Su madre lo cuida, no lo deja asistir a la escuela y le enseña a leer en casa. Muchos años después, su hermano Roberto echa mano de un manojo de recuerdos indelebles y resume todo con la simplicidad de lo contundente: «Estaba loco por la lectura, se encerraba en el baño para leer». Han pasado ya cincuenta años de la despedida final de Ernesto Guevara, el Che, y no es poco lo que se ha escrito sobre su andar errante, su mirada perdida; en cambio, es poco lo que se ha escrito sobre el lector que la guerra no devoró. Alguna vez, en una entrevista, confesó: «Mis dos debilidades fundamentales, el tabaco y la lectura». Quedaron registrados testimonios, voces diluidas en la memoria, fotografías que lo reafirman; una de ellas, la del médico y oficial de la columna que dirigía, Vicente de la O, que dejó dicho: «Lector infatigable, abría un libro cuando hacíamos un alto mientras que todos nosotros, muertos de cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos de dormir».

La escena que nunca dejó de llamar la atención entre los escritores y los intelectuales de la época, Julio Cortázar y Ricardo Piglia entre ellos, es la de un Che Guevara herido en Cuba después del «recibimiento» de fuego que le hicieron los militares al Granma. El Che, herido, piensa que muere. Dicha escena está narrada en Pasajes de la guerra revolucionaria: «Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo». El cuento de London que recordó en ese instante de muerte es «To Build a Fire» (Hacer un fuego), del libro Farther North (Los cuentos del Yukón).

El lector infatigable que lo habitaba llevaba siempre un escritor a cuestas, más íntimo y difuso que el hombre de guerra. Después del triunfo de la Revolución, le escribe una carta a Ernesto Sábato en la que le confiesa su admiración. En ella le cuenta lo significativo que fue para él haber leído en 1948 su libro Uno y el universo: «En aquel tiempo yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar».

El Che a contraluz: la mirada de los escritores

Sábato lo recordaría hasta el fin de sus días. En la época en que lo conoció, Sábato se había ido a vivir a las sierras de Córdoba, «en un rancho sin agua corriente ni luz eléctrica, en la localidad de Pantanillo», y describiría ese encuentro en Antes del fin: «conocí a un muchacho médico que pasó a visitar a unos parientes en camino hacia Latinoamérica, donde curaría enfermos y hallaría su destino. A aquel joven, hoy símbolo de las mejores banderas, lo recuerda la historia con el nombre de Che Guevara». Y termina sus cavilaciones de vuelo alto diciendo: «Esa locura cuya ausencia León Felipe lamenta, es un acto similar a la del estoico Guevara, cuando abandonó todas las comodidades y partió hacia una lucha insensata en la selva boliviana, enfermo de asma, ya sin remedios para su mal; para terminar asesinado por despiadados y repugnantes bichos. ¿Qué importa si se equivocaba con el materialismo dialéctico? Eso mismo prueba su inocencia, su autenticidad. Luchaba por aquel Hombre Nuevo que hoy nos urge rescatar de los escombros de la historia. En su carta final les dice a los padres: “Queridos viejos, otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo”; y entonces sale en busca de lo que Rilke llamaría su muerte propia. Esa es su grandeza, que algunos considerarán su chiquilinada, su tontería; pero estos gestos de heroísmo demencial son los que nos rescatan de tanta iniquidad, porque no se puede vivir sin héroes, santos ni mártires».

Ricardo Piglia no dejó pasar la oportunidad de escribir sobre ese lector que había en el Che; dejó escrito en El último lector su análisis sobre los senderos misteriosos que llevan a un médico, un lector, un hombre de acción, a confluir en la imagen universal del héroe. Para Piglia, la vida del Che era producto, quizá, de un artilugio construido entre la literatura y el destino: «De hecho, Guevara cita a Cervantes en la carta de despedida a sus padres […]. No se trataría aquí  solo del quijotismo en el sentido clásico, el idealista que enfrenta lo real, sino del quijotismo como un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en una ficción». Piglia no se había equivocado al afirmar que el Che llegó a asumir la lectura como refugio, como si el acto de leer lo recubriera de una inmunidad invisible y a prueba de balas. En el diario que llevó mientras estuvo en el Congo bajo el seudónimo de Comandante segundo (quizá para pasar un poco desapercibido como diría García Márquez después), entrenando a los hombres del Consejo Nacional de la Revolución que defendían la causa de Patrice Lumumba, el presidente asesinado, escribió: «El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar». Su aparición como personaje literario tampoco se hizo esperar y es posible que en la abstracción de la guerra no le haya dado mayor importancia al asunto. Julio Cortázar, mientras estuvo en Berkeley como profesor de un curso de literatura, contó una anécdota de la que todavía hoy no se sabe qué versión del Che era más literaria, si la del cuento o la de la reacción: «Cuando el Che volvía en avión de una reunión en Argelia viajó con un escritor cubano amigo mío que tenía el cuento en el bolsillo. En un momento dado le dijo: “Aquí hay un compatriota tuyo que ha escrito un cuento donde sos el protagonista”. El Che dijo: “Dámelo”. Lo leyó, se lo devolvió y dijo: “Está muy bien pero no me interesa”. Creo comprender muy bien esa reacción: que estuviera muy bien es el más alto elogio que el Che podría hacer ya que era un hombre cultísimo, poeta perfectamente capaz de distinguir entre un buen cuento y otro muy mediocre, pero que no le interesara era también su derecho». El cuento era «Reunión», uno de los más conocidos del escritor argentino y perteneciente al libro Todos los fuegos el fuego, publicado en 1966.

Los escritores que menos mezclaron el arte y la política también se vieron tocados por la sombra del Che. Onetti, que hacía una distinción fuerte entre la literatura y la política, lanzó sus palabras cuando se enteró del desenlace fatal en Bolivia: «la porfía del Che, profetizamos, es inmortal. Trepando, desembarazándose de tanta literatura, lágrimas y sentimentalina arrojadas encima de su pecho asesinado, Che Guevara está hoy otra vez –y van tantas– de pie, repartiendo rostros y metralletas entre ansiosos, resueltos checitos nacidos de su muerte y resurrección. Atravesando palabras inútiles y diagnósticos torcidos. Che Guevara va viniendo, va llegando».

Borges, en cambio, prefirió ser precavido con respecto al Che, como si lo hubiera estado esperando toda su vida, cauto y silencioso, desde las tinieblas de la ceguera, desde la orilla de su conservadurismo apolítico: «Una mañana de octubre de 1967, Borges está al frente de su clase de literatura inglesa de la facultad. Un estudiante entra y lo interrumpe para anunciar la muerte del Che Guevara y la inmediata suspensión de las clases para rendirle un homenaje. Borges contesta que el homenaje seguramente puede esperar. Clima tenso. El estudiante insiste: “Tiene que ser ahora y usted se va”. Borges no se resigna y grita: “No me voy nada. Y si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio”. El estudiante amenaza con cortar la luz. “He tomado la precaución –retruca Borges– de ser ciego esperando este momento”». La anécdota quedó registrada para siempre por la escritora María Esther Vázquez en su libro Borges, esplendor y derrota.

Se sabe que era fiel lector de poesía. En una carta escrita a su amiga Tita Infante, le dice: «He tenido mis momentos de abandono o más bien de pesimismo […]. Cuando eso ocurre como cosa transitoria de un día yo lo soluciono con unos mates y un par de versos». Se sabe también que desde donde estuviera les escribía cartas a sus hijos, terminadas con dibujos que les hacía con lápiz, y que en su mesita de noche dejó libros de Baudelaire y Neruda. El ocho de octubre del 67 fue capturado en Ñancahuazú. Tenía el uniforme raído, la barba descuidada y en la cintura, amarrado con un cinturón de cuero, un portafolio con sus libros y una libreta verde que serían guardados bajo llave por el Gobierno de Bolivia, como si de un secreto de Estado se tratase. Los agentes encubiertos, los espías que siempre parecerán más producto de la ficción que de la realidad, lograrán sacar los libros y darán a conocer lo que en ellos había; el libro verde le dará la vuelta al mundo y se imprimirá miles de veces y en él, los lectores no hallarán consignas de guerra ni estrategias para combatientes en las montañas del mundo, sino poemas copiados, sin orden concreto, de Neruda, Cesar Vallejo, León Felipe y Nicolás Guillén, en una suerte de antología personal. La Higuera, el pequeño poblado donde fusilarán al Che el nueve de octubre, entrará en una etapa de sequía inexplicable y sus habitantes empezarán a rezarle a la «almita del Che». Los poetas vivos del libro verde: Neruda, Guillén y León Felipe, le escribirán sentidos poemas. Lo mismo harán Julio Cortázar, Juan Gelman y Mario Benedetti. Rodolfo Walsh tratará de exorcizar su rabia en un párrafo y Nicanor Parra le dedicará unos versos. El Che Guevara seguirá leyendo para refugiarse más allá de la muerte. 


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