En el año 2020 hemos estado viviendo la pandemia del coronavirus a nivel mundial. Estados Unidos hoy es por mucho el país con más contagios y, entre tanto, se han dado protestas en favor de la economía, en contra del racismo y la violencia policial, e incluso protestas antimascarillas. Todo esto ha sucedido en un año electoral en el que la politización ha marcado las respuestas que se han dado al manejo de la COVID-19.
Mudarse a otro país es de por sí una vivencia excepcional. Por un lado, llegas a conocer una cultura diferente desde su cara más íntima. Y a su vez, implica una adaptación de tus propias costumbres a esas nuevas dinámicas que vas descubriendo, muchas veces por ensayo y error, en el nuevo lugar de residencia. Pero ¿qué pasa si a tu primer año de vida en otro país le sumas el surgimiento de una pandemia que paraliza el mundo entero? Este ha sido mi caso al mudarme a Estados Unidos unos meses antes de que apareciera la COVID-19 en las noticias.
Los inicios del virus
Cuando las primeras noticias del virus empezaron a dar vueltas, me encontraba sumido en un trabajo que no me dejaba tiempo libre como para prestarle atención a algo que estaba sucediendo en la otra punta del mundo. Hasta que llegó febrero y en un abrir y cerrar de ojos el virus se encontraba ya de este lado del planeta. Vivo en un pequeño pueblo de Texas, por lo que los casos no se consideraban una amenaza para nuestra localidad, pero la lógica que me mueve es la de un sistema de salud preventiva, por lo que me preocupaba ver que la actitud que se había tomado parecía ser la de esperar a recibir el impacto para después actuar. Al mismo tiempo, me resultaban desproporcionadas las medidas tomadas en China y en algunos países de Europa de ir cerrando ciudades y fronteras. Mi idea era que debía tenerse en consideración una pauta de prevención sin caer en el pánico. Pensaba que el virus SARS-CoV-2 no podía ser mucho más peligroso que otras enfermedades con las que crecí en mi país de origen, por decir una, el dengue, donde había que estar pendiente de matar al mosquito patas blancas y asegurarse de no dejar nunca agua estancada en la casa.
Lo que luego me resultó obvio fue lo que no sabía que no sabía. No es una redundancia parafrasearlo de esa manera, lo hago intencionalmente para resaltar la importancia de recordar que no somos conscientes de las cosas que ignoramos. Como, por ejemplo, ignorar la capacidad de contagio del novel coronavirus, lo que le permitió convertirse en una pandemia en el año 2020. Y quizá por eso los expertos fueron tan precavidos con las medidas para lidiar con el virus desde el principio, porque sabían que había información que ignoraban sobre el COVID-19. Desconocer si puede haber una vacuna, o si puede haber una cura de los síntomas, o si las personas que están consideradas como población de riesgo son las únicas que serán afectadas gravemente por el virus. Y aún ignoramos cómo puede ser el desarrollo a largo plazo de esta enfermedad en las personas que se contagian y sobreviven, o si quien se contagia realmente desarrolla anticuerpos que lo protegerán de volver a contraerlo en el futuro.
Entonces llegó marzo y, aunque no se habían tomado medidas de prevención acá en donde vivo, se empezó a sentir la escasez de productos. A finales de marzo y principios de abril vi algo que me recordó a mi país natal, la gente había hecho compras movida por el pánico a la escasez, haciendo que se diera así una escasez de productos real en los supermercados. Pero, al mismo tiempo, la gente no había entrado en el modo de prevención. Recuerdo que en el estacionamiento del supermercado vi a dos señoras que me parecieron mayores de sesenta y cinco años, una estaba saliendo de hacer las compras, la otra estaba bajándose del vehículo y al reconocer a su amiga dijo casi gritado, «no me importa, llevo mucho tiempo sin verte, así que te voy a dar un abrazo». El símbolo del abrazo de esas señoras, junto con el hecho de que nadie usaba mascarilla y que no parecían respetar el distanciamiento social, me hizo preguntarme a qué se debía la escasez de productos.
La política y la pandemia
Algo que venía descubriendo de Estados Unidos antes de la pandemia era su tendencia a la hiperreligiosidad y su alimentación a base de comida rápida. Así, en los primeros meses acá pude ver que algo cultural se manejaba entre no tener tiempo (ni para un café) y creer fuertemente en una divinidad superior. Esa dinámica resulta que es esencial para que funcione su sistema económico, la fe en un ente abstracto que regula el funcionamiento de la vida, entidad a la cual hay que dedicarle una práctica constante, incluso sacrificando algunas cosas, como las comidas. Y no es algo de mera casualidad si piensas que la idea de una persona atea suele asociarse a la idea de una persona comunista, que es casi una manera de referirse a quienes muestren rasgos catalogables de traidores a la patria.
Esa lógica política ha encauzado la discusión durante la pandemia. Las mascarillas y la prevención se han politizado y, más que politizado, se han partidizado. Las peleas partidarias de esta índole siempre tienen una carga violenta y durante una pandemia, con los ánimos a flor de piel, la situación viral se agrava. Pero vayamos por pasos. La primera medida preventiva que se tomó fue la de cerrar ciertos negocios e instituciones y limitar la necesidad de transporte de las personas. Este hecho tuvo inmediatamente la reacción de muchos ciudadanos que denunciaban esa medida como algo inconstitucional. Civiles y políticos expresaban su opinión exigiendo que se salvara la economía. Decían que la gripe estacional con la que lidian anualmente (conocida como flu, para la que se vacunan anualmente los estadounidenses) era muy parecida a la COVID, y que todo era un plan de control y dominio estatal inaceptable. Digamos que una medida comunista podría ser. Ante esto, desde el Gobierno nacional no se lanzó una acción unificada clara como país. Las medidas quedaron al mando de los gobernadores estatales y en muchos casos los alcaldes y jueces fueron quienes determinaron medidas preventivas. Por lo tanto, cuando las personas salían a protestar contra las medidas preventivas y en favor de la economía no eran criticadas por el presidente Trump, sino que eran aupadas como protestas en sintonía con los principios de libertad de los Estados Unidos de América.
La presión fue tal que acá en Texas entramos en cuarentena después de que muchos otros países con menos casos de contagio habían entrado en cuarentena, y salimos de cuarentena mucho antes, fue como de abril a mayo que duró por decreto, y aún durante ese tiempo las personas en la calle y en los establecimientos no estaban con mascarilla ni parecían estar muy en distanciamiento social. Claro que los casos dejaron de subir con relación a como venían antes, pero no faltaban las noticias de las personas en las playas de Florida, o el influencer lamiendo el inodoro, o las personas que tenían una mascarilla con un orificio para poder respirar.
Todos estos casos parecían ser símbolos de la libertad estadounidense. Aunque en verdad me costaba entender cómo podía haber una institución gubernamental de salud dando información sobre prevención que eventualmente ayudaría a establecer una vida en convivencia con el virus al mismo tiempo que un conjunto de políticos se burlaban de esas medidas, las minimizaban, y decían que necesitaban la opinión de otros expertos. Y a mí no dejaba de parecerme inhumano y aterrador el hecho de que una persona que había sido tratada por COVID-19 tuviera que lidiar con una deuda de más de treinta mil dólares luego de su recuperación. Lo aterrador venía de que ni yo ni mi pareja contamos con seguro médico. Lo inhumano viene de que en un punto me llegué a preocupar más por lo que sabía que por lo que ignoraba, es decir, me preocupé de caer en una deuda impagable sin plantearme de lleno las consecuencias que podría tener un posible contagio del virus o las posibles secuelas futuras.
La lógica de créditos y deudas es algo a lo que hay que adaptarse apenas llegas a Estados Unidos a vivir. Y si has tenido que visitar sin seguro un hospital por alguna razón, más aún. Viviendo acá me enteré de que hay personas que por sentir ese mismo miedo que yo sentí de lo económico, toman la decisión de no acudir al sistema médico ante posibles síntomas. Viviendo en un pequeño pueblo me pregunté cuántas personas con síntomas de COVID-19 no habían ido al médico por esta razón. Y en contraste con la realidad de los países en los que he vivido, me pregunté, ¿de qué sirve que los hospitales estén abastecidos si las poblaciones con pocos recursos se privan del servicio?
Claro que este tipo de preguntas ya se las han hecho otras personas antes que yo, y han sido un poco el centro de las diferencias entre campañas de los dos partidos políticos del país. Los conservadores consideran que la libertad de elección y el libre mercado están siempre por encima de todo, incluso por encima de la vida y de la salud, mientras que los más progresistas se pelean por los grados en los cuales la vida y la salud deberían ser tomados en cuenta con mejor estima de la que se tiene ahora en la lógica estatal.
Economía en cuarentena
Estuve años sin tener televisión ni ver programación de canales hasta que llegué a Estados Unidos. Me prestaron un televisor unos familiares, y el lugar donde me mudé tenía incluido en el internet una caja de televisión por cable. A pesar de que me había desacostumbrado a las publicidades, descubrí que eran una manera muy eficiente de contactar con la cultura estadounidense, y más aún durante la pandemia. La idea de la nueva normalidad me entró primero por las publicidades que por las noticias o por el día a día de teletrabajo que venía viviendo. Mis experiencias y las noticias eran algo del momento, el instante, pero las publicidades se me presentaban con una atemporalidad incómoda.
Estaban las publicidades de comida rápida, que iban desde las que tenían ofertas y te aseguraban una entrega muy higiénica hasta las que te invitaban a ahogar tus penas en comfort food, siempre recordando que estas comidas forman parte de la cotidianidad de las personas; las publicidades de compañías móviles mostrando lo imprescindibles que son para la humanidad, poniendo énfasis en estos tiempos; y en particular me llamaron la atención las de los automóviles, que en un estado con pésimo transporte público en las grandes ciudades y con inexistente transporte público en las zonas menos pobladas se mostraban como el recurso que te permitía mantener el aislamiento mientras viajabas a la naturaleza o le ibas a decir hola a tus familiares que te podían mirar desde el porche de sus casas.
Comida preparada, pantallas y movilidad sin esfuerzo físico han mantenido un cierto flujo de la economía. Lo que no llega a la puerta de tu casa lo puedes pedir y tenerlo esperándote para pasar a buscarlo sin tener que entrar al lugar o al menos sin tener que pasar mucho tiempo adentro eligiendo lo que deseas. En casi todos los lugares tienes la opción de ir a buscar o de que te hagan un envío, que puede ser un delivery o directamente por correo postal, pero esto suele tener un costo extra que hace más ameno el ir a buscar lo que deseas, que tiene el plus de salir un rato de casa.
Aunque he estado haciendo aislamiento motu proprio, he pensado que con el aumento desproporcional de casos en el país, y en Texas en particular, las personas tendrían mayor cautela aunque la cuarentena obligatoria no esté impuesta. Pero al salir a hacer compras o buscar algo en específico he visto restaurantes en los que se puede ir a comer adentro, he visto que las personas no usan mascarilla en su gran mayoría, además de que los establecimientos han ido dejando de lado también las medidas de prevención y cuidado que tenían hace unos meses, cuando los casos eran menos. Cabe hacerse esta pregunta: ¿no sería mejor para la economía que al ir volviendo a abrir los locales la gente practicara las medidas de protección, de manera tal que la curva se aplanara y fuera cayendo, en vez de volver a tener un rebrote al mes de haber salido del encierro?
Claro que la misma naturaleza de esa pregunta es un sesgo de mi perspectiva, porque lo que terminó siendo más importante para muchas personas acá fue la libertad absoluta a la que se sienten con derecho por ser norteamericanos. Una libertad tal que, cuando las personas dueñas de los pequeños negocios empezaron a romper la cuarentena y abrieron sus peluquerías y sus restaurantes al público, fue imposible aplicarles las sanciones correspondientes al caso. De hecho, se convirtieron en una especie de héroes y dieron más ánimos a las protestas anticonfinamiento. Protestas que me llegaron a impresionar por el hecho de ver gente con el rostro descubierto portando armas frente a edificios como legislaturas y capitolios, sin otra consecuencia más que lograr que sus demandas fueran cumplidas, dándose paso a la apertura de la economía.
Hay protestas y protestas: racismo y mascarillas
El 25 de mayo de 2020 asesinaron a George Floyd en Minnesota. El video de George diciendo que no podía respirar mientras un policía blanco lo presionaba contra el suelo con la rodilla, y otros agentes observaban cómo se le iba la vida, se hizo viral. Desde entonces empezaron las protestas de Black Lives Matter. A esas protestas les trataron de atribuir una escalada en los casos de contagio del virus en Estados Unidos, como si la cuarentena hubiera sido exitosa y ahora se iba a ver arruinada por los inconscientes que salían a las calles.
Durante estas protestas la respuesta de los agentes de seguridad no fue igual a lo que había sido unos días antes cuando se protestaba en nombre de la economía. Ahora que las protestas eran por cambiar algo fundamental de la estructura de la cultura estadounidense, la autoridad empezaba a responder con violencia. Todo fue desembocando en una mezcla de abuso policial, protestas pacíficas, saqueos y motines.
Para la fecha, la economía en Texas ya había abierto. El primero de mayo empezó la apertura por fases, y para junio el plan iba viento en popa. Podías ver restaurantes con letreros que anunciaban que estaban abiertos y que además no tenías que pedir para llevar sino que podías comer en el lugar. Las noticias sobre el virus dejaron de estar tan presentes como antes. Y sin haber sido uno de los principales lugares con protestas de Black Lives Matter, los números iban ascendiendo a un ritmo preocupante. En cuestión de semanas, Texas se posicionó como uno de los epicentros de la pandemia, y los contagios en este pequeño pueblo empezaron a aumentar. Claro que nada en comparación a las grandes ciudades, pero igual van subiendo los contagios.
Entonces se impuso la norma de tener que usar mascarilla. Mascarilla como medida para bajar el nivel de contagios y no tener que volver al confinamiento. Pero esto tampoco va con la idea de libertad a la que una parte de la población se ha acostumbrado, dando paso a las protestas antimascarillas. En estas protestas se aglomeraron las personas que desde antes se manifestaban abiertamente contra el uso de las mismas, y lo hacían de distintas formas: peleando con empleados de negocios cuya política en pandemia requería el uso de mascarillas para ingresar al lugar, también se reportaron casos en los que insultaban a otras personas en la calle que decidían usar mascarilla, a veces les tosían o estornudaban encima como de burla.
Entre los argumentos que circularon por las redes sobre el movimiento antimascarillas estaba el hecho de que las mascarillas eran una amenaza para las personas, porque les quitaban el oxígeno. La idea es que no pueden respirar. Esta premisa de no poder respirar es lo que ha atravesado a este país en el año que corre. Empezó con un virus al que han nombrado como un enemigo de guerra, pero al que no parecen prestarle demasiada atención, un virus que empezó a considerarse un problema por atacar el sistema respiratorio, en cuyos casos más extremos las personas han reportado sentir como si estuvieran respirando vidrio, por lo que respirar se vuelve tan agotador que el cuerpo se rinde. Luego George Floyd siendo sometido por el policía y clamando en sus últimos suspiros que no podía respirar, una asfixia que incluso va más allá de lo físico, una asfixia racial y estructural que es tan parte de la cultura reinante que se sigue ejerciendo sobre la sociedad incluso en tiempos de una pandemia global en la cual Estados Unidos es el epicentro. Por último, la paranoia, la idea fija de que todo lo que sucede en el mundo atenta contra la libertad de los estadounidenses se evidencia hoy como un problema endémico, y no confían ya ni en sus propias instituciones. Ya no es solamente la amenaza de China, de Irán o de Venezuela, países con los que han tenido cierto nivel de conflicto en el presente año, sino que ahora la amenaza viene de adentro. Me ha sido difícil entender que estas posturas no están necesariamente detrás de una línea particular, va más allá de los partidos políticos. Gente que protestaba contra el presidente la he leído apoyando el no uso de mascarillas; políticos del Partido Republicano han tomado medidas para bajar los niveles de contagio del virus. No sé si es un año electoral con muchas cosas pasando al mismo tiempo o si la institución bipartidista está en crisis en Estados Unidos, como ha venido estando en Latinoamérica desde hace ya décadas.
La negación y las armas como estrategias desesperadas
A pesar de todo esto, una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido la negación del virus, muchas veces acompañada de teorías de conspiración. La negación ha tenido sus niveles. Se ha negado la existencia del virus, en el sentido de que se considera que no es real, que no existe y que es todo una invención de los engranajes de poder para controlar a la población. Varias personas llegaron a hacer referencia de la casualidad que había entre las elecciones estadounidenses y los momentos en los cuales salía a flote una epidemia, y marcaban fechas electorales junto a SARS y Ébola, entre otros. Otro nivel ha sido el de restar importancia a los efectos y la capacidad de contagio del virus, diciendo que si es igual que la gripe entonces por qué no se le trata como tal, igualmente manejando una idea de manipulación estatal, como si fuese una prueba para ver hasta dónde pueden someter a la población con campañas de terror. Luego está el nivel en el que se acepta que el virus es real, mata gente, pero se considera que no debe dársele importancia porque solamente ataca mortalmente a personas ancianas o con ciertas predisposiciones, para esas personas la economía y el bienestar del país es lo primordial. Después está la negación del virus como una realidad de la existencia, como si no pudiera pasar por cuenta propia sino que tuviera que ser creado en un laboratorio como una especie de arma química, y el descontento frente todas las medidas que se puedan tomar con respecto al trato de la enfermedad está mediado por la desconfianza a quienes la hayan creado, de esto han querido culpar a distintas personas ya, incluso han culpado a las torres de la nueva tecnología de conexión 5G. Luego está la negación en el sentido de ignorar que el virus está ahí, acá las personas ya no piensan en conspiraciones, simplemente han decidido dejar de prestar atención al virus y buscan vivir la vida como si nada estuviera pasando, buscando con el pensamiento positivo evadir cualquier posibilidad de contagio. Pero lo que hace innegable la existencia de la pandemia es la cantidad de contagios reportados, las personas que han muerto a causa de haberse contagiado del SARS-CoV-2, todo lo que ha llevado a Estados Unidos a ser el país con más contagios y más personas muertas en el mundo, además de que cada vez personas más jóvenes y sin predisposiciones conocidas han sido víctimas del virus, incluso en los niños se han visto síntomas preocupantes, y a todo eso que no se puede negar, porque la fragilidad humana es parte de la vida, está también el impacto que está teniendo en la economía, la cual están intentando abrir a como de lugar, pero mientras sigan negando el virus esos esfuerzos están destinados solamente a conseguir más picos de contagio.
Mientras tanto, otra cosa que me ha llamado la atención en mi vida en Estados Unidos ha sido la relación que esta población tiene con las armas. A pesar de los shooters que andan esparciendo el terror en las escuelas y otros lugares públicos, a pesar de la cantidad de niños que por jugar con armas terminan muertos, tienen una confianza enorme en esas máquinas asesinas. Confían tanto en las armas que en los comienzos del virus las personas las incluyeron en sus compras básicas; junto con el acaparamiento de papel de baño, de agua, de jabón y de gel antibacterial se reportó también un disparo desproporcional de compra de armas. Me llega la pregunta, ¿para qué son las armas? Para protegerse de otras personas, supongo. Ese nivel de desconfianza hacia los otros es muy alto acá. De hecho, hay algo a lo que los niños llaman stranger danger, que maneja la premisa de que los extraños son peligrosos, y es una de esas rimas que hacen que lo puedan memorizar desde temprano. Esa realidad social contrasta mucho con mis propias ideas sobre la sociedad y el mundo. Confiar en las armas y desconfiar de las personas. Ignorar un virus y darle prioridad a la economía. Acallar protestas antirracistas y aplaudir protestas de bullies que en nombre de la libertad quieren denigrar a otras personas. Dicen que en los tiempos de crisis conoces realmente quién es quién, y creo que este año ha sido un viaje muy profundo a las lógicas de esta nueva sociedad en la que me encuentro.
Aunque probablemente no haya una receta mágica para lidiar con la pandemia, creo que este momento amerita de una humanidad excelsa que sepa apoyarse en la colaboración colectiva. Colaboración para bajar los contagios y quitarle posibilidad de expansión al virus, también para apoyarnos en todos estos meses difíciles que aún quedan por delante, y por último, para lo que viene después; sea cuando sea el después vamos a tener que lidiar con una economía en crisis y una salud mental social abatida por los estragos de todo esto. Así que por lo que veo, no me he adaptado muy bien a lo que he ido aprendiendo de esta sociedad hasta el momento.
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